Filmar la sombra (vigésima edición del BAFICI)

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Filmar la sombra

Por Gastón Molayoli

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La vigésima edición del BAFICI no pareció enterarse del aniversario. El número redondo fue bien disimulado. No hubo grandes eventos y se evitó cualquier tipo de estruendo, para mencionar sólo algunos de esos tópicos que suelen distinguir una edición de otra. El bajo perfil es algo que a veces se agradece, pero llama la atención en un festival que está acostumbrado a transformar cualquier situación en un acontecimiento. Evitar los fuegos artificiales y poner todas las energías en la programación permitió que el público pudiera concentrarse en lo importante: las películas y lo que dicen del mundo, de la historia del cine y de su futuro.

La programación del Bafici es ecléctica e inabarcable. Siempre hay muchas películas y para todos los gustos, desde un cine de género que se realiza fuera de los márgenes de la industria hasta variantes de eso que todavía definimos como documental, y dejando que circule, entre esos posibles polos, un conjunto de obras que intentan explorar las posibilidades todavía abiertas del cine. Algunas lo hacen tratando de respetar o continuar las tradiciones del cine y otras discutiendo esas tradiciones, poniéndolas en tela de juicio. Los focos propuestos este año son una demostración de ese eclecticismo. Pudieron verse películas de Philippe Garrel, John Waters, Kira Muratova y James Benning, cuatro cineastas muy distintos entre sí. Las competencias más importantes, como en cada edición, fueron la Argentina, la Internacional y en menor medida (aunque a veces las películas más interesantes del festival estén allí) la denominada Vanguardia y Género. Pero más allá de las competencias o de la estructura ordenada que proponen las secciones, es el espectador el que decide de qué modo ordenar el conjunto de películas con las que se va encontrando a lo largo de un recorrido siempre personal.

Las argentinas

La mejor de la Competencia Argentina fue Casa propia, del cordobés Rosendo Ruíz. Ocho años después del éxito que significó De Caravana y luego de varias experiencias en las que la dinámica de producción se acercó a una idea de cine comunitario, realizado con escuelas o con una modalidad más urgente (entre las que se destacan Tres D y Maturitá), ésta es su segunda película realizada con un diseño de producción tradicional. Es un drama sobre un hombre de aproximadamente cuarenta años que debe lidiar con una crisis personal, la enfermedad terminal de su madre y una relación de pareja que no parece funcionar. Ruíz demuestra, como en cada una de sus películas, que la generosidad (hacia sus personajes pero también hacia el espectador) son condiciones fundamentales cuando se decide narrar. En Mochila de Plomo, de Darío Mascambroni, el otro cordobés de la competencia vuelve a tomar como protagonista a un niño de no más de doce años. La circunstancia aquí es mucho más dramática que en Primero enero, su ópera prima, porque el niño no enfrenta la ruptura del orden familiar luego de un divorcio, sino la circunstancia de que el asesino de su padre acaba de salir en libertad y debe decidir si toma venganza con un arma que un amigo le extiende y cargará todo el día en su mochila. Ambas, Casa propia y Mochila de plomo, se verán pronto en Río Cuarto.

Las Vegas, de Juan Villegas y Amor urgente, de Diego Lublinsky (ambas también confirmadas para la programación de este año en el C.C. Leonardo Favio), se mueven en el terreno de la comedia. En la primera, elegida para abrir el festival, Villegas vuelve al tono monocorde de Sábado, su ópera prima. Es una comedia de enredos en la que la comicidad se desprende de las confusiones que genera el lenguaje, como en algunas de las grandes comedias de Howard Hawks, Preston Sturges o Leo McCarey. Amor urgente es más particular en sus búsquedas, incluso más que Hortensia, la anterior película de Lublinsky proyectada en Río Cuarto hace dos años. El artificio, el contrato que debe firmar el espectador para entrar en el relato, es mayor debido a la decisión de trabajar con fondos falsos, esas pantallas que remiten a un escenario y que estaban presentes en las viejas películas de Hollywood.

Las hijas del Fuego dividió al público en dos. Hubo quienes la rechazaron con vehemencia y quienes la celebraron con la misma intensidad. La película de Albertina Carri, imperfecta, oscilante, con grandes momentos y otros fallidos, ganadora finalmente de la Competencia Argentina es, entre otras cosas, un gesto político. Relata el viaje que en un primer momento una pareja de chicas, a las que se van sumando varias más, deciden realizar entre Ushuaia y Puerto Madryn para encontrarse con la madre de una de ellas. Pero el viaje más importante de la película, y Carri hace explícita esta decisión a partir de una voz en off que atraviesa todo el relato, es el que la cámara efectúa a través del vínculo erótico que se establece entre los cuerpos desnudos. Más allá del porno, que la película asume como género de base, nadie en el cine argentino había mostrado, de esta manera, el goce en el cuerpo femenino.

