SATYAJIT RAY: CIEN AÑOS DE UN MAESTRO A REDESCUBRIR.

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Por Amilcar Nochetti. Miembro de la Asociación de Críticos de Cine de Uruguay (filial Fipresci)

 

Mientras Occidente celebra los 80 años de El ciudadano de Orson Welles, Asia rinde tributo al que un joven colega definió correctamente como “el mayor cineasta asiático no japonés”. Satyajit Ray realizó 31 largometrajes entre 1955 y 1991. El Río de la Plata sólo conoció pocos de ellos en fugaces exhibiciones del circuito cultural. Hoy su obra se halla en internet, así que es hora de reparar esa omisión.

 

INDIA. Cuando se piensa en el cine hindú, la primera referencia suele ser Bollywood, es decir, números musicales espectaculares, mujeres en saris mojados y escenas de acción aparatosas. Sin embargo, el cine de India es más diverso de lo imaginado. El primer factor a tener en cuenta es que es un país inmenso, séptimo del mundo en extensión y segundo en población (1366 millones de personas). El 41% de sus habitantes se comunica en hindi, pero existen otros catorce idiomas oficiales, sin contar otros tantos dialectos. Incluso el concepto de India como nación única es problemático: muchos estudiosos prefieren usar el término “subcontinente asiático”. Aclaremos que Bollywood es el cine de Bombay, el cine comercial, pero hay otro alternativo con obras regionales y de autor. Otro dato a tener en cuenta es que India posee la industria del cine más importante del mundo, con 1986 estrenos en 2019. Desde siempre se autoabasteció localmente, y también a Pakistán. La hegemonía de Hollywood no afecta ni amenaza a India, el país con más espectadores en salas. Las estadísticas indican que alcanzaron los 2020 millones de entradas en 2019, debido al bajo precio de la platea, 210 rupias (2.80 dólares) en las salas de estreno.

 

Partiendo de estos datos India, como país exótico en mitos, gurúes, vacas sagradas, bailes, comidas y canciones, había recibido la visita de los Lumiére en 1896. Los hermanos fueron para presentar y promocionar el cinematógrafo, como hicieron en otras latitudes. La aparición del cine impactó a la sociedad hindú, que se acercó por la curiosidad de gente que aprendió a manejar la cámara, intentó producir sus películas y exhibirlas en lugares improvisados. Como todos los pioneros, sin querer estaban erigiendo un futuro fructífero. En 1913 se produjo, rodó, editó y estrenó El rey Harishchandra, primer largo hindú, basado en mitos locales y dirigido por D. G. Phalke. Desde entonces la producción avanzó a pasos de gigante: a partir de los años 30 se superaron las cien películas por año, y en 1931 llegó La luz del mundo, primer film sonoro, dirigido por Ardeshir Irani. A partir de entonces, las productoras y estudios más relevantes se establecieron en diferentes zonas del país: en Calcuta con lenguaje bengalí, y en Bombay con lenguaje hindi.

 

Durante años el cine hindú se alimentó de tramas populares basadas en mitos y magias. Eran films empalagosos, con diálogos exagerados y bailes con larguísimas canciones. Cada tanto aparecía un director como K. A. Abbas, revelando atípicas preocupaciones sociales en la película Los hijos de la tierra (1946). Diez años antes, Sant Tukaram de V. G. Damle había impactado en Venecia, y en 1937 Kisan Kanya de Moti Gidwani se había convertido en la primera película hindú en colores. Un suceso insólito ocurrió en 1943, en plena época de hambruna por la ocupación japonesa de Birmania. Kismet de Gyan Mukherjee mostró un argumento muy osado para la época, las andanzas de un antihéroe y una niña embarazada. El film fue atacado en forma feroz por alabar el crimen e idolatrar la imagen de un delincuente, y por ello logró un éxito inusitado, manteniéndose en cartel cuatro años en Calcuta. En 1946 Ciudad humilde de Chetan Anand ganó en Cannes, en 1951 El vagabundo de Raj Kapoor logró aplausos en todos lados, y en 1953 La prometida de Bimal Roy ganó también en Cannes. El cine hindú iba viento en popa, pero las leyes no estaban al nivel de esa industria como para cuidar mínimamente al artista en sus derechos de autor. El retraso se saneó con la Ley de Derechos de Autor de 1957 y con la creación del Instituto de Cine en 1960. En ese contexto nació el cine de Ray.

SATYAJIT RAY. Nació el 2 de mayo de 1921 en Calcuta, India Británica, en una familia de envidiable bagaje cultural. Era nieto de Upendrakishore Ray Chowdhuri, el líder de Brahmo Samaj, movimiento social y religioso bengalí del siglo 19, de carácter reformista y monoteísta, con gran influencia en la modernización de los viejos cánones brahmánicos que regían en India. Ese hombre fue filósofo, editor, escritor, ilustrador y aficionado a la astronomía. Su hijo, Sukumar Ray (que murió cuando Satyajit sólo tenía dos años), fue un destacado escritor de literatura infantil, poeta, pintor, ilustrador, crítico y pionero del verso absurdo en idioma bengalí. A todo eso habría que agregar la estrecha conexión que los Ray tenían con Rabindranath Tagore, cuyo humanismo tendría profunda influencia en la obra del futuro cineasta. Debido a la muerte del padre, Satyajit subsistió gracias a los escasos ingresos de su madre Suprabha, mujer de carácter decidido que no paró hasta lograr educar a su hijo, quien realizó sus estudios en el Presidency College de Calcuta. De allí egresó en 1940 como licenciado en Ciencias Económicas.

