EL POLACO JAN KOMASA, UN JOVEN DESCUBRIMIENTO.

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Por Amilcar Nochetti. Miembro de la Asociación de Críticos de Cine de Uruguay (filial Fipresci)

En la era del coronavirus, el acceso a Netflix y otras plataformas ha permitido al cinéfilo tomar contacto con talentos inesperados. Uno de los más interesantes es el del joven cineasta polaco Jan Komasa, de quien Netflix mantiene en su grilla su último film, Hater, que ha dado bastante que hablar. Empero, esta película no es más que un nuevo paso en medio de una obra breve, polémica, muy rigurosa y en permanente ascenso creativo.

ANTECEDENTES. Nacido en Poznan el 28 de octubre de 1981, Jan Komasa proviene de una familia vinculada al arte. Su padre, Wieslaw, es un aclamado actor teatral, que también ha hecho incursiones en cine, dos de las últimas dirigido por su propio hijo. Su madre, Gina, ha sido integrante de un prestigioso grupo de góspel y spirituals, además de haber trabajado durante años para la TV, y desempeñarse como productora musical. Su hermano Szimon es un aclamado barítono, que ha tenido numerosas presentaciones en el New York Metropolitan Opera. Su hermana Mary es una compositora y cantante, casada con el músico Antoni Lazarkiewicz, ambos muy populares en Europa Oriental. Y Zofía, la hermana menor, es vestuarista. El arte y el espectáculo han rodeado siempre a Komasa.

En 1988 la familia dejó Poznan y se afincó en Varsovia, porque en esa época Wieslaw comenzó a formar parte del elenco estable del Teatro Polaco. Debido a ello desde muy temprano Komasa comenzó a estudiar dirección en el Instituto de Arte Dramático de Jerzy Grotowski. También se dedicó a estudiar filosofía, y siendo todavía muy joven, apenas un veinteañero, se casó y fue padre. Estaba claro que mostraba gran fuerza de voluntad y sólidas determinaciones, y así lo dejó claro su propio padre en una entrevista realizada por el periódico Glos Wielkopolski hace unos pocos años: “Jan siempre ha sido un chico persistente y se las ha ingeniado para crearse muy fácilmente su propio mundo. Hubo ocasiones en que en casa podíamos sentir cómo una suerte de fuerza interior crecía en él delante nuestro. Otra cosa que he observado es su atención y su dedicación continua a todo aquello con lo que quería comprometerse, desde pasar horas dibujando o leyendo libros de filosofía hasta escuchar música. Cuando iniciaba algo, se brindaba por entero al asunto. Por entonces yo sentía que esa fuerza interior prometía avizorar un muy buen futuro para Jan, aunque nunca imaginé que finalmente se decantaría por el cine”.

En forma paralela a esas actividades estudiantiles, y al hecho de haber fundado tan joven una familia, Jan comenzó a asistir a la Escuela de Cine de Lodz, donde rápidamente advirtió la apatía y el aburrimiento que caracterizaban a un alto porcentaje de los jóvenes de su edad. Aquí conviene detenerse en sus propias palabras cuando, siendo ya famoso, un periodista le preguntó acerca de cuál había sido su inspiración original para desarrollar su carrera artística. Jan respondió: “Cierta vez escuché hablar a una de las compañeras de clase de Eric Harris, el joven que cometió la masacre de la Escuela Secundaria de Columbine. Cuando le preguntaron por qué le parecía que su compañero había llevado a cabo esa atrocidad, ella respondió que seguramente lo hizo por falta de entusiasmo. Ese nivel de aburrimiento juvenil es el que percibí que estaba llegando a Polonia. Ya lo vi en esos momentos en los institutos secundarios. Normalmente la gente me pregunta sobre mis intereses en realizar películas, sobre mi visión del cine, sobre los artistas famosos que he podido conocer en los festivales, y yo les comento que cuando comienzo a recoger materiales para una próxima película, no me pongo a pensar en mis propias experiencias ni en las bases intelectuales y familiares en las que me he formado. Trato de ser lo más llano posible respecto a lo que busco, para no perder de vista la realidad. Pero esos datos, que interesan al periodista y al crítico (e incluso a los fans de mi obra) no son recibidos de la misma manera cuando doy alguna conferencia en los colegios de clase alta de Varsovia. Yo sigo siendo el mismo, sin preparar discursos ni ensayar poses, y hablo de lo que se supone que tengo que hablar. Sin embargo, al final lo único que consigo de esos jóvenes es un aplauso por compromiso, un encogimiento de hombros y una salida rápida para buscar la próxima jarra de cerveza. Eso lo veo hoy, pero ya lo vivía cuando formaba parte de esa misma juventud: la sensación que cada día es más difícil impresionar o motivar a la muchachada, porque la sociedad actual, el modo de vivir presente, los ha inundado de aburrimiento”.