Las internacionales

El musical debe ser, junto con el western, el género más incomprendido de las últimas décadas. El registro cercano al documental, para una buena parte de los cineastas contemporáneos, es una tentación mayor que el artificio. Durante el festival se proyectaron dos películas que asumen de diversos modos y con resultados disímiles esta tradición: Jeanette, la infancia de Juana de Arco, una película lamentable y cómodamente distante de Bruno Dumont, y Season of the devil, de Lav Díaz, una de las mejores del festival, un musical de cuatro horas cantado a capella, en planos fijos y en blanco y negro, sobre la violencia estatal que durante la década del setenta se vivió en Filipinas.

En la Competencia Internacional hubo dos películas que se desmarcaron del resto: From where we`ve fallen, de Wang Feifei y As boas maneiras, de Juliana Rojas y Marco Dutra. La primera, de origen chino, es una película coral que incluye romances truncos, un suicidio, un vínculo confuso con la mafia y, sobre todo, varios enigmas. Las escenas se nos presentan como fragmentos inconclusos, relatos provisorios que se encadenan hasta delinear una zona de misterio que nunca se revela caprichosa. La segunda, la brasileña As boas maneiras, es una película inclasificable, la mejor película del festival. Se pueden reconocer en ella las tradiciones del melodrama, el terror y el relato fantástico, pero hay un modo de procesar esas matrices que resulta novedoso y emocionante. La ciudad de San Pablo parece un escenario encantado, revestido de luces de colores, fuertes contrastes (la fotografía de Rui Poças, el mismo de Zama, es impresionante) y habitada por seres extraordinarios. As Boas Maneiras, anclada desde el inicio en un romance entre una criada y su patrona y atravesada, por lo tanto, por una distinción de clase, es finalmente una película sobre el amor incondicional que puede alcanzar una madre y sobre la experiencia, a veces extrema, que implica ser distinto.

En esta edición, fuera de las competencias, se proyectaron también películas que confirman la trayectoria y el talento de sus autores: El León duerme esta noche, de Nobuhiro Suwa, un bello homenaje a Jean-Pierre Léaud, en el que el francés interpreta a un actor enfrentado al dilema de representar ante la cámara su propia muerte; Amantes por un día, de Phillipe Garrel, un medido, preciso e íntimo relato sobre un padre y una hija que luego de relaciones truncas deben redefinir lo que entienden por amor; Grass, la última de Hong Sang-soo, que armó una dupla perfecta con la de Phillipe Garrel y que en esta ocasión, como en varias de sus películas, vuelve a dibujar líneas finas que conectan a seres solitarios, en crisis, o fascinados por esa fuerza magnética que conecta a las personas y algunos llaman amor; y finalmente Isla de Perros, la película de Wes Anderson que cerró el festival, en la que el cineasta más singular del cine norteamericano vuelve a la animación, con toda la potencia y ternura que definen a su cine, para contar una historia situada en China dentro de veinte años sobre perros recluidos en una isla debido a una supuesta epidemia de gripe.

Un festival como el Bafici, tan intenso, con tanto para ver, puede moldear a veces una experiencia impune, sobre todo en aquellos espectadores que ven cuatro películas por día durante las once jornadas que dura el evento. Las películas en ocasiones se terminan luego de meses o años de trabajo pero el espectador, si es devorado por el vértigo, puede despacharla en dos minutos con un comentario despectivo y a los quince entrar a ver otra. La película infinita, de Leandro Listorti, destila un amor profundo por el proceso que encuentra a un cineasta con ese objeto de deseo que luego asumirá la forma de una película. Las imágenes que vemos se corresponden con películas argentinas que nunca fueron terminadas y el acto de incluirlas en un entramado, devolverlas a la luz a través de un ejercicio de montaje nunca exento de manipulaciones (sobre todo sonoras) les quita milagrosamente su carácter inconcluso. En L. Cohen, de James Benning, se percibe un amor similar, en este caso por la cualidad contemplativa del cine. Está constituida por un solo plano de cuarenta y cinco minutos que muestra un paisaje de llanura, constituido por algunos fardos, un camino a la derecha, una montaña al fondo y una buena porción de cielo. Durante los primeros minutos no habrá demasiados cambios en ese paisaje hasta que todo se vuelva oscuro, producto de un eclipse de sol, regrese la luz y finalmente suene una canción de Leonard Cohen. Luego de la función alguien del público le preguntó a Benning acerca de su concepción del cine. Según el espectador, lo que sucedía fuera de los límites del encuadre era más importante que lo que se veía dentro. Benning dijo que estaba de acuerdo. Fue el único cineasta que no había filmado el eclipse de manera directa sino la sombra que había generado. Una de esas decisiones que permiten volver a pensar, como debería suceder cada tanto, de qué modo y desde qué lugar definimos el cine.

 

 

 

 

 

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