LOS 100 AÑOS DE KIRK DOUGLAS, UNA LEYENDA VIVIENTE.

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CENTENARIO. Cuando el viernes 9 de diciembre Kirk Douglas cumpla cien años, Hollywood deberá reflexionar acerca de la deuda enorme que mantiene con él, teniendo en cuenta lo que le ha dado a la industria del cine. Para empezar, la Academia nunca lo reconoció con un Oscar, sino que saldó cuentas con una estatuilla honorífica recién en 1996, con motivo de su 80º cumpleaños. La explicación quizás sea más sencilla de lo que en principio podría parecer: durante toda su vida, Kirk Douglas mostró un espíritu combativo, afiliado a posturas de izquierda que le terminaron generando enemigos en la Meca del cine. Es verdad que es judío y adhirió al sionismo, como se ve en La sombra de un gigante de Melville Shavelson (1965), película sobre la fundación del Estado de Israel que el propio Douglas financió, pero está claro que sus pares nunca terminaron de digerir la valentía que mostró en 1960, al dar empleo formal a hombres largamente perseguidos por el maccarthysmo, con el icónico Dalton Trumbo a la cabeza.

Hijo de exiliados ruso-judíos, Douglas se llama Issur Danielovitch Demsky, y pasó su infancia en el pueblo de Amsterdam, en el Estado de Nueva York. Sus padres eran analfabetos y se ganaban la vida como vendedores de ropa usada, lo que motivó que al realizar su autobiografía en 1988 la titulara “El hijo del trapero”. Desde muy joven Douglas se destacó por ser buen alumno, por sobresalir en las lecciones de teatro y por su afición a los deportes, en especial la lucha libre, característica que se advierte en El triunfador de Mark Robson, que en 1949 le dio la primera de sus tres nominaciones al Oscar. En ese film comenzó a manifestar una marcada tendencia a interpretar seres torturados por un destino adverso, hombres altaneros, egoístas, febriles, enérgicos y egocéntricos. Quizás eso también sea un motivo complementario para que Hollywood no le otorgara el Oscar. Se sabe que a la hora de las premiaciones la Academia por lo general se decanta por héroes positivos, al estilo de John Wayne, James Stewart y Gary Cooper. Douglas en cambio realizó personajes más oscuros, situándose muy cerca de Richard Widmark, Robert Mitchum y Montgomery Clift, que casualmente han resultado también olvidados por el Tío Oscar.

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AÑOS DE GLORIA.  Douglas ya había adquirido cierta notoriedad en el teatro cuando saltó al cine en 1946, debutando en un estupendo film noir de Lewis Milestone, El extraño amor de Martha Ivers. Desde su rol secundario opacó a la siempre intensa Barbara Stanwyck y al habitualmente retraído Van Heflin. Siguió afiliado al policial en dos films recordables: Traidora y mortal de Jacques Tourneur, más conocida como Retorno al pasado (1947), junto a Robert Mitchum; y Yo solo me basto de Byron Haskin (1947), donde por primera vez compartió cartel con Burt Lancaster, iniciando ambas estrellas a partir de entonces una larga amistad, que derivó en otras cinco labores compartidas a lo largo de cuatro décadas. Acababa de rodar para Joseph L. Mankiewicz el magnífico drama de corte femenino Carta a tres esposas (1949), cuando recibió su nominación por El triunfador. En esa película Douglas compuso a Midge Kelly, brutal personaje que deja todo de lado (novia, hermano, amigos) con tal de ser el mejor en el ring, para al final fracasar en todas las líneas. Mirada amarga al mundo del boxeo, la película posicionó a Douglas como actor que poseía enorme agresividad dramática, acompañada de un inusual rigor e independencia a la hora de elegir sus labores. Fue así que comenzaron sus años de gloria, los cuales continuarían hasta 1971.