SURGE EL CINEASTA. Komasa ha realizado dos cortometrajes, dos documentales, tres miniseries para TV, un episodio para un film colectivo y cuatro largometrajes de ficción. Su debut con el corto Dios, estás aquí (2004) fue muy auspicioso: representó a Polonia en Cannes en la competencia estudiantil, logrando el tercer puesto. De inmediato hizo acto de presencia el productor Michal Kwiecinski, con un proyecto que, según sus propias palabras, era “una película para jóvenes, hecha por jóvenes”. El film se llamó Oda a la alegría (2005), y los directores elegidos por el propio Kwiecinski para rodar los episodios que formarían el largometraje fueron Anna Kazejak, Maciej Migas y Komasa. Los noveles cineastas tenían la oportunidad de llevar a cabo un film sobre jóvenes de su misma edad que tomaban la decisión de dejar Polonia para emigrar a Inglaterra. Cada segmento debía durar 30 minutos, se rodarían en regiones distintas del país, y relatarían motivaciones diferentes para explicar el exilio de sus protagonistas. Un cuarto episodio, de 15 minutos, debía ser realizado por los tres cineastas juntos. La diversidad estilística y conceptual que la película exhibió fue la que determinó su enorme éxito, y el film terminó recibiendo el Premio del Jurado del Festival de Gdynia. Por ese galardón fue el primero realizado en Polonia en ser invitado al Festival de Rotterdam.

De los tres segmentos el mejor es el de Komasa. Es la historia de Michal, un rapero que en sus violentas canciones denuncia a los políticos como “una organizada banda de hijos de puta”, mientras que al mismo tiempo vemos que muestra un enorme cariño y ternura para con su abuela. Pero en ese segmento Michal es una excepción, porque el resto de los personajes están totalmente desinteresados de cualquier cosa que vaya más allá de sus intereses personales, mientras mantienen con sus familias un tipo de relación tóxica, por no decir inexistente. Y lo peor es que esa actitud no es iconoclasta, no forma parte de una soterrada protesta contra la generación de sus mayores, sino que revela un total desinterés por lo que pueda sucederle a los demás. Lo curioso y polémico de esa visión es que los personajes no son antipáticos al espectador, quizás porque, aunque tienen problemas y están confundidos, aún no han sido ganados por los vicios. Eso sí: la única área en la que obtienen satisfacción es en la privada, la del sexo, combinado a veces con amor, aunque no necesariamente. El film en general tiene un tono bastante pesimista, pero el espectador puede sobrellevarlo con tranquilidad debido al buen nivel del conjunto, y sobre todo por el hecho de haber sido realizado por gente joven que muestra no haberse rendido a la frustración generalizada, ni haber perdido los ideales por el camino. El episodio final, realizado en conjunto, es un claro homenaje a Krzystof Kieslowski, aunque gran parte del éxito obtenido también se debió a la labor de sus jóvenes intérpretes. Particularmente en el caso del episodio de Komasa, Piotr Glowacki fue elegido como el actor revelación del año, algo que presagiaba lo que sería más tarde una marca de fábrica del director: su notable destreza para sacar lo mejor a los jóvenes intérpretes de sus futuras películas.

TELEVISIÓN. Con tan sólo 24 años de edad, y siendo autor de un corto y un episodio en un film colectivo, Komasa había visitado Cannes y Rotterdam, pero -y eso era lo más importante- la intelectualidad polaca lo estaba considerando la voz emergente más valiosa del cine de su país. Y a Jan le surgió una pregunta inevitable: ¿y ahora qué?, ¿cuál será el próximo paso? Por un lado, reapareció el productor Michal Kwiecinski, instándolo a que realizara una película sobre el Levantamiento de Varsovia en 1944, tema tabú después de la maravillosa La patrulla de la muerte de Andrzej Wajda (1957), de la cual ya había pasado medio siglo. Por otro lado, Jan se sentía naturalmente más atraído por continuar explorando temas actuales. De manera inteligente eligió un punto intermedio: aceptó realizar una versión para TV de la obra teatral El Gólgota en Breslavia (2008), donde se relatan las nefastas actividades de la Oficina de Seguridad de Stalin, cuyos oficiales hicieron un circo de lo que debió ser el proceso legal contra Henryk Szwejcer, un rebelde silesiano que no aceptaba la injerencia comunista en su país. El resultado de la fantochada fueron tres sentencias de muerte en 1949, ya decretadas de antemano desde Moscú. Caído el comunismo, todo lo sucedido en ese detrás de escena del proceso fue descubierto en unos archivos por el historiador Krzysztof Szwagrzyk, quien terminó siendo el portavoz de la empresa y asesor del libretista Piotr Kokocinski. Komasa, por su parte, terminó tomándose esta película -que en los papeles lucía más lejana a sus gustos- con su obsesiva dedicación habitual.

