ANDRZEJ WAJDA (1926-2016) Y EL DEBER DE DECIR LA VERDAD.

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      El domingo 9 de octubre murió el legendario maestro polaco Andrzej Wajda, y hay muchas maneras de acercarse a su obra, vivo testimonio de los huracanes políticos que desató el establecimiento del socialismo en un país en continua búsqueda de libertad. Sus películas se comprometieron con la realidad polaca, pero se sostuvieron además en un permanente análisis del pasado histórico, a efectos de derribar mitos más o menos duraderos, y así entender mejor las complicadas relaciones del individuo con el Estado. Definido como “maestro del cine moderno, barroco, romántico, hondamente polaco, nacionalista y apasionado”, su obra navega en un permanente estado de renovación, aunque posea una férrea unidad estilística y conceptual. Esa coherencia intelectual tiene como soporte una actitud vital y humana equivalente: a los ochenta años el maestro aún manifestó interés en hacer una película sobre la masacre de Katyn, el múltiple asesinato de oficiales polacos a manos de la policía política estalinista luego del pacto nazi-soviético de 1939. “Se lo debo a mi padre, que fue una de las víctimas”, ha señalado. Esa inquietud existencial aún lo mantiene joven y activo: su último film, Afterimage (2016) competirá en marzo de 2017 por el Oscar al film extranjero.

FUNDAMENTOS DE VIDA. Wajda nació el 6 de marzo de 1926 en Suwalki, una pequeña ciudad al nordeste de Polonia. Trece años después estalló la guerra, “pero eso no me impidió frecuentar la escuela en condiciones normales. Desde muy pequeño trabajé como obrero con un tonelero, y más tarde con un cerrajero. En las horas libres ayudaba a los pintores a decorar las iglesias”. Desde 1942 colaboró con la resistencia polaca. Terminada la guerra, ingresó en la Academia de Bellas Artes de Cracovia para estudiar pintura. Influido por el surrealismo, formó parte de la primera promoción de la Escuela de Cine de Lodz. En 1954 fue ayudante de dirección de Aleksander Ford en Los cinco de la calle Barska, y en 1955 debutó en el largometraje.

     A partir de entonces sus películas lograron el beneplácito internacional y sobre ellas comenzaron a publicarse libros y extensas reseñas. Eran los años de Gomulka, cuando el arte polaco intentó liberarse del realismo socialista, y el director fue una influencia decisiva para cineastas más jóvenes como Zanussi, Kieslowski y Piwowarski. Dirigió el grupo independiente X y también Films Polski, y fue miembro de la dirección del Ministerio de Cultura, además de dictar clases asiduamente en Lodz. Desde 1959 dirigió teatro, y a partir de 1968 también TV. Más tarde tomó contacto con el sindicato Solidaridad y su líder Lech Walesa, y fue presidente de los cineastas polacos. Cuando el gobierno de Jaruzelski amordazó la libertad, Wajda debió proseguir su carrera en Francia y Alemania. Tras el derrumbe del socialismo se volcó a la política y fue electo senador, aunque nunca abandonó el cine, porque se sabe representante de un país que ha sido reducido muchas veces a la nada diplomática. Por eso siempre tuvo claro que lo prioritario era destacar incansablemente la identidad nacional. “Ser polaco no es una nacionalidad, es un destino: destino de mártir, destino de resistencia”, dijo alguna vez. Doscientos años antes, Balzac razonaba: “El polaco, sublime en su dolor, ha cansado el brazo de sus opresores a fuerza de hacerse apalear”. Y es verdad. Jamás país alguno fue tan invadido, dividido, reprimido y desgarrado como Polonia.

