PETER SELLERS: LA GENIALIDAD Y LA INFAMIA.

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Por Amilcar Nochetti. Miembro de la Asociación de Críticos de Cine de Uruguay (filial Fipresci)

El viernes 24 de julio se cumplen 40 años de la muerte de Peter Sellers, uno de los mayores genios cómicos del cine. Sellers fue, además, una persona con serios disturbios emocionales, entre los que se incluían trastornos de personalidad, y aún hoy para sus sobrevivientes el hombre detrás de la máscara sigue siendo un enigma.

ORIGEN DEL GENIO. Peter Sellers nació el 8 de setiembre de 1925 en Southsea, Hampshire, hijo de unos actores de vodevil de cuarta categoría. Ostenta un récord: con sólo dos días de edad su madre lo subió al escenario del King’s Theatre. Pasó su infancia de gira en gira, lo cual propició que el niño Peter no recibiera una educación adecuada, y que además se convirtiera en un ser bastante parco, dado que sólo conocía el ambiente de los teatritos en los que sus padres se ganaban la vida. Recién durante su adolescencia asistiría a algunos cursos en el St. Aloysius College, pero ya era un poco tarde para cambiar el carácter innatamente tímido y cerrado del futuro cómico.

El embrión del futuro Peter Sellers tal cual se daría a conocer, se formó mientras escuchaba la BBC y sus magníficos programas cómicos. Cuando ya era famoso, su madre comentó a la prensa que cuando Peter era un pre adolescente y creía que estaba solo en la casa, imitaba las voces de quienes a su vez imitaban a otros, adquiriendo de esa forma pleno dominio para saber convertirse en muchas personas. Sellers quería ir más allá, de todas maneras, y como complemento aprendió danza. Durante la guerra, con tan sólo 18 años de edad, fue showman oficial de la Royal Air Force, ofreciendo actuaciones cómicas y musicales a los soldados. Terminada la contienda comenzó a salir de gira con bandas de jazz tocando batería, banjo y ukelele. Pero él sabía que la música era apenas un complemento de lo que realmente ansiaba: ingresar en la BBC.

Logró ingeniárselas para tomar parte en algunos programas de la cadena, pero no gustó lo suficiente como para que lo contrataran, por lo cual llevó a cabo la primera de sus futuras trampas: telefoneó a Roy Peer, por entonces productor del mejor programa de la BBC, haciéndose pasar por una popular estrella de radio de la época, diciéndole que estaba asombrado por las escasas apariciones de un joven talento llamado Peter Sellers. Peer no tenía un pelo de tonto y advirtió el engaño, pero contrató a Peter porque quedó impresionado con esa imitación. Su carrera comenzó en un show radiofónico llamado Crazy People, que más tarde cambiaría su nombre por The Goon Show. Durante ese período (primera mitad de los años 50) Sellers descubrió dos cosas: 1) que lo suyo era la caracterización humorística de personajes lunáticos; y 2) que estaba capacitado para interpretar múltiples roles en una misma obra. Visto desde la actualidad, lo que Sellers llevó a cabo en esos años con el humor resultó un claro antecedente del Monty Python’s Flying Circus, que entre el surrealismo y el impresionismo daba gala de verdadero arte para captar la esencia absurda del ser humano, dejando al desnudo sus más íntimas frustraciones. Michael Palin, integrante de los Monty Python (el torpe tartamudo de Los enredos de Wanda) declaró cierta vez que “si un genio es alguien que hace lo que nadie más puede hacer, entonces Peter Sellers siempre lo ha sido”.