Quienes la vieron comentan que Komasa indaga con profundidad en dos personajes, para de ellos sacar un retrato psicológico universal. Por un lado, un joven historiador que, aun siendo el protagonista, no cae muy bien al espectador, ya que parece tener sólo un objetivo y no mide consecuencias en el afán de lograrlo. Es serio y firme, pero resulta antipático, porque no puede ceder a sus prejuicios y ambiciones. Según cuentan, la posición del espectador cambia cuando ese joven debe enfrentar al que será su adversario, un abogado que conoce el talón de Aquiles de ese joven rival, y que en los años 40-50 fue considerado como el oficial de seguridad más efectivo de Breslavia. En opinión de la crítica polaca Magdalena Rigamonti, “Komasa lo hace aparecer como si fuera un fantasma a la deriva a lo largo de la pantalla, al punto que el sujeto parece más un cadáver que una criatura con sangre en las venas. Pero cuando comienza a hablar es como si reviviera, todo se transforma, y el público tiembla”. Opiniones aparte, el film fue un éxito televisivo y debió ser reemitido en varias ocasiones. Komasa volvía a estar en el candelero: tenía 27 años, y ya era hora de pasar por sí mismo a la pantalla grande.

ENTENDIENDO A KOMASA. Los cuatro largos que Komasa ha realizado de 2011 a 2020 pueden verse en diversas plataformas, el último de ellos en Netflix. Precisamente debido a que están emparentados, aquí conviene romper la cronología y estudiar en forma conjunta La sala de los suicidas (2011) y Hater (2020), dos películas que aun suscitan enconadas discusiones y polémicas. A mi entender, como debut el primero de esos títulos no pudo ser mejor, pero antes de analizarlo sería bueno reparar en el propio Komasa, teniendo en cuenta lo que decía el filósofo y ensayista español José Ortega y Gasset en Meditaciones del Quijote. Con la frase “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”, el madrileño insiste en lo que se halla en torno al hombre, en todo lo que lo rodea, no sólo en lo inmediato sino en lo remoto, y no sólo en lo físico sino en lo histórico y lo espiritual. Por tanto, antes de declarar amores u odios por la explosividad de cámara, el barroco (y de a ratos demencial) estilo cinematográfico, o la mezcla de pánico y rechazo visceral por internet y las redes sociales que esos dos films transmiten, convendría tener en cuenta a Komasa y su circunstancia, la de un hombre nacido en 1981, es decir, alguien que forma parte de la generación que vivió los cambios más importantes de la historia reciente de Polonia. La implantación del “estado de excepción” de 1981 a 1989 y la caída del muro de Berlín en 1990 durante plena infancia, y la transición a la democracia en los 90 durante la adolescencia, el período más difícil de sobrellevar para cualquiera: no olvidemos que adolescencia viene de “adolecer”, es decir, padecer, sufrir, penar. Y ya en la veintena, cuando descubre que su futuro está en el cine, pero además se casa y forma una familia, Komasa es testigo de lo que vulgarmente podría definirse como el establecimiento en la ex Europa socialista de una sociedad de deseos capitalistas, con el shopping center como icono de esa nueva realidad, donde con dinero puede accederse a todo, y con la enorme y macabra paradoja de la presencia de internet y las redes sociales, que reducen la distancia físico-temporal, y por otro lado provocan un nefasto aislamiento individual. No es raro entonces que La sala de los suicidas y Hater (y muy especialmente la primera) aborden temáticas afines al espíritu del tiempo que le tocó vivir al director: incertidumbre, enorme riesgo constante, mundo virtual y existencia ontológica, es decir, la relación entre varias personas, o entre un acto determinado y sus participantes.

