ETTORE SCOLA: LA HISTORIA POR DENTRO.

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Por Amilcar Nochetti. Miembro de la Asociación de Críticos de Cine de Uruguay (filial Fipresci)

 

Llevó bastante tiempo averiguar quién era realmente Ettore Scola, un cineasta de larga carrera, que en estos días estaría cumpliendo 90 años. Por un período considerable a Scola pudo tomárselo simplemente por un artesano más, pero desde mediados de los años 70 se convirtió en una de las figuras más significativas del cine italiano. 

 

LARGO ASCENSO. Scola nació en Trevico, provincia de Avellino (Campania), el 10 de mayo de 1931. Poco después de su nacimiento, su familia se trasladó a Roma, ubicándose en el distrito Esquilino. Terminada la guerra, con quince años Scola empezó a dibujar caricaturas, las cuales le llevaron a trabajar el periodismo humorístico en el semanario Marc’Aurelio, donde conoció a mucha gente que ya comenzaba a destacarse en cine: Federico Fellini, Steno, Cesare Zavattini, Ruggero Maccari y el binomio Agenore Incrocci-Furio Scarpelli. Mientras tanto, trabajaba en una radio y estudiaba Derecho en la Universidad de Roma. Llegó a recibirse de abogado, aunque nunca ejerció.

 

De todos sus conocidos de Marc’Aurelio Scola inició una duradera amistad con Ruggero Maccari, quien lo acercó al cine. Con él empezó la que sería la primera parte de su carrera, una extensa etapa (1952-1971) en la que escribieron medio centenar de libretos. Fue muy eficaz en los que realizaron para talentosos cineastas como Antonio Pietrangeli (Amores de medio siglo, El soltero, Nacida en marzo, Adua y sus amigas, Fantasmas en Roma, La Parmigiana, La bella culandrona, El magnífico cornudo, Yo la conocía bien), Mauro Bolognini (Los alegres vigilantes), Mario Camerini (Primer amor), Steno (Un americano en Roma, Totó en la luna), Carlo Lizzani (Han robado a un vigilante), Luigi Zampa (Gli Anni Ruggenti, Cuatro esposas se divierten), Nanni Loy (El marido, ¡Estos italianos!) y Dino Risi (Il Mattatore, Il Sorpasso, La marcha sobre Roma, Los monstruos, El caradura, Los complejos del hombre, El profeta, Las mujeres somos así).

 

Citar todos esos títulos, a los que habría que sumar otra cantidad similar para cineastas de segunda línea, no tiene la intención de abrumar al lector, sino llamar su atención en dos aspectos fundamentales a la hora de evaluar la futura labor de Scola como director: 1) esa andanada de comedias lo posicionó como alguien altamente capacitado para iniciarse detrás de cámaras en el género, y además lo sindican (junto a su amigo Maccari) como verdadero coautor de películas que no pertenecen sólo a los cineastas de turno, lo cual una vez más echa por tierra la universalidad de la teoría del autor francesa; y 2) gracias a esa labor previa, Scola tomó contacto (e inició amistad) con los cinco máximos divos del momento: Vittorio Gassman, Nino Manfredi, Marcello Mastroianni, Alberto Sordi y Ugo Tognazzi, quienes serían protagonistas continuos de su futuro cine.

 

En medio de esa labor Scola decidió pasar a la realización, donde terminaría siendo autor de treinta largos de ficción (tres de ellos en episodios), ocho documentales y cuatro cortos. Como era lógico dados sus antecedentes, en esta etapa sólo fabricó un cine pasatista. Debutó con Hablemos de mujeres (Se Permettete Parliamo di Donne, 1964), una comedia agridulce realizada en episodios encadenados en base a un mismo personaje, donde Vittorio Gassman tuvo la oportunidad de poner otro grano de arena a su reputación de galán conquistador, rodeado de bellas mujeres del momento (Sylva Koscina, Eleonora Rossi Drago, Antonella Lualdi, Giovanna Ralli). Aquí ya puede verse el peso de la labor y las amistades que Scola cosechó a lo largo de los años pasados, ya que las mejores luminarias no dudaron en ponerse al servicio del debutante. Luego Scola evolucionó a la comedia clásica con Un caso fortuito (La Congiuntura, 1964), historia de un príncipe romano miembro de la Guardia Noble pontificia (Gassman), que se enamora de una joven inglesa (Joan Collins) a la que conoció en un viaje de placer por Suiza. Debido a ello, se verá envuelto en un escabroso tema de lavado de dinero. Y después rodó el episodio “El victimario” para el film Espeluznante (Thrilling, 1965), donde Nino Manfredi es un profesor obsesionado con la idea que su esposa (Alexandra Stewart) lo engaña.

