Siete meses después, siete notas sobre Zama

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Zama, de Lucrecia Martel (Argentina/2017), 115 min.

Por Gastón Molayoli

 

1.

Finalmente se estrena en Río Cuarto. Pasó demasiado tiempo, pero acá está; Zama, de Lucrecia Martel, y durante cuatro semanas. A modo de consuelo podríamos decir que si el gran tema de la película y del libro del cual parte es la espera los siete meses que separaron el estreno en Buenos Aires de la primera proyección en Río Cuarto le hicieron honor. Pero no alcanza. Es una lástima. Ojalá la hubiéramos estrenado antes. Los diez años que pasaron desde La mujer sin cabeza, hicieron que la llegada de Zama fuera la noticia más esperada. Entre aquella y ésta, Martel hizo tres cortos muy buenos, no pudo concretar el proyecto de El eternauta y a eso se sumó un problema de salud. El desafío de transponer la enorme novela de Di Benedetto estaba a la altura del proyecto que había quedado trunco y sobre todo a la altura de su cine.

2.

El comienzo de La ciénaga debe ser uno de los más potentes de la historia del cine argentino. Allí está gran parte de lo que a modo de germen identifica a sus películas: la decadencia de la burguesía salteña, el desgano y la abulia de los cuerpos, la humedad del ambiente como síntoma de una opresión que bordea lo existencial, la necesidad de sostener las apariencias detrás de la máscara absurda de los buenos modales, el plano y el sonido recortando lo real pero no para llevarlo al terreno de lo imaginario sino para hacerlo chocar con él y transformarlo. Los cuerpos, del mismo modo que los espacios, se habían llenado de hongos. En sus películas siguientes algunos de estos aspectos se profundizarían (la condición ominosa y a veces monstruosa de los hombres, la clarividencia de los niños, el incesto), y otros se agregarían (el poder de una clase social para negar y encubrir un delito que nunca existió), pero tanto en La niña santa como en La mujer sin cabeza se volvía a percibir la cualidad fundamental de su cine: una atmósfera opresiva, que conecta lo que vemos y escuchamos con un más allá que poco tiene que ver con el cine espiritual de los cineastas creyentes.

3.

Zama no es una excepción o un desvío dentro del cine de Martel sino un salto hacia delante, algo difícil de prever luego de aquel tríptico. Aquí el protagonista es Don Diego de Zama, un funcionario de la corona española, un ex Corregidor que ya no quiere estar en el lugar que le asignaron. Su anhelo es que lo trasladen a Lerma (el nombre que Salta asume en la película) o a un lugar menos hostil, menos húmedo, menos salvaje, para encontrarse con su mujer y su hijo y de ese modo escaparse de la opresión de un territorio que en 1790 todavía no se constituye como Argentina. Esa promesa, sin embargo, nunca se materializa. Pasan tres gobernadores, algunos años, y hasta su asesor letrado, Ventura Prieto, que en algún momento le asignan para ayudarlo en los asuntos de la corona, consigue paradójicamente un traslado beneficioso luego de ser castigado tras una disputa con el mismo Zama. En el medio, el ex Corregidor intentará avanzar sobre Luciana, la mujer de un ministro que nunca vemos, pero no le irá muy bien (aunque en la novela consiga sacarle unos besos). Lo que presenciamos durante gran parte de la película es su progresivo deterioro, el trayecto físico y mental que va desde la esperanza a la resignación y que parece haber comenzado mucho antes de que lo conociéramos. Zama es un hombre abismado, atrapado en un limbo. Y la disposición visual de los escenarios no hace otra cosa que acentuar la claustrofobia. Al no haber casi planos generales en las películas de Martel (salvo las imágenes siniestras de la montaña en La ciénaga) los espacios se presentan como si formaran parte de una continuidad, un laberinto imposible que clausura gran parte de los desplazamientos. En ellas (y en Zama más que nunca) los cuerpos no pueden escapar de su contexto. Las habitaciones, los despachos, el establo parecieran constituir un gran escenario con límites indefinidos. Todo genera asfixia, todo es húmedo, todo ensucia, desde la tierra que se impregna en los zapatos hasta la cal que se arroja sobre los cádaveres. La convivencia entre los hombres y los animales (caballos, perros, llamas) hace que los límites que supuestamente existen entre ellos se vuelvan indiscernibles, conectando a unos y a otros y haciendo prevalecer la condición de los segundos. La animalidad atraviesa toda la película y se vuelve, para el poder colonial, un sinónimo de la barbarie. El momento más intenso de la película es aquel en que una llama aparece al fondo del plano, moviéndose como si fuera dueña de la escena, mientras Zama escucha una vez más el discurso del burócrata que le informa que todavía no llegó la noticia del traslado (hasta que su mente fragmenta ese discurso, lo desarma, lo abstrae).