EL GENIO SE SUELTA. A pesar de la opinión de Palin, a Peter Sellers le costó hacerse lugar en el cine, quizás porque tenía un aspecto poco atractivo (aunque nunca tuvo problemas para ganar con las mujeres) y tendía a aumentar de peso. Es decir, físicamente Sellers era uno más, alguien del montón. Por eso durante los años 50 su ritmo de trabajo fue verdaderamente frenético: debió simultanear su labor en la radio –donde continuó perfeccionando su habilidad para mimetizar la voz- con grabaciones para la incipiente BBC televisiva, en la cual no tuvo más remedio que comenzar a utilizar sus habilidades físicas. En el cine propiamente dicho había comenzado en 1950 en forma muy oscura: doblando la voz del actor mexicano Alfonso Bedoya en un rol muy secundario de Los caballeros de la rosa negra (The Black Rose) de Henry Hathaway. Luego intervino en cuatro películas que nunca fueron exhibidas en Montevideo, pero que le permitieron ser querido por el público londinense, el cual de inmediato lo reconoció como “ese simpático y afectuoso cómico que nos hace reír al verlo en TV y oírlo por radio”. Su primer destaque recién llegaría en 1955 con su quinta película, Quinteto de la muerte (The Ladykillers), la obra maestra de Alexander Mackendrick y de toda la comedia de la Ealing. Allí encarnó a Harry alias Mr. Robinson, su primer personaje recordable para la gran pantalla, pero además la película le dio la oportunidad para actuar junto a quien era su mayor ídolo y referente, Alec Guinness, otro actor camaleónico capaz de encarnar muchos roles en una sola película: recordar sus notables caracterizaciones en Los ocho sentenciados (Kind Hearts and Coronets, 1949), por poner sólo un ejemplo.

La labor de Sellers continuó en forma lenta pero segura, hasta que llegó 1959, el año que le cambiaría la vida. Dos films consecutivos lo llevarían al máximo pedestal. Uno fue Rugido de ratón (The Mouse That Roared) de Jack Arnold, una sátira antibélica a la Guerra Fría sobre un pequeñísimo ducado europeo que al enfrentarse con el desastre económico no ve otra salida que declararle la guerra a Estados Unidos. Allí Sellers compuso tres papeles: el antihéroe protagónico Tully Bascombe, el Primer Ministro Rupert de Mountjoy y la Gran Duquesa Gloriana XII. La película fracasó rotundamente en la taquilla británica, pero fue un suceso sin parangón en la estadounidense, lo cual permitió que Sellers comenzara a ser reconocido del otro lado del Atlántico. El segundo film de 1959 fue Después de mí, el diluvio (I’m All Right Jack) de John Boulting, la historia de un ingenuo que regresa de la guerra, intenta tener éxito en los negocios, se da cuenta que debe empezar de cero y termina viéndose envuelto en una feroz lucha entre la gerencia de su lugar de trabajo y el sindicato al que pertenece. Allí Sellers, con gran habilidad, se negó a componer al protagonista, decantándose por dos roles carismáticos y antagónicos: Sir John Kennaway, dueño de la empresa, y Fred Kite, un feroz sindicalista. Fue una sabia decisión, ya que a la postre Peter logró el BAFTA al mejor actor del año por esa doble intervención, ganándole en la terna a dos pesos pesados como Laurence Olivier y Richard Burton.

La consecuencia de su súbita fama en Estados Unidos y el galardón británico fue una oferta imposible de rechazar: coprotagonizar junto a Sofía Loren (que ya era una diva internacional) una comedia romántica producida por Carlo Ponti, titulada Ella y sus millones (The Millionairess, 1960) de Anthony Asquith. Pese al lustre del veterano director, el resultado artístico fue un fracaso en toda la línea, y hoy la película se recuerda por razones extra cinematográficas. Desde hacía tiempo Sellers quería convertirse en galán, y al verse súbitamente formando pareja en el celuloide con Sofía perdió la chaveta, y los rumores llegaron a la prensa amarillista, que armó el previsible escándalo. Es casi seguro que con Sofía no haya ocurrido nada, salvo en la enfermiza cabeza del actor, pero lo cierto es que Peter llegó a discutir el tema con su esposa Anne delante de sus dos hijos, Michael y Sarah. Consecuencias: su primer divorcio, ejercicio físico, severísima dieta, pastillas y sustancias de todo tipo (en aquel momento se vendían libremente en cualquier farmacia) y, por supuesto, la vergüenza pública cuando terminó el rodaje y Sofía volvió a Italia muy tranquila con Ponti. Pero lo importante era que la prensa hablaba de él y tenía todo por delante: llegaban los años 60, con la gloria, la psicodelia y el swinging London.

