KIESLOWSKI, POLONIA Y EL DECALOGO.  

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El 13 de marzo se recuerda el fallecimiento de Krzysztof Kieslowski, uno de los mayores realizadores del cine moderno.

Por Amílcar Nochetti. Crítico de cine, miembro de la Asociación de Críticos de Cine del Uruguay.

Famoso por su trilogía francesa Bleu, Blanc y Rouge y la miniserie televisiva polaca El Decálogo, su obra posee un nivel de inusual brillantez y propone dilemas morales y éticos de alcance universal, abordados mediante libretos sin concesiones y de valiente densidad conceptual. La gestación de la mayor parte de esa tarea en la Polonia comunista se constituyó en un acto político de indudable contundencia, que bebía de fuentes talentosas y similarmente rebeldes.

POLACOS DISIDENTES. Los principales cineastas de la generación del 56 ya habían enfocado la realidad social y política del país con amplio sentido crítico. Andrzej Munk (1921-1961) había vuelto la vista al doloroso pasado bélico nacional en La pasajera (1961), y Jerzy Kawalerowicz (1922-2007) logró gran profundidad psicológica y dramática en Tren nocturno (1959), Madre Juana de los Angeles (1961) y Faraón (1965). Por su parte, Andrzej Wajda (1926) se mostró ocupado con el recuerdo de la guerra y su incidencia en los jóvenes (La patrulla de la muerte, 1957; Cenizas y diamantes, 1958), y más tarde revisó con valentía y dosis de inusual talento el sistema socialista polaco (El hombre de mármol, 1976; Sin anestesia, 1978). Luego de la polémica El hombre de hierro (1981) debió emigrar a Francia. Lo mismo había ocurrido antes con Roman Polanski (1933) y Jerzy Skolimowski (1938), que después de inicios muy prometedores (El cuchillo bajo el agua, 1962; Barrera, 1966) se habían exiliado en Inglaterra a mediados de los años 60. Por último, Krzysztof Zanussi (1939) abordó una búsqueda introspectiva de profunda raíz católica que lo distinguió de sus colegas (Iluminación, 1972; Camouflage, 1976; Espiral, 1977; Constantes, 1979). Ese costado religioso provocó un escándalo en El año del sol quieto (1984), film que la crítica oficialista polaca detestó. Debido a ello Zanussi marcó el paso durante 15 años.

El choque entre la fe religiosa y el ideario político marxista tampoco era una novedad en Polonia. La vitalidad y arraigo de la religión católica en ese país se explica por haberse convertido en referencia histórica nacional y vehículo de resistencia frente a sus dos poderosos vecinos, Rusia al este y Alemania al oeste. Cuando en 1947 se proclamó la república popular, iniciándose un rápido proceso de socialización según el modelo soviético, la oposición católica chocó con la rigidez del sistema y, unida a un fuerte sentimiento anti ruso, provocó distintos movimientos de agitación. Pero un virtual golpe de estado colocó en febrero de 1981 al general Jaruzelski al frente del gobierno, con tres objetivos claros: evitar la intervención directa de la URSS, eliminar esos brotes de rebeldía y reformar un aparato excesivamente burocratizado e incapaz. Para ello impuso prohibiciones y censuras de todo tipo, aunque no pudo evitar algunas crisis fuertes, como la del asesinato del padre Jerzy Popieluszko a manos de oficiales de la policía en diciembre de 1984. Por entonces, el catolicismo era la religión del 95% de los 38.600.000 polacos, y un cardenal llamado Karol Wojtyla había sido elegido Papa en 1978 con el nombre de Juan Pablo II. En cambio, de los 3.500.000 judíos que vivían en Polonia antes de 1939, sólo quedaban 10.000 en 1988. En medio de esa particular situación social y política, dos personas muy comprometidas gestaron El Decálogo.