 

Suprabha insistió en que estudiara Bellas Artes en la Universidad Visva-Bharati de Santiniketan, fundada por Tagore. Satyajit estaba en contra de la idea, debido a su afición por Calcuta. Finalmente accedió a trasladarse “por respeto a mi madre y la posibilidad de conocer a Tagore en persona, y a la larga me hizo bien, ya que allí llegué a apreciar el arte oriental, especialmente al visitar lugares cercanos valiosos en materia pictórica, como Ajanta, Ellora y Elephanta”. De todas maneras, abandonó Santiniketan en 1943 sin terminar los estudios, y volvió a Calcuta por razones sentimentales: había conocido a la que sería la mujer de su vida, Bijoya Das, cuatro años mayor que él, y que le sobrevivió hasta morir a los 98 años en 2015. El romance ocasionó un gran escándalo familiar, ya que Bijoya era mayor que Satyajit, eran primos, e hicieron las cosas como quisieron, sin seguir ninguna indicación de Suprabha ni de los padres de Bijoya. Mantuvieron un largo noviazgo de seis años, hasta que en 1949 se casaron. En 1953 nació Sadip, único hijo de la pareja, en tanto Bijoya sería una inspiración constante en la vida de su esposo.

 

La estadía de Ray en Santiniketan terminaría siendo fundamental en su futuro, ya que allí adquirió conocimientos pictóricos, musicales y literarios que, sumados a los provenientes de su familia, lo dotaron de una delicada sensibilidad artística, reflejada en toda su obra, en la que no sólo fue director sino guionista, montajista, productor y músico. Pero para eso aún faltaban doce años. En 1943 Ray comenzó a trabajar en D. J. Keymer, agencia publicitaria de origen británico, donde se dedicó a la ilustración de libros, y no tardó en ser nombrado director artístico. Pese a que lo trataban bien, allí reinaba una tensión latente entre los trabajadores británicos e hindúes, debido a que los primeros eran mejor pagados. Ray cambió de empresa y se fue a Signet Press, editorial nueva fundada por D. K. Gupta, quien le pidió que creara diseños de portadas de libros, dándole total libertad artística. Ray diseñó docenas, y una de ellas lo influyó notoriamente: cuando le tocó ilustrar Pather Panchali, la obra de Bibhutibhusan Bandopadhyay, leyó el libro, lo pensó en imágenes, y por primera vez tuvo el deseo incontenible de rodar una película.

 

Aún le era imposible emprender esa tarea, pero comenzó a acercarse al cine fundando con Chidananda Dasgupta en 1947 la Calcutta Film Society. Proyectaron cine extranjero, que Ray vio y estudió seriamente. Se hizo amigo de los soldados estadounidenses que todavía estaban en Calcuta después de la guerra, y ellos lo tuvieron informado sobre las mejores películas de Hollywood que se exhibían en la ciudad. En 1949 Jean Renoir llegó a Calcuta para rodar Río sagrado, y Ray lo ayudó a encontrar locaciones rurales, hablándole de su idea de filmar. Viendo su entusiasmo, Renoir (que rodaba el film con capitales británicos) lo volvió a contactar con D. J. Keymer, quienes en 1950 enviaron a Ray a Londres para trabajar en la oficina principal durante 90 días. Su estadía allí sirvió para ver numerosos largos, entre ellos Ladrones de bicicletas de Vittorio De Sica. Ray quedó conmovido, y más tarde confesaría que “ese día salí de la sala con la decisión de ser director, y no tengo duda que casi toda mi obra fue influida por el neorrealismo. Antes de rodar mi primera película había visto 55 veces la de De Sica”.

INFLUENCIAS Y CARACTERÍSTICAS. La ayuda de Renoir, la influencia de su cine y el neorrealismo de De Sica fueron los factores que enseñarían al hindú a agrupar detalles cinematográficos en una sola toma, pero hubo otras influencias que Ray admitió a lo largo de los años, y que se notarían en sus labores posteriores a 1965. Por encima de todas, la de los grandes cineastas de Hollywood, con John Ford, Billy Wilder, Ernst Lubitsch y William Wyler a la cabeza. También sentía respeto y admiración por colegas actuales como Akira Kurosawa e Ingmar Bergman, a quienes calificó de gigantes. En una relación de amor-odio, siendo veterano admitió que algunas cosas las supo de colegas jóvenes, como el uso de tomas con fotogramas congelados que vio en François Truffaut, o los abruptos cortes, disoluciones y fundidos evanescentes de Jean-Luc Godard, aunque respecto a éste siempre fue claro: “Admiro su fase inicial revolucionaria, pero su fase ideológica me es ajena”. Ray tenía ambivalencias, porque de similar manera adoraba a Antonioni, pero detestaba Blow Up, que en su opinión “tenía muy poco movimiento interno”. También quedó impresionado con la obra de Stanley Kubrick de 1957 a 1975, y aunque afirmaba haber tenido poca influencia de Eisenstein (quizás para no ser tildado de comunista), sus obras tienen escenas que muestran un sorprendente uso del montaje.