Debido a ello, a la hora de abordar la primera y la cuarta película de Komasa, habría que tener en cuenta algo que declaró a la TV polaca seis años atrás: “Para mí, una de las cosas más difíciles de la juventud es la búsqueda de su propia identidad porque, de hecho, en las sociedades contemporáneas las fronteras de las relaciones sociales quizá no han sido rotas, pero se han vuelto muy flexibles. La juventud es muy frágil y, por ello, es proclive al extravío y la pérdida de sentido. Actualmente, con tantas opciones que se presentan, es decir, si tienes dos mil maneras de ser tú mismo, es realmente difícil escoger una. Por ejemplo, hace dos décadas era más fácil para la juventud escoger una manera de ser tú mismo, especialmente en las sociedades emergentes. En Polonia, actualmente, después de veinte años de libertad, vemos que en la sociedad moderna el precio a pagar es muy caro porque, por ejemplo, se puede ir a Alemania, a Francia, a Estados Unidos, sin embargo, repentinamente, cuando se compara nuestra sociedad con esas otras, las diferencias saltan a la vista. Por supuesto, todo el mundo quiere ser rico y vivir bien, pero en la comparación el polaco joven termina desencantado. Por eso la reflexión de mi cine intenta centrarse en la pregunta ¿qué hay al final del viaje? Por ejemplo, cuando ya eres rico y puedes tener contactos en el gobierno, y tener influencias en prestigiosas empresas, pero al mismo tiempo puedes caer en una profunda depresión. En la obra de Shakespeare tienes a Hamlet, Ofelia, Romeo, Julieta, personajes que se hallaban en una situación estable, entre reyes, príncipes y ricos, y al mismo tiempo se matan entre ellos. Siempre me ha inspirado la obra de Shakespeare porque es muy humana, y allí se encuentran personas que son realmente héroes. Por eso intento mostrar el ambiente occidental de los personajes ‘de traje blanco’, como me gusta llamarlos”.

INTERNET Y REDES SOCIALES. La sala de los suicidas y Hater abordan entonces la paradoja entre una sociedad con mayor acceso a los medios de comunicación (internet) y una verdadera ruptura de los tejidos sociales. En La sala de los suicidas Dominik, un chico de clase alta, tiene una vida que parece perfecta, hasta que un beso inocente con un amigo lo cambia todo. Alterado por la repercusión del asunto en las redes sociales, y por la tóxica relación que mantiene con sus padres, se aísla del mundo exterior y dedica todo su tiempo al mundo virtual que acabó por condenarlo. Así conoce a una joven misteriosa que lo introduce en una sala de chat oculta, para personas con tendencias suicidas. Seducido, se deja arrastrar a un juego desenfrenado en el que tardará en darse cuenta que el propósito de esa comunidad virtual no es apoyar al suicida, sino todo lo contrario.

La película puede provocar innumerables reflexiones al espectador, pero a mi entender la más importante tiene que ver directamente con Dominik, personaje que redefine los valores tradicionales, refleja a la perfección a la sociedad de consumo polaca y sobre todo termina siendo un icono de lo que significa ruptura social. Dominik está buscando su propia identidad, buscando amigos, buscando cualquier cosa o, mejor dicho, buscando algo o alguien con quien hablar, porque está perdido, no sabe quién es y necesita a alguien con quien poder interactuar. Uno podrá estar más o menos de acuerdo con las opciones estéticas que adopta la película: una fotografía en azul entintado que acentúa la sensación de angustia, dando a la narración un aspecto premeditadamente siniestro; o las secuencias de animación para todo lo que tiene que ver con el videojuego que, según gente que sabe más que yo de eso, parecen no estar muy bien logradas a nivel técnico.

Todo ese costado “cinematográfico” del film podrá ser objeto de debate, pero lo que a mi entender es indiscutiblemente valioso de esta propuesta es lo que considero su principal temática: que mediante Dominik, sus amigos (los físicos y los logrados por chateo) y los adultos que los rodean, la película es un afilado escalpelo que perfora el tejido de una sociedad tremendamente peligrosa, porque cuando se nos ofrece con tanta facilidad una multiplicidad de opciones, resulta muy fácil perderse. De ahí que la palabra clave de la película sea “avatar”, porque un avatar es una identidad. Si alguien elige su propio avatar está creando su propia identidad. Desde el inicio Dominik está buscando su avatar, porque su hogar, sus raíces, sus costados, nunca se lo han podido ofrecer, debido a que tiene unos padres artificiales, irreales, que viven por y para esa misma peligrosa sociedad que aliena a la juventud actual con irrealidades ofrecidas como la realidad. No es extraño entonces que un joven desnorteado invierta el concepto y busque su propia realidad en lo irreal que puede ofrecerle un juego por internet. Claro: no imagina que lograr eso es imposible, sobre todo porque nunca podrá saber a ciencia cierta qué puede esconderse detrás de ese videojuego. Por lo tanto, la experiencia de buscar su realidad a través del sufrimiento y el dolor posiblemente no tenga el final que él espera. Para bien o para mal, La sala de los suicidas me parece un film imprescindible, aunque pueda resultar abrumador a la hora de ponerse a pensar en el temible manejo psicológico que puede derivar de las redes sociales.