4.

Todo es así hasta la última media hora de la película, cuando el tiempo histórico pega un salto de varios años y vemos a Zama al aire libre, bajo una luz áspera. Ahora con barba, más viejo, pero en apariencia más tranquilo. Por primera vez parece resignado. La misión es encontrar a Vicuña Porto, un cangaceiro de múltiples destinos: el primer gobernador dice que continúa asesinando, el segundo que fue ajusticiado y que acaba de ganar en una apuesta el trofeo de sus orejas y el tercero que hay que atraparlo definitivamente. Pero ninguno sabe que Vicuña Porto y sus hombres están infiltrados en el grupo que sale a buscarlo y mucho menos que en el proceso se encontrarán con un grupo de indios mbayas que los arrastrarán hasta un lugar cerrado y oscuro para hacerlos partícipes de un ritual. Esa última media hora es el punto más alto de la película y del cine argentino de los últimos años.

5.

Sucede algo extraordinario con los encuadres de Martel, en Zama de una manera más pronunciada que en sus películas anteriores. En un ensayo sobre el cruce entre el cine y la pintura Bazin dice que el marco pictórico es centrípeto, que empuja los elementos hacia adentro y que por el contrario los límites del plano cinematográfico son centrífugos, porque sugieren la conexión de lo visible con un fuera de cuadro infinito. Pienso que no siempre es así. Lo que sucede en Zama, de una manera sublime, es que el recorte del encuadre genera fuerzas centrípetas y centrífugas a la vez. Los cortes de las composiciones son lacerantes, como si lastimaran el espacio y los cuerpos, como si las líneas que separan lo visible de lo no visible se expandieran hasta convertirse en heridas.

6.

No se puede pensar en el cine de Martel sin atender al despliegue sonoro, la plataforma expansiva cuya potencia supera el mero contrapunto con la imagen. Pero lo que sucede en Zama es que la distinción entre imagen y sonido se desintegra. Aquí hay que pensar en la posibilidad de una imagen sonora o de un sonido visual, ya como el resultado de una reciprocidad entre dos bandas o de un intercambio de influencias sino como una fusión. Para muchos, el sonido en Zama es una conjunción magistral entre música, voces y ruidos. Para mí es algo más. Martel renueva por cuarta vez (sólo que ahora de una manera mucho más compleja, no tan anclada en la conversación) la potencia del rumor, un movimiento que nunca excede la intensidad del murmullo, y que además se conecta con el espíritu de una época (aunque esa época sea una construcción).

Todos los sonidos se articulan como un rumor que desarma la individuación de las voces y disloca la identidad, la noción sobre la que tanto habló Martel en las entrevistas que le hicieron para la película. Esto habilita la posibilidad, como sucede en la novela, de que mucho o casi todo lo que vemos sea una fabulación involuntaria de Zama, el síntoma de su propia destrucción. Y el rumor del cual hablo no es sólo la conjunción de voces (que a veces pertenecen al corregidor, como si configuraran un mapa mental de territorios sonoros): en Zama las palabras se vuelven ruido y los ruidos se vuelven música. ¿O acaso el sonido que no para de caer y que escuchamos varias veces en la película (como en la mencionada escena de la llama) no se parece a un murmullo endemoniado?

7.

Zama es una película que puede sacudir, desconcertar, irritar o iluminar al espectador. Escuché y leí a varios decir que la película es “demasiado perfecta”, un oxímoron cuyo sentido se me escapa. Otros dijeron que Lucrecia Martel está excesivamente presente en cada plano, como poniendo la firma, pero es difícil saber dónde está el problema. Algunos de los grandes cineastas de todos los tiempos como Bresson, Fellini, Ford, Welles, Rocha, Favio, Mizoguchi podrían responder al mismo problema (si me pudieran convencer de que es un problema). Zama es una película nueva, aunque se remonte al terreno imaginario del siglo dieciocho. El único modo de comprobar su magnitud es encontrándose con ella, sin reprimir el asombro, y más de una vez.

 

 

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