 

De todas formas, Ray consideraba la escritura del guion, y no el montaje, como una parte fundamental de la dirección. Siempre que pudo realizó películas en bengalí, y cuando por imposiciones de producción debió dejarlo de lado escribía el guion en inglés, para que los traductores lo adaptaran luego al hindi bajo su supervisión. Pero la obra de Ray no es sólo suya. Siempre tuvo a su lado colaboradores fieles. Por ejemplo, su ojo para el detalle se correspondía con el de su director artístico Bansi Chandragupta, que trabajó para Ray en todos sus largos de 1955 a 1970, más otro en 1977. Su influencia fue tal que Ray siempre escribía guiones en inglés antes de la versión bengalí, para que Chandragupta (que no era bengalí) pudiera leerla. La fotografía de Subrata Mitra también cosechó elogios en las películas para Ray. Mitra realizó la fotografía de diez de los quince films que Ray rodó de 1955 a 1966, y en ellos desarrolló la “iluminación de rebote”, técnica para reflejar la luz de la tela, que crea una luminosidad difusa y realista incluso en escenas de interiores. Un tercer nombre habitual en su cine es el del montajista Dulal Datta, aunque Ray solía dictar la edición mientras Datta hacía la labor real. Otro factor valioso es la banda sonora de sus obras. Al inicio trabajó con músicos clásicos hindúes, como Ravi Shankar (autor de la sensacional banda sonora de la trilogía de Apu), Ustad Vilayad Khan, Ali Akbar Khan y Jyotirindra Moitra. Ellos le permitieron descubrir que la primera lealtad que debía tener su cine era hacia la tradición musical, y no al film propiamente dicho. También le enseñaron a comprender mejor las formas musicales clásicas occidentales, que utilizaría para sus títulos de ambiente urbano. Aprendida la lección, desde 1961 en adelante todos sus films (24 en un total de 31) tendrían partituras compuestas por él mismo.

 

Otro aspecto fundamental que cabe destacar es el de los elencos. Ray, pese a su herencia neorrealista, eligió intérpretes de diversos orígenes, desde divas reconocidas (Waheeda Rehman) hasta personas que nunca habían visto una película y a las que convirtió en iconos, como su actor fetiche Soumitra Chatterjee, ídolo hindú hasta su muerte por Covid en 2020. Pero si algo destaca en Ray es que fue considerado un notable director de niños, a los que sabía manejar con una mezcla de paternalismo rudo a la hora de dar indicaciones, y mano de seda al rodar. Según la habilidad y experiencia de cada intérprete, variaba la intensidad de su dirección, desde cero con actores dotados como Utpal Dutt o Richard Attenborough hasta usar al intérprete como si fuera un títere, método empleado con chicas desconocidas que terminarían siendo verdaderas divas (Aparna Sen, Sharmila Tagore, Madhabi Mukherjee, Shabana Azmi). De todas formas, quienes actuaron para Ray dicen que confiaban en él, pero que manejaba la incompetencia ajena con total desprecio.

 

La obra de Ray se divide en cuatro etapas: una inicial, con la trilogía de Apu (1955-1959); otra marcada por títulos con problemáticas sociales y religiosas, de notable nivel (1958-1964); una tercera más extensa, donde se volcó a labores comerciales (1965-1980); y un período final de madurez (1981-1992).

LA TRILOGÍA DE APU (1955-1959). La saga se compone por Pather Panchali (ídem, 1955), Aparajito (ídem, 1956) y El mundo de Apu (Apur Sansar, 1959). La trilogía propone con notable ambición artística capturar, de modo neorrealista y casi documental, los momentos determinantes de la vida del protagonista Apu, desde la infancia hasta la adultez. Y Ray despliega un arco vital mayor que abarca ideas claras sobre la finitud del ser humano, al recurrir a personajes como el padre, la madre, la hermana mayor, la abuela y la joven esposa de Apu. Una vez vista la trilogía se capta la idea básica, que dice con serenidad que la renovación del ciclo vital del ser humano es incesante: si el suceso más importante al inicio de Pather Panchali es el nacimiento de Apu, en el final de El mundo de Apu el evento más relevante es la llegada de un nuevo ser humano. Y va más allá aún: hay comportamientos de la hermana mayor en la primera parte similares a los del hijo en la tercera. En la trilogía se desarrolla de forma sutil y nítida una fascinadora mirada sobre cómo el arte y la vida se interrelacionan en el devenir del artista. La idea va unida a otra, en la que las ambiciones de Apu (ser novelista) y de su padre (ser poeta) terminarán en el fracaso, al ser derrotados por la realidad, que doblega el impulso de los ideales juveniles.

 

Si en Pather Panchali el padre de Apu se ausenta del hogar durante largos períodos, sus breves reapariciones dejan ver que quiere a su familia, pero anda bastante perdido entre anhelos poéticos y desconciertos filosóficos. Al final la familia está literalmente arruinada y el padre tendrá que tomar una difícil decisión: abandonar la casa en la aldea y partir a Benarés en busca de un futuro más lucrativo. Paralelamente a ese fracaso paterno, Ray muestra la atracción de Apu por el arte narrativo: primero, al asistir a una representación teatral en la aldea, que lo deja fascinado; luego, sintiéndose protagonista al disfrazarse con una indumentaria parecida a la del actor de la obra. Padre e hijo sienten la llamada del arte, vocación que no experimenta ninguna de las mujeres excepto la abuela, que posee un talento innato de narradora, como muestra la secuencia en que, con experta y atmosférica entonación, relata una historia a los dos hermanitos para que se duerman.