EL GENIO EN LA CUMBRE. La nueva década llevaría a Sellers a la cúspide artística. Fueron los años en que consiguió los mejores papeles posibles, trabajando para directores importantes en películas que son verdaderos clásicos. Comenzó intentando cambiar su registro, optando por un ejemplo de cine independiente que era, además, un thriller. Aunque me cueste la vida (Never Let Go, 1960) de John Guillermin es la historia de un vendedor cuya vida es un auténtico fracaso, hasta que todo se le complica más cuando su automóvil es robado por una banda de malhechores y la policía le asegura que será virtualmente imposible dar con el paradero del rodado. Harto de tanta mala suerte, decide investigar por su cuenta, pero descubrirá que para lograr su cometido deberá enfrentarse a un siniestro y violento criminal llamado Lionel Meadows. Una vez más Sellers se lució rechazando el papel protagónico y convirtiéndose en el villano de la historia.

Aunque la comedia lo perseguía (realizó media docena entre 1960 y 1961), Sellers volvió a apostar por algo más comprometido, y así surgió su labor en Lolita (íd.), la adaptación de una polémica novela de Vladimir Nabokov que en 1962 llevó a cabo Stanley Kubrick. En ella Sellers se convirtió en el verdadero depravado que pervierte a la preadolescente del título (Sue Lyon) y, de paso, arruina la vida del profesor Humbert Humbert (el notable James Mason). La propia historia y la libertad creativa que le dio Kubrick permitieron a Sellers que pudiera duplicarse en pantalla, interpretando a Clare Quilty, el verdadero villano, y también a una falsa figura, el Dr. Zempf.

Y fue entonces que llegó el filón por el cual Sellers sería reconocido universalmente. El director especializado en comedias Blake Edwards lo llamó desde Hollywood para que se dirigiera a Cinecittá, en Roma, a encarnar al torpe inspector Jacques Clouseau en La Pantera Rosa (The Pink Panther, 1963), junto a un elenco de campanillas: David Niven, Robert Wagner, Claudia Cardinale y Capucine. El papel había sido pensado para Peter Ustinov, pero el actor se enfermó y debió desestimar ese rol. Sellers aceptó la oferta a regañadientes: en los papeles su rol era secundario, y debido a su ego le violentaba tener que personificar a alguien que había sido pensado para otro colega. Pero necesitaba dinero (Sellers siempre lo necesitó) y no tuvo más remedio que dar el sí. Cuenta la leyenda que el actor dio forma a Clouseau de camino a Roma, a partir de la marca de una caja de fósforos que incluía la imagen del capitán Matthew Webb, quien en 1875 había sido la primera persona en cruzar a nado el Canal de la Mancha. Su bigote y su porte fueron caricaturizados al extremo por Sellers, quien desde el primer día de rodaje logró que Edwards le dejara improvisar cuanto quisiera. El resultado fue que se apoderó totalmente de la película, convirtiendo a Niven y al resto del elenco en meros secundarios. El éxito fue descomunal e inmediato, al punto que tres meses más tarde reincidió en el personaje en un segundo título de lo que se convertiría en una larga saga, Un disparo en la sombra (A Shot in the Dark, 1964), película en la cual le salió al cruce otro personaje magnífico, el obsesivo y a la postre delirante comisionado Charles Dreyfus, interpretado en forma notable por el actor de origen checo Herbert Lom.

De inmediato volvió a desplegar todo su arsenal de habilidades para Stanley Kubrick en una verdadera obra maestra, Doctor Insólito (Doctor Strangelove, 1964), inolvidable sátira antibélica y antinuclear en la cual compuso tres personajes: el atildado capitán británico Mandrake, el presidente estadounidense Merkin Muffley y el científico que da título al film, un delirante que termina siendo una irreverente caricatura del ingeniero aeroespacial (y ex nazi) Wernher von Braun. En realidad, para ese film Kubrick le había ofrecido un cuarto rol, el del mayor King Kong, quien comanda el avión que se dispone a tirar una bomba atómica en la URSS. Desde el primer momento Sellers rechazó ese papel, porque según él la estrechez de la cabina donde debía trabajar no le permitiría desplegar su arsenal histriónico. Kubrick era otro obcecado, y no estaba dispuesto a ceder un milímetro de terreno, por lo que el actor fingió una quebradura de pierna y apareció en el set enyesado y con muletas. De esa manera el rol le fue confiado al estadounidense Slim Pickens, que logró una verdadera creación con su trabajo.

