CIEN AÑOS DE DIRK BOGARDE: ACTOR PENSANTE DE VIDA OCULTA.

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Por Amilcar Nochetti. Miembro de la Asociación de Críticos de Cine de Uruguay (filial Fipresci)

Da pena pensar que difícilmente las jóvenes generaciones tendrán una idea aproximada del gigantesco actor que este 28 de marzo estaría cumpliendo cien años, y de cómo marcó indeleblemente al mejor cine británico. La mejor manera de presentarlo a quienes no lo conozcan es resaltar un gesto suyo en una conferencia de prensa en Cannes en 1990, ante una pregunta estúpida de un periodista holandés. En ese gesto de extraordinaria precisión está todo su distintivo sello de actor genial. Al oír esa tontería que ya ni recuerdo puso su mano izquierda sobre su oreja, como si fuera sordo, y pidió con delicadeza al interlocutor que repitiera despacio y en voz alta su tonta pregunta. El periodista lo hizo, hinchado de orgullo, mientras Bogarde bajaba lentamente la mano de la oreja a la boca, abierta en una mueca estudiada de admiración, convirtiendo ese gesto de sordo en una mordaza. Al mismo tiempo sus ojos, por encima de los dedos apretados contra sus labios, se partían de risa callada y malvada. Siguió a ese calculadísimo gesto el espeso silencio que provoca asistir a la destrucción irónica de un idiota con el arma más filosa e instantánea: un suave manotazo, como se puede aplastar en cámara lenta a una fastidiosa mosca. Hubo en ello sabiduría y elegancia, pero también humor despiadado y fiereza. Si empiezo esta nota con esa anécdota de una de las últimas apariciones públicas de Dirk Bogarde es porque dice mucho de la sustancia de su inmenso talento, que fue afinado hasta la exquisitez a lo largo de cuatro décadas que forjaron a un intérprete pensante. Pero no al estilo psicológico del Actor’s Studio, sino en esa británica forma de bucear paso a paso en los meandros más dramáticos y reveladores de cada protagonista, sin por ello querer convertirse él en ese personaje. Para esas complejidades psicológicas tenía de sobra con la realidad diaria, ya que su innata seguridad ante la cámara era lo opuesto a su oculta vida privada.

 

DEREK. Derek Jules Gaspard Ulric Niven van den Bogaerde nació el 28 de marzo de 1921 en un hogar de ancianos en el nº 12 de Hemstal Road, West Hampstead, Londres. Fue hijo de Ulric van den Bogaerde, editor de arte de The Times de ascendencia flamenca, y de Margaret Niven, ex actriz escocesa. Y Derek fue una mezcla de los dos: un hombre que estudiaría bellas artes, pero que no aplicaría su innato buen gusto al periodismo, como habría querido su progenitor, sino a la especialidad materna. Tuvo dos hermanos menores: Elizabeth (1924) y Gareth (1933). Al nacer éste la familia comenzó a sufrir vicisitudes económicas y Derek fue enviado a Glasgow a vivir con sus parientes maternos. Con ellos estuvo cuatro años, asistiendo a la University College School y la High School of Science de Allan Glen, dos lugares en los que, según confesaría mucho más tarde, fue infeliz. En 1937 volvió a Londres y estudió dos años en la Chelsea School of Art. Comenzó su carrera de actor como extra en la comedia ¡Bravo, George! (Come On, George!, Anthony Kimmins, 1939), pero el estallido de la Segunda Guerra Mundial cortó de inmediato sus pretensiones interpretativas.

 

Como tenía 18 años fue enlistado, e inicialmente sirvió en el Cuerpo Real de Señales del Ejército, hasta que en 1943 fue ascendido a segundo teniente del Regimiento Real de la Reina. Como tal, sirvió en Europa y en el Pacífico. El libro Espías en el cielo de Taylor Downing destaca su labor en una unidad especializada del ejército que acompañó a las unidades de la Fuerza Aérea, interpretando la información de reconocimiento fotográfico que posibilitaría el desembarco de Normandía en el Día D. Se especializó en esa tarea al punto de llegar a capitán y más tarde mayor, recalando en el cuartel general del Segundo Ejército, donde seleccionó objetivos terrestres en Francia, Holanda y Alemania para los ataques del Comando de Bombarderos de la RAF. En 1986 Bogarde recordó un episodio de ese período en un tomo de su autobiografía: “Fui a ver muchos de los objetivos que había seleccionado para ser bombardeados. Quiero decir, volví a las aldeas y vi lo que había hecho. Solía ​​ir a pintar cuando tenía tiempo libre, y fui a un pueblo de Normandía que había elegido particularmente, pero fue una pérdida de tiempo porque los nazis ya habían pasado. Lo que encontré hubiera deseado no verlo. Estaba lleno de escombros, y advertí una fila de pelotas de fútbol. Muy tarde me percaté que eran cabezas de niños pertenecientes a un convento. Habían salido de clase y se alinearon en ese pequeño callejón para salvarse del bombardeo, pero el derrumbe del edificio había caído encima de ellos y de las monjas. Puedo hablar de eso ahora a los 65 años porque el paso del tiempo lo torna desapasionado, y porque he visto cosas peores después. Pero fue terrible: ver una hilera de pelotas de fútbol, patear una y advertir que es la cabeza de un niño lo que está rodando por los escombros”.

 

Pero lo que vería más tarde sería peor aún. Bogarde fue uno de los primeros oficiales aliados en abril de 1945 en llegar al campo de exterminio de Bergen-Belsen, experiencia que tuvo un terrible efecto en él, de la cual le resultó difícil hablar durante décadas. En ese mismo tomo confesional de 1986 puede leerse: “Creo que fue el 15 de abril, no estoy muy seguro de cuál era la fecha, cuando abrimos el campo de Belsen, el primero que veíamos. Ni siquiera sabíamos lo que eran. Habíamos escuchado vagos rumores, pero nada podía ser peor que eso. Las puertas se abrieron y me di cuenta que estaba ante el Infierno de Dante: nunca había visto nada tan espantoso. Y nunca lo haré. Se acercó una chica que hablaba inglés, porque reconoció una de las insignias, y sus pechos eran como una especie de carteras vacías. No tenía la parte superior del cuerpo cubierta, sólo llevaba un piyama de hombre, pero sabía que era una chica por sus pechos, que estaban vacíos. Supongo que tendría 24 o 25 años, hablamos y ella estaba emocionada, mientras alrededor había montañas de muertos hundidos en el barro, tanto que cuando caminabas pasabas sobre ellos sin darte cuenta. Un superior me dijo que me retirara porque casi todos los sobrevivientes tenían tifus y era muy contagioso. Pero la chica vio en la parte trasera del jeep una porción de ración diaria envuelta en un diario. Preguntó si podía dárselo, pero mi superior me ordenó que no le diera comida, porque se la comería de inmediato y moriría en diez minutos. Pero ella no quería la comida, quería el pedazo de diario, porque no había visto ninguno durante cinco años. Era estonia, y eso era todo lo que quería. Me dio un beso, que fue muy conmovedor, pero mi superior me sacó a rastras. No la volví a ver, por supuesto, porque murió. Supongo que todos murieron. Pasé luego por algunas de las chozas y había montañas de gente putrefacta, pero mezclados quedaban algunos con vida, levantando la cabeza intentando sobrevivir. Eso fue lo peor. Después de eso supe que nada, nunca, podría ser tan nefasto, que nada podría asustarme más, que ningún hombre podría asustarme más, ningún director, ni siquiera el más exigente podría ser tan horrible como las cosas que vi en la guerra”.

 

El espanto que experimentó durante la guerra llevaría a Bogarde, cuatro décadas después, a convertirse en firme defensor de la eutanasia voluntaria, como también explicitó en uno de los tomos de su autobiografía: “Mis puntos de vista sobre este tema se remontan a la época en que era un oficial de 24 años en Normandía. En una ocasión, el jeep que iba delante del nuestro chocó con una mina. Lo siguiente que supe fue que había un hombre en el pasto a mi lado. Era un paquete ensangrentado, desgarrado, sin piernas y con un solo brazo, el cual extendió hacia mí. Los ojos blancos abiertos, sin ver, en esa máscara ensangrentada que había sido su rostro un momento antes. De allí, una voz gorgoteante dijo: ‘Ayuda. Mátame’. Con manos temblorosas tomé mi pequeña bolsa para cargar mi revólver. Tuve que buscar balas, y en ese momento otro compañero se ocupó de él. Escuché el disparo. Aún recuerdo ese sonido. Una voz suplicando la muerte. Durante la guerra vi más compañeros rematados de los que vi rescatados. Porque a veces estaban en tal ruina que lo único que podías hacer era dispararles. Eso endurece. Te acostumbras al hecho que puede sucederte a ti, y que es lo único sensato que los demás deberían hacer para que no sufras más”. El horror bélico y la repulsión hacia el salvajismo que vio en Bergen-Belsen ayudaron a que Bogarde sintiera enorme hostilidad hacia Alemania. En los años 90 declaró públicamente que se bajaría de un ascensor antes que estar en uno junto a un alemán. Irónicamente, tres de sus papeles más importantes serían interpretando a un alemán, y uno de ellos un oficial de las SS, precisamente.

 

Hasta el mayor espanto tiene su fin, aunque terminada la guerra el comandante Derek tuvo dificultades para integrarse a la vida normal. Por eso nunca sabremos si la angustia que reflejarían sus futuros personajes procedía de esa experiencia. Es muy probable. Sin embargo, hay un dato indicativo que el hombre Derek van den Bogaerde era pensante: para superar su trauma bélico eligió el teatro, porque la ficción seguramente le parecería más noble que la realidad. No lo hizo, empero, como actor, sino desde la humilde área de decoración y carpintería. Pasaron dos años para que se decidiera a retomar contacto con el mundo del cine, y fue allí que su estampa joven y elegante le permitiría comenzar una carrera. Fue contratado por The Rank Organisation, empresa en la que actuaría desde 1947 hasta 1958. Desde el inicio su agente le advirtió que debía rebautizarse, y de esa manera Derek van den Bogaerde se convirtió a los 26 años en Dirk Bogarde.

EL ÍDOLO DE MATINÉE (1947-1963). De las 70 películas que Dirk protagonizaría entre su debut en 1947 y su retiro en 1990, 43 se sitúan en un período inicial de 16 años, doce de ellos en Rank y cuatro actuando con empresas independientes o coproducciones estadounidenses. Aquí debe resaltarse la importancia de habernos detenido en detalle en los horrores padecidos por el soldado Derek durante la guerra, porque es la única manera de aquilatar el potencial que el actor poseía, y que la Rank ignoró durante década y media, pero que Joseph Losey advertiría en 1963, proyectando la carrera de Bogarde al nivel que el actor merecía desde sus inicios. Con esto no digo que los 43 films del período inicial sean descartables, aunque la mayoría han envejecido mal. Lo que afirmo es que Rank, un par de coproducciones con Hollywood y varios films independientes sólo advirtieron la natural galanura física del actor, convirtiéndolo sólo en un ídolo de matinée, y en el soltero más codiciado por las jóvenes inglesas. Eso era poco para quien cumpliría mayúsculas proezas junto a Losey, Visconti, Resnais y Tavernier. Lo cierto es que cuando se convirtió en actor había experimentado lo suficiente de la pesadez de la vida como para tomarse la fama a la ligera. Bogarde nunca confió en la exageración halagüeña que otorga el éxito.

 

Por eso, en esas 43 películas su característica más visible fue la natural desenvoltura ante la cámara, que le permitió destacarse del resto de sus colegas en forma temprana. Eso se advierte en dos films primerizos como Londres 999 (The Blue Lamp, Basil Dearden) y Crimen pasional (The Woman in Question, Anthony Asquith), ambos de 1950. En el primero compone a un criminal perseguido por dos policías, los verdaderos protagonistas, aunque Dirk se comía la pantalla cada vez que se asomaba. En el segundo, un enigma policial entre siete personajes, su labor era la mejor del sector masculino del elenco. Otro título estimable fue Brazos que encadenan (Hunted, Charles Crichton, 1952), donde era un asesino que se hacía amigo de un niño y por cuidarlo comprometía su propia salvación. También tuvo destaque en dos films bélicos: Cita en Londres (Appointment in London, Philip Leacock, 1953), donde fue un aviador que desobedecía una orden para unirse a un ataque contra los nazis; y Comando rescate 2561 (The Sea Shall Not Have Them, Lewis Gilbert, 1954), como sargento atrapado en una lancha junto a Michael Redgrave.

 

Y en ese momento (1954) Bogarde acarició la gloria gracias al monumental taquillazo de la comedia Urgente, doctor (Doctor in the House, Ralph Thomas), que rápidamente generaría tres derivados: Oh, doctor (Doctor at Sea, 1955), junto a una juvenil Brigitte Bardot, Ánimo, doctor (Doctor at Large, 1957) y Cásese, doctor (Doctor in Distress, 1963), todas dirigidas por Ralph Thomas. Allí Bogarde compuso al tímido estudiante de medicina Simon Sparrow, joven apuesto y conmovedor que contrasta con sus compañeros más veteranos y atrevidos (Kenneth More, James Robertson Justice). Su mirada inocente gustó mucho entonces, Bogarde capturó la imaginación del público en esa serie y, como contraste, era muy raro encontrar una revista de cine en esos años que no lo presentara frunciendo el ceño, bajo un mechón de cabello oscuro. Pero 1954 también fue el año en que por primera vez asomó todo su talento: La fiera dormida (The Sleeping Tiger, Joseph Losey) contó la historia de un psiquiatra (Alexander Knox) que atrapaba a un ladrón que entraba en su casa (Bogarde). A cambio de su libertad, el joven se prestaba como conejillo de indias para que el médico investigara su teoría sobre la rehabilitación de delincuentes. Mientras tanto, el ladrón intentaba seducir a la esposa del doctor (Alexis Smith). La gama de matices gestuales de Bogarde (en un personaje antipático) contrastó con la inocencia que estaba desplegando en la exitosa comedia del doctor Sparrow.

 

De esa manera se convirtió, de la noche a la mañana, en el actor joven más popular de su país, y la Rank continuó sacando partido de ese filón en muchas aventuras y comedias banales, pero también en cinco roles fuertes de films estimables: el joven que hereda unas tierras en las que puede haber petróleo en Este es mi reino (Campbell’s Kingdom, Ralph Thomas, 1957); el heroico protagonista de la dickensiana El prisionero de la Bastilla (A Tale of Two Cities, Ralph Thomas, 1958); el pintor tuberculoso de la sátira de George Bernard Shaw El dilema del doctor (The Doctor’s Dilemma, Anthony Asquith, 1958), que no forma parte de la “serie de los doctores”; el aristócrata que padece amnesia de guerra y es acusado del asesinato de su propio hermano en La noche es mi enemiga (Libel, Anthony Asquith, 1959), con Olivia De Havilland; y el sádico teniente que domina al bondadoso capitán Alec Guinness, provocando un feroz motín en Tumulto en alta mar (H. M. S. Defiant, Lewis Gilbert, 1962). En medio de esas labores surgieron un par de rodajes en Hollywood, que resultaron lustrosos fracasos: el Franz Liszt de Una llama mágica (Song Without End, Charles Vidor y George Cukor, 1960), donde actuó con su amiga Capucine, y el sacerdote envuelto en la guerra civil española de El ángel vestía de rojo (The Angel Wore Red, Nunnally Johnson, 1960), con Ava Gardner. Los magnates de Hollywood quisieron casarlo con Capucine, pero ambos se negaron. El actor nunca más fue llamado para actuar en USA, mientras aun ostenta un record que debería avergonzar a la Academia: jamás fue nominado para el Oscar.

FILM BISAGRA. Sea o no fortuita, la respuesta de Bogarde a la idiotez de Hollywood fue su película más importante, en lo que tiene que ver específicamente con el vuelco que daría a su carrera. Alejado de la Rank, desde 1961 comenzó a elegir roles que desafiaban la moral imperante y que, indirectamente, se daban la mano con el juvenil Free Cinema. Fue así que Bogarde asumió el papel del abogado Melville Farr en Los vulnerables (Victim, Basil Dearden, 1961), un thriller sobre homosexuales chantajeados bajo amenaza de exposición y encarcelamiento, rodado seis años antes que la Ley de Delitos Sexuales despenalizara el acto homosexual privado y consentido entre adultos en Gran Bretaña. Jack Hawkins, James Mason y Stewart Granger rechazaron el rol, antes que al magnate de Pinewood Studios, Earl St. John, se le ocurriera ofrecérselo a Bogarde. En una carta enviada por el productor Michael Relph a la guionista Janet Green, Relph señala que “a pesar de los peligros obvios para Bogarde, cuando lo llamamos dijo que sí sin dudarlo”. El peligro obvio era que Bogarde, ídolo de las chicas en los años 50, era gay, y vivía desde 1948 con su presunto socio Anthony Forwood, ex marido de la actriz Glynis Johns (la mamá de los nenes de Mary Poppins), y con quien seguiría en pareja hasta la muerte de Forwood en 1988. “Esta era una forma de difundir un mensaje”, dijo Bogarde a sus allegados, “no puedo ir a la TV y decir: ‘Estoy viviendo con Anthony Forwood’”. Los vulnerables fue la primera película británica en utilizar la palabra “homosexual” (se la oye cuatro veces) y contribuyó a que la Ley de Delitos Sexuales se derogara en 1967. Lord Arran escribió a Bogarde en 1968 elogiando su “coraje para dar a conocer esa parte potencialmente dañina de la ley” (todo lo referido a los chantajes), y agregó que “es reconfortante pensar que tal vez un millón de hombres ya no viven con miedo”.

 

Cuando en 1961 se estrenó la película, la perspectiva de cubrirla no era un asunto sencillo para el periodismo. El magnate de la prensa Lord Beaverbrook, propietario de The Daily Express, Sunday Express, Evening Standard y The Scottish Daily Express, prohibió la mención de la homosexualidad en sus títulos. Su editor adjunto le dijo al crítico de cine del Evening Standard, Alexander Walker, que “si yo fuera usted, ignoraría el film”. Walker, en cambio, escribió: “Por fin, después de años de interpretar papeles vistosos pero anodinos, Dirk Bogarde tiene un personaje que no sólo muestra lo brillante que es, sino también su valentía”. Otras reseñas fueron acomodaticias y negativas. Bogarde sabía que su éxito de taquilla sufriría un bajón, pero en ese momento le había dicho a todo el mundo que ésa era la labor que quería hacer. La película marcó el inicio de una nueva y convincente era de Dirk Bogarde, que para entonces tenía 40 años. Por lo menos ante los colegas del ámbito del espectáculo, su verdadera condición sexual comenzaba a salir del armario. No así para el resto del planeta.

DIRK BOGARDE PRIVADO. Ese “secreto a voces” recién sería revelado en su total dimensión cuando se dio a conocer Dirk Bogarde privado (The Private Dirk Bogarde, Adam Loew, 2001), notable documental para la filial Arena de la BBC de Londres. Este film de 130 minutos, realizado dos años después de la muerte del actor, puede rastrearse en varias plataformas de internet. Sigue a Bogarde en su labor para el cine, aunque hace hincapié en la zona más personal de su vida. Ese material no tiene desperdicio, porque pocos hombres públicos fueron tan celosos de su intimidad como Dirk. Antes de morir quemó la mayor parte de sus papeles, fotografías y cartas. De todas formas, en 2001 se supo que Bogarde había dejado a su sobrino predilecto Brock una enorme colección de films caseros rodados entre fines de los años 50 y mediados de los 70. Esos pequeños cortos en color componen el cuerpo sustancial de este impactante documental, y capturan las instancias vividas por el actor junto a los amigos que lo visitaban en sus mansiones de Sussex, Buckinghamshire o Provence: allí asoman Elizabeth Taylor, Capucine, Jean Simmons nadando en una piscina, Michael Wilding, Gregory Peck y su esposa, la bella Ava Gardner junto a un caniche y Judy Garland hamacándose tristemente en un columpio. “Dirk me entregó los films en 1989”, cuenta el sobrino, “y nunca quiso volver a ver esas películas caseras después de la muerte de Tony. Le hubiera resultado muy doloroso hacerlo: demasiados recuerdos. Mi tío iba a deshacerse de ellas, pero me las confió porque supo que me interesaban”. 

 

Tony Forwood era, como dijimos, el hombre con quien Bogarde vivió una honda relación sentimental durante cuatro décadas, y que en cierta forma es coprotagonista de la copiosa autobiografía del actor. Sin embargo, esas memorias nunca confesaron claramente la auténtica naturaleza del lazo afectivo que los unió. Tanto en sus entrevistas como en sus libros Bogarde se refería a Forwood como “mi socio”. Pero en privado Forwood era Tote, apodo que Dirk le puso porque sentía que Tony era “totally divine” (totalmente divino). Con británica discreción, en centenares de cortos caseros -adecuadamente mezclados con escenas de los mejores films de Bogarde y variadas notas periodísticas- el documental permite al espectador asomarse a otro mundo y otra época, llenos de irresistible encanto.

 

La sobriedad del film permite también adentrarse en los meandros más riesgosos de la vida del protagonista, y es por allí que asoma la bella Capucine, con quien Dirk mantuvo férrea amistad hasta el suicidio de la actriz. Es en esa zona donde se explica que Bogarde negara su relación con Forwood: para no ir presos ni tirar por la borda sus carreras. Una de sus últimas amigas, Helena Bonham-Carter, opina que “Dirk sufrió íntimamente hasta el fin de sus días ese secretismo, ya que nunca se sintió capaz de enfrentar el hecho de haber sido forzado por las circunstancias a padecer un sinfín de ocultamientos y mentiras durante cuatro décadas”. Ahora este documental pone las cosas en su lugar con seriedad y con el convencimiento de no ir contra los deseos últimos de Bogarde, porque “él sabía que después de su muerte estas filmaciones verían la luz pública”, declara el sobrino, “Dirk siempre dio a entender que no le importaba lo que ocurriera cuando hubiera muerto. Su problema fue vivir entre secretos”. De Dirk Bogarde privado se desprende la imagen del actor como un ser humano muy emotivo, influido por el matrimonio infeliz de sus padres, herido por la distante relación con su progenitor, y hondamente marcado por la guerra, como ya se vio. Con esos datos en la mano el espectador podrá aquilatar en su justa medida la notable capacidad del actor para componer la galería de personajes siniestros y complejos que abordaría desde 1963 en adelante.

BRILLANTE MADUREZ (1963-1990). En las restantes 27 películas de Bogarde hubo coqueteos con el cine comercial. En esa área habría que ubicar la lujosa pero fracasada broma de Modesty Blaise (ídem, Joseph Losey, 1966); la pésima adaptación de Lawrence Durrell en Justine (ídem, George Cukor, 1969); el eficaz espionaje de La serpiente (Le Serpent, Henri Verneuil, 1973), con Henry Fonda, Yul Brynner y Philippe Noiret; las superproducciones bélicas pobladas por elencos multitudinarios y dirigidas por Richard Attenborough ¡Oh, qué bella guerra! (Oh, What a Lovely War!, 1969) y Un puente demasiado lejos (A Bridge Too Far, 1977); y la insufrible Desesperación (Eine Reise ins Licht, Rainer Werner Fassbinder, 1978), luego de la cual anunció su retiro del cine, en una decisión que pareció apresurada, dado que no estaba en edad de jubilarse (sólo tenía 57 años). Pero aún en los estrepitosos fracasos de Losey, Cukor y Fassbinder se veía una decisión de hacer las cosas en serio, apartándose del mainstream habitual. Como magnífica compensación, Bogarde nos ofreció entre 1963 y 1978 diez labores sensacionales en películas valiosas, varias de ellas verdaderas obras maestras.

 

El sirviente (The Servant, Joseph Losey, 1963): Exploración inmaculadamente elaborada de la lucha por el poder entre el rico y despistado James Fox, su maquiavélico sirviente Bogarde y una fémina viscosa y mortal como encarnación de la abyección (Sarah Miles). La película fue escrita por Harold Pinter, y Dirk Bogarde llenó sus famosas pausas con abundantes miradas astutas, transmitiendo pensamientos con ellas, mientras la gente podía leerlos con total claridad. La tensión entre los personajes ardía lentamente, hasta un clímax ejecutado con despiadado triunfo por parte de Bogarde. Era además una primera obra maestra, con admirable uso dramático de espejos deformantes y grandes angulares.

Por la patria (King and Country, Joseph Losey, 1964): Otra obra mayor, un descarnado drama antibélico lleno de lluvia, barro y ratas, con un joven soldado acusado de desertor (Tom Courtenay), juzgado por sus superiores para imponer un castigo ejemplarizante, y defendido por un teniente coronel (Bogarde) que cumple con su deber, aunque no puede ocultar su desprecio por la actitud del defendido. Losey moviliza permanentemente la cámara en esas catacumbas modernas que fueron las trincheras, y el montaje intercala con gran habilidad presente y pasado, conflicto individual y acción colectiva.

Darling (ídem, John Schlesinger, 1965): La ambiciosa y bella modelo (Julie Christie) está dispuesta a todo para ascender en la escala social, desde enamorar al honesto periodista Bogarde a “dejarse seducir” por el amoral millonario Laurence Harvey. Rodada con clase, elegancia y sin concesiones, es un estudio frío y brutal de la gente “linda”, que se esfuerza porque todo sea perfecto y de buen gusto, pero está atascada en la telaraña de la hipocresía y la vanidad. Que la heroína sea fatua, manipuladora, superficial y patética hace que su tragedia no sea tal, sino el colmo de la banalidad. Un film a redescubrir.

Extraño accidente (Accident, Joseph Losey, 1967): El tándem Bogarde-Losey-Pinter de nuevo con las pilas bien cargadas. Una joven estudiante de Oxford (Jacqueline Sassard) se ve envuelta en un accidente de auto, en el cual muere su novio (Michael York). Sólo hallará consuelo en un sereno profesor universitario (Bogarde), cuya cálida fachada se irá despedazando poco a poco. Dirk en su mejor nivel, con su innata capacidad para mostrar una crueldad desnuda, hueso sin carne, cuchillo todo filo y sin mango. Bogarde solía tener un tono de fraternal exasperación ante la naturaleza pesimista de Losey y Pinter, y aunque continuó su amistad con ambos, no trabajaría nunca más para ellos.

Todas las noches a las 9 (Our Mother’s House, Jack Clayton, 1967): La madre muere, sus siete hijos la entierran en el jardín porque temen ir al orfanato, pero el detestable papá (Bogarde) vuelve para complicarles la existencia. Historia oscura, tensa e inquietante, considerada en su momento un fracaso, pero que vista hoy resulta interesantísima por haber desarrollado con una visión honesta de la rudeza que a veces invade a la infancia.

El hombre de Kiev (The Fixer, John Frankenheimer, 1968): Libreto de Dalton Trumbo sobre novela de Bernard Malamud, con campesino judío (Alan Bates) intentando ocultar su origen para evitar la represión de las fuerzas zaristas, y un implacable funcionario del gobierno que no cesa de acosarlo. En este rol Bogarde lleva a la práctica una verdadera galería de torturas físicas y psicológicas, aun sabiendo que su víctima es inocente.

La caída de los dioses (La Caduta degli Dei, Luchino Visconti, 1969): El mayor análisis del ascenso del nazismo en la historia del cine, o cómo una familia de la alta burguesía siderúrgica hace un pacto con el diablo y luego desaparece en sus fauces. La maniática ambientación de época, habitual en Visconti, se da la mano con la lucidez en el retrato del conflictivo período que va desde el incendio del Reichstag (1933) hasta la “noche de los cuchillos largos” y la liquidación de las SA por parte de las SS (1934). En medio de un notable elenco, Bogarde es un Macbeth moderno, escalando posiciones, afirmándose en el poder y sucumbiendo como monigote de las nuevas fuerzas del Mal.

Muerte en Venecia (Morte a Venezia, Luchino Visconti, 1971): Con algo de maldad podría decirse que es la historia del hombre maduro que llega a Venecia, intercambia unas miradas provocativas con el bello adolescente Tadzio, y después muere en la playa frente al hotel. Con más detenimiento podrá advertirse que la peste que asola Venecia es símbolo de otra a punto de llegar (la Gran Guerra), y que la muerte es la de un universo y una clase social lista para desaparecer. Pero además hay una correspondencia detallada entre la música, la imagen y la labor de Bogarde: el calculado paso, las pequeñas explosiones de petulancia e íntima satisfacción, los minúsculos escalones de decadencia física que provocan su ruptura moral, están finamente observados e inmaculadamente jugados con arte sutil. Bogarde es la película, porque todo en ella debe ser visto a través de sus ojos. Los demás personajes, incluido el propio Tadzio, sólo son sombras en su retina.

Portero de noche (Il Portiere di Notte, Liliana Cavani, 1974): El film más endeble del lote, epitelial en lugar de profundo, escandaloso y no analítico, tiene empero al Bogarde ideal. Un portero nocturno de un hotel vienés vive tranquilamente, escondiéndose de su identidad pasada como oficial nazi. Un día, una sobreviviente del campo de exterminio (Charlotte Rampling) se aloja en el hotel y reavivan una relación sadomasoquista que comenzó en aquel infierno. Lo que parecería pornografía barata está impregnado de raros poderes porque, aunque Charlotte debería odiar a Dirk, él tiene un sentido para ella, y no podrán superar ese momento imborrable de la Historia que aun los une en la abyección.

Providence (ídem, Alain Resnais, 1977): Recluido en su habitación, un escritor enfermo y malhumorado (John Gielgud) hace y deshace una historia, y cambia situaciones y personajes, retorciendo la verdadera personalidad del hijo mayor (Bogarde), a quien ve como tiránico fiscal de la burguesía; de su nuera (Ellen Burstyn), retratada como mujer insatisfecha; de su hijo menor (David Warner), un soldado que lucha por el derecho a la eutanasia; y de su fallecida esposa (Elaine Stritch), a quien representa como amante ajada que sabe que va a morir. Juego cerebral, de enorme inteligencia, donde Resnais reflexiona sobre la muerte, el suicidio y la falsedad social, junto a un elenco que es un hito aparte.

Ya retirado de la pantalla Bogarde empezó una segunda carrera: siete novelas, ocho tomos de memorias e innumerables críticas literarias para The Telegraph, a sugerencia del editor Nicholas Shakespeare. Todo ocurrió porque había perdido interés por el cine, un medio decidido a contar mentiras más infantiles que las que un actor de sus quilates merecía. He leído sus memorias y dos de sus novelas, y debo decir que su escritura es nítida, detallada, amena y llena de los mismos sentimientos que impregnaron sus actuaciones. Además, esa tarea le ayudó a superar la falta de Anthony Forwood, muerto de cáncer en 1988. “En The Telegraph no lo sabían”, dijo Dirk más tarde, “pero ellos me tendieron un puente de salvación para poder pasar por encima del precipicio”. Y en medio de esos menesteres llegó el milagro: volvió por última vez al cine en Nuestros días felices (Daddy Nostalgie, Bertrand Tavernier, 1990), sensible relato de una joven parisina (Jane Birkin) que viaja a la Costa Azul para acompañar a su padre (Bogarde), enfermo cardíaco recuperándose de una operación quirúrgica. En apariencia el film está hecho de muy pocas cosas (charlas de sobremesa, paseos, una escapada de ambos a un bar para tomar un whisky), pero por detrás corre un finísimo examen de caracteres: el tono superficial y burlón de un hombre que oculta sufrimientos que no dice, el reproche de una hija por el abandono paterno en su infancia, y la creciente complicidad de ambos ante la rigidez de la asustada madre (Odette Laure). La nostalgia de papá y el amor a la vida, en una película donde la cercanía de la muerte no invita al desánimo, sino a la comunión de las almas.

 

El telón final llegaría para Bogarde a los 78 años, el 8 de mayo de 1999, a raíz de un paro cardíaco, paradójico derivado del personaje de su último film. Pero lo que da más lástima es saber que en 1996 un derrame cerebral había inmovilizado su rostro expresivo, que con un sólo movimiento de ceja o una media sonrisa podía reflejar la ambigua condición del alma humana, la mezcla de víctima y verdugo que podemos ser, si somos medianamente interesantes. El derrame le dejó a merced de amigos familiares, pero con la suficiente lucidez como para pedir que se le permitiera tener una muerte digna. A la distancia, mirar hacia atrás en su carrera inspira una irreprimible sensación de pérdida, pero no sólo la del actor, sino la de una personalidad que sirvió a ideales mucho más altos que los resultados de taquilla, y a verdades más profundas que la de mantener una imagen limpiamente correcta. Eso, en su época, fue valentía. Por eso hoy no hay nadie como Dirk Bogarde.

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