 

En Aparajito la familia sobrevive como puede en Benarés. El padre ejerce como brahmán frente al Ganges, y realiza pequeñas labores como médico, pero su ambición poética no fructificará porque muere, dejando en manos de un Apu adolescente el destino familiar. Son las sucesivas muertes que Apu enfrentará en estos films las que harán germinar un sentimiento trágico de la vida, que terminará dando pie a la escritura de su novela. El argumento, al ser contado por Apu a un amigo, hará que éste le diga: “¿Estás escribiendo una novela o una autobiografía?”. Aquí Apu inicia su vida escolar, y años después, ya dueño de un amplio aprendizaje, queda segundo en un examen, y eso le facilita conseguir una beca para continuar estudiando en Calcuta.

 

El arrojo y la fe de Apu no dejan de aumentar en sus primeros años, pero en El mundo de Apu empiezan a verse frenadas por acontecimientos imprevistos, para desaparecer derribadas por el vacío de la existencia. El suizo Friedrich Dürrenmatt dijo que “cuanto con más precisión la gente planifique su futuro, más duramente le va a golpear la casualidad”. Ray desarrolla en profundidad ese pensamiento. La casualidad choca con Apu bajo la forma de su inesperada boda con una joven. Había ido como acompañante de su amigo a la boda de la chica, pero un raro suceso (antes de celebrarse el ritual el novio sufre un ataque de locura) termina uniendo a esos jóvenes. Desde que vuelven a Calcuta, la flamante esposa se convertirá, sin querer, en el principal motivo por el cual Apu dejará de escribir, porque “¿sabes lo que la novela significa para mí?… pues tú significas más”.

 

A lo largo de la trilogía se tiene la sensación que los acontecimientos que vemos parecen sucederse de forma tan natural y sencilla que, en conjunto, sugerirían (falsamente) una estructura dramática librada a la improvisación creativa. Nada más lejano a la realidad: todos los elementos del gran fresco narrativo están delicadamente medidos y calculados, y la progresión del relato, que avanza en paralelo a la edad de Apu, se revela siempre armónica y coherente. Existen multitud de instantes vistos en Pather Panchali que hallan prolongación o final en situaciones de sus dos continuaciones. Y viceversa. Hay además simbolismos evidentes, aunque no por ello menos eficaces, como el del tren, que para los niños es una señal de fe en el futuro, luego para la madre es fuente de deseo y desasosiego, y al final representa la dura realidad. Hay también recurrencias claras: cada película está dividida en dos partes, separadas una de otra por siete años: desde que nace Apu hasta que lo vemos correteando por el bosque en Pather Panchali, desde que entra a la escuela hasta que es becado a Calcuta en Aparajito, y desde que desaparece al nacer su hijo hasta que regresa, en El mundo de Apu. Es como si la pérdida o la huida ante situaciones inexorables fueran parte lógica del proceso de crecimiento del ser humano. Y en todas las películas hay escenas de imborrable dramatismo: en Pather Panchali la vuelta del padre de un viaje y su reacción ante una inesperada muerte; en Aparajito el mudo anuncio de un fatal desenlace, con la madre asomándose al jardín y observando el luminoso vuelo de cientos de luciérnagas en la oscuridad; y en El mundo de Apu el vibrante plano final que cierra la saga. Es remarcable también el hecho que todas las películas finalizan con Apu caminando hacia un futuro incierto. En un artículo para Sight & Sound Ray explicó por qué escogió la trilogía de novelas: “Elegí esta saga por las cualidades que hacían de ella una gran narrativa: su humanismo, su lirismo, su acento de verdad”. No es de extrañar entonces que Kurosawa dijera que “no haber visto el cine de Ray significa existir en un mundo en tinieblas, un mundo en el cual nunca viste el sol ni la luna”.

 

RAY SOCIAL (1958-1964). La segunda área de la obra de Ray la forman ocho ficciones y un documental realizado por encargo. Allí volcó su visión iconoclasta acerca de las taras más terribles del espectro social y religioso que dominan India, con su sistema de castas y sus terribles desigualdades entre campo y ciudad, entre unos pocos ricos y millones de pobres, entre la abundancia y el hambre más infame, al no saber qué comer mañana. El período no empezó bien, ya que La piedra filosofal (Parash Pathar, 1958) es menor. En Calcuta un modesto y mal pagado funcionario descubre una piedra que convierte en oro cualquier pieza de metal con sólo tocarla. Él y su esposa se convierten en un matrimonio rico de la ciudad, llevando una vida lujosa en reuniones de la alta sociedad. Obra inclinada hacia la comedia, área que Ray nunca manejó bien, es ese humor el que mantiene al espectador distanciado del tema. Aunque parte de una temática fantástica, está construida sobre un análisis de la codicia y la diferencia de clases, y en ese aspecto es un aceptable retrato de personajes, parecido al De Sica de Milagro en Milán. El principal lastre es el ritmo irregular, aunque brilla en la puesta en escena, con metáforas visuales que la hacen ganar en cierta sugerencia. Vista hoy, parece un descanso entre films mayores.

