BRUNO GANZ ENTRE EL BIEN Y EL MAL.

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Por Amilcar Nochetti. Miembro de la Asociación de Críticos de Cine de Uruguay (filial Fipresci)

Si viviera, el próximo 22 de marzo Bruno Ganz estaría cumpliendo 80 años. En el cine ostentó un interesante record: fue la encarnación religiosa del Bien (un ángel) y también el mayor símbolo humano del Mal: Adolf Hitler. Refiriéndose a este personaje Ganz declaró que “es la primera vez que estoy en desacuerdo con la crítica alemana. Me da pena que me reprochen haber hecho un Hitler ‘demasiado humano’. Quieren ver el ícono del Mal, el Mal mismo. Pero, ¿qué es el Mal?”. La reflexión obviamente se refiere a su representación del Führer en La caída (Der Untergang, Oliver Hirschbiegel, 2004), una película polémica que molestó a mucho público europeo. Esa producción alemana ubicó en un primerísimo plano la figura de Bruno Ganz, un artista de sólida y talentosa trayectoria, con 127 películas para cine y TV entre 1960 y su muerte. Fue, además, uno de los dos mejores actores teatrales en lengua alemana de su generación (el otro es Klaus María Brandauer) y contó con sobrados méritos para ubicarse en ese sitial de honor.

TEATRO. Bruno Ganz había nacido en Zurich, hijo de un trabajador suizo y un ama de casa italiana del norte. Estudió arte dramático en el Bühnenstudio de su ciudad natal, donde debutó en 1960 como actor amateur. Un año después decidió perfeccionarse y viajó a Alemania, se radicó en Berlín, y estudió a las órdenes de los directores Peter Zadek y Kurt Hübner. Desde 1964 formó parte de un grupo juvenil de teatro independiente. Era una época contestataria y por eso la compañía abandonó las salas estables, recorriendo el país y actuando para las masas populares en lugares improvisados, como cervecerías, cines y fábricas. Años después, un Ganz muy diferente confesó que “no era el tipo de persona que podía pasarse toda la vida en las fábricas intentando convencer a los obreros de hacer una revolución”. El viraje sobrevino en 1967, cuando el director Peter Stein le ofreció el rol protagónico de un Hamlet iconoclasta y consagratorio: llegaba la fama, y el actor supo aprovecharla.

 

Con los dividendos de ese éxito isabelino, Ganz y Stein fundaron en 1970 la compañía teatral Schaubüehne de Berlín, que se ha convertido en una de las más prestigiosas de Europa. Allí, entre 1971 y 1977, Ganz volcó su talento en obras tan disímiles como La madre, una versión de la novela de Gorki; El príncipe de Homburg, una adaptación de un cuento de Von Kleist; Peer Gynt de Ibsen; La muerte de Empédocles de Hölderlin; Bacantes de Eurípides; y El ignorante y el loco de Thomas Bernhardt, que terminaría siendo un rotundo éxito en el Festival de Salzburgo en 1972. De esa forma Ganz y Stein se convirtieron en pilares del nuevo teatro alemán, desarrollando un estilo intelectual, frío, a menudo hierático, nunca discursivo.

Esas características coincidían con los rasgos personales del actor, hombre reflexivo con tendencia a la introspección, y dueño de un carácter donde los tics y las manías lo hicieron temible a los ojos de sus colegas de reparto. Poseedor de un exacerbado afán de perfeccionismo, se dice que necesitaba permanecer solo en su camarín sin hablar con nadie durante dos horas antes de cada función, que no se sentía a gusto sin caminar a paso rápido durante 40 minutos cada mañana, y que aún en períodos de inactividad artística se las ingeniaba para trabajar durante diez horas en todo tipo de tareas. Rarezas aparte, su personalidad y su nivel intelectual (hablaba cinco idiomas a la perfección) contribuyeron a dotarlo de una apariencia profunda, austera y atormentada, que también le abriría las puertas del cine. Pero para Ganz el teatro siempre estuvo primero.