DOS MAS UNO. La más famosa de ellas es su director, Krzysztof Kieslowski (1941- 1996), que desde 1957 a 1962 estudió en la Escuela Vocacional de Tecnología Teatral, para luego cambiar el rumbo y entre 1964 y 1968 estudiar dirección en la Escuela Cinematográfica de Lodz, donde se graduó con el corto documental Sobre la ciudad de Lodz (1969). Desde entonces, Kieslowski se desempeñó como documentalista televisivo para los estudios WFD, logrando llamar la atención con sus iniciales Fotografía (1969) y La fábrica (1971), y provocando un primer escándalo con Obreros 71 (1972), ácido vistazo a las huelgas de Szczecin. A partir de 1974 integró la unidad de producción de la compañía Tor, dirigida entre otros por Zanussi, y conquistó el Gran Premio del Festival de Cortometrajes de Cracovia con Primer amor (1974). Simultáneamente, y siempre para televisión, pasó al largometraje, tanto en el terreno documental (Pasaje subterráneo, 1973) como en el de ficción (Personal, 1975). Pero con La tranquilidad (1975) ofendió al gobierno al abordar sin tapujos el tema sindical: ante presiones de producción, tardó tres años en terminarlo y editarlo. Su primera película para cine fue La cicatriz (1976) con la que se convirtió en la figura principal de la denominada “escuela polaca de la ansiedad moral”. Un muy afortunado intento de entender el mundo a través de uno mismo tuvo lugar con El aficionado (1979). En 1980 su mediometraje Cabezas parlantes ocasionó otras molestias: en ese ejemplo de cine-encuesta, el director hacía todo tipo de preguntas a gente desprevenida, y obtenía respuestas sinceras y a menudo incómodas para el régimen. Por casualidad (1981), en cambio, narraba tres versiones distintas de los avatares de un joven que debe tomar un tren para escapar de la policía: antecedente directo de Corre, Lola, corre de Tom Tykwer, el film fue prohibido ante la declaración de la ley marcial de 1981, y no pudo ser exhibido hasta 1987. Lo mismo ocurrió con la excelente Sin fin (1984), que contaba una muy pesimista historia con referencias a la muerte y la resurrección, en las cuales el gobierno comunista creyó detectar veladas alusiones a la vigencia del sindicato Solidaridad. Con ese currículum a cuestas, Kieslowski abordó El Decálogo, para luego hacerse más famoso e internacional con La doble vida de Verónica y la trilogía Bleu, Blanc y Rouge. Destacar o conocer solamente esa vertiente francesa de su obra sería una forma de la injusticia, ante una primera etapa polaca austera, cuestionadora y más cercana a la realidad cotidiana de su país en aquellos años.

Otra injusticia es creer a Kieslowski autor único de El Decálogo, porque junto a él hay que ubicar al libretista Krzysztof Piesiewicz (1945). Este hombre se había recibido de abogado en 1970, y rápidamente se especializó en Derecho Penal. Después de la ley marcial de diciembre de 1981, concentró sus energías en los casos políticos defendiendo a los activistas de Solidaridad, y en enero de 1985 fue uno de los testigos de cargo durante el juicio a los policías acusados del asesinato del padre Popieluszko. Un año antes había tenido un primer contacto con Kieslowski al elaborar juntos el libreto de Sin fin. De ahí en más, ambos conformaron una dupla de gran nivel creativo, y sólo la muerte de Kieslowski quebró esa férrea unidad. Junto a ellos debe tenerse en cuenta también el aporte del músico Zbigniew Preisner (1955), que inició su labor en cine en Sin fin y la continuó más tarde en El Decálogo, La doble vida de Verónica y la trilogía de los colores. Preisner, además, es responsable de haber inventado el nombre del compositor holandés Van Den Budenmayer, para introducir sus impresionantes corales en esas películas, y por medio de ellos contribuir a la cohesión interna de un conjunto de obras que forman, conceptual y estéticamente, un todo armónico.