Por supuesto que en esas dos décadas no todo fue tan riguroso, pero aún en los films menos comprometidos a nivel social, político o dramático, se detecta una dosis visible de seriedad profesional en las labores de Douglas. Eso se ve muy especialmente en el western, como lo demuestran Los viajeros de Raoul Walsh (1950), Sangre en el río de Howard Hawks (1952), Hombre sin rumbo de King Vidor (1955), Duelo de titanes de John Sturges con Burt Lancaster (1957), El último tren, de Sturges pero con Anthony Quinn (1959), Lucha de gigantes de Burt Kennedy junto a John Wayne (1967), Camino del Oeste de Andrew V. McLaglen con Richard Widmark y Robert Mitchum (1967) y El final de un canalla de Joseph L. Mankiewicz con Henry Fonda (1970).

Similar solvencia profesional manifestó Douglas en el terreno de la aventura. Resulta difícil olvidar al actor en 20.000 leguas de viaje submarino de Richard Fleischer, con James Mason y Peter Lorre (1954), en Ulises de Mario Camerini con Silvana Mangano y Anthony Quinn (1954); en Los vikingos de Richard Fleischer, junto a Tony Curtis, Janet Leigh y Ernest Borgnine (1958), en El discípulo del diablo, donde compartió cartel con Burt Lancaster y Laurence Olivier (1959) y en El faro del fin del mundo, donde el villano era nada menos que Yul Brynner (1971).

Su participación en el género bélico fue menos comprometida aunque muy vistosa, en lujosos espectáculos de ancha respiración y repletos de estrellas, como Los héroes de Telemark de Anthony Mann (1965), Primera victoria de Otto Preminger (1965) y ¿Arde París? de René Clément con libreto de un joven desconocido llamado Francis Ford Coppola (1965). Más oportunidad de lucimiento logró en el drama, donde puede recordárselo en El malabarista de Edward Dmytryk (1953), Vecinos y amantes de Richard Quine, junto a Kim Novak y Walter Matthau (1960), Los hermanos sicilianos de Martin Ritt, con Irene Papas (1968) y El arreglo de Elia Kazan, con Faye Dunaway y Deborah Kerr (1969), película en su momento incomprendida y que hoy merecería urgente revaloración. En todos los títulos citados (incluso en los bélicos) Douglas nunca trabajó en piloto automático, sino que construyó personajes muy definidos, dejando huella de un carácter indomable y férreo. Y debería tenerse en cuenta que por lo menos en el 90% de esos films Douglas terminó vinculado a actores y cineastas importantes. Esa fue otra clara señal de su inteligencia a la hora de elegir a qué empresa vincularse y con quiénes rodearse, ya fuera delante o detrás de las cámaras.

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PROEZAS MAYORES. Pero por supuesto en la carrera del carismático actor hubo otras labores mayores, de esas que dejan una marca de fuego en la historia del cine. Una fue en Cadenas de roca de Billy Wilder (1951), donde era Chuck Tatum, periodista inescrupuloso despedido en Nueva York, que conseguía trabajo en un diario de Nuevo México. Apenas llegado, un minero quedaba atrapado en un derrumbe subterráneo, y Chuck cubría la noticia con un nivel de sensacionalismo inmoral, convirtiendo el caso en noticia a escala nacional, y dilatando a propósito el sufrimiento de la víctima para seguir generando su infame pero redituable publicidad.

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Un segundo rol controvertido fue el del detective James McLeod en Antesala del infierno de William Wyler (1951), un hombre ubicado del lado correcto de la ley pero que se revelaba igual de violento que los delincuentes, incluso en su conflictuada relación conyugal con Eleanor Parker. Un nuevo batacazo lo dio con Cautivos del mal de Vincente Minnelli (1952), donde obtuvo su segunda nominación al Oscar. Allí era Jonathan Shields, productor de cine amoral y obsesivo, que utilizaba al resto del elenco (Lana Turner, Walter Pidgeon, Gloria Grahame, Dick Powell, Barry Sullivan) en su propio provecho, para lograr la fama imperecedera. Diez años más tarde rodaría con Minnelli una segunda parte igualmente talentosa, Dos semanas en otra ciudad (con Cyd Charisse y Edward G. Robinson), pero antes de eso llegaría su tercera nominación al Oscar por Sed de vivir (1956), también de Minnelli, donde interpretó con intensa ferocidad a Vincent Van Gogh, junto al Paul Gauguin que incorporaba Anthony Quinn.