     Durante mil años los polacos debieron movilizarse para defender sus fronteras: fueron víctimas de los invasores alemanes, de las hordas mogólicas, de los mercenarios suecos, de los imperialismos ruso y austriaco, de los húngaros y turcos, y también de los Caballeros Teutónicos. En ese contexto nace su obstinación loca y desesperada por el heroísmo, del cual Wajda mostró -como permanente leitmotiv- su belleza y su intrínseca inutilidad, “glorificando la elegancia del gesto y denunciando su gratuidad”, como dijo más de una vez a sus alumnos. De esa actitud surge un rabioso romanticismo y una permanente violencia liberadora: “Vivimos en un mundo violento. La vida cotidiana nos vuelve crueles, la información nos abruma con nuevas atrocidades, hay miseria aquí y guerra allá. Terminamos por perder nuestra sensibilidad. En cambio, el cine nos hace reencontrar nuestra lógica: es mejor ver manar la sangre desde la pantalla, porque la violencia en el cine va acompañada de un discurso, un comentario moral útil. Si en mis films hay violencia, es porque yo quiero mostrar y sentir la atrocidad del acto asesino”. Ese postulado humanista existió desde el inicio.

LA GUERRA. Los primeros films de Wajda son bélicos, aunque al director no le preocupa la acción física sino la relación de los personajes con el entorno histórico y su protagonista absoluto, la muerte. Las razones para esa temprana elección las explica él mismo: “Yo tenía un puesto sin importancia en la resistencia, y a los alemanes no los vi nunca. Así, mis películas de guerra son una reparación por los riesgos que no corrí. A mí la guerra me trató con bastante indulgencia, razón de más para que hable de ello: es casi un deber”. El debut se llamó Generación (1955) y narró el despertar de una conciencia, la de un muchacho común molesto por la ocupación nazi, que se enamora de una chica rebelde y para poder verla se enrola en la resistencia. Al final esa relación estará condenada al fracaso. Según Roman Polanski, que actuaba en el film, “fue un título capital, porque terminó con toda una expresión cultural, la de la burguesía anterior a 1945, y cuestionó los valores de la tradición aristocrática”. La película, trabajada en base a claroscuros e influida por el Neorrealismo, es una de las más sobrias y despojadas de Wajda.

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   La patrulla de la muerte (1957) fue una sorpresa. En 1944, al final de la insurrección varsoviana, la Wehrmacht utiliza todo su poderío bélico y los resistentes se refugian en las cloacas de la ciudad, para evacuar a los sobrevivientes. Pero los que no mueren en la fetidez y el barro son masacrados por los nazis, que controlan las bocas de salida o tropiezan con rejas infranqueables: el heroísmo es entonces un acto suicida y absurdo. Cine humanista, poseedor de una estética deslumbrante, comienza con un fantástico travelling de cinco minutos donde los personajes son situados en su contexto geográfico y social, y luego se desarrolla en base a una oposición visual muy fuerte: exteriores iniciales rebosantes de luz enceguecedora, laberintos subterráneos donde la bruma, la penumbra y la humedad ahogan al espectador tanto como a los personajes. Entre el expresionismo generalizado y el surrealismo de algunas instancias, el resultado era una lección de cine.

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Cenizas y diamantes (1958) fue más compleja, porque su acción se desarrolló en los instantes posteriores a la rendición nazi: derechistas e izquierdistas se enfrentan, y el protagonista (Zbigniew Cybulski), terrorista de derecha, fracasa en el intento de asesinar a un jerarca comunista, mata a quienes no debe y sabe que tiene los días contados. Su previa lucha guerrillera resulta inútil, como la de muchos de sus compañeros de generación. La película continuó una línea expresionista, atravesada por imágenes poderosas que hoy resultan típicas del universo de Wajda: vasos de alcohol encendidos, persecución sangrienta entre sábanas tendidas, fuegos artificiales reflejados en un charco, escena de amor en una iglesia en ruinas ante un Cristo barroco suspendido cabeza abajo al lado de una manta donde yacen cadáveres. El viejo mundo se extinguía y de sus cenizas no parecía surgir brillo alguno.

Primera película de Wajda en color, La flecha blanca (1959) es una explosión de rojos violentos y dramáticos. Aquí la muerte se enseñorea con una imaginería visual tan deslumbrante que amenaza con aplastar el contenido pacifista de la propuesta. En medio de la parafernalia, la yegua blanca Lotna galopa libremente por los llanos hasta que al final debe ser sacrificada. Como Polonia, claro.