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De todas formas, conviene matizar las cosas y no demonizar al instrumento ni tampoco al denunciante. Una declaración de Komasa puede ser esclarecedora para no encasillar el discurso y darle su verdadera dimensión. Después de estrenar La sala de los suicidas el cineasta comentó: “Tengo muchos amigos que viajan con frecuencia. Hace un mes estuve en París y mi guía todo el tiempo se la pasaba escribiendo en su computador personal y ajustando su Facebook. Eso es muy aburrido. Personalmente, soy escéptico al Facebook, pues no es real. Trata de copiar las verdaderas relaciones sociales. ‘Eres mi amigo. Te acepto’. En la vida real no es así de simple. Facebook trata de divertir y copiar las relaciones sociales, pero al mismo tiempo es un virus. Establece relaciones artificiales. No es que yo rechace la era de internet. Me gustan los videojuegos, llegué a tener en mi Facebook 500 o 600 amigos, pero con el tiempo me pregunté si era necesario. Entonces me di cuenta que no lo necesito. Si la gente me quiere buscar, sabe dónde encontrarme. Se pierde mucho tiempo. Por supuesto que no soy de esos nostálgicos que dicen que hace una década estábamos mejor. No. Creo que es bueno disponer de estas tecnologías. En algún momento te pueden salvar la vida. Por ejemplo, las revoluciones en el mundo árabe están usando, como estrategia, internet y las computadoras. Evidentemente que pueden servir para difundir globalmente las reivindicaciones y los mensajes políticos, y eso se nota. Pero mal utilizadas pueden ser altamente destructivas, y eso también se percibe”.

Con esa reflexión presente, ahora en Netflix puede verse la última película de Komasa, Hater, algo así como “el odiador”, “el que odia”, que en Brasil se conoce con un título más esclarecedor: “Red de odio”. En la primera escena el joven Tomek es expulsado de la facultad por plagiar un examen. En la siguiente secuencia lo vemos cenando en casa de una elegante pareja de la izquierda burguesa, benefactores del muchacho, que le pasan una mensualidad para sus estudios. Allí el espectador se entera de tres cosas: 1) que el joven está enamorado de la inaccesible hija menor de esa pareja; 2) que intentará seguir utilizando la ayuda de esa gente, ya que no les comunica su expulsión de la facultad; y 3) que sus intenciones son por lo menos turbias, ya que premeditadamente deja en ese lugar su celular encendido, para cuando lo recupere poder escuchar lo que hablaron de él en su ausencia. Pero lo peor llegará después, cuando Tomek encuentre trabajo en una compañía que hace marketing mediante redes sociales, desprestigiando personas o entidades por encargo de terceros. Allí el muchacho demostrará ser un campeón en destruir a quien se cruce en el camino de la empresa, que tarde o temprano será también el suyo, porque en determinado momento las reglas de la geometría se rompen y las dos líneas paralelas (la personal de Tomek con la familia burguesa, y la que mantiene con su labor) se unen. Allí Tomek deberá jugar a dos puntas, porque la empresa le encargará hundir la carrera política de un candidato a intendente, que resulta ser amigo íntimo de la familia de su enamorada.