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Y después se encontró con Stanley Kubrick, a quien siempre admiró como director y nunca como persona. Para el joven maestro del cine compuso sus dos personajes más heroicos. En la obra maestra Patrulla infernal (1957) Douglas fue el coronel Dax, militar francés que en la Primera Guerra Mundial se rehusaba a cumplir una demencial orden de ataque, y debido a ello generaba una indigna corte marcial contra tres soldados inocentes. Luego, en la superproducción Espartaco (1960), fue el esclavo tracio que lideró la rebelión contra Roma y terminó en la cruz, anticipándose 70 años al martirio de Cristo. Lo acompañaba un elenco de lujo (Laurence Olivier, Charles Laughton, Jean Simmons, Peter Ustinov, Tony Curtis) y el reconocimiento en los créditos de Dalton Trumbo como guionista de la empresa. Pero por encima de esos lujos, este film siempre será recordado por poseer la tarea más icónica de Kirk Douglas en el celuloide.

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Desde 1955 era dueño de su propia compañía productora, llamada Bryna en honor a su madre. Desde ella lanzó entre 1961 y 1962 dos westerns atípicos, ambos con libretos de Dalton Trumbo. En El último atardecer de Robert Aldrich fue el trágico pero honorable Brendan O’Malley, que se enfrentaba a balazos con Rock Hudson a causa de Dorothy Malone y Carol Lynley, madre e hija explosivas en una historia psicológica de oscuros tintes freudianos. Y en Los valientes andan solos de David Miller fue Jack Burns, cowboy solitario en época actual, un hombre con un código de honor inadaptado a los tiempos modernos, perseguido incansablemente por el sheriff Walter Matthau y condenado a sucumbir bajo el manto de la vergüenza. En cambio en Siete días de mayo de John Frankenheimer (1964, junto a Burt Lancaster, Fredric March y Ava Gardner) fue el coronel Martin Casey, un patriota de oscura personalidad que evitaba un golpe de estado a costa de su honor militar, quedando como un Judas frente a sus pares.

EPÍLOGO RUMBO AL RETIRO. A partir de 1970 la carrera de Kirk Douglas no mantuvo el rigor acostumbrado hasta entonces. Como ocurriría con tantos otros colegas de su edad, llegado a la sesentena el actor debió aceptar mucho material desechable para poder continuar activo. Sin embargo, aún en esa etapa supo destacarse como traumado docente separado de su hijo, que por ello intenta vengarse de su ex (la malograda Jean Seberg) en Un respetable asesino de Daniel Petrie (1974). También pudo brillar como marshal inescrupuloso en Los justicieros del Oeste, western convincente y demoledor que dirigió él mismo en 1975. Y si bien actuó junto a John Cassavetes para Brian De Palma en la ampulosa y fallida Furia (1978), se dio el lujo de apoyar valientemente a ese mismo cineasta en la demencial y vanguardista Intimidades de un director (1980), que fue un rotundo fracaso comercial.

En 1981 Kirk Douglas recibió la Medalla de la Libertad otorgada por el presidente de Estados Unidos, y en 1985 la Legión de Honor francesa “como reconocimiento a uno de los más grandes actores de la historia reciente del cine americano, capaz de interpretar con igual intensidad héroes o villanos”. Después llegó el Oscar en 1996 y el Oso de Oro de Berlín en 2001, ambos en reconocimiento a su trayectoria. Se retiró del cine en 2003 con Herencia de familia de Fred Schepisi, donde se dio el gusto de trabajar junto a su hijo Michael y su nieto Cameron. Su adiós definitivo a la pantalla lo dio desde la TV en 2008, en Los asesinatos del Empire State de William Karel, tributo al cine noir americano, donde compartió cartel junto a otras viejas glorias como Ben Gazzara, Mickey Rooney y Cyd Charisse.

Muchos años antes, Kirk Douglas había logrado sobrevivir a un brutal accidente de helicóptero y a una hemorragia cerebral. Tiene en Michael a un hijo tan famoso como él, y se sabe que Catherine Zeta-Jones es una nuera que se las trae. Pero no cabe duda que su estatus de patriarca dinástico y de leyenda viviente no se lo puede quitar nadie. Ojalá que el 9 de diciembre pueda festejar a lo grande, porque se lo merece.

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AMÍLCAR NOCHETTI.

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