En El cuarto de música (Jalsaghar, 1958) el cineasta volvió a ofrecer un estudio sobre los cambios a los que estaba sometida India en los años 20, ya no mirando al campo como en la trilogía de Apu, sino centrándose en otro mundo en extinción, el de la aristocracia rural. Este relato de la caída de un antiguo mundo de riquezas, lujos y nobleza resulta sobrecogedor. En un palacio bengalí un terrateniente, al enterarse que su arrogante vecino burgués -un nuevo rico- decide hacer una fiesta con motivo de la iniciación de su hijo, recuerda su dispendiosa vida pasada y los terribles sucesos que ocurrieron después. Ray mantiene su preocupación por el detalle minucioso, el silencio elocuente, la mirada limpia y directa, que reflejan lo bello y lo triste, conservando el tono melancólico, evocador, con tendencia a una amargura grandiosamente decadente, solemne, elegíaca, casi fúnebre. El antiguo poder del protagonista y su fortuna desaparecieron conforme India nace al mundo moderno, alejado cada vez más del antiguo sistema de castas, y ese hombre contempla entristecido, pero con gran dignidad, cómo su palacio da señales de agotamiento, y cómo la enorme servidumbre de antaño se reduce a dos sirvientes, caducos y agotados como él y su entorno. El paisaje es una explanada yerma, y las bellas puestas de sol son el único consuelo, además del recuerdo cuando en su magnífico salón de música celebraba fiestas a las que invitaba a vecinos, autoridades civiles y religiosas, y mujeres bellas. El film no sólo describe la ola de cambios que vivió el país en los años 20 sino en 1958, en la India de Pandit Nehru y su hija Indira Gandhi, de quienes Ray era seguidor, y que dinamitaron la sociedad clasista de gurúes y príncipes que pululaban en diminutos y riquísimos reinos, cómplices durante un siglo del orden impuesto por el Imperio Británico. El film tiene mucha música hindú, y eso puede ser una seria dificultad para el oído occidental, pero si se salva la brecha el espectador advertirá que esta es otra obra mayor.

 

Y luego llegó La diosa (Devi, 1960). “El occidental que aspire a hacer justicia al film”, dijo Ray, “debe estar preparado para hacer sus deberes antes de enfrentarse a él. Deberá informarse sobre el culto de Kali, la Diosa Madre, sobre el renacimiento del siglo 19 en Bengala y el modo cómo afectó a los valores de la sociedad hindú tradicional, sobre la posición de la novia en una familia hinduista de clase alta, y sobre las relaciones entre padre e hijo en el seno de la misma. Toda la trama surge del concurso de uno o más de esos elementos. El occidental que no haya hecho estos deberes cifrará sus esperanzas en la posibilidad que el hijo racionalista escape a las turbulencias de un sistema de valores ajeno, pero no comprenderá su impotencia final”. Ray estaba en lo cierto al subrayar las dificultades de comprensión que el film presenta, acrecentadas por el estilo expresionista, sombrío y terrorífico, que le confiere su fuerza y sus virtudes. Se centra en los trágicos efectos del fanatismo religioso sobre la familia de un terrateniente bengalí profundamente devoto de Kali, que debido a un sueño se convence que su joven nuera es la encarnación viva de la diosa. El film abunda en anotaciones sociales coherentes con el ideal moderno: la relación conyugal entre la joven pareja tiene perfil igualitario, la educación occidental se presenta como prototipo de racionalidad, y la ciudad encarna esos valores progresistas. Es no obstante la figura del padre la que polariza la atención y confiere al film sus aristas polémicas. Ray elude el maniqueísmo y, aunque su posición ideológica es inequívoca, introduce sutiles matices en la relación psicológica entre los personajes. Si el hijo se revela incapaz de romper las cadenas de la tradición y enfrentarse a la superstición que condena, el padre nunca es presentado como malvado, sino como víctima de esa misma asfixiante tradición, y quizás de demencia senil. Más allá del choque entre racionalidad y fanatismo religioso encarnado por ese padre y su hijo, el film presenta una controvertida relación entre anciano y nuera, lo que permite abordar el tema desde una óptica feminista.

Ray esperó con nerviosismo la decisión de la censura, temeroso que La diosa fuera prohibida. Eso no sucedió, pero la reacción de los sectores más ortodoxos del hinduismo fue virulenta, y la película se convirtió en un caso incómodo para las autoridades, que durante años negaron el permiso para su exhibición en el exterior. Cuando fue revocado, Ray modificó el sobrecogedor final. En la versión original, nunca exhibida fuera de India, el joven seguía a su esposa en su fuga a través de la niebla hasta alcanzarla, momento en que ella moría susurrando un equívoco “yo no soy…”. La versión revisada finaliza en el momento que la chica se aleja envuelta por la niebla. Como sea, La diosa es una obra profundamente turbadora y desasosegante, y un manifiesto ideológico necesario para entender un pensamiento social y religioso. Para limar asperezas Ray aceptó realizar el documental Rabindranath Tagore (ídem, 1961), en el centenario del nacimiento del autor. Es un retrato oficial, Ray no quedó conforme con el resultado, y decidió encarar a Tagore en una ficción.

 

Tres muchachas (Teen Kanya, 1961) aborda historias basadas en Tagore. El común denominador es la mujer joven, y cada relato tiene un tema diferente: la traición, la obsesión y la madurez. El primero enfoca la amistad entre un administrador de correos y una niña “intocable” que oficia de sirvienta, en un ambiente campesino de tono poético y bucólico, con un final desolador y denunciatorio. El segundo es el más oscuro, acerca del ansia incontrolable por poseer joyas de una esposa: es el episodio menos convincente porque se estira demasiado, aunque es acertada la creación de una atmósfera inquietante. El último episodio regala momentos de enorme belleza, contando en tono naturalista la historia de una muchacha que no desea perder su libertad en un matrimonio concertado. El film es un delicado y complejo retrato sobre el papel de la mujer hindú en la sociedad, y sobre los conflictos entre tradición y occidentalización, y entre ciudad y zona rural.

