El otro lado de la esperanza, de Aki Kaurismäki.

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Apuntes para un tango europeo.

El otro lado de la esperanza, de Aki Kaurismäki (Finlandia/2017), 100 min.

Por Gastón Molayoli

La crítica de cine ejerce cada fin de año la costumbre de elegir las mejores películas de la temporada. Si no fuera porque la Industria propone indirectamente un ejercicio similar a partir de ciertos premios y, sobre todo, de la publicación de la taquilla de cada semana, diríamos que es una práctica que roza el esnobismo. Pero el ejercicio de proponer un canon alternativo quizás contribuya a despertar alguna curiosidad frente a ese conjunto de imágenes y sonidos que el mercado prefiere relegar a consumos más minoritarios. El riesgo del ejercicio es darle demasiada importancia, pensar que la lista sustituye a la crítica como modo de poner en palabras no sólo una experiencia personal frente a una película sino también el lugar que ocupa dentro de un contexto y una tradición (ya sea para confirmarla o discutirla).

Sin más vueltas, adelanto lo siguiente: creo que El otro lado de la esperanza es la mejor película del año. Y afirmo tal cosa sin dejar de asumir dos limitaciones: la primera es que soy consciente de que no vi todas las que se estrenaron en el mundo durante este año y la segunda, más importante, es que no necesariamente es la que más me gustó, de hecho puedo nombrar otras que me resultaron más estimulantes como No intenso agora, Viejo Calavera, Toublanc, Sieranevada, Una serena pasión o Sin nada que perder. Pero hay algo en la película de Kaurismäki que la hace superior a las otras y es la sabiduría con la que encara un asunto urgente (aunque quizás no para nuestro país, que hoy tiene otras preocupaciones): el de los refugiados en Europa, el choque de culturas que implica cualquier desplazamiento a gran escala y las derivaciones políticas a nivel global que esa tensión genera. Y no digo que la película sea importante porque trata un tema importante. Ni siquiera digo que lo es porque aborda de manera correcta un tema importante. La potencia de El otro lado de la esperanza, como de casi todas las películas de Aki Kaurismäki, reside en la distancia justa entre el melodrama y la comedia de tradición burlesca, en las oscilaciones de una puesta en escena analítica por momentos y sintética por otros, como si el cineasta finlandés se estuviera alimentando de la precisión seca de Robert Bresson y el humor crítico de Jacques Tati, siempre atento a los detalles y al modo en que los espacios condicionan y comprimen a los cuerpos (y extraen de ellos, al mismo tiempo, la tragedia y la comedia). Basta ver los planos microscópicos que constituyen la secuencia en la que uno de los personajes abandona a su mujer (la billetera sobre la valija, las llaves y el anillo sobre la mesa, el cigarrillo que se apaga sobre lo que fue dejado en la mesa, la mujer que carga su vaso con una bebida fuerte y por supuesto la mirada tensa, enfurecida, de ambos) o el tratamiento del espacio en la primera secuencia de la película, en la que Khaled, un joven sirio que se escapa de la guerra, llega a Finlandia escondido en un barco de carga, entre la mugre y el carbón. Kaurismäki entiende que la mejor manera de narrar una de las circunstancias más dramáticas del presente es asumiendo un humor que libera y permite la ruptura con un modo de ordenar (y domesticar) lo político.

Lo hace a partir de dos tramas que en algún momento se cruzarán: las que sostienen, por un lado, el finlandés Wikström, de más o menos sesenta años y una semblanza desgarbada que lo podría emparentar con el Hulot de Tati y, por el otro, Khaled, un sirio de veinticuatro años que -para seguir con los juegos de parentescos- podría compartir la mesa con el mártir bressoniano de El dinero. Los dos se escapan del hogar. El primero en un sentido literal, porque decide irse de la casa que compartía con su ahora ex mujer y el segundo en un sentido más amplio, porque el contexto bélico de su ciudad de origen (Alepo, Siria) lo obliga a buscar asilo en otro lugar. Wikström anda por el mundo con la melancolía de un dandy a pesar de que la crisis que atraviesa a su país no ofrezca las condiciones para que su situación pueda mejorar. En cierto momento intenta vender por dos mangos las camisas que todavía tiene de su anterior trabajo y con lo que consigue, multiplicado por lo que logra una noche jugando al póker, apuesta todo a un restaurante, La pinta dorada, que viene con el añadido de tres empleados. Wikström es un luchador: con lo poco que tiene hace lo que puede, y no le va tan mal. Cuando el negocio afloje probará con la comida japonesa y cuando eso tampoco funcione volverá a la fórmula de siempre: un par de platos simples, mucho alcohol y música festiva. Y cuando entienda que extraña a su ex mujer intentará recuperarla.