     Sansón (1961) volvió al blanco y negro para plantear la historia de un judío que era encarcelado por un delito que no cometió, y que al  estallar la guerra escapa, va a parar al ghetto de Varsovia y termina tomando conciencia de la situación. La película subrayó un sentido de unidad y resistencia ante la opresión. Había debilidades de libreto, una enfática y molesta voz en off y varios facilismos anecdóticos, pero también excelentes efectos de luz y sombra y una sutil observación psicológica de los personajes. Fue un logro a medias.

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     Paisaje después de la batalla (1970) es muy diferente. La música de Antonio Vivaldi abre esta película desesperada, donde los prisioneros de un campo de concentración nazi liberados en 1945, marcados por el sadismo del que fueron víctimas, dan rienda suelta a sus viejos rencores. La bella fraternidad de los humillados desaparece con los primeros vientos de libertad. Mientras las instituciones vuelven a funcionar, los hombres reencuentran sus jerarquías y celos, su racismo e intolerancia, todo ello sin salir del lugar de reclusión. La angustia y las heridas no cicatrizan y el bello amor de la pareja protagónica se trunca. Esa parece ser para Wajda la marca más salvaje de todas las guerras.

     El resto del cine bélico del director no tiene esa altura. Un amor en Alemania (1983) fue un lustroso traspié, con su historia de amor entre la alemana Hanna Schygulla y un joven polaco prisionero de guerra. Narrada en flashbacks, la película lució errática y extrañamente desdramatizada. Crónica de accidentes amorosos (1985), ambientada en la parte polaca de Lituania, también estudió un romance, el de un joven estudiante y su compañera de clase, interrumpido por la guerra: fue famosa la escena casi surrealista de la carga de caballería polaca contra los panzers alemanes.

     Korczak (1990) tuvo otros alcances: narró los últimos días de vida del legendario pedagogo polaco del título, y su heroica lucha por proteger a doscientos huérfanos judíos durante los días del ghetto de Varsovia, hasta su rechazo de un pasaporte suizo y su viaje final a Treblinka. Contó con una notable labor de Wojciech Pszoniak. Anillo del águila con corona (1993) se ocupó de la suerte corrida por los resistentes anti nazis no comunistas tras la ocupación soviética, que eliminó la corona de la bandera polaca. Semana Santa (1995), en cambio, volvió al ghetto de forma más indirecta, al contar la historia de una mujer judía que se refugia en el campo en casa de su ex amante, casado y católico: era un lúcido vistazo acerca de ciertas actitudes polacas ante el genocidio judío. Finalmente, La sentencia de Franciszek Klos (2000) abordó otro espinoso tema, el de un policía polaco colaborador de los nazis durante el Holocausto.

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     Por lo visto la guerra siguió siendo hasta el fin una experiencia traumática para Wajda, como lo demuestra Katyn (2007), película muy narrativa y esencial, a la que le interesan los hechos ocurridos y las reacciones de sus protagonistas, para aprender del sufrimiento vivido y mirar hacia la construcción del futuro. Quizás por eso Wajda ha construido una historia coral, en la que la diversidad de situaciones y la dispar actitud ante la invasión o el crimen permiten abrir un abanico de reflexiones más vasto que si hubiera apostado por la historia de un mártir personalizado (su propio padre, tal vez).

LA HISTORIA. El lote de películas que se refugian en el pasado resultan más ricas en el análisis personal del individuo y sus emociones. “¿Quién sabe realmente qué es la verdad histórica? El descubrimiento de nuevos hechos viene a ponerlo todo en duda otra vez. Creo que una buena película histórica debe revelar la psicología de los personajes de la época. Debe preguntarse cómo se comportaban o qué era lo que los motivaba. Ese es el mayor desafío: mostrar que lo dramático es la vida de los personajes que han vivido el drama histórico, porque la Historia se vive en primera persona”, ha dicho Wajda. Esas intenciones, empero, no siempre estuvieron bien reflejadas en sus películas.

     Lady Macbeth en Siberia (1962) fue una traslación de Shakespeare a la Rusia zarista del siglo XIX, pero quienes la vieron en su muy fugaz difusión montevideana hablaron de un ejercicio formalista frío, impersonal y académico. Cenizas (1965) en cambio fue un logro muy importante. Contó la historia de los polacos que se enrolaron en masa en el ejército de Napoleón con la esperanza de participar en las luchas por la independencia, comenzando por la suya. La derrota final del emperador los hará ver la inutilidad de sus sacrificios. Se han alabado una serie de sorprendentes secuencias bélicas, con imágenes potentes que evocarían a Goya y Bosch y redondearían una película operática, desbordada y talentosa. En cambio, Las puertas del Paraíso (1967) fue un mayúsculo fracaso, con su historia de caballero andante que, cansado de matar gente, se hace monje y acaba embarcado en la desastrosa Cruzada de los Niños.

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     El bosque de abedules (1970) fue una magnífica recuperación. Daniel Olbrychski es un guardabosques viudo, y junto a su hijita se consume en la pena, el dolor y la soledad. Olgierd Lukaszewicz es su joven hermano, un pianista que llega tuberculoso a pasar sus días finales en ese ambiente campesino. La muerte anda suelta y ambos la esperan, pero no de la misma manera. Mientras el primero no quiere vivir y resulta patético, el segundo no desea morir y, rebosante de enfermiza euforia, se sumerge en un desenfrenado éxtasis de bailes, deportes y sexo. El resultado estético del film sólo pudo obtenerlo un poeta: a los colores amarillos y verdes de los campos se contraponen las caras angustiadas enmarcadas en las sombras, y los violetas que anuncian las señales de enfermedad. Al final, una mirada de esperanza invadía a la nueva Polonia: el padre adormecido creía ver a su hijita enlutada luciendo un vestido blanco como la nieve.

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     La boda (1972) es una obra más ambiciosa. En ella Wajda intentó llevar a imágenes el alma polaca, en la cual los mitos, los terrores y las obsesiones son simbolizados por espectros pertenecientes al mundo de los sueños. En la Polonia ocupada desde hace siglos, se celebra el casamiento de un intelectual de ciudad con una campesina, y la pantalla se ve invadida desde el comienzo por una rica gama de personajes en un baile que parece no tener fin. El alcohol y la danza frenética contagian a la cámara, descontrolada y seducida por el ritmo de esa noche voluptuosa. La película, la más bonita y poética de Wajda, abundó en rojos y blancos, los colores de la bandera, del amor y la sangre. Era un acto de fe y de afirmación nacional, y un himno a una Polonia mártir e inmortal.

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     La tierra prometida (1975) habló de la dificultad de ser polaco en un país desmembrado que espera su reunificación. En Lodz, bajo la dominación zarista, la industria textil vivió a fines del siglo XIX un formidable y despiadado desarrollo, en el cual los poderosos impusieron sus leyes sobre los más débiles. Los protagonistas son tres amigos: un polaco arruinado (Daniel Olbrychski), un alemán despiadado (Andrzej Seweryn) y un judío ambicioso (Wojciech Pszoniak). El punto en común: sueñan con el dinero. El realismo con el que describe el nacimiento del capitalismo industrial termina convertido en desmesura: multitudes humanas desbordadas son registradas con magistrales movimientos de cámara y un sabio uso del gran angular. El maniático perfeccionismo de ambientación y vestuario y las notables labores protagónicas convirtieron al film en un logro mayor.

     Después hubo de todo. La línea de sombra (1976) ha sido descrita como una escrupulosa e impersonal adaptación de una novela de Joseph Conrad sobre la soledad, el misterio, la muerte y el miedo a lo indecible. Las señoritas de Wilko (1978), en cambio, era una exquisita y nostálgica visión de los años veinte, con Daniel Olbrychski volviendo al lugar donde vivió años atrás, y en el que conoció a varias hermanas, amó a una de ellas y fue amado por más de una. Pero el tiempo no pasa en vano, y en lugar de recuperar el pasado el hombre se aproxima a la idea de la vejez y la muerte. Fue una de las películas más intimistas del director.