La película lanza en primer lugar una mirada de profundo rencor social, que vincula a Tomek con el Julien Sorel de Rojo y negro (en la novela de Stendhal y el film de Claude Autant-Lara), en un panorama donde se dan cita la manipulación, las relaciones obsesivas y el engaño, en medio del ascenso del neo fascismo como telón de fondo. Pasada una década, Komasa parece seguir detestando a internet y las redes sociales, pero a nivel más profundo notamos que en Hater todo funciona de modo muy inquietante. Aquí se vuelve a reflexionar sobre las terribles consecuencias que puede sufrir cualquiera de nosotros debido a las manipulaciones de información que existen en la actualidad. Hater es un retrato nihilista de la situación actual de la opinión pública, porque lo que muestra es que somos bombardeados a diario con miles de mensajes que pretenden apelar a la emoción, y de esa manera influenciarnos mediante titulares sensacionalistas o con noticias que son directamente falsas, lo que convierte al negocio (en la película se llama Best Buzz) y a quienes trabajan en él (Tomek, su jefa, un rastrero rival) en inmorales de primer nivel. Y todo se pone más serio cuando entra a tallar la política y chocan el candidato progresista a quien se quiere desprestigiar, con el odio, el amarillismo y la violencia del ultra derechismo que está emergiendo en Polonia. En ese momento Hater trasciende su cruzada contra internet y las redes sociales en sí mismas, y se transforma en la denuncia de una sociedad despiadada que ha perdido totalmente su humanidad.

Y aquí es cuando se plantea el viejo dilema del huevo y la gallina, porque el espectador termina preguntándose cuál es el origen de esta situación. ¿Es internet la cara visible de una deshumanización progresiva? ¿O la sociedad del siglo 21 perdió sus características más nobles por culpa de internet? ¿En dónde está el origen de esta situación alienante que el mundo padece sin darse cuenta, convencidos todos que internet es una maravilla que nos ofrece un millón de amigos? Esa mirada negra a la humanidad es la que permite decir que Hater es el Taxi Driver de las redes sociales, aunque sobre el final también hay una conexión con la saga de El Padrino, cuando las propias empresas puedan terminar bajo el dominio omnipotente de una especie de Michael Corleone de la informática.

Por encima de la reflexión crítica que propone la película, hay en ella una construcción perfecta del arco psicológico y vital por el que atraviesa Tomek, que al principio parece un pobre pibe al que la vida lo está tratando muy mal, aunque luego descubriremos su verdadero yo. Tomek es un personaje siniestro en su accionar (y en algunos momentos incluso en su inacción), y al mismo tiempo es un ser desdoblado, dividido en dos por un talón de Aquiles difícil de superar: su obsesión por la hija de los burgueses. Al igual que en La sala de los suicidas, aquí también la fotografía y la cámara juegan un rol preponderante a la hora que el espectador saque sus conclusiones: primeros planos que se alargan, buscando acción y suspenso; el personaje casi siempre enfocado de perfil, detalle simbólico para que nunca podamos registrarlo en forma directa; una luz y unos colores fríos, que acentúan la sensación de ambiente helado del mundo actual; y la ausencia de personajes positivos, porque ni siquiera los presuntos “buenos” las tienen todas consigo.

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Y lo peor de todo es que, aunque Tomek quizá sea un caso extremo utilizado por Komasa, está claro que el sistema existe y funciona de modo tan siniestro como natural. Eso se comprueba con pasar sólo un rato en internet y ver los resultados de algunas elecciones, o la falta de equidad para informar u ocultar ciertas noticias políticamente incorrectas. Lo que está claro es que Komasa no exageró en Hater, sobre todo si tenemos en cuenta lo que sucedió en la mismísima Polonia después del rodaje de este film. Como se sabe, el alcalde de Gdansk, Pawel Adamowicz, fue apuñalado hasta la muerte en un acto benéfico por un ex convicto que lo culpaba de haber sido encarcelado y torturado, y que luego de cometer el asesinato levantó los brazos en señal de triunfo delante de los numerosos asistentes. La sala de los suicidas y Hater presentan a internet como un agujero negro, un túnel sin luz en el que no se vislumbra ninguna salida. El debate está abierto…