Y los éxitos en el terreno de la comedia prosiguieron, al igual que los maquillajes y los atuendos cada vez más extravagantes. En Dos chicas y un seductor (The World of Henry Orient, 1964) de George Roy Hill encarnó un personaje que parecía hecho a su medida: un pianista al que todas las mujeres persiguen. A continuación, ¿Qué pasa, Pussycat? (What’s New, Pussycat?, 1965) de Clive Donner le permitió llevar a escena una caricatura de psiquiatra, el lunático doctor Fritz Fassbender, alguien más delirante que sus propios pacientes. Como anécdota cabe recordar que ese film fue prohibido en Noruega, debido a que en cierto momento Sellers intentaba suicidarse prendiéndose fuego en la bandera de ese país. En esa comedia Sellers debió compartir cartel con otro monstruo de la naturaleza, Peter O’Toole. Sin embargo, con él no tuvo ningún problema. En cambio, lo puso muy nervioso la presencia en el elenco del joven Woody Allen, quien además de ser autor del libreto, como intérprete poseía características muy similares a las suyas. Después intervino en una deliciosa comedia satírica, La caja equivocada (The Wrong Box, 1966) de Bryan Forbes, donde durante no más de quince minutos volvió a encarnar a otro científico “loco”, el doctor Pratt, junto a un elenco memorable: Ralph Richardson, John Mills, Michael Caine y Dudley Moore, entre otros.

Pero el desastre ya lo acechaba, porque a continuación llegó Casino Royale (íd., 1967), que quiso ser una irreverente sátira a James Bond y terminó convirtiéndose en un caos de producción, cuyo resultado artístico fue horrendo. La película tuvo seis directores (Val Guest, Ken Hughes, John Huston, Joseph McGrath, Robert Parrish y Richard Talmadge), y ese desfile de personas tras las cámaras da cuenta del cúmulo de problemas que se vivieron durante el rodaje. La mayor parte de ellos surgieron en los segmentos de Peter Sellers. El libretista Wolf Mankowitz declaró que desde un primer momento el actor se sintió intimidado a tal punto por la presencia de Orson Welles que, excepto por un par de tomas fugaces a distancia, los dos actores jamás interpretaron sus roles uno delante del otro. Esa versión fue corroborada en la biografía sobre Welles de Barbara Leaming, e incluso el propio actor lo contó ante cámaras en un magnífico documental rodado en 1982. Otras versiones complementan esa leyenda con datos adicionales que indicarían que Sellers se sintió muy molesto durante una visita al set de su amiga la princesa Margaret, porque la joven concedió mucha más atención a Welles que a él. Todo eso seguramente haya ocurrido así, aunque también debe decirse que Welles no era un chico fácil. Incluso el director Val Guest escribió mucho después que Welles tampoco gustaba de Sellers, y que durante la producción del film había manifestado públicamente que no quería actuar junto a “ese amateur”, como solía definirlo. De resultas de todo ello Joseph McGrath, que era amigo personal de Sellers, intentó interceder en el choque de esas dos primadonnas, y lo único que consiguió fue recibir un puñetazo de Sellers, que sentía que McGrath lo culpaba sólo a él de todo lo que sucedía en ese lunático rodaje. La realidad, de todas formas, es que nadie hasta hoy ha hablado bien del comportamiento de Sellers en esa filmación, de la cual el divo fue despedido antes de ser finalizada. Eso explica el súbito y desprolijo desenlace de su personaje, a la vez que permite entender la verdadera razón por la cual resulta tan descolgada e inexplicable la secuencia de los gaiteros liderados por Peter O’Toole.

La década iba llegando a su fin cuando reapareció Blake Edwards en la vida de Peter Sellers. El director le regaló una obra mayor de la comedia cómica, La fiesta inolvidable (The Party, 1968). En ella Sellers se colocó en la piel del torpe e inocente actor hindú Hrundi V. Bakhsi, quien intenta conseguir el éxito en Hollywood, aunque sólo es capaz de desencadenar desastres. Rodada a partir de una serie infinita de gags, la película se convirtió en una comedia de culto, con Sellers en una de sus labores más memorables, explotando al máximo su capacidad para la mímica y la imitación de acentos. Empero, el genio era también un hombre inseguro, y al ver que el actor de reparto Steve Franken (el mozo que a lo largo de la fiesta se va embriagando poco a poco) le estaba “robando” lo que él consideraba “su” película, comenzó a provocar todo tipo de disturbios en el set, hasta que consiguió que el personaje de Franken fuera drásticamente reducido. Tras esa penosa instancia, la sincera amistad que Sellers había entablado con Edwards en 1963 quedaría quebrada para siempre.