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     Danton (1982) resultó una experiencia controvertida, porque abordó la Historia desde una óptica presente. Robespierre y Danton, la inteligencia y la audacia, la lucidez y el ímpetu, el Incorruptible y el Amigo del Pueblo, la intransigencia y la moderación. Y, aunque Wajda lo haya negado por coquetería, es también el Este contra Occidente, el dictador contra el demócrata, Jaruzelski contra Walesa. El director manipuló la Historia con un furor tan poderoso que supo inyectar a su película el ritmo febril del proceso termidoriano, ayudado por el memorable torneo interpretativo entre Gérard Depardieu y Wojciech Pszoniak.

     Luego el maestro cayó con Los demonios (1987), pésima adaptación de la extensa novela de Dostoievski. Nastasja (1994), interpretada por actores japoneses y nunca exhibida fuera de Polonia, estudió al personaje femenino de la novela “El idiota” de Dostoievski. Y El señor Tadeusz (1999) trasladó el poema épico de Adam Mickiewicz, sobre gente de la nobleza en espera de la llegada salvadora de Napoleón, con cierto amaneramiento, algún desborde ocasional y varios lujos visuales.

EL PRESENTE. Las películas en tiempo actual son las que más reacciones provocaron en Polonia, aunque al comienzo los resultados no fueran del todo satisfactorios. Los brujos inocentes (1960) testimonió a una generación sin ilusiones ni convicciones, pero se resintió por la incomprensión que Wajda reveló de las necesidades de la juventud. Su episodio para el film colectivo El amor a los veinte años (1962) fue más valioso y polémico, al enfocar la incapacidad de esos mismos jóvenes para entender a un sobreviviente de la guerra: esos antiguos héroes a nadie le importaban, decía Wajda, y muchos se ofendieron con el mensaje. Todo a vender (1968) fue un logro a medias, porque quiso ser un sincero homenaje a Zbigniew Cybulski, el James Dean polaco muerto en un estúpido accidente ferroviario, pero perdió pie al internarse en una atmósfera feérica de corte felliniano. La caza de moscas (1969) se mofó de los sectores culturales polacos impregnados de esnobismo e ironizó acerca del arribismo femenino, pero esa caricatura se empantanó en el uso excesivo del Pop Art y el psicodelismo. Y Pilatos y los otros (1972) quedó sepultada por un hermetismo inconducente y una simbología fallida.

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     Las cosas cambiaron para mejor con El hombre de mármol (1976). Allí una joven cineasta (Krystyna Janda) tenía que presentar su film de promoción e iniciaba una indagatoria en el pasado cercano (los años cincuenta), siguiendo las huellas de un olvidado héroe de la clase obrera (Jerzy Radziwilowicz). Al final descubría que los serios errores de ese período continuaban en el presente. Esa investigación acerca de un ciudadano ejemplar acosado por la política de la sospecha estaba conducida con mano maestra, en un estilo realista, vigoroso, apasionado y de extrema claridad, mediante el empleo de una cámara alborotada y embriagadora con la que la verdad nos golpea el rostro. La película molestó mucho a ciertos sectores del gobierno, pero Wajda contraatacó: “Soy el primero en desenterrar las ignominias que se cometieron aquí, pero es mi país y lo quiero, y es el mejor, y si no vean si el suyo es mejor que éste”.

     Sin anestesia (1978) describió la brusca desgracia de un periodista célebre (Zbigniew Zapasiewicz), la caída inexplicable de un individuo cuyo universo social y sentimental se derrumba. Pero la acción transcurría en tiempo actual, y con ello denunciaba brutalmente que la trituradora de hombres seguía funcionando. Película intimista, de apariencia más modesta que la habitual, fue sin embargo un grito. Wajda mostró la uniformidad entre lo privado y lo público, entre el sentimiento y la vida profesional, y razonó que el fracaso de uno u otro desestabiliza sin remedio el equilibrio del individuo. Al final, una mujer silenciosa era el único testigo del desenlace: ¿accidente, suicidio o asesinato? En Polonia, la verdad seguía permaneciendo oculta.