HEROÍSMO COMERCIAL. En medio de esas ominosas miradas a las redes sociales, Komasa realizó dos largos de ficción que también pueden verse en varias plataformas. El primero de ellos es Varsovia 1944 (2014), donde el cineasta accedió por fin al antiguo pedido del productor Michal Kwiecinski. Aquí reconstruyó el levantamiento de la capital polaca, cuando el ejército clandestino leal al gobierno en el exilio se rebeló contra los nazis, esperando hacerse con el control de la situación antes de la llegada de los soviéticos. Previo al inicio del rodaje el director había declarado: “La insurrección de Varsovia fue el único levantamiento organizado contra los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. El tema es muy controversial en Polonia porque mucha gente, durante la insurrección, estaba completamente absorbida organizando el movimiento, puesto que si no tienes suficientes armas y estructura era muy difícil. Al inicio de la insurrección, los primeros cinco días, la gente estaba muy feliz. Todos se encontraban viviendo la euforia de la insurrección. Finalmente, después de tantos años de ocupación se podían patear algunos culos nazis. Los polacos odiaban a los nazis, querían destruirlos. Quizás hoy eso no se pueda entender, pero ellos organizaron una excelente insurrección. Durante dos meses, con cuchillos, latas y vidrios la gente se defendió casa por casa, peleando centímetro a centímetro. La película será controversial porque el tema lo es. Algunos piensan que la insurrección fue estúpida porque Varsovia finalmente quedó arrasada. Se destruyó el 90% de la ciudad. Murieron estudiantes, intelectuales, artistas, durante la insurrección. Por supuesto que fue un acto heroico, y quiero hacer un film controvertido, pues trataré de poner el dedo en la llaga”.

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Visto el resultado, hay que decir que Komasa no logró su cometido. Varsovia 1944 es cine comercial que ofrece varios aspectos destacables. Entre ellos, la impecable labor de recreación de los escenarios donde ocurre la acción, la cuidada ambientación de interiores y vestuario, y la buena factura técnica de las escenas bélicas, que funcionan muy bien en pantalla. Asimismo, hay una visión muy completa de los hechos históricos que narra, desplazando a los jóvenes protagonistas a través de los distintos sectores por los que discurrió la lucha armada en Varsovia. De esa forma, Komasa muestra la crueldad de la represión nazi contra los polacos, y la progresiva destrucción de la ciudad. Donde no funcionan del todo bien las cosas es en el plano narrativo. En primer lugar, porque los protagonistas resultan demasiado planos, algunos incluso desdibujados, sin profundizar demasiado en sus historias individuales. Tampoco funciona bien el triángulo amoroso, que no aporta nada a la historia y no está bien desarrollado. En el apartado interpretativo, ese fuerte de Komasa, ninguno de los jóvenes desentona, aunque tampoco puedan brillar demasiado porque el propio libreto no les da para mucho más. En cambio, un punto a favor es la dramática resolución final, que nunca sabremos si es real u onírica, lo cual eleva el tono general de la historia. Entre aciertos y desniveles el resultado es entretenido y espectacular, aunque menor.

EL BIEN, EL MAL Y EL IMPERATIVO MORAL. Komasa se recuperó del coqueteo con el cine-espectáculo en el que al día de hoy es su penúltimo film, Corpus Christi (2019), una verdadera culminación, que cuenta la historia de Daniel, un joven de veinte años. El muchacho se halla detenido en un centro penitenciario, en el cual experimenta una fuerte transformación espiritual. Quiere ser sacerdote, pero sus antecedentes penales se lo impiden. Ya libre, llega a un pueblo donde por mera casualidad termina haciéndose pasar por cura, para luego encargarse accidentalmente de esa parroquia, terminando por propiciar un proceso de sanación espiritual en la gente del lugar, después de una tragedia ocurrida un tiempo atrás, y que ha dejado sin cerrar heridas muy profundas.

La fe significa confiar plenamente en algo o alguien, sin saber si ese objeto o esa entidad merecen tal lealtad ciega. Hay gente que cree en Dios para sobrellevar las atrocidades cotidianas, suponiendo que en el más allá serán recompensados. Eso resulta más llevadero que aceptar una perspectiva nihilista de la vida. Con esa filosofía resulta imprescindible no dejar que se altere la moralidad, hasta que se tengan las cosas claras. Pero Komasa en este film no se anda con vueltas, porque los chicos del reformatorio son escoria, y punto; porque un borracho reformado mata a seis niños en un choque automovilístico y él debe ser culpable, y punto; y porque un alcalde se beneficia impunemente de sus conexiones con el gobierno para no hacer nada por el bien de su pueblo, y punto. Ante realidades como esas cualquier perdón es una falacia, porque para los disolutos es más rentable rechazar hipócritamente la verdad y no permitir que se analice más nada. Esa manera de vivir está profundamente enlazada con la religión, específicamente con la institución de la Iglesia, el aparato más cargado de falsedad que el hombre haya inventado en miles de años. ¿Por qué? Porque engaña a los justos para que acepten lo inaceptable, eliminando el contexto cuestionable y obligándolos a experimentar sólo el presente ingrato.

Visto por fuera, debería ser difícil ignorar esa discriminación entre verdad y conveniencia. Sin embargo, no lo es, porque la realidad es tan engañosa como implacable. El solo hecho que un joven de veinte años pueda construir una vida decente si se mantiene limpio, pero la marca de ex convicto se vuelva un impedimento atroz, habla a las claras de los caminos de falsedad por los que deambula este mundo. Un segundo dato revelador es que, a pesar de encontrar a Dios durante su encarcelamiento y mostrar deseo de seguir la vocación, la ley polaca y la Curia impidan que ex delincuentes accedan al sacerdocio. Si esto hubiera sucedido en el siglo quinto, un disoluto joven llamado Agustín de Hipona no sería citado hoy por el Vaticano hasta el cansancio, como ejemplo de superación ante la adversidad. Me refiero, obviamente, a San Agustín. Pero en un siglo 21 omnipotente porque dominaba la ciencia (hasta que llegó el coronavirus y nos vapuleó) parecemos más atrasados que en la época romana, con lo cual en la película se da una terrible paradoja: lo único que podría salvar al joven Daniel del antiguo ciclo destructivo de drogas, alcohol y sexo es lo que no puede tener, porque no lo dejan las autoridades seculares ni las eclesiásticas.

Pero, como se dijo, por casualidad o providencia divina (la diferencia es menor de lo que uno piensa) Daniel termina oficiando de falso sacerdote en un pueblo de provincias, con lo cual la película sitúa al espectador en el escenario perfecto para llamar a la negación de la Iglesia, por no admitirlo en el sacerdocio debido a su estatus de ex delincuente. Pero Komasa no bebe en las aguas del corrosivo Luis Buñuel, sino más bien en las sufridas fuentes de Ingmar Bergman, pero las mezcla con la honda humanidad cristiana de Robert Bresson, ya que Daniel, ese joven salvaje y de pasado violento, no se burla de la religión mientras sobrevive. Todo lo contrario: debido a que su vocación es real, toma el cargo con la esperanza de hacerlo con orgullo. Y mientras la conservadora sacristana revela resquemores, los demás feligreses reviven con sus sermones eléctricos y su actitud moderna. Daniel inspira a la gente de pueblo, recauda dinero para los necesitados y trabaja para llevarlos a superar una tragedia colectiva, recubierta por un engaño compartido que se hizo pasar por verdad. El problema que todos enfrentan, entonces, es un imperativo moral: el de enterrar o no en el pueblo a un hombre cuyo auto chocó por accidente con el de unos adolescentes. Sí, es cierto: el hombre había sido beodo, pero se había reformado, y ante eso Daniel no puede dejar de recordar su propia situación, ya que el futuro en el que podría sobresalir (el sacerdocio verdadero) le ha sido cercenado debido a un solo acto erróneo cometido en el pasado. Es allí cuando el personaje abre los ojos y se arraiga a esa comunidad. Sin miedo a atacar a personas importantes, posiciona a los marginados para que se opongan a la opresión, y obliga a los opresores a advertir el área nebulosa que se expande ante quienes merecerían el beneficio de la duda, mientras ellos hacen la vista gorda frente a sus chanchullos.

El resultado obtenido por Komasa es inusualmente maduro y potente, y se luce con un doble final abrupto: en la historia del pueblo, sutilmente profunda, y en la de Daniel, caóticamente desquiciada. El personaje supera sus propias inseguridades, y lamenta decir las palabras que sabe que ayudarán a aquellos que se han perdido, aunque a su vez sellarán su propio destino, exigiéndole el calvario. La idea manejada por Komasa entonces es clara: los culpables no pueden ser absueltos sin penitencia, nuestras acciones tienen consecuencias y no siempre son justas, pero deberíamos saber cuánto se puede ganar con el sufrimiento personal. El famoso “más allá”, el sermoneado “para siempre”, quizás sean fantasía, pero dar a las personas una segunda oportunidad para refutar las etiquetas que se les imponen no debería serlo. Al estrenar esta película Komasa declaró: “Mi meta es que la gente hable y discuta. Que abra los ojos. Incluso que me ayuden a abrir mis ojos. Por supuesto que no quiero ser una especie de maestro, sino más bien aprender de los demás y de sus reacciones ante mis propuestas”. Con su corta pero valiosa obra lo está logrando, mientras se revela como la voz joven más importante del actual cine polaco. Habrá que estar muy atentos a sus futuras películas, aunque para esto dependamos de una paradoja que sonrojaría a Komasa si se enterara: en Uruguay su cine lo estamos viendo a través de su temida internet.

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