AUTODESTRUCCIÓN DEL GENIO. Esa década de gloria artística fue acompañada por numerosos acontecimientos en el plano personal. Comenzando por un segundo matrimonio que daría que hablar. La chica era sueca, se llamaba Britt Ekland y era una joven aspirante a actriz. Se vieron por primera vez en 1964: ella tenía 22 años y él 39. La boda se celebró en pleno éxito de La Pantera Rosa. El actor estaba exultante: pronto iba a trasladarse a Hollywood, en donde el gran director Billy Wilder le dirigiría en Bésame, tonto (Kiss Me, Stupid), pero la alegría duró poco. La relación con Wilder resultó muy difícil, básicamente porque era un director que no permitía improvisaciones, ingrediente fundamental de la labor de Sellers. Por si esto fuera poco, la salud del actor se resintió: sus hábitos de vida (alcohol, inhalación de cocaína, sexo a granel, la estricta dieta) no eran un antídoto contra las fatigadas condiciones de su corazón. En la noche del 5 de abril de 1964, antes de tener relaciones sexuales con Britt, Peter inhaló nitrito de amilo u óxido nítrico (conocido en la jerga como “poppies”), como estimulante sexual en busca del orgasmo perfecto. Como resultado obtuvo su primer infarto, y tendría otros siete en las tres horas siguientes. Obviamente, para la película de Wilder debió ser suplantado (por Ray Walston, el protagonista de la serie Mi marciano favorito). Una vez repuesto en octubre, Sellers y Wilder se enzarzaron en una serie de discusiones agrIas, en las que el famoso director llegó a declarar que “ese asunto de los infartos de Peter es imposible, porque para sufrir un ataque cardíaco una persona debe tener corazón”.

Es que la reputación de intratable de Sellers comenzaba en esa época a ser conocida por todos dentro del ámbito del cine, aunque no era fácil prescindir de él ya que a nivel público se había convertido en un verdadero fetiche de su tiempo: tenía amistades en Buckingham Palace (en especial con la princesa Margaret, como ya dijimos) y con Los Beatles, sobre todo con Ringo Starr. Tomaba parte en juergas interminables, tanto dentro como fuera de Inglaterra, y había desarrollado una enfermiza tendencia a pedir consejos personales y profesionales a una serie de sinvergüenzas disfrazados de adivinos, en especial al peor de todos, un tal Maurice Woodruff, que llegó a hacerse millonario “asistiendo” a Sellers durante sus últimos dieciocho años de vida. De esa manera, el dinero entraba de la misma manera que salía, por lo que Sellers no tuvo más remedio que comenzar a aceptar cualquier película por la que le ofrecieran un millón de dólares. Desde 1968 hasta 1975 realizó una docena de comedias entre regulares y malas, que destruyeron su reputación artística, con lo que su carrera se fue a pique. Es verdad que en ese lote hubo dos films que fueron éxito de taquilla: Un Beatle en el paraíso (The Magic Christian, 1969) de Joseph McGrath, y Hay una chica en mi sopa (There’s a Girl in my Soup, 1970) de Roy Boulting. Pero el primero llamó la atención por la unión del cómico con Ringo Starr, y el segundo por la labor desfachatada de la joven Goldie Hawn. Pero en definitiva esos títulos son tan malos como el resto de los que integran ese infausto período.