 

Kanchenjungha (ídem, 1962) fue distinto. Primer film en Technicolor, Ray no quedó conforme con el resultado, y no volvería a rodar otra ficción en color durante once años. También fue el primer film basado en una historia original, y en ese sentido las cosas funcionan mejor. Una acaudalada familia de Calcuta disfruta su último día de vacaciones en Darjeeling. Sus miembros están dominados por el padre, empresario poderoso que quiere casar a su hija con un hombre que él mismo eligió. El film anticipa el cine de gente caminando, en un estilo que más tarde cultivaría Richard Linklater, y narra una historia coral donde otros personajes son más importantes que el mcguffin matrimonial. El ritmo es pausado, pero avanza de forma fluida, y el paisaje se convierte en una metáfora sobre lo que la gente esconde y raramente saca a luz. Ahí Ray arremete contras las costumbres de una sociedad en la que la tradición sigue pesando, en pugna con la joven generación. Un aspecto muy bueno es el estudio de personajes, en un guion de sorprendente madurez por el abanico de retratos humanos que plantea. El resultado es un drama poderoso, un hondo retrato humano, y también un sentido canto a la naturaleza.

 

Luego Ray realizó La expedición (Abijhaan, 1962), la historia de un taxista rural que afronta grandes dificultades para vivir de su labor.  Ambientada en los años 50, hay multitud de referencias al western: el caballo se cambia por un coche, con lo que el jinete se convierte en taxista; hay una llegada a un pueblo donde ese extraño es mal recibido por una pandilla de conductores de carros, con los cuales terminará enfrentado en un bar; hay una chica buena de la que se enamora, pero que no le corresponde, y una prostituta de buen corazón y dramático pasado; hay un ricachón que quiere involucrarlo en negocios turbios; y hay un fiel amigo que le acompaña de manera incondicional. Es un buen film comercial, aunque hay un error de base, y es su desmesurada extensión: todo se pudo haber contado en 110 minutos, pero Ray lo estira hasta los 145, generando una meseta donde pasan muy pocas cosas. Un Ray atípico, que igualmente entretiene.

El director recuperó su mejor nivel con dos obras maestras que cierran el período. Una es La gran ciudad (Mahanagar, 1963), donde abandonó el clima neorrealista y lo suplantó por los laberintos de la unidad familiar. En Calcuta un joven se esfuerza por mantener a su familia (esposa, hijo, hermana menor y padres) con el insuficiente sueldo de bancario. Dadas las circunstancias, la esposa plantea la posibilidad de trabajar ella, y él la descarta como algo contrario a la tradición familiar. Sin embargo, deberá aceptar la propuesta cuando queda desocupado. Canto a favor del feminismo, da a la mujer un papel que huye del rol de parir y ser ama de casa, y apuesta por la rebeldía, el valor y la independencia en el mantenimiento del bienestar económico y afectivo, alzándola como eje del hogar, en un hábitat competitivo, inhumano, sobrepoblado y alienante como es una gran ciudad. Aquí no sobra un solo personaje: todos aportan algo para hacer fluir pausadamente una historia naturalista donde no sucede nada impactante, pero que nos convierte en testigos del rutinario discurrir vital de una familia cualquiera, donde su universo se tambalea porque ¿cómo soportarán los hombres la vergüenza de ser mantenidos por la labor de una mujer? En un momento la joven llega de trabajar, la suegra dice que no pudo hacer las compras, y ella, al ver a su marido desocupado leyendo el diario, le dice: “Ya que estás sin hacer nada, ¿por qué no hacés las compras?”. Esa frase puede pasar desapercibida hoy, pero en 1963 una mujer hindú dirigiéndose de tal forma al esposo era subversión pura. Con una elegancia que permite edificar un ambiente muy realista, el film desprende humanismo desde un retrato generacional que resulta asimilable a cualquier familia del planeta. Esa mirada es creada desde una total falta de complacencia, moldeando una pieza sofisticada que esquiva el sensacionalismo y lanza un grito de exaltación a la mujer inmersa en opresoras sociedades patriarcales, sometida al yugo dictatorial de la tradición y la miseria económica. Es un film único, que marca con su estilo y nos habla, desde su inspirada radiografía, de un mal que atenaza a una clase media que lucha por conservarse lejos de la maldad, sin abandonarse a los vicios que nos hacen avanzar en la escala social de la peor manera, es decir, pisando a víctimas inocentes y dejándolas por el camino.

La otra obra maestra es La esposa solitaria (Charulata, 1964), basada en un relato de Tagore ambientado a fines del siglo 19. Charulata es una mujer de la alta sociedad bengalí que lleva una vida ociosa y está casada con el heredero de una fortuna, quien utiliza ese dinero para publicar un periódico político, orgulloso de no haberse dejado arrastrar por la comodidad y la desidia. El tercer vértice de la historia es un joven poeta amigo de ese hombre, que descubre en esa esposa solitaria a un alma refinada e intelectual. Del diario encuentro de ambos surge un sentimiento de unión que emparenta al film con Lo que no fue de David Lean y Lo que queda del día de James Ivory. La historia no es simple ni lineal, sino que desarrolla lazos complejos a través de personajes sagaces, pero afectados por una ceguera emocional. Estamos en un territorio de raigambre literaria, sin duda, y huyendo del maniqueísmo los personajes y sus contradicciones están dotados de un cálido espesor psicológico, que conduce hacia el interior de un modelo familiar repleto de matices indescifrables para Occidente: canciones, alusiones literarias, detalles domésticos desconocidos para nosotros. Pero esa dificultad primaria se olvida, porque La esposa solitaria es un prodigio de virtuosismo técnico y narrativo, al mismo tiempo que constituye un retrato de mujer púdica y apasionada, sensible y profunda, sumida en una honda abulia, ya que es como un pájaro exótico apresado en una jaula de oro. Ray es uno de los grandes cineastas de la mujer, y en ese sentido la apertura del film es antológica (bordado del pañuelo en un bastidor, binoculares para ver el exterior, libros bengalíes en el armario). Durante más de diez minutos ese inicio aparentemente vacío es uno de los más densos en contenido que el cine haya concebido. Y uno de los más bellos.

