Alamar

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El hijo y el mar

Alamar (México/2010). Guión, fotografía, diseño de producción y dirección: Pedro González-Rubio. Con Jorge Machado, Roberta Palombini, Natan Machado Palombini, Nestór Marín. Duración: 73 minutos.

Por Gastón Molayoli

Esta notable película de Pedro González Rubio asienta su mirada sobre Natan, un niño de seis años que oscila entre dos mundos: el de su madre Roberta que vive en Italia, y el de su padre Jorge que lo hace en Banco Chinchorro (caribe mexicano). En una época los tres vivieron juntos, pero por varias razones Jorge y Roberta decidieron separarse. Antes de instalarse en Roma junto a su madre, Natan viaja a Banco Chinchorro para pasar dos meses junto a su padre y su abuelo.

En ese tiempo Natan pesca, bucea y se baña en la costa. La narración es mínima: González Rubio se interesa por recuperar los rincones de este paraje que constituye la segunda barrera de arrecifes de coral más grande del mundo. Casi como un símbolo del proceso de desplazamiento que Banco Chinchorro está experimentando a causa de la urbanización, Jorge vive en un palafito, esas pequeñas viviendas que se asientan sobre pilares a centímetros del nivel del mar. Allí, Natan se contagia de una atmósfera que funciona como contraste de la vida que le espera en Italia.

Al otro lado del Atlántico, Alamar presenta un espacio de convivencia. Los cuerpos semidesnudos se amalgaman con el paisaje y encuentran cierta armonía en los quehaceres cotidianos. Jorge acerca a Natan hacia el entorno desconocido para que le pierda el miedo. Las imágenes muestran una realidad donde los cocodrilos están a unos metros y eso no genera pánico ni alarma. El padre le dice a su hijo mientras este se baña en la costa: fijate que el cocodrilo se está acercando mucho. El niño lejos de escaparse lo observa, asimilando su presencia, y sigue con lo que estaba haciendo. En otro momento, una garza entra en la vivienda e inmediatamente se transforma en mascota. El animal genera una relación tan cercana con los protagonistas que por momentos adquiere la presencia de un personaje. Es por eso que la repentina desaparición del animal genera angustia en el niño y los motiva a emprender su búsqueda. La cercanía que une a los personajes-animales y los personajes-humanos en un mismo plano funciona como revelación de un espacio. Ellos están ahí, anclados en un paisaje con tiempo propio que inventa sutiles narraciones conforme pasan los días.

La cámara hace lo suyo, integrándose al puente que se construye entre el pequeño espacio de la vivienda y la inmensidad azul que los rodea. El murmullo del mar impone un peso contemplativo que González Rubio absorbe confirmando las sospechas del espectador más distraído; el realizador vivió en el lugar y quiere rescatar sus rincones antes de que el cemento se las lleve.

De la misma manera, la relación de Jorge y Natan no gira en torno a la despedida sino al legado que se va impregnando en el rostro del niño. “Tú pronto vas a volar a Roma con mamá, pero papá te va a estar cuidando desde cualquier lugar donde estés. No importa lo que pase, papá te va a cuidar siempre”, dice Jorge mientras Natan seca sus lágrimas. La entrega de los actores, el ritmo cansino del montaje y el respeto casi transparente del director, tanto con los personajes como con el lugar, hacen de Alamar una obra presente y perdurable.

 

 

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