 

Después de cinco años de alejamiento (1976-1981) volvió de la mano de Shakespeare con un memorable Hamlet en 1982, al que siguieron otros éxitos como El pato salvaje de Ibsen, Macbeth (de nuevo su vínculo con Shakespeare), Prometeo encadenado de Esquilo y El misántropo de Molière, para culminar en 2000 con una impresionante adaptación del Fausto de Goethe. Esa experiencia fue filmada para TV en la versión íntegra de 22 horas, reducida a 13 para su comercialización final. Ese historial escénico le reportó al actor el premio Max Reinhardt de la Asociación Suiza de Cultura Teatral en 1991, y el codiciado Anillo Iffland, uno de los galardones más importantes del teatro europeo, en 1996. El épico esfuerzo de la adaptación completa del texto de Goethe, en cuyos ensayos Ganz sufrió tres heridas físicas rápidamente superadas, pareció agotarlo para las tablas, a las que desde entonces sólo subiría para oficiar de narrador de puestas en escena de música clásica como Egmont de Beethoven y La flauta mágica de Mozart, además de intervenir en la histórica grabación de El canto suspendido de Luigi Nono, con la Orquesta Filarmónica de Berlín.

CINE. Pero la carrera de Ganz en cine fue también eminente. Después de tres breves apariciones como extra en 1960 y 1961, abandonó el medio hasta que debutó realmente en Los veraneantes (Sommergäste, Peter Stein, 1976), adaptación de un texto de Gorki que fue una rareza, ya que en esos años los alemanes federales no filmaban obras del este europeo. Desde entonces, su tarea para cine tuvo un par de características muy visibles: intervino en empresas “serias” dirigidas por gente talentosa, y se decantó por personajes que se debaten o conviven en las fronteras entre el Bien y el Mal, luchando con ángeles o demonios diversos. De esos inicios cabe destacar al torturado protagonista de El pato salvaje (Die Wildente, Hans Geissendörfer, 1976) y al joven conde de La marquesa de O. (Die Marquise von O., Eric Rohmer, 1976), donde aparecía como un ángel salvador al rescate de la virginal Edith Clever, pero luego terminaba violándola y dejándola embarazada. En medio de la frialdad exasperante de ese film, Ganz se movía como pez en el agua.

 

Luego el actor brindó algunos roles episódicos claves, como el marido que se ausenta en La mujer zurda (Die Linkshändige Frau, Peter Handke, 1977), el científico que le explica la clonación a Laurence Olivier en Los niños del Brasil (The Boys from Brazil, Franklin J. Schaffner, 1978), el desapegado amante de Nathalie Baye en La muchacha de provincia (La Provinciale, Claude Goretta, 1980) y el conde enamorado de Isabelle Huppert en La verdadera historia de la dama de las camelias (La Storia Vera della Signora dalle Camelie, Mauro Bolognini, 1981). Pero en esos años también supo ser un destacado protagonista, y allí debe recordarse al honrado ciudadano involucrado en un incontrolable mecanismo de crímenes en El amigo americano (Der Amerikanische Freund, Wim Wenders, 1977); el ajedrecista de la televisiva Blanco y negro como días y noches (Schwarz und Weiss wie Tage und Nächte, Wolfgang Petersen, 1978); el vendedor de inmuebles de Nosferatu, el vampiro (Nosferatu: Phantom der Nacht, Werner Herzog, 1979), film de hondo pesimismo existencial y un vistazo a la soledad de los diferentes; y sobre todo el periodista que intenta huir de una crisis matrimonial sumergiéndose en el infierno del Líbano en la notable y olvidada El ocaso de un pueblo (Die Fälschung, Volker Schlöndorff, 1981), que era una aguda mirada a una guerra inútil, pero también una honda reflexión sobre la crisis de conciencia profesional y la falta de compromiso ideológico. Para entonces había logrado una primera notable culminación personal para la pantalla en El cuchillo en la cabeza (Messer im Kopf, Reinhard Hauff, 1978), historia de un hombre baleado por la policía, que sobrevivía semi paralítico y mudo, era acusado de apuñalar a un oficial y terminaba siendo defendido por sectores de la izquierda alemana, que veían en él a una víctima de la brutalidad institucional.