Khaled, en cambio, no tiene nada. Apenas llega a Finlandia su instinto de supervivencia lo impulsa a presentarse voluntariamente en la policía para solicitar asilo, aunque sepa que las cartas están marcadas y que las probabilidades de conseguirlo no están de su lado. En una de las entrevistas que le hacen para “evaluar” si está en condiciones de ser recibido en el país europeo, si se lo “merece”, nos enteramos de que gran parte de su familia murió debido a un misil que cayó en la casa donde todos estaban comiendo y que desconoce el paradero de su hermana, a la que vio por última vez cerca de Hungría. En esa misma entrevista, Khaled repasa todo el recorrido que lo llevó a Finlandia hasta que la entrevistadora, con un traductor de por medio, le pregunta si en algún momento experimentó violencia. La pregunta es de una idiotez extraordinaria. La desconexión entre una experiencia y la otra es tan marcada que más allá de la presencia del traductor pareciera que la comunicación es imposible.

En El otro lado de la esperanza hay contrastes de todo tipo. En los espacios donde funcionan las dependencias del estado, por ejemplo, vemos máquinas de escribir y teléfonos a disco conviviendo con notebooks o lectoras de huellas digitales. ¿Habrá una mejor manera de poner en imágenes el carácter imperturbable de la burocracia, la prepotencia de las instituciones sobre los sujetos y, por extensión, sobre cualquier intento de transformación? Unas horas después de que los zombies que representan a la ley le informen a Khaled que no hay razones para que Finlandia le otorgue asilo, que la situación en Siria no es tan grave como para que alguien tenga la necesidad de escapar de allí, las personas que pasan los días en el centro de refugiados junto con el sirio miran un noticiero en el que el conductor informa que las Naciones Unidas asumen la gravedad de lo que sucede en Alepo, donde acaban de bombardear un hospital de niños. Es curioso que Kaurismäki elija a un medio tan mentiroso como la televisión para afirmar una realidad que la justicia de su propio país está negando. A la mañana siguiente, cuando la policía venga a buscarlo para llevárselo de regreso, Khaled se escapará del centro de refugiados y llegará hasta La pinta dorada para intercambiar primero un par de piñas con Wikström y finalmente para trabajar en el restaurante. Antes y después un grupo de idiotas nacionalistas, neonazis finlandeses cargados con camperas que los identifican con el “Ejército de Liberación de Finlandia” intentarán apalearlo y quemarlo pero siempre (o casi siempre) habrá alguien que lo salve: un colectivero negro, un grupo de linyeras o el mismo Wikström y sus ayudantes.

En una entrevista que le hicieron hace algunos años, Kaurismäki declaraba que para solucionar todos los problemas del mundo había que asesinar al uno por ciento que tiene todos los recursos. El nihilismo que atraviesa a gran parte de su obra esconde casi siempre, sin embargo, un humanismo latente. Los corruptos, los burócratas e incluso los idiotas (que a veces gobiernan) no logran obnubilar la solidaridad de quienes forman parte de las clases bajas y medias de la sociedad, los sujetos que no observan necesariamente al inmigrante como una amenaza. Y el cineasta los observa con ternura, la de un tanguero que puede establecer sobre la base de una misma tristeza una complicidad difícil de explicar. Es la relación que entabla Khaled, por ejemplo, con el irakí Mazdak en el centro de refugiados.

Hay ciertos tópicos que cimientan la estructura de películas que encaran un tema tan dramático como este. La estilización, las actuaciones desbordadas y la música melosa son algunos ejemplos. De esos tópicos se escapa Kaurismäki: el plano rara vez se mueve, casi siempre mantiene un encuadre frontal, y la relación entre los planos siempre es económica (no sobra ni falta un solo elemento, una sola imagen). Lo mismo sucede con la música, en general festiva, que contrasta con los rostros y los cuerpos apesadumbrados, y con el automatismo de los actores, que asumen de manera rígida las transformaciones del entorno y renuevan una y otra vez la promesa de prosperar o conseguir un lugar dónde vivir. Esos contrastes destruyen los modos representación más legitimados y habilitan una sensibilidad que sostiene siempre la distancia justa, la única que permite pensar.

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