A la larga a Peter intentó salvarlo Blake Edwards, que también pasaba por un mal período artístico. La propuesta era la de sobreponerse a los enojos mutuos y resucitar al inspector Clouseau en tres nuevos films de la saga: El regreso de la Pantera Rosa (The Return of the Pink Panther, 1975), La Pantera Rosa ataca de nuevo (The Pink Panther Strikes Again, 1976) y La venganza de la Pantera Rosa (The Revenge of the Pink Panther, 1978), pero esos films son tan mediocres como todos los de esa época. Sobreviven apenas por las delirantes labores de Peter Sellers, Herbert Lom (progresivamente loco en su rol de Dreyfus) y las insólitas intervenciones de Burt Kwouk como el mayordomo Cato Fong, que sabe de artes marciales y fue instruido para atacar a Clouseau, a efectos de mantenerlo en alerta constante. En medio de tanta mediocridad Sellers dio vida al inspector Wang en la sátira policial Crimen por muerte (Murder by Death, 1976) de Robin Moore, donde compartió cartel con un elenco espectacular: David Niven, Alec Guinness, Peter Falk, Maggie Smith, Elsa Lanchester, James Coco y el mismísimo Truman Capote, entre otros. Esa película dio una vuelta de tuerca a las historias de detectives, porque contaba las peripecias de cinco investigadores famosos, reunidos en la mansión de un muy extraño personaje que los retaba a resolver un crimen que parecía perfecto. El libreto era de Neil Simon, la idea fue caricaturizar al mundo detectivesco y el resultado sigue siendo lo mejorcito que Sellers filmó en esa década infame.

Sin embargo, a Peter aún le quedaba un as en la manga, un proyecto personal largamente acariciado durante más de una década: personificar al catatónico Chancey Gardiner en Desde el jardín (Being There, 1979) de Hal Ashby, basada en la exitosa novela de Jerzy Kosinski. Las nuevas películas de Clouseau habían saneado totalmente su economía, y estaba harto de interpretar al torpe detective, al que odiaba sin remedio. En realidad, quería demostrar que seguía siendo un actor de pies a cabeza. El libro de Kosinski lo tenía hipnotizado desde su aparición en 1971. Como decía a menudo en conversaciones con sus amigos, quería “interpretar a un don nadie que se convierte en alguien a quien nadie conoce realmente”. Sellers sabía que Chancey Gardiner sería su personaje cumbre y no paró hasta conseguirlo, logrando que Shirley MacLaine aceptara un papel claramente secundario porque (como diría mucho después la actriz) “quería ver cómo trabajaba un genio”. El resultado fue uno de los retratos más delicados que puedan darse de un imbécil absoluto, un ser lunar que sólo conoce el mundo mediante lo que le ofrece la televisión, que sólo practica la jardinería, y cuya estupidez es tan sorprendente que termina por conquistar a sus compatriotas, logrando de esa manera acceder a la presidencia de Estados Unidos. Eso sucedía en 1979. Un año después, ya en la realidad, Ronald Reagan llegaba a la Casa Blanca, lo cual dio una dimensión mucho más inquietante a la visión de Sellers sobre su personaje. El actor ganó el Globo de Oro, pero perdió el Oscar y el BAFTA, y eso lo derrumbó anímicamente. Volvió a las andadas, y luego de la horrible El diabólico Fu Manchú (The Fiendish Plot of Dr. Fu Manchu, 1980) sucumbió a un infarto: era el decimoquinto que sufría en su vida. Tenía 54 gastados años.

SIN GENIO INTERIOR. Hay otra forma de acercarse a Peter Sellers, y es mediante frases. Veamos una suya: “Si alguna vez hubo alguien detrás de mi máscara lo extirpé con cirugía”. Veamos otra: “Si me pidieran que me interpretara a mí mismo no sabría qué hacer: no sé qué o quién soy”. O quizás sean más ilustrativas las frases de los demás. Blake Edwards dijo que “era el actor perfecto, ya que era una botella vacía que yo podía llenar con mis propias ideas”. Woody Allen discrepó con Edwards, diciendo que “en Peter ni siquiera existía esa botella”. Y cuando le preguntaron a Stanley Kubrick, llegó a decir: “¿Peter Sellers? No existe tal persona”. Sin embargo, algo sólido habría en él si fue capaz de recrear tantos caracteres inolvidables. No es éste un lugar para intentar hacer psicoanálisis barato, pero hay hechos que no deben pasarse por alto. Uno es su dominante y absorbente mamá, que lo obligó a dedicarse a la actuación porque era lo que ella había planeado para un hijo mayor, fallecido poco tiempo después de nacer. Es decir: Peter ya nació no siendo él, sino otro, su hermano muerto. Una segunda clave también viene de mamá: Sellers fue un malcriado, con nula capacidad para enfrentar las responsabilidades que desencadenaban sus propias acciones. Era un hombre completamente inmaduro en el aspecto emocional, con rabietas o salidas de tono violentas, indecentes y desmedidas. Cierta vez rompió todos los juguetes de su hijo porque el niño sin querer le rayó el coche. Como vimos, causó mil disturbios durante el rodaje de Casino Royale hasta que fue despedido, y en La fiesta inolvidable logró que Blake Edwards le retirara su amistad, pese a los infructuosos intentos de pacificación de Julie Andrews, esposa del director. Es más: durante los tres últimos films de la saga de la Pantera Rosa actor y cineasta seguían sin hablarse, comunicándose sólo mediante memos o emisarios.

