Notas sobre lo cotidiano.

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Nota: este texto surge luego de que el autor volviera a ver Jeanne Dielman, 23, quai du commerce, 1080 Bruxelles en el marco de un breve ciclo que el Cineclub Al Filo le dedicó a Chantal Akerman durante el mes de mayo.

Por Gastón Molayoli

En los rincones del cuerpo que une pasado y futuro, motivaciones y fines, suceden miles de cosas. La sucesión de acontecimientos que conducen a un desenlace, cerrado o abierto, eso que entendemos como relato clásico, no se lleva bien con los detalles. El artefacto narrativo los hace desaparecer en una marea de puntos insignificantes para atender a las generalidades que sostienen el andamiaje. Es difícil que frente a un relato de Hitchcock el espectador se detenga en los silencios, los modos de hablar, los gestos mínimos, las miradas furtivas o los elementos que le dan forma a la composición de cada plano. El problema no es que todos esos detalles estén ausentes sino que la atención está puesta en los elementos que resultan fundamentales para seguir y anticipar la trama. En Llamada fatal, por ejemplo, Hitchcock mantiene el plano general mientras Ray Milland distrae a todos y deposita la llave debajo de la alfombra de la escalera para que el asesino que se va a encargar de su mujer pueda entrar luego a la casa. Pero esta escena no refuta la afirmación que abre este párrafo sino que la confirma. Podemos no ver el gesto mínimo, distraernos con el diálogo, pero el detalle no es menor. Todos los elementos que se destacan en el cine de Hithcock están incluidos por algo, tienen una función dentro de una estructura mayor.

Dentro del relato clásico hay ejemplos menos cerrados que admiten otro tipo de circulación. Es fácil reconstruir las grandes escenas de Los puentes de Madison, pero cualquiera podría decir que el modo en que la relación entre los amantes se cimienta para luego demolerse es tan importante como el viento que desacomoda por un par de segundos el vestido de Meryl Streep cuando ella y él caminan, alejándose de la casa, y dejan atrás esa suerte de templo americano que la llegada del extranjero hace tambalear. Lo mismo podríamos decir de Pasión de los fuertes (My darling Clementine) pero no estaríamos viendo la enorme película de John Ford si no atendiéramos a la mirada perdida de Victor Mature cuando escucha el monólogo de Hamlet o si no nos quedáramos hipnotizados en el momento de descanso, desvinculado del flujo narrativo, en que los tres hermanos dejan entrar el aire de la llanura mientras recuerdan aquellos domingos de la infancia en los que su madre los llevaba a misa.

El relato entendido de esta manera encauza las imágenes, potencia algunos elementos y mantiene otros en el fondo del cuadro, en una dimensión secundaria. Jeanne Dielman, 23, quai du commerce, 1080 Bruxelles podría funcionar como un contraejemplo moderno. La obra maestra de Chantal Akerman se asienta sobre una plataforma de acciones cotidianas que delimitan la rutina de un ama de casa, viuda y con un hijo adolescente, que vive desde hace no mucho tiempo en la ciudad de Bruselas. Cocinar, hacer las compras, lavar los platos, bañarse, comer con su hijo y peinarse antes de dormir constituyen acontecimientos mínimos que, sin dejar de articular un relato puntuado por una placa que indica el paso de los días, conducen a la supervivencia y al sostenimiento de un rol en la sociedad, el rol que “debe” cumplir una mujer. Cada gesto y cada elemento dentro de los extensos planos fijos que conforman las tres horas y veinte minutos de la película tienen un valor; para la protagonista, que encara sus acciones diarias con una mezcla de dedicación eficiente y mecanicidad obsesiva, y también para Akerman, que observa esas acciones con fascinación, logrando que se vuelvan extraordinarias y de esa manera alejándolas del mero costumbrismo.

Pero desde la primera escena sabemos que sus tareas diarias no se reducen a las acciones ya enumeradas. Todos los días un hombre distinto desfila hacia su habitación justo a la hora del almuerzo, y la obliga a mantener en suspenso la preparación de la comida para ingresar a la habitación, prestarle su cuerpo, cobrarle, entregarle su abrigo y luego volver a la cocina para retomar la preparación. Es la única tarea que permanece en fuera de campo hasta el final. Las otras son descriptas de manera minuciosa con planos frontales durante el tiempo que implican para dejar paso, a través de un corte generalmente seco, a una tarea nueva. La acción completa de lavar los platos, por ejemplo, se extiende la duración necesaria para que no tenga que mediar ningún tipo de salto temporal y para que la mujer vaya asentándose en el espacio que delimita y define con sus acciones. Es como si los segundos fueran gramos y su cuerpo se anclara cada vez más en el piso de su departamento.

El dispositivo que pone en marcha Chantal Akerman genera dos contrastes, paradojas formales que encierran gran parte de lo maravilloso de Jeanne Dielman: por un lado, la extensión de los planos no produce letargo; las tareas son ejecutadas con gran velocidad, como si Jeanne estuvieran devorada por una vida diaria que parece actuar sobre ella; por otro, la distancia que podría implicar un plano fijo de cinco minutos jamás cae en la neutralidad abúlica de gran parte del cine observacional. El modo en que cada encuadre tensa el espacio que media entre la cámara y lo observado, producto de que el departamento real tiene sus propios límites, reviste a las imágenes de una cierta afectación y acentúa la tensión creciente que se percibe en el cuerpo de la mujer, como si las tareas que realiza fueran la respuesta automática a un mandato. Por eso si algo se escapa de la secuencia escrita, como cuando se cae el cepillo con el que lustra el zapato de su hijo o cuando se quema la comida a causa de un error de cálculo, el clima se vuelve extraño, en la totalidad del espacio pero sobre todo en su rostro, que a lo largo de las tres horas irá mutando de un modo casi imperceptible hasta que la cordura, pura máscara de autómata que esconde a una mujer, se transforme dolorosamente en su reverso.

Jeanne Dielman es una sucesión de posturas, coreografías milimétricas que descienden de manera lenta hacia un infierno que (otra paradoja) resulta liberador. La luz a la que la mujer se dirige no tiene nada que ver con la que persiguen los que creen en la promesa de un más allá. Es la luz terrenal del cartel de la calle, símbolo impertinente del exterior que todos los días, y a toda hora, se filtra en su espacio íntimo y no deja de moverse. Esa luz azul será testigo del momento final, tremendo pero aliviador, cuando ella decida que el único modo de encontrar un alivio es eliminando al macho de la ecuación.

 

 

 

 

 

 

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