EL DECALOGO. Es una miniserie de diez capítulos de entre 53 y 58 minutos de duración cada uno, donde Kieslowski y Piesiewicz elaboran otras tantas historias individuales inspiradas en los Diez Mandamientos. El éxito obtenido hizo que los autores expandieran dos capítulos (el 5 y el 6) para exhibirlos en pantalla grande con 80 minutos de duración cada uno, retitulados No matarás y Una película de amor respectivamente. Todas las anécdotas de la miniserie ocurren en un complejo habitacional de Varsovia de clase media trabajadora, con personajes cotidianos que en cada capítulo deberán tomar una decisión fundamental para el desarrollo de sus futuras existencias. Aunque las historias son independientes, y no es necesario conocer las demás para entender cada una de ellas, el conjunto llega a enriquecerse mediante lo que pueden denominarse claves circunstanciales: personajes protagónicos de una historia suelen asomar como secundarios o meramente episódicos en otra; anécdotas sustanciales de determinados capítulos son analizadas desde una perspectiva diferente por los vecinos en otros momentos; hay un personaje muy lateral, que aparece fugazmente en todas las historias, que se limita a observar(nos) sin intervenir, y que para Kieslowski y Piesiewicz claramente es Dios, aunque espectadores más agnósticos puedan vincularlo fácilmente al Destino.

Los autores se toman sus libertades con respecto a los Mandamientos. Un rápido vistazo al anecdotario de cada episodio y su comparación con el frío texto de la ley mosaica así lo demuestra:

Capítulo 1) Un padre y su hijo de diez años viven obsesionados por la perfección de sus computadoras, hasta que éstas fallan provocando una tragedia familiar (Yo soy tu Dios y no tendrás otros dioses delante de mí).

DECÁLOGO 1

Capítulo 2) El médico-jefe de un hospital debe identificarse con los conflictos de una pareja, en la cual el esposo está gravemente enfermo y la mujer quedó embarazada de otro hombre, con lo que el factible aborto dependerá de la esperanza de vida del primero (No tomarás el nombre de Dios en vano).

DECÁLOGO 2

Capítulo 3) En Navidad, un hombre casado ayuda a una antigua amante a encontrar a su marido desaparecido (Santificarás las fiestas).

Capítulo 4) Un padre y su hija replantean su relación ante la aparición de una reveladora carta de la madre fallecida (Honrarás a tu padre y a tu madre).

Capítulo 5) La estremecedora y criminal vinculación entre un taxista aborrecible, un joven que vaga sin rumbo por Varsovia y un estudiante de Derecho que se recibe de abogado (No matarás).

DECÁLOGO 5

Capítulo 6) Un joven tímido, enamorado de una apetecible vecina mayor, la observa con un catalejo, hasta poder lograr un acercamiento real (No cometerás actos impuros).

DECÁLOGO 6

Capítulo 7) Una niña tiene pesadillas, su madre y una hermana mayor intentan protegerla, pero la realidad es muy diferente, y revela un complicado juego de engaños y parentescos fraguados (No robarás).

Capítulo 8) Una respetada profesora de ética se ve enfrentada a una colega más joven, que remueve un pasado de culpa y dolor (No levantarás falso testimonio ni mentirás).

Capítulo 9) Un médico se descubre sexualmente impotente, la esposa que lo ama decide no abandonarlo, y él comienza a espiarla obsesivamente, agobiando a esa mujer con sus celos y sospechas (No cometerás adulterio).

Capítulo 10) Dos hermanos distanciados se reúnen al morir el padre y reciben como herencia una fortuna en estampillas de correo (No codiciarás los bienes ajenos).

     Esas libertades frente al texto de la Ley ofician, empero, de disparador para conocer íntimamente a los agonistas, seres con pasiones, codicias, celos y ambiciones que van más allá de ese mundo frío y distante en el que deambulan a primera vista. Los autores utilizan las referencias al antiguo código mosaico recibido en el Sinaí como punto de partida desde el cual transitar el largo camino que vincula al admonitorio Dios del Antiguo Testamento con la renovada propuesta de Jesús en el Nuevo. Cuando los discípulos preguntaron al Maestro cuál era el Mandamiento más importante, la respuesta fue que todos lo eran por igual, pero que Él traía uno nuevo que resumía los otros diez: “Amarás a Dios con todo tu corazón, tu alma y tu mente, y amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Por ese camino Kieslowski y Piesiewicz construyen El Decálogo en un entorno socialista donde “la moral de la convicción no necesariamente debe ser lo mismo que la moral de la responsabilidad”, según propias palabras. Hay que decir que la idea original de El Decálogo fue de Piesiewicz y se remonta a 1984. El libretista definió su proyecto como “un intento de volver a los valores elementales destruidos por el comunismo”, aclarando además que se definía a sí mismo como cristiano más que como católico, dato digno de tener en cuenta a la hora de revisar la miniserie.