Pero hay datos peores, como todo lo ocurrido durante el rodaje de Ghost in the Noonday Sun, film de 1973 realizado por Peter Medak, que nunca fue exhibido fuera del circuito anglo-norteamericano. Esa película iba a ser una farsa sobre el cine de piratas, con Sellers como protagonista, junto a su amigo de toda la vida, el cómico británico Spike Milligan, y los estadounidenses Peter Boyle y Anthony Franciosa. Todo terminó siendo un ejemplo de verdadera mutación, es decir, un rodaje convertido en tremendo campo de batalla. En la actualidad puede verse por plataformas alternativas un notable documental realizado por el propio Peter Medak, titulado El fantasma de Peter Sellers (The Ghost of Peter Sellers, 2018). Allí el cineasta hace una excursión hacia un pasado para él traumático, al punto que ese viaje parece un luto todavía no reparado. El villano es un Peter Sellers cuya odiosa faz se va revelando sin ambages. En la cima de su prestigio popular (que no artístico), un maniático compulsivo Sellers acababa de romper con su enésima pareja, Liza Minnelli, dos días antes de partir hacia Chipre, en cuyas aguas se iba a botar el velero que terminó convertido en set infernal. El documental recupera abundante material inédito, y de esas imágenes el espectador deduce la catástrofe derivada del egoísmo y los caprichos de la estrella. Un ejemplo mayor: cuando todo el equipo sabía que el actor padecía del corazón, no dudó en fingir un infarto para abandonar la filmación y aparecer, dos días después, junto a la princesa Margaret en medio de una festichola londinense. Medak revela las mil maneras en que Sellers trató de expulsarlo del rodaje, mientras el documental se va erigiendo como una de esas quijotescas empresas imposibles, asolada por un ser humano implacable y siempre peligroso por imprevisible.

Vulnerabilidad, fragilidad, enorme ego, desbarajustes emocionales: palabras que definen a Sellers como persona, y que quedan explicitadas en otro film revelador, la producción de HBO Llámame Peter (The Life and Death of Peter Sellers, 2004) de Stephen Hopkins. Esta película arroja luz sobre el auténtico y enigmático Peter Sellers, porque posee un libreto sensible basado en un libro muy importante de Ed Sikov sobre Sellers, Mr. Strangelove. La película cuenta con otra cosa fundamental: la inmensa interpretación de Geoffrey Rush, aunque más bien habría que hablar de reencarnaciones pues, fiel por completo a Sellers y sus dificultades, Rush se convierte no sólo en los principales caracteres del ídolo sino también en Peter haciendo de su padre, su madre, sus directores y sus esposas, lo cual ayuda a entender las numerosas aristas psicológicas del cómico. La película hunde el escalpelo fundamentalmente en los años 60. En esos años Sellers estaba sumido de lleno en la contracultura, y eso incluía casas en varios países, viajes en aviones privados (y un segundo jet para el equipaje), yoga, drogas y conciertos. Una vez George Harrison comentó al pasar que “Peter hacía montones de yoga y estaba en pleno ‘¿quién soy?’, ‘¿de qué va todo esto?’, y cosas por el estilo”. Fueron los años con Britt Ekland, su segunda esposa, y del nacimiento de Victoria, la nueva hija de Sellers, etapa definida por su amigo Roman Polanski como “un verdadero periodo jet: Peter lo mismo compraba un yate que redecoraba de nuevo su mansión”. Como contrapartida, Britt sufría las consecuencias de unos celos enfermizos, con esporádicos pero incontenibles arrebatos de violencia, en los que influía muchísimo el consumo de Sellers de sustancias psicodélicas. Esas drogas aumentaban su paranoia, comenzó a maltratar a su esposa y Britt se fugó, pidiéndole el divorcio. Peter se consoló fácil: hizo varios viajes con Polanski y Sharon Tate, mientras disfrutaba de los placeres de su nueva y efímera pareja, Mia Farrow.