RAY DISPERSO (1965-1980). Es comprensible que alguien que en una década realizó cinco obras maestras no pudiera mantener ese nivel sobresaliente. Empero, en el caso de Ray quizás haya explicaciones complementarias para revelar el desnivel de los quince films que componen este período. Una quizás sea que su productora no pudo darse el lujo de continuar financiando títulos memorables, mimados por la crítica mundial, pero no muy exitosos en la taquilla. Otra es que su obra se haya visto afectada por los barquinazos políticos de India durante ese agitado período: muerte de Pandit Nehru; férrea toma del poder por parte de Indira Gandhi; dos guerras con Pakistán, una por Cachemira y otra por el apoyo a la independencia de Bangladesh; los conflictos por mantener al principado de Sikkim dentro de la Unión India; y la caída de Indira en 1977, sustituida por el partido opositor. Si bien Ray era un pragmático, también fue firme defensor de Indira, y quizá no haya podido ser ajeno a tantos vaivenes. Es posible entonces que acomodara sus intereses artísticos en base a los cambios del espectro político. Para ello se valió de una inteligente estrategia: realizar pasatiempos en momentos difíciles, amparado en “mi gusto y mi deuda incondicional con los maestros de Hollywood”, e hincar el diente en obras personales cada vez que las circunstancias se lo permitieron. Por eso en esos años hay de todo.

 

El período se abre con el drama intimista de raigambre chejoviana El cobarde (Kapurush, 1965), que redondeó la historia de un guionista acogido por un hacendado, quien resulta ser el actual marido de la mujer con la que no se animó a casarse en el pasado. Película premeditadamente minimalista, de raigambre estadounidense clásica, con funcionalidad narrativa, y compuesta por bellos encuadres de formato televisivo. En cambio, otro film pequeño, El santo (Mahapurush, 1965), fracasó: una comedia satírica sobre un falso gurú en la que Ray pretendió hincar el diente en los torpes fanatismos religiosos de la sociedad rural, aunque todo fue presentado en forma burda y pueril. Recuperó el buen nivel con El héroe (Nayak, 1966), historia de un famoso actor de cine invitado a Nueva Delhi a recibir un premio. Mientras hace el viaje, repasa las instancias fundamentales de su vida. Claro homenaje al Bergman de Cuando huye el día, la historia le sirvió para lanzar opiniones muy duras y desencantadas sobre el nivel del cine en su país.

 

Luego los pasatiempos se sucedieron, en medio de las cuales rodó Sikkim (ídem, 1971), documental de formato educativo y controvertido en su momento. Por allí surgieron tres policiales. Uno es inofensivo: El zoo (Chiriyakhana, 1967) homenajeó al whodunit de Agatha Christie y Conan Doyle, con un investigador que, como Sherlock Holmes, se acompaña de un ayudante, y como Hercule Poirot razona y habla poco, hasta que al final reúne al elenco y resuelve el enigma en una extensa parrafada. Los otros dos policiales tienen como protagonista al detective Feluda, y adoptan un tono aventurero que funciona bien en La fortaleza dorada (Sonar Kella, 1974), con un niño que cree recordar una vida anterior en la que un tesoro milenario se hallaba oculto en las murallas de una ciudadela, y gangsters que lo secuestran para hacerse del probable botín. En cambio, El dios elefante (Joi Baba Felunath, 1979), sobre el robo de una estatuilla de incalculable valor artístico y religioso, es una tontería. Pero esos films le daban dinero a Ray, que logró sus mayores éxitos de boletería con dos musicales. El primero adquirió estatus de culto: Las aventuras de Goopy y Bagha (Goopy Ghine Bagha Byne, 1969) narró las peripecias de dos músicos en la India medieval. Dado el suceso obtenido, rescató a los personajes en El reino de los diamantes (Kingdom of Diamonds, 1980), donde accedió a la coproducción con Bombay y el uso del idioma hindi en lugar del bengalí. Para un espectador occidental esos títulos son difíciles de digerir sin esbozar una sonrisa de condescendencia.

 

Aún en este período tan disperso Ray redondeó seis obras valiosas. Días y noches en el bosque (Aranyer Din Ratri, 1970) cuenta la historia de cuatro amigos de Calcuta que hacen una excursión al bosque Palmau. Llegados a una aldea buscan alojamiento. Seguros de sí mismos, tienen poco respeto por los aldeanos. La trama rápidamente se convierte en un proceso de descubrimiento de sus personajes y, por extensión, en el retrato de una sociedad en constante cambio. Utiliza una estructura coral en la que a esos cuatro amigos se unirán tres mujeres del lugar, que les harán ver las cosas de otra manera, al punto que ninguno regresará como llegó, liberados ya de las presiones de la vida urbana. Ray se muestra crítico frente al fracaso de una sociedad refugiada en el capitalismo y el éxito profesional como única búsqueda de felicidad. Cada detalle está planificado para apoyar al retrato que muestra, con una mirada observadora, sutil, realista y a la vez poética.