 

La farsa continuó en El diablo enamorado (L’arcidiavolo, 1966), ambientada en la Florencia del siglo 15, con un diablo (Gassman) que es enviado a sembrar discordia entre esa ciudad y el Vaticano, intentando impedir la boda de un aristócrata papal con la hija de Lorenzo el Magnífico. Luego Scola derivó a la sátira: Mr. Sebastian ha desaparecido (¿Riusciranno i Nostri Eroi a Ritrovare l’Amico Misteriosamente Scomparso in Africa?, 1968) es la historia de un rico ejecutivo (Alberto Sordi), cansado del trabajo, la sociedad y su familia, que decide partir con un amigo (Bernard Blier) hacia África en busca de un compañero (Manfredi), desaparecido en misteriosas circunstancias. No hay ningún título fracasado en este lote, aunque tampoco nada que se eleve por encima de la medianía. Incluso el último cae en larguezas debido a su innecesaria duración de 130 minutos. Todo depende del divismo de los intérpretes y la habilidad de Scola y Maccari para los diálogos y la elaboración de unas cuantas situaciones eficaces en cada película.

 

Después Scola torció por primera vez hacia el drama, y pareció interesado en decir que la injusticia de los poderosos suele quedar impune. El comisario Pepe (Il Commissario Pepe, 1969) es un policía de una pequeña ciudad del Véneto (Ugo Tognazzi), que vive con resignación su tediosa existencia, aliviada por la lectura y una amante secreta, a la cual ve los viernes. Las cosas cambian cuando se ve obligado a realizar una investigación sobre la existencia de conductas inmorales relacionadas con la droga, la prostitución, la homosexualidad y las orgías. El resultado es un film de denuncia menor, aunque honesto y valiente para la época en que fue realizado. Scola volvió a la comedia en Celos estilo italiano (Dramma della Gelosia: Tutti i Particolari in Cronaca, 1970). Oreste (Marcello Mastroianni) es un albañil que milita en el Partido Comunista y vive mansamente con su esposa e hijos, hasta que conoce a la joven florista Adelaida (Monica Vitti). Locamente enamorado, deja todo por ella, pero las cosas se le complican cuando aparece un vendedor de pizza (Giancarlo Giannini), ya que Adelaida no sabe por cuál de los dos decidirse. La hecatombe final sucede porque Oreste se vuelve loco de celos y pierde el control de sus actos. La película provocó un pequeño sobresalto, porque si bien no rompía esencialmente con la carrera comercial de Scola, apuntaba indicios de una mayor inquietud personal, debido a la forma desaforada de encarar el tema mediante la utilización de una cámara permanentemente frenética, a cargo del notable Carlo Di Palma.

 

Esos rasgos permanecieron muy ocultos en la comedia ¿Me permite?… Rocco Papaleo (¿Permette?… Rocco Papaleo, 1971), la historia de un italiano (Mastroianni) que vive en un pueblito de Canadá y decide visitar Chicago para asistir a un combate de boxeo. Allí sufre un accidente y conoce a una modelo (Lauren Hutton), se enamora de ella y posterga la vuelta al hogar. Esta comedia es uno de los puntos más bajos de la carrera de Scola, ya que carece de gracia, no apunta nada valioso sobre la situación de los inmigrantes, y se da el lujo de desperdiciar las dotes interpretativas de Mastroianni. El cineasta mejoró y mostró mayor contundencia en La tarde más bella de mi vida (La Più Bella Serata della mia Vita, 1972), sobre obra teatral del suizo Friedrich Dürrenmatt. Un italiano (Sordi) se dirige a Suiza, pero al llegar la noche se ve obligado a pedir alojamiento en un castillo. Durante la cena, el dueño de casa (Pierre Brasseur) y sus amigos (Michel Simon, Charles Vanel, Claude Dauphin), todos ex jueces, invitan al huésped a participar en un peculiar juego, ofreciéndole el único puesto vacante: el del acusado. El resultado es una oscura farsa donde mentira y verdad parecen no tener un límite preciso, lo que lleva a una reflexión profunda acerca de la imperfección de la justicia humana. Hay un exceso de verborrea en el film, sin duda alguna, pero se compensa con las aristas filosas que el tema propone y la memorable labor del quinteto protagónico.

EL RIGOR, ANTE TODO. Fue sin embargo Nos habíamos amado tanto (C’eravamo Tanto Amati, 1974) el film que marcó para Scola un tercer comienzo en su carrera. El director encaró una crónica en parte humorística, en parte melancólica, a propósito de tres antiguos miembros de la Resistencia gastados por los años. Gianni (Gassman) es un joven abogado honesto que termina convertido en arribista al casarse con Giovanna Ralli, hija de un viejo promotor de turbios negociados edilicios (Aldo Fabrizi). Antonio (Manfredi) es camillero en un hospital, especie de Juan Pueblo que se mantiene incólume en sus aspiraciones bondadosas y mediocres amando a Luciana (Stefania Sandrelli), quien a su vez ama a Gianni, es abandonada por éste, e intenta trepar en el ambiente del cine prostituyéndose para conseguir pequeños papeles. Nicola (Stefano Satta Flores), por su parte, es un profesor de latín de ideas izquierdistas, que por sus opiniones y arranques violentos pierde su puesto en provincia, abandona mujer e hijo y va a Roma, donde se reencuentra con sus dos amigos y termina -pese a su amor por el neorrealismo- convertido en crítico de cine suplente y anónimo. Un acento polémico se desliza en la entrelínea del asunto, que entrecruza las vidas paralelas de esos personajes a través de muchos años para decir que las audacias del pasado no valen en el presente, y cuestionar el conformismo o el sometimiento a las convenciones sociales en que han caído todos ellos. Scola inauguró aquí la serie de lúcidas miradas a la Historia a través de las pequeñas historias de la gente común, porque esta comedia amarga, que enjuicia a una generación, desarrolla veinte años de la historia de Italia intercalando documentos de época y filmación ficticia, lo que le permite pasar con gran sutileza del blanco y negro al sepia y al color. Scola se maneja con sensibilidad, rigor e inteligencia, y el resultado es convincente y apasionado, más allá de sus múltiples lecturas: es un examen de conciencia, una expresión de sentimientos, una reflexión humanista, un amor al terruño, y un arte que forma parte de la misma existencia. El César al mejor film extranjero posicionó a Scola como un cineasta muy talentoso, a quien no había que perderle pisada.

En Sucios, feos y malos (Brutti, Sporchi e Cattivi, 1976) la risa es inevitable ante un cuadro terrible (los cantegriles de la periferia de Roma) tratado con un empuje farsesco capaz de inyectar comicidad a una pintura de contornos siniestros. Scola retrata aquí a una familia de 19 miembros: todos viven en el único cuarto de una casilla bajo la tiranía de un padre avaro y burlón (Manfredi), mientras los demás intentan asesinarlo y oscilan entre el robo, el abandono y la prostitución. La puntería es muy certera, y logra a través de la salvaje caricatura una mirada incisiva y una intención crítica, donde el chiste sangriento no hace más que acentuar esa deliberada mordacidad sobre un medio de miseria que culmina en una ojeada profunda y estremecedora. Sin embargo, casi fue prohibida en Italia porque “de ella nada bueno puede rescatarse, ya que todo es sucio y negativo”. Pero un film cuyo panorama de un barrio de latas incluye en el cercano horizonte la cúpula de San Pedro puede hacer pensar al espectador atento que el centro mismo de la tantas veces invocada cristiandad tolera en sus cercanías algunos extremos de desamparo económico, social y moral que deberían ser atendidos con otra generosidad, en un mundo donde la acumulación de riquezas incluye al Vaticano. Un film cuyo sentido del humor subraya con ferocidad el horror de conductas sugiere la necesidad de rescatar a una parte de la humanidad de los límites a los que la empuja una sociedad materialista. Un film que describe comportamientos perversos, pero que reserva a los responsables de ellos un destino sombrío, sin redención aparente, establece una suerte de compensación moral. Un film que intercala ejemplos de emotiva solidaridad entre individuos solitarios, y que contrapone esos rasgos a la crueldad de los demás, establece una mínima escala de valores. Creer que de la película nada se rescata es una forma de la ceguera que linda con la hipocresía. Scola conquistó por este film el premio en Cannes al mejor director.

Un día muy especial (Una Giornata Particolare, 1977) es el de la visita de Adolf Hitler a Benito Mussolini en 1938, acontecimiento celebrado con desfiles, despliegues de banderas y discursos. Es, también, el día del encuentro del ama de casa romana (Sofía Loren) con el intelectual antifascista y homosexual (Mastroianni), el inicio de un romance sin futuro, y el descubrimiento de los dolores y las melancolías de quienes padecen la Historia. Lo notable del film es el sentido de contrapunto que lo preside: esa relación de una pareja tan desigual no sólo es el reverso de la pompa oficial, sino que ilustra la clase de individuos que el fascismo marginó, y los retrata con una mezcla de humor piadoso y entrañable comprensión. La mirada de Scola sobre esos personajes no cae en lugares comunes ni convencionalismos, sino que emplea sobreentendidos, significativos silencios y gestos de secreta emoción, capaces de transmitir al espectador el fondo mismo del conflicto. Esas sutilezas cubren también la corteza del film, porque la fotografía en color desvaído acerca ese vistazo al pasado no sólo en espíritu, sino también en el estilo. El premeditado tono menor del relato, la reserva emocional que lo domina, la fineza interpretativa y la sensibilidad estética convirtieron al film en una tercera culminación consecutiva. El film y Mastroianni estuvieron nominados al Oscar. Ambos perdieron, el primero en forma injusta frente a Madame Rosa de Moshe Mizrahi, y el segundo ante la frenética labor de Richard Dreyfuss en La chica del adiós. Sin embargo, la película ganó el Globo de Oro y el César, mientras Scola y Sofía Loren lograban el David di Donatello.

Después de tres notables episodios para Alberto Sordi en Los nuevos monstruos (I Nuovi Mostri, 1978), La terraza (La Terrazza, 1980) fue en su momento imposible de analizar, ya que de sus 150 minutos el Río de la Plata vio 105, en una copia cercenada ferozmente por la distribución estadounidense. Ahora, completa en DVD, se puede hacer justicia a ese grupo de personajes (Gassman, Mastroianni, Tognazzi, Jean-Louis Trintignant, Serge Reggiani) que se reúne cíclicamente a lo largo de una serie de fiestas que parecen ser una sola. Ese quinteto de cincuentones fracasados, sus activas y triunfantes esposas (Stefania Sandrelli, Carla Gravina, Milena Vukotic), el desencanto político y la aventura adúltera surgen en la cadena de flashbacks que el film establece a partir de ahí, en un mecanismo que repite con menos convicción varias ideas mejor expresadas en Nos habíamos amado tanto. Hay de todas formas muchas agudezas en el libreto y un enorme control de Scola sobre su carismático elenco, nunca más mesurado que aquí. En cambio, Pasión de amor (Passione d’Amore, 1981) fue un lustroso resbalón. Desarrolló un novelón finisecular, la historia de una mujer fea y desgraciada (Valedia D’Obici) que se enamora de un apuesto oficial (Bernard Giraudeau) y a cierta altura es correspondida en su sentimiento, en un tortuoso mecanismo de emociones que se impregna finalmente de tintes sombríos, al intervenir varios convidados de piedra: el doctor Trintignant, el coronel Massimo Girotti, el mayor Bernard Blier y, sobre todo, la bella amante del protagonista, Laura Antonelli. El problema es que Scola nunca fue Visconti, y eso se nota: el desmelenado romanticismo del tratamiento afeaba a una película de innegable belleza formal.

La noche de Varennes (La Nuit de Varennes, 1982) fue como una mirada de reojo: en 1791, mientras Francia se sacude con la Revolución y los reyes intentan escapar hacia la frontera alemana, otro carruaje circula por esa misma ruta con un variado grupo humano a bordo. Entre los viajeros figura un periodista estadounidense que se enoja cuando habla de política (Harvey Keitel), una bodeguera de soterrado erotismo (Andrea Ferreol), un viejo burgués conservador (Daniel Gélin), una condesa (Hanna Schygulla) y su ayudante (Jean-Claude Brialy) que han vivido en la corte, un escritor escandaloso a quien todo el mundo ha leído (Jean-Louis Barrault), una cantante lírica más bien idiota (Laura Betti) y un anciano seductor (Mastroianni) a quien el coche debe recoger en medio del camino, porque el suyo se rompió. A pesar que la anécdota es imaginaria, el film juega en más de un nivel con la realidad histórica: no sólo la de los reyes, con cuya fuga el grupo llegará a cruzarse, sino con el carácter real de algunos de los viajeros, porque el yanqui es Thomas Paine, el escritor licencioso es Restif de la Bretonne y el septuagenario es Casanova. El placer de Scola al narrar su historia es visible en la gracia con que colorea situaciones y personajes, el relieve con que recrea el moribundo siglo 18 en muelles y plazoletas de un París milagrosamente antiguo, el filo de emoción e hilaridad en que ubica ese cuadro picaresco, dotado de la intransferible cualidad italiana para amalgamar (no se sabe cómo) un latido dramático y una chispa de comicidad, logrando de ambas fuentes una sola atmósfera. El memorable elenco -al que hay que sumar a Trintignant en una fundamental escena cerca del final- es otra proeza mayor de una película que apunta con ironía el juego de lucidez e indiferencia, abnegación y egocentrismo, sensatez y frivolidad con que el hombre viajó y viaja por las encrucijadas de la Historia. La película ganó el David di Donatello al mejor libreto, dirección artística y vestuario. No era para menos.

El baile (Le Bal, 1983) cuenta 40 años de historia francesa a través de la concurrencia, siempre idéntica y siempre renovada, a un baile popular sabatino. El París del Frente Popular, la ocupación nazi, la liberación, Argelia y los años 60, volcados sin una línea de diálogo, exclusivamente a través del movimiento, la memorable banda sonora y la mímica de los extraordinarios actores del grupo teatral Les Compagnols, según famosa puesta en escena teatral que Scola transcribe casi literalmente. El resultado posee una seductora superficie que ha podido ser confundida un tanto exageradamente con la grandeza, porque sus logros de humor, melancolía y sugestiva evocación de época se van amortiguando a medida que el film se acerca a la época actual. De todas formas, el conjunto es más que valioso y sin dudas llamativo, lo que propició una nominación al Oscar: perdió frente a Fanny y Alexander de Ingmar Bergman, pero se resarció conquistando un premio en Berlín, tres César (mejor película, director y música) y cuatro David di Donatello (mejor película, director, música y montaje). Después Scola perdió pie con el paso de comedia de Macaroni (Maccheroni, 1985), donde narró el reencuentro después de cuatro décadas de dos antiguos compañeros en la lucha contra el nazismo, cuando el estadounidense Jack Lemmon, de visita en el país, descubre que su antigua novia (Daria Nicolodi) y su hermano (Mastroianni) están involucrados en una gran estafa. El resultado era sólo un vehículo para dos formidables histriones.

 

La recuperación fue total en La familia (La Famiglia, 1987), la obra maestra del cineasta, que narró 80 años de la existencia de una familia italiana. Por afuera corren los grandes acontecimientos de la Historia (una guerra, el fascismo, otra guerra, la reconstrucción), a los que se superponen los pequeños incidentes privados que hacen la vida de todos los días de esos italianos que nacen, crecen, se enamoran, se casan, tienen hijos, se separan, se reencuentran y mueren en el interior de la vieja mansión. En la imagen parece ocurrir poca cosa: no están presentes los grandes hechos colectivos, tampoco las muertes y los nacimientos, las fugas y los amores, los besos y los adioses. El espectador asiste en cambio a sus efectos, a la influencia que esos acontecimientos externos o culminantes ejercen sobre el transcurrir de la vida diaria de Gassman y los suyos: aquí todo continúa como siempre, observado por el ojo discreto de una cámara que se sorprende casi al captar la permanencia, la viscosidad, la impermeabilidad de esa casa donde la vida repite siempre la misma escena, la misma historia. Cada diez años un luto, un nacimiento, un cuadro, un objeto que se rompe; luego un travelling a lo largo de un corredor (estupendo hallazgo de Scola para visualizar el paso del tiempo a través del movimiento en el espacio) “abre” un telón sobre el decenio siguiente, inevitablemente destinado a repetir lo ocurrido. Esa noción de duplicación en el interior de un microcosmos autosuficiente es un logro mayor de Scola, que ya antes había utilizado acontecimientos laterales o nimios como comentario del transcurrir de la Historia mayor, pero en esta oportunidad invierte el esquema, porque aquí se trata de la impermeabilidad de lo cotidiano a los eventos de la época, la dificultad de la Historia para penetrar en la profundidad de la vida. Scola nunca fue más sobrio y delicado, más modesto y sabio que en este film: lo suyo es una lección de medida, de elegancia, de estilo. Una lección de cine. Obtuvo una nominación al Oscar, que perdió en dificilísima decisión frente a la notable La fiesta de Babette de Gabriel Axel, en un año muy complicado donde también competía Adiós a los niños de Louis Malle. Pero se resarció ganando seis David di Donatello (mejor película, director, libreto, actor, música y montaje).

LA RECTA FINAL. Después de esa maravilla era inevitable el bajón. Splendor (ídem, 1988) tuvo la mala suerte de haber sido realizada contemporáneamente a la más exitosa Cinema Paradiso de Giuseppe Tornatore, que trata un tema similar: ilusión y realidad, el fin del cine y su homenaje y celebración, la historia de una sala, de los hombres y mujeres vinculados a ella (Mastroianni, Massimo Troisi, Marina Vlady) y de los films proyectados sobre la pantalla, interconectados con sus vidas. Es, también, el paso del tiempo vinculado a un lugar privilegiado, y el resultado fue un juego de emoción y nostalgia que poseía sus ribetes de encanto. Lo mismo sucede con ¿Qué hora es? (¿Che Ora È?, 1989), donde un padre abogado (Mastroianni) y su hijo, que está haciendo el servicio militar (Troisi), se reencuentran en un día de permiso del joven, dando lugar a una sucesión de reproches mutuos, una búsqueda de la comunicación perdida, el descubrimiento de algún afecto perdurable por detrás de la oposición y el conflicto. El mecanismo lució algo reiterativo, aunque ocasionalmente se apoya en el filo entre el humor y la emoción, una marca de fábrica de Scola.  Después el cineasta marcó el paso con El viaje del capitán Fracassa (Il Viaggio di Capitan Fracassa, 1990), adaptación de una novela de Théophile Gautier nunca exhibida en el Río de la Plata. Ambientada en la Francia del siglo 17, es la historia del único sobreviviente de la familia Sigognac (Vincent Pérez), quien deja el castillo de sus antepasados para seguir a unos actores ambulantes que, entre duelos, emboscadas y amoríos, se dirigen a París con la intención de conocer al rey. Durante el camino será ayudado por uno de los saltimbanquis (Troisi), mientras no decide su destino amoroso entre la experta Serafina (Ornella Muti) o la ingeniosa Isabella (Emmanuelle Béart). El film no funciona como comedia ni como aventura, aunque es un permanente lujo visual, lo cual justifica los David di Donatello logrados (mejor fotografía y dirección artística).

 

El cineasta mejoró en Mario, María y Mario (Mario, María e Mario, 1993), que es un triángulo amoroso entre Giulio Scarpati, Enrico Lo Verso y Valeria Cavalli, pero también un centro de debate ideológico y existencial. Sin embargo, no hay panfleto en el film, no hay un “mensaje”, no hay prédica. Es un relato pequeño y emocionante en la naturalidad y la hondura con que se acerca a uno de los conflictos de nuestro tiempo: la crisis del Partido Comunista italiano tras la caída del socialismo. Hay que tener mucha sabiduría y experiencia de cine para hacer una película tan intimista y a la vez tan expuesta a la abierta discusión política, tan necesaria como espejo discreto y como puesta al día de emociones actuales. Por su parte, Crónica de un joven pobre (Romanzo di un Giovane Povero, 1995) fue una amarga tragicomedia con dosis de negrura y pesimismo inesperadas en Scola. La película cuenta la historia de dos hombres desgraciados: el joven (Rolando Ravello) sufre porque no tiene dinero; el viejo (Sordi) porque, aunque plata le sobra, tiene que vivir con una esposa insoportable. Ninguno encuentra solución a su problema, hasta que el anciano propone un pacto: el joven matará a la esposa del viejo a cambio de una pequeña fortuna. Pero el pacto se complicará con la aparición de un inspector de policía (André Dussollier), al cual hay varias cosas que no terminan de cerrarle en el caso.

La cena (ídem, 1998) pareció una repetición eficaz, aunque nada memorable, de viejos temas ya expuestos en Nos habíamos amado tanto y La terraza. El film se compone de un conjunto de pequeñas historias, cuyos protagonistas son los clientes fijos (Gassman, Giannini, Sandrelli, Marie Gillain, otros) de un restorán, cuya dueña es Fanny Ardant. El problema de la película viene desde el punto de vista de su fragmentación narrativa. La multiplicidad de enfoques y el cambio constante de historias, desde lo más profundo hasta lo banal, hacen que el espectador no llegue a identificarse con ningún personaje, no tenga tiempo para simpatizar con ninguno de ellos y se limite a ser testigo, algo que Scola probablemente desea potenciar, como si el espectador estuviera sentado en una mesa y lo que contemplara y escuchara fueran retazos de vidas de las mesas cercanas. Cine sencillo, directo, amable, sutil, divertido, combina humor y dramatismo, humanidad y vitalismo, carisma y reflexión, exalta los placeres mundanos (la comida, la charla, la compañía) y es un guiño a los pequeños momentos de placidez de los que podemos gozar de vez en cuando, pero siempre ubicado un poco más acá del lugar adonde pudo haber llegado. La película deja un sedimento de insatisfacción, pero de a ratos también el sabor dulce de un buen postre. Un Scola menor, aunque no del todo desdeñable. Presenta la última labor de Gassman antes de morir.

 

En Competencia desleal (Concorrenza Sleale, 2001) Scola volvió a posar su mirada humanista en la Italia de Mussolini para criticar la indiferencia ante el atropello sufrido por ser judío. En este caso, la historia se organiza en torno a dos comerciantes de trajes a medida que libran su batalla particular por ganarse la clientela, y cuya rivalidad supera lo profesional. Ambos ponen en juego sus estrategias mercantiles, y tienen familias cortadas por un mismo patrón: sus hijos pequeños son íntimos amigos de clase y juegos, entre los hermanos mayores surgió un romance a lo Romeo y Julieta, y en torno a ellos merodea la típica parentela romana. La historia comienza en tono ligero y amable, al presentar una relación de competencia desleal, pero con aire humano y cierta comicidad. La situación da un giro al aflorar el virus que se incubó de a poco: la condición judía de Leone (Sergio Castellitto), que Umberto (Diego Abatantuono) le echa públicamente en cara. Desde ese momento el dramatismo se adueña de la pantalla y hace avanzar la historia en una Italia donde la intolerancia se adueña de la calle. El retrato satírico, cómico por momentos, del gobierno de Mussolini, se apoya en una fina y ágil ironía de diálogo, y en la recreación de varios estereotipos, pero incluso ellos son tratados con cortesía y piedad. Film amable, con una sutil carga de profundidad bien construida, sobre vidas corrientes envueltas en la irracionalidad de algunos episodios terribles del siglo pasado.

 

Gente de Roma (Gente di Roma, 2003) es un documental con insertos de ficción, y una masa informe por la que parecen haber pasado multitud de manos. Lo más parecido a una estructura formal que hallamos en esta colección de gags de distintos sabores es que todos se desarrollan en Roma, mientras un ómnibus hace el amago de articular un guion, que comienza de mañana y acaba en la noche. Sin detenerse en los magníficos exteriores que posibilita una ciudad como Roma, Scola revolotea entre una miríada de personajes en situaciones diversas. El intento de abarcar en un solo cuadro la vida de una ciudad tan grande es tarea imposible, y como idea se le acaba la gracia a la media hora. Un chiste da paso al siguiente, pero se van dejando caer, unos mejores que otros, cada uno con un tono distinto. Scola pinta una Roma tan caótica como su film, y si hay algo que quiere subrayar es la irrupción del fenómeno de la inmigración multicolor, tema que a todos los europeos da dolor de cabeza. La tesis de Scola es que Roma, a diferencia de las demás capitales, es abierta y hospitalaria, un sitio donde a los recién llegados enseguida se los considera oriundos del lugar: está claro que el discurso autocomplaciente se acomoda y hunde sus raíces donde quiere. El inacabable elenco de actores improvisados es tan desparejo como los gags que protagonizan, y el film es una rareza que pareció el canto de cisne de Scola.

No lo fue, empero, porque después de diez años de inactividad volvió con Qué extraño llamarse Federico (Che Strano Chiamarsi Federico, 2013), un cálido homenaje a su maestro y amigo Federico Fellini. Un primer acierto fue rescatar al mítico cineasta en la intimidad, mediante anécdotas que lo vinculan a Scola, comenzando por su muy famosa intervención en Nos habíamos amado tanto (1974) en la escena donde Scola reconstruye el rodaje de La Dolce Vita en la Fontana di Trevi. El hilo de recuerdos personales sigue en varios largos fragmentos reconstruidos con actores, donde se diluye la frontera entre ficción y documental, y que son lo mejor: pequeñas anécdotas que Scola recoge de forma sencilla, resucitando el viejo espíritu de camaradería de amigos que charlan cómodamente sobre sus vidas en la redacción de Marc’Aurelio o en un pequeño bar cercano, donde un Fellini que recién empieza a filmar se junta con sus ex compañeros de labor. Los destellos de ese Fellini no mítico van acompañados por una inteligente decisión de Scola: usar un narrador que sirva de guía al espectador, y que deje constancia con su sola presencia del artificio de lo que se está viendo. La decisión tiene raigambre felliniana (el cineasta fue fabulador, no realista) y además es coherente con la forma del film de Scola, planteado como una mezcla de ficción y documental. Ese estupendo nivel desciende cuando Scola cambia el rumbo, al introducir a la madre de Marcello Mastroianni, que le reprocha por hacer aparecer feo al hijo en sus películas, mientras que Fellini le explotó su costado glamoroso. A partir de ahí Scola deja de hablar de Federico para hablar de Federico con él, o sólo de sí mismo. El duetto de cineastas era ineludible, pero el protagonista debía ser siempre Fellini, nadie más. Un segundo reproche es la ausencia de Giulietta Masina, que equivale a agasajar a Bergman sin sus mujeres. Y más misterioso es el motivo de inventar un casting que nunca existió para Casanova, donde Scola utiliza sin sentido imágenes de varios divos de antaño. Al final recupera el buen nivel en un acertado collage y en la sabia decisión de resucitar al cineasta en su propio funeral, como si su muerte fuera una nueva mentira de Fellini. El resultado es perspicaz, sensible y conmovedor, pero no memorable.

 

Fue entonces que Scola anunció su retirada definitiva del cine, después de más de medio siglo de carrera porque, según sus propias palabras, “ya no consigo vivir el cine como en su día, con alegría y despreocupación”. Casado con la guionista y directora Gigliola Scola, presentó el 18 de octubre de 2015, en la Fiesta del Cine de Roma, el documental sobre su vida y su obra Riendo y bromeando, dirigido por sus hijas Paola y Silvia Scola. Tres meses después, el 19 de enero de 2016, fallecía en el Policlínico de Roma debido a complicaciones luego de una cirugía. Pasando por alto algunos inevitables desniveles, sin duda alguna la carrera de Scola ha sido una de las más coherentes y talentosas del cine italiano del último medio siglo.

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