En su biografía sobre Marilyn Monroe, el escritor Donald Spoto dice que “en el mundo en el que se mueven los astros del cine no hay sitio para la gente normal”. Esa falta de contacto con la realidad, que afecta a muchas estrellas, fue determinante en un hombre cuya mente no era para nada convencional. Un hombre que nunca abandonó la tutela de mamá Peg, pero que, como contrapartida, tampoco hizo gran cosa por sus hijos. Nunca se ocupó de ellos seria ni continuadamente. Una famosa declaración suya (que no cayó bien en su momento) fue: “Me gusta que mis hijos estén por ahí”. Precisamente por estar por ahí fue que Michael, el hijo mayor, a los trece años de edad consumió su primera marihuana de una bolsa que guardaba papá Peter, mientras que en otra oportunidad el chico preparó unas líneas de cocaína cuando papá se lo ordenó en medio de una fiesta. Por esa vida loca es que a fines de los años 60 e inicios de los 70 Sellers tenía muchos gastos y pocos ingresos. Y así fue que su carrera se autodestruyó, llegando a tener que actuar en una serie de anuncios para la compañía aérea estadounidense TWA. Vistos hoy, esos spots publicitarios aún son hilarantes, porque el comediante no podía dejar de actuar bien ni de inventar personajes, aunque fuera para una tarea tan insignificante.

Y así continuó todo casi hasta el fin de sus días. En una fecha tan tardía como 1977, Blake Edwards se quejaba que le era imposible estar cerca del actor, y declaró: “Peter se dedica a hablar con Dios. ¿Qué puedo hacer yo? Me telefonea en mitad de la noche y me dice que no me preocupe sobre las escenas que vamos a rodar al día siguiente, porque había hablado con Dios y le había dicho cómo hacerlas”. Justamente en esa época Sellers se estaba volviendo a enamorar. Después de un matrimonio insólitamente tranquilo, entre 1970 y 1974, con la modelo y aristócrata Miranda Quarry, en 1977 llegó la joven Lynne Frederick. Al igual que Britt Ekland en su momento, Lynne tenía 22 años, pero él ya había cumplido 52. La hermosa chica era una ambiciosa sin límites, conocida en el mundo del espectáculo porque no se le escapaba ningún hombre exitoso que pudiera ayudarla en su carrera. Se casaron en París, pero sólo un mes más tarde, a bordo de un vuelo de Air France de Niza a Londres, Sellers sufrió un enésimo ataque cardiaco. Peter sabía que tendría que someterse a una intervención quirúrgica si quería seguir vivo, pero eso le producía terror. Como dijo su amigo Spike Milligan, “para él era más saludable irse de viaje a un país exótico y ponerse en manos de un curandero”.

Para fines de 1979 su matrimonio con Lynne se había ido a pique. “Soy una estrella de cine y de las pensiones alimenticias”, bromeó con Spike, y comenzó a planear su cuarto divorcio. No le dio tiempo, ni tampoco para cambiar el testamento. Tiempo atrás había desheredado a sus hijos porque en una fiesta familiar, en tono de broma, le dijeron que estaba gordo. El 21 de julio de 1980 Sellers llegó a Londres para iniciar el trámite de divorcio. Antes hizo una visita al cementerio en donde estaban enterrados sus padres. Luego echó una siesta en el hotel y se vistió para salir con unos amigos que habían venido a buscarle. Estando con ellos se sintió mal, “realmente mal”, según sus propias palabras. Al día siguiente, a las doce del mediodía, Sellers colapsó a un ataque cardiaco masivo en su habitación del Dorchester Hotel, y entró en coma. Murió poco antes de la medianoche del 24 de julio, y de esa forma su casi divorciada esposa Lynne recibió la totalidad de su herencia, mientras que a sus hijos Michael, Sarah y Victoria sólo les tocaron dos mil dólares per cápita: una infamia. Su último gesto fue de humor y a la vez de mal gusto: tiempo antes había ordenado que en su funeral sus deudos y amigos escucharan la canción “In the Mood” de Glenn Miller, que él detestaba con toda su alma. Así se fue Peter Sellers, y con él todos sus personajes. Lo que hoy nos queda son apenas sus memorables máscaras.

 

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