 

Y aunque a partir de 1982 Ganz volvió al teatro, como ya se dijo, nunca pudo abandonar la pantalla. En ese medio intentó ponerse siempre al servicio de talentos reconocidos: Jerzy Skolimowski en Arriba las manos (Rece do Góry, 1982), Alain Tanner en En la ciudad blanca (Dans la Ville Blanche, 1983), Jaime Chávarri en El río de oro (ídem, 1986), David Hare en Lazos de amor (Strapless, 1989), Gillian Armstrong en Los últimos días de Chez-Nous (The Last Days of ChezNous, 1992), Peter Handke en La ausencia (L’Absence, 1992), Anand Tucker en Saint-Ex (ídem, 1996), donde encarnó al autor de El principito, y Eric Till en Lutero (Luther, 2003). Ninguno de esos títulos llegó a exhibirse comercialmente en Uruguay (algunos llegaron en VHS y DVD), pero en cambio se han podido ver en salas sus labores más prestigiosas.

Una de ellas resultó icónica: la del ángel Damiel en Las alas del deseo (Der Himmel über Berlin, Wim Wenders, 1987), donde el personaje se identificaba con las penas, alegrías y dolores de una humanidad acongojada a la que intentaba escuchar y ayudar, para finalmente renegar de su condición angélica, optando por la vitalidad de la humana imperfección. Pocas veces el rostro y el físico de un actor resultaron tan adecuados para sugerir las dudas de un mundo interior como en esta oportunidad. Ganz repetiría el personaje para la secuela de ese film, Tan lejos y tan cerca (In Weiter Ferne, So Nah, Wim Wenders, 1993), aunque allí su labor era episódica. Parecida brillantez a su labor en el primer film del díptico angélico logró en La eternidad y un día (Mia Aioniotita Kai Mia Mera, Theo Angelopoulos, 1998), donde incorporó a un poeta gravemente enfermo que el día antes de internarse en un hospital decide ayudar a un niño albanés refugiado, que quiere volver a su país. Un par de años después, por su entrañable rol en Pan y tulipanes (Pane e Tulipani, Silvio Soldini, 2000), obtuvo el David de Donatello, que aceleró un merecido Oso de Oro en Berlín como premio a toda su carrera. Pero aún faltaba lo más difícil.

 “Me interesaba Hitler. Como personaje era un gran desafío. Pero Hitler es el Mal, y había que darle una cara a esa clase de maldad, lo que resulta imposible, porque como seres humanos somos demasiado débiles para hacer de Hitler. No es el trabajo normal de un actor”, declaraba Ganz en 2004. Empero, el resultado de su labor en la citada La caída es una proeza mayúscula, donde a un exterior muy cuidado por los maquilladores hay que sumar una gran sutileza de composición para trasmitir al espectador el interior de un ser torturado, aferrado a delirios de grandeza en medio del caos reinante. Basta ver un par de estallidos de aterradora violencia verbal y gestual, y confrontarlos luego al cariño que tiene por su perra, o la fría determinación con que se refiere a la masacre del pueblo alemán y el deterioro físico de los últimos tramos, para dimensionar en su justa medida la amplitud de registros de un actor en plena posesión de sus medios expresivos. Sin duda para Ganz debió ser un riesgo enorme aceptar esa tarea, porque de la futura dosificación de su impar talento dependería que continuase airosamente su carrera, sin permitirse quedar entrampado en tan diabólico personaje.