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     En El director de orquesta (1979) el maravilloso John Gielgud, colmado por la fama internacional, volvía a su patria para morir en paz después de dar un concierto de despedida. Película sobre el amor a la música, lo es también sobre la libertad interior, la paz del alma y la serenidad de los que han adquirido la sabiduría de aceptarlo todo con humor y piedad. Y también es un film sobre los conflictos generacionales y las batallas contra la burocracia, donde una glacial ironía es el arma más efectiva de Wajda. Ironía desde el título: director de orquesta, en polaco, se dice dyrigent, dirigente, y en ambos sentidos, el artístico y el político, el poderoso maneja a la gente con su batuta.

     Después Wajda cayó en las urgencias que desata el oportunismo: El hombre de hierro (1981) fue libretado y filmado con muy poca claridad conceptual, y eso se notó, porque la lucha de Solidaridad contra el gobierno parecía cualquier cosa menos una confrontación de ideas. De todas formas, Wajda recibió la Palma de Oro en Cannes, consiguiendo su momento de gloria. No volvería a la actualidad hasta Señorita nadie (1996), la historia de una campesina corrompida por dos amigos de la gran ciudad, y una metáfora sobre la identidad polaca vencida por la decadencia materialista de fin de milenio. La venganza (2002), por su parte, es una sátira de humor negro con abundante imaginación visual, pero excesivamente localista.

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     Tatarak (2009) en cambio fue más difícil, pero muy poética y plenamente lograda. La película comienza con Krystyna Janda despertando después de lo que parece ser una pesadilla. En seguida un plano fijo muestra un cuarto de hotel, rústico y simple, iluminado por el sol de la mañana. Krystyna, interpretándose a sí misma, relata el drama de cuando descubrió durante la pre-producción de un film que su marido (el notable fotógrafo Edward Klosinski) estaba llegando a sus últimos momentos de vida, atacado por un cáncer fulminante. Allí se planteaba el dilema de continuar o no con su vida profesional (la preparación para el film), sin dejar por ello de estar el mayor tiempo posible junto a su compañero. El resultado consigue mezclar con habilidad y precisión un drama real (o que se presenta como tal) en la estructura de la narrativa de ficción del propio film que Wajda estaba rodando. Consigue también crear un bello estudio sobre la frivolidad de la vida, y la relación de ésta con la muerte y su espera.

     Ese Wajda intimista dejó paso a uno de los mayores fracasos de su carrera, Walesa, la esperanza de un pueblo (2013), biopic correcto y ordenado que acierta en el uso de la cámara en mano, pero que nunca apasiona debido a su insoportable corrección política. Cuando todos pensábamos que Wajda había envejecido para mal, el maestro se ha descolgado ahora con Afterimage, film sobre el artista de vanguardia Wladyslaw Strzeminski que resalta la importancia de dar total independencia creativa a los artistas. La película fue rodada en momentos en que la injerencia estatal ha vuelto a revivir en la Polonia actual, y allí está Wajda denunciándolo, pocos meses antes de morir.

BALANCE. En marzo de 2000 Jane Fonda entregó a Wajda el Oscar de la Academia de Hollywood. En febrero de 2006 Ian McKellen hizo lo propio con el Oso de Oro de Berlín. Ambos galardones fueron otorgados por el conjunto de una obra sin parangón en el cine del Este europeo, por su profusión pero también por sus múltiples alcances conceptuales. “Si yo pudiera encontrar un hilo conductor en mi obra, creo que éste sería la lucha del hombre por la conquista de la libertad”, ha dicho Wajda. El dato es real, pero en esa obra hay más: la consustanciación con los sentimientos románticos que le dicta su fidelidad a la nación, la aceptación de un cierto heroísmo fatalista, la apelación a poderosas simbologías que revelan una exultante plenitud de la imaginación. Acusado de racista y misógino, Wajda supo incomodar a sus compatriotas, fustigó a los más jóvenes y enojó mucho a las autoridades de turno. Ese gusto por la insolencia, empero, no fue gratuito, sino que siempre estuvo justificado por una incesante búsqueda de la verdad: “En un país como éste, muchas veces el artista debe asumir los deberes del jefe político, decir la verdad y convertirse en algo más que un autor: en un profeta, un mago, un guía, el guardián de la polonidad, la memoria y el portavoz de la nación”. Y también en un cineasta universal.

 Por Amilcar Nochetti.

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