Juana a los 12

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Las imágenes son de una precisión llamativa y colaboran con esa construcción de un mundo adolescente, complejo y delicado.

Juana a los 12 (Argentina, 2014), de Martín Shanly, c/Rosario Shanly, María Passo, María Inés Sancerni, Javier Burin Heras, 75′.

Por Marcos Altamirano

En las últimas décadas han ocurrido cosas interesantes dentro del cine argentino. Una de las más destacadas es la incorporación de nuevos realizadores y la necesidad de producir una ruptura con el modelo de representación y producción clásicos del cine comercial. Estos nuevos realizadores buscan distintas formas de narrar, para contar historias diferentes; no parecen tan preocupados por el dinero necesario para filmar, como por encontrar alguna pequeña historia que les permita decir algo acerca de sus motivaciones, de sus preocupaciones. Difieren en sus elecciones estéticas, en sus propuestas audiovisuales y en los recursos utilizados para el diseño de la producción. Esa renovación formal y temática, en muchos casos, cualquiera sea su tendencia, tiene como protagonista en cada una de sus historias a temáticas/problemáticas relacionadas con las adolescencias y las juventudes.

La ópera prima de Martín Shanly no es ajena a esta tendencia temática, propone un retrato en un momento particular en la vida de Juana, una adolescente de 12 años con problemas de aprendizaje. A diferencia de muchas películas nacionales sobre adolescentes, en dónde el foco está puesto en su despertar sexual, la problemática abordada en la propuesta de Shanly es la incomunicación.  En esta ocasión, no interesa tanto lo que se muestra como lo que se elige no mostrar. El director se decide por una ambientación inexacta de la historia, que genera cierta extrañeza y ambigüedad (quizá mediados de los años 90, como sugieren sutilmente el uso del VHS y la ausencia de celulares, pero que contrastan con otros elementos de un pasado no muy distante)

A Juana se la puede ver en su casa o en el colegio privado (bilingüe y religioso), dos de las locaciones que estructuran narrativamente la película. Shanly (hermano de la joven protagonista) decide mostrarla a través de fragmentos, se detiene en sus gestos, sus movimientos. Sólo la vemos interpelar en el interior de su hogar. Por fuera de esa intimidad, observa de manera sigilosa.

Mi vida es mi vida (Estados Unidos/1995), esa pequeña producción de bajo presupuesto e independiente del cineasta Todd Solondz también es un tratado sobre las desventuras de una adolescente de 11 años, que vive en un suburbio de clase media de Nueva Jersey y tiene que lidiar con sus compañeros de escuela, sus padres distantes, y la rivalidad de su hermano mayor y una hermana menor, bailarina y consentida de la familia. La protagonista de Mi vida es mi vida sufre el abuso escolar y el hostigamiento de los otros. Juana, en cambio, parece tener un cordial vínculo con su hermano menor. No le desesperan los retos de los mayores, tampoco le inquieta quedar bien. Se la ve en compañía de su madre ensimismada, y de su padre ausente tenemos muy poca información, sólo aparece en un sueño que parece extirpado de una escena de David Lynch. Hay sólo dos personajes en el entorno de Juana que entablan una relación afectiva con ella (una vieja maestra de historia británica y su profesora de particular)

Juana a los 12 también nos obliga a realizar una aguda lectura política sobre el sistema educativo. La riqueza política que propone Shanly se sostiene en la educación que eligieron para Juana y que termina de configurar un contexto específico que es principalmente una manera de obtener y conservar el nivel social que defienden o al que desean aspirar, pero que se distancia considerablemente de las necesidades reales de sus hijos. En cambio, Juana busca un reconocimiento propio de su edad, 12 años. En silencio.

Una de las escenas más logradas es aquella donde se ve a su madre pintar unos platos de porcelana, Juana cuestiona la belleza arquetípica. La respuesta de su madre devela en cierta medida esa idea de reproducción a la que está sometida la joven. Pero Juana es la protagonista, todos (profesores y compañeros) hablan de ella, la excluyen, la ubican en el centro de la escena. En cambio, ella prefiere correrse de ciertas correcciones institucionalizadas.  Para acercarnos a esta fina carencia, es sustancial la claridad en el ejercicio narrativo que consigue Martín Shanly. Las imágenes son de una precisión llamativa y colaboran con esa construcción de un mundo adolescente, complejo y delicado.

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