Los problemas cotidianos de la gente rara vez tienen respuesta sencilla, y por eso el espectador puede apreciar que las referencias a la Ley no sólo son vagas, sino además intercambiables: no todas las pulsiones sexuales se ubican en los capítulos 6 y 9, no todas las envidias se hallan en el 10, ni los robos en el 7, y ciertamente la mentira se detecta en todas las historias por igual. En esa intrincada madeja que es la vida, los autores miran a sus personajes (y por decantación, a nosotros) con la frialdad y precisión de dos entomólogos del alma, para llegar a proponer un variado manojo de interpretaciones y dejar que el público elija la que quiera, procedimiento que más tarde utilizarían con similar maestría en La doble vida de Verónica, Bleu, Blanc y Rouge. Esa coherencia conceptual para retratar a Polonia en el pequeño microcosmos de un complejo habitacional no impide que cada capítulo tenga su propia formulación cinematográfica: el primero alcanza una rara estatura de tragedia; el segundo apela a fuertes componentes emocionales; el tercero es una historia jugada al intimismo más primario; el cuarto es una pieza de cámara bergmaniana gracias a sus filosos dialogados; el quinto es una dura requisitoria contra la pena de muerte; el sexto resulta un sensible estudio de soledades, más profundas que la mera pulsión sexual que dispara la historia; el séptimo adopta una forma narrativa paroxística, similar a las reacciones de su joven protagonista; el octavo plantea dilemas morales reivindicados por un humanismo que abreva en Kurosawa; el noveno estudia con precisión casi documental la torturada psiquis de una pareja; y el décimo cambia de tono, derivando hacia el humor negro, con una vuelta de tuerca muy inquietante sobre el final.

 Kieslowski utiliza a las máximas figuras del cine polaco y las sigue con una cámara muy expresiva, utilizando un lenguaje de poderosa simbología que oficia como señal o indicio de un proceso de búsqueda interior. En el capítulo 1 un tintero se raja, la mancha de tinta se expande y presagia una muerte segura; más tarde, la cera de una vela se desliza en el rostro de una Madonna que parece llorar, mientras el agua bendita congelada se derrite sobre el afiebrado pómulo de un ateo que sufre. En el capítulo 2 un insecto lucha por su vida tratando de salir de un recipiente con jalea mientras un enfermo parece agonizar. En el capítulo 5 el tono verdoso de la fotografía y un siniestro halo negro envuelven de continuo al joven que deambula, manifestando con ello su condición de condenado sin remedio. Con momentos como esos se construye la mejor historia del cine. Ese soporte visual dimensiona adecuadamente los grandes temas de todo El Decálogo: el libre albedrío (de ahí que el personaje-Dios aparezca siempre en instancias decisorias) y la permanencia del amor y la caridad como únicas respuestas válidas para los dolores del mundo. Esa idea subyace en toda la serie, pero se explicita en el capítulo 8 y más tarde será culminante en la trilogía de los colores.

El silencio del hombre, las dificultades de relacionamiento social, la desolación que experimentamos en las grandes urbes (único paisaje donde se puede estar absolutamente solo en medio de multitudes) son los desafíos propuestos por Kieslowski y Piesiewicz a sus protagonistas, y también al público: no en vano la serie se abre con un primer plano del personaje-Dios mirando fijamente a la cámara (es decir, mirándonos), dejando claro desde ese momento que El Decálogo requerirá la constante participación del espectador. Esa apuesta era un desafío para los polacos de 1988, y continuaría siéndolo para todo aquel que aborde los films franceses del director. En medio de un cine anestesiado por explosiones, sexo gratuito y un sinnúmero de argumentos banales, la entera obra de Kieslowski apuesta a la inteligencia y la sensibilidad del espectador. No es poca cosa.

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