Ganz salió airoso de la épica tarea de sacarse de encima al Atila del siglo 20. Para ello siguió fiel a sus costumbres. Por un lado, aceptando roles de reparto en películas internacionales, siempre que estuvieran dirigidas por cineastas valiosos, y/o compartiera escena con colegas de su misma estatura. En esa área se destacó más por su presencia escénica que por lo que le permitían sus breves personajes, aunque para el recuerdo dejó varias apariciones remarcables. Fue el científico que recibe a Denzel Washington en El embajador del miedo (The Manchurian Candidate, Jonathan Demme, 2004); dos atildados docentes, uno en Juventud sin juventud (Youth Without Youth, Francis Ford Coppola, 2007), y otro en El lector (The Reader, Stephen Daldry, 2008); el enamorado eterno de Irène Jacob y amigo de su marido Michel Piccoli en El polvo del tiempo (I Skoni Tou Hronou, Theo Angelopoulos, 2009); el ex espía de la RDA que ayuda a Liam Neeson en Desconocido (Unknown, Jaume Collet-Serra, 2011) y tiene un memorable duelo de personalidades con Frank Langella; el experto en diamantes que despeja dudas a Michael Fassbender en El abogado del crimen (The Counselor, Ridley Scott, 2013); el gobernador que debe intervenir para juzgar a Mads Mikkelsen en Michael Koolhaas (ídem, Arnaud des Pallières, 2013); uno de los personajes que intentan ayudar a Jeremy Irons en su búsqueda en Tren nocturno a Lisboa (Night Train to Lisbon, Bille August, 2013); el Papa del film para TV El Vaticano (The Vatican, Ridley Scott, 2013); un factible ex genocida nazi en Recuerdos secretos (Remember, Atom Egoyan, 2015), donde compartió escena con Christopher Plummer; la figura enigmática que al final resulta clave en La casa de Jack (The House That Jack Built, Lars von Trier, 2018); y el juez en el caso del objetor de conciencia de Vida oculta (Hidden Life, Terrence Malick, 2019), su penúltima labor para cine.

 

Con el dinero que le daban esas episódicas labores pudo intervenir como protagonista en películas europeas en las que exhibió su innegable talento dramático. Con nueve años de diferencia encarnó dos abuelos muy diferentes. En Vitus (ídem, Fredi M. Murer, 2006) fue el afectuoso anciano que da alas a la libre imaginación del nieto en una fábula con fuerte sabor a Capra. En Heidi (ídem, Alain Gsponer, 2015), en cambio, compuso al ermitaño malhumorado que debe encargarse de cuidar a su simpática nieta, que a fuerza de cariño conquista poco a poco su corazón. En medio de esas labores, ofreció otro estupendo retrato de vejez en El fin es mi principio (Das Ende ist mein Anfang, Jo Baier, 2010), que repasa los últimos días de vida del periodista Tiziano Terzani, quien intenta comunicar a su hijo el verdadero sentido de la vida. Una nueva gran labor brindó en Un judío debe morir (Un Juif pour l’Exemple, Jacob Berger, 2016), la historia de Arthur Bloch, un judío de una aldea suiza que en 1942 fue asesinado por un grupo de simpatizantes nazis. El episodio se relata en 2009, cuando un hombre que, como niño, fue testigo del crimen, escribe una novela inspirada en el suceso. Formando parte de un film coral, Ganz se robó cada escena en la que intervino en la comedia The Party (ídem, Sally Potter, 2017), donde fue un gozoso gurú que predica amor y paz en medio de seis personajes al borde del ataque de nervios. Sus dos últimas labores protagónicas no han sido vistas en Uruguay, pero fueron muy elogiadas: su rol como Sigmund Freud en El vendedor de tabaco (Der Trafikant, Nikolaus Leytner, 2018), drama situado en la ocupación nazi de Viena; y El testigo (The Witness, Mitko Panov, 2018), donde fue un veterano de guerra que ayuda a un entusiasta oficial joven en busca de justicia.

Bruno Ganz estaba separado de su esposa Sabine, con quien se había casado en 1965 y con la cual tuvo a su hijo Daniel en 1972. Vivía en su ciudad natal, Zurich, y también en Venecia y Berlín. En 2018 los médicos le diagnosticaron un cáncer intestinal, por lo que comenzó un tratamiento con quimioterapia, pero la enfermedad había avanzado y a esas alturas era terminal. Murió el 16 de febrero de 2019 en su residencia de la villa de Au, cerca de Zurich, y aunque sólo se han cumplido dos años de su deceso, ya se lo extraña. Por suerte quedan sus películas y un par de homenajes subidos a YouTube, donde queda demostrada la amplitud de registros dramáticos que manejó durante toda su labor.

 

 

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