Buenos Aires al Pacífico, de Mariano Donoso

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Zona de evaporación

Buenos Aires al Pacífico, de Mariano Donoso (Argentina/2018), 97 min.

 

Por Gastón Molayoli

En varios momentos de Buenos Aires al Pacífico una voz dice que lo que vemos forma parte de un sueño. Es una afirmación que pone en tensión el verosímil. ¿Cómo podemos ser testigos de un sueño ajeno? Sólo el cine puede dar una respuesta, el arte que nace a fines del siglo diecinueve, casi al mismo tiempo que el psicoanálisis y que puede inventar, disponer y finalmente desplegar frente a un espectador el comportamiento consciente e inconsciente de otro. El sueño que Mariano Donoso nos muestra conecta elementos autorreferenciales (aparecen los hijos y la madre del cineasta) con los trazados ferroviarios que en algún momento del siglo veinte unieron diferentes puntos de la Argentina (entre los cuales el Buenos Aires al Pacífico fue uno de los más emblemáticos), y propone un vínculo histórico, físico y poético entre los trenes y el cine, o entre una máquina que traslada cuerpos y cargas por el mundo y otra que traslada mundos por el cuerpo.

Pero la película de Donoso es mucho más que un ejercicio de superposición de elementos diversos. Las mencionadas son sólo estaciones en las que el desfile de imágenes se detiene cada tanto. Lo que importa es el movimiento, no la posibilidad de detenerse, mucho menos de desandar el trayecto. Por eso los capítulos que separan los bloques de imágenes abren un orden no cronológico, que va hacia adelante, vuelve e incluso propone subdivisiones de capítulos que no se mencionan. Nada se devela estable, ordenado, todo está moviéndose de manera lineal, como un tren, y al mismo tiempo dispersa, como si se abrieran ramales cada diez metros y el tren asumiera los desvíos todas las veces.

Hay un plano que cada tanto se repite. El de un hombre que duerme, encarnado por el mismo Mariano Donoso. Es también el único plano del universo de la ficción que puede pensarse como externo al sueño que vemos. Dentro de ese cuerpo dormido habitan las situaciones que el montaje va encadenando hasta formar un todo abierto. ¿Se puede soñar con alguien que uno no conoció? ¿El inconsciente puede inventar un rostro de la nada? ¿Los sueños pueden anticipar escenarios futuros? ¿Qué significan esas presencias que se develan con más intensidad que cualquiera de la vigilia? La voz va dejando, como al pasar, interrogantes similares a esos mientras se suceden entrevistas a obreros, historiadores y geólogos, imágenes de archivo (fijas o en movimiento) que muestran de manera afectuosa a los hombres cuya fuerza de trabajo ponía a los trenes en movimiento, y a los trenes mismos, gusanos de metal que descubrían e inventaban localidades a su paso. El montaje nunca abandona la voluntad de encontrar puntos de intersección en el desplazamiento: la muerte de la madre y el solsticio de verano, la historia del Ferrocarril y las historias de sus protagonistas, la Historia y la geometría, la memoria y los sueños.

El dispositivo que Buenos Aires al Pacífico pone en movimiento de manera fascinante genera la distancia necesaria para que las imágenes se ajusten a la idea de una memoria flotante que intenta desentrañar el contenido de un sueño y el pasaje que conecta un fragmento con otro. Eso se debe, entre otras razones, a que la voz que orienta, acompaña o se deja transformar por las imágenes es el resultado de una síntesis entre dos voces masculinas y una femenina. Son voces que mantienen la singularidad y al mismo tiempo se diluyen en lo que parecen diferentes estados de una misma voz. La distancia se sostiene también gracias a la aparición de un personaje que la voz reconoce con extrañeza, como si nunca lo hubiera visto, ni en el sueño ni en la vigilia, y que parece conducir una investigación cuyos motivos desconoce.

Pero la sensación de ser testigos del deambular de una consciencia a través de paisajes inconscientes se desprende sobre todo de una concepción sonora precisa. Hay un ejercicio de depuración que limita cada escena a dos o tres elementos sonoros que no hacen otra cosa que acentuar un silencio imposible en la vigilia. Se escuchan, por ejemplo, en un fondo de pájaros o de viento sobre ramas, los pasos de los técnicos y del investigador misterioso, pero casi nunca sus voces cuando se los ve gesticular. Por eso es significativo que uno de los pocos momentos en que escuchamos al investigador sea aquél en el que menciona a En busca del tiempo perdido, luego de que un historiador comente que Marcel Proust participó como inversionista de los trazados franceses. Es una cita directa, explícita, que deja asomar una poética en el entramado de la película. Dice Proust en Por la parte de Swan, la primera de las siete novelas que componen En busca del tiempo perdido: “Cuando veía un objeto exterior, la conciencia de que lo veía permanecía entre él y yo, lo orlaba con un fino ribete espiritual que me impedía tocar nunca su materia directamente; se volatilizaba en cierto modo antes de que tomara contacto con ella, así como su cuerpo incandescente al que acercamos un objeto mojado no toca su humedad, porque va siempre precedido de una zona de evaporación”. ¿No es la misma distancia que hay entre las voces exteriores de Buenos Aires al Pacífico y las imágenes interiores al sueño? ¿No es también la misma volatilidad? La película se desplaza en esa “zona de evaporación” porque sostiene, como dice una de las voces, que “el cine es el invento del olvido”.

Contra ese olvido, como contrariando la naturaleza del cine (y de la vida), avanza Mariano Donoso. De ahí que se detenga tanto en el rostro de su madre, en los de sus hijos y en los de los trabajadores que hacían funcionar a los trenes, como el hombre que abre la película (presentado como “El soñador”), que no puede contener sus lágrimas cada vez que trata de recordar, o como el hombre que describe el modo en que la localidad en la que aún vive fue perdiendo pobladores hasta convertirse en un pueblo fantasma después de que el tren dejara de pasar (¿se habrá convertido él también en un fantasma?). Son momentos en que el movimiento se detiene, el ritmo se rompe. Donoso sin embargo sostiene el plano, como si estuviera fascinado por esos rostros y quisiera retenerlos. En un texto que Adrian Martin escribe sobre el cine de Naomi Kawase incluye una cita de Stephen Connors que puede explicar esa fascinación: “El cuerpo arrugado del anciano o de la anciana es como un río al final de su trayecto, que ha trazado un itinerario fluctuante a través de un paisaje irregular, y que termina sus días cargado de sedimento y de gravilla, con su energía esparcida entre las ramificaciones de su delta y con escasa capacidad para tomar aire. Este no es un cuerpo abierto a cualquier posibilidad, sino un cuerpo saturado de singularidades”. Podríamos cambiar “río” por “tren”, como hace Donoso cuando evoca a Heráclito, y estaríamos hablando de los rostros y de los paisajes de Buenos Aires al Pacífico.

 

 

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