Un trueno lejano (Ashani Sanket, 1973) es una obra mayor. Esta desnuda y minuciosa descripción del proceso de cómo el hambre se apoderó de una población de Bengala en 1943, cuando el arroz escaseaba y luego dejó de existir, no deja indiferente a nadie. Es asombroso ver la forma cómo crece en dimensión la sencilla y bellísima historia del matrimonio protagonista. La portentosa sensibilidad de Ray para el retrato intimista inunda el film. Esa hambruna acabó con la vida de cinco millones de hindúes. Es fácil decirlo, pero había que saber retratarlo: pasar hambre no porque no se tenga dinero para comprar arroz, sino por no tener nada para llevar al estómago, porque nadie tiene nada. Pero aún en ese período de máximo dolor, cuando todos deberían unirse para afrontar juntos la catástrofe, Ray una vez más denuncia el atraso religioso: hasta en ese panorama desolador el sistema de castas sigue vigente, ya que todos pasan hambre, pero queda claro quién es un intocable y quién es un brahmán. Este film con escenas muy duras tiene una imaginativa puesta en escena, un gusto por pequeños detalles, una delicada composición de los planos, una sabia utilización de objetos, un maravilloso uso del color y una perfecta estructura interna que, bajo su aparente sencillez, oculta una enorme complejidad. El resultado es sensacional, porque aún en ese drama mayor hay una luz de esperanza: los muertos se amontonan en los caminos, hay que comer lo que sea para no morirse, pero la mujer sonríe y dice al marido: “Vamos a ser uno más”. Estar embarazada no es una mala noticia, porque su límpida sonrisa es la de la ilusión de dar vida aún en momentos de muerte. Es una joya que resuena en la memoria por mucho tiempo después de verse.

 

Otro sector valioso de este período errático lo ocupa la trilogía de Calcuta, compuesta por El adversario (Pratidwandi, 1970), Compañía Limitada (Seemabaddha, 1971) y El intermediario (Jana Aranya, 1975). En la primera debido a la muerte de su padre el protagonista deja sus estudios de medicina y busca empleo, y en ese derrotero infinito por empresas y burocracias estatales descubrirá la desprotección que el capitalismo brinda a los ciudadanos jóvenes. En la segunda las cosas son al revés, porque allí el protagonista es un joven ejecutivo de una empresa británica que lucha por ascender un peldaño más en la jerarquía laboral, y no duda en realizar cualquier movimiento -aún los carentes de ética- para lograr su cometido, pese a que eso pueda costarle la admiración de su cuñada, a la que ama en secreto. La tercera parte enfoca a un joven que busca trabajo y tropieza con su mala formación profesional, las dificultades del mercado laboral y su integridad moral, debiendo adaptarse a unas cuantas prácticas ilegales al abrir un negocio por su cuenta como intermediario entre negociantes y empresarios de la gran ciudad. Ray adopta una narración de tipo occidental para agilizar esta dura requisitoria contra un sistema que a todas luces falla, al no educar bien a sus jóvenes, exigirles luego lo que no pueden dar y dejarlos a la deriva, sin ofrecerles ninguna oportunidad a cambio. La trilogía de Calcuta supuso un giro en la obra de Ray, que había tenido que soportar injustamente desprecios de la crítica hindú, que le acusó de no implicarse (o no ser lo suficientemente social y político) en sus films. Su respuesta se tradujo en esta trilogía cuyos elementos básicos siguen siendo los que caracterizan toda su obra, minimizando la parte lírica y poética para acentuar el tono crítico y pesimista que transmite el conjunto, el más provocador de toda su carrera. Sin duda fue una labor arriesgada, comprometida y de técnica irreprochable.

La última culminación de esta etapa de Ray fue Los jugadores de ajedrez (Shatranj Ke Khilari, 1977). Existe un proverbio asiático que dice que los asuntos de extraordinaria importancia hay que asumirlos con naturalidad, ya que escapan a nuestro control, y que son los detalles más pequeños en los que tenemos que emplearnos a fondo. Un refrán muy sabio, siempre y cuando sepamos entenderlo correctamente. Los protagonistas de esta genial sátira lo malinterpretan, al punto que sus vidas giran en torno a un juego de mesa. El film muestra la peripecia de dos ociosos representantes de la clase alta de India, para los que nada en su entorno requiere la más mínima atención, excepto el tablero de ajedrez. Cada día se reúnen para ejecutar entre bromas, trampas y banalidades varias, una partida tras otra del que consideran el juego de reyes. Sus mujeres, indignadas ante la ignorancia y estupidez que sus maridos demuestran, tomarán represalias. Mientras tanto, la película se ubica en 1856, con los ingleses cada vez más cerca de tomar la ciudad, llevando a cabo otra partida de idéntico rasgo, igual de empecinada y absurda, con dos bufones similares: un rey inútil y un envarado general británico. Son muchas cosas las que se deben destacar, empezando por el maravilloso uso del color, que adquiere más importancia cuando se intenta evidenciar la ostentación del rey, que reza cinco veces, escribe poesía, canta y baila, sin tener en cuenta que lo que le mantiene majestuoso es un ejército que a la hora de la verdad no plantará cara al invasor. Inoperante gobernador, inútil servidor del pueblo, ese jerarca es igual de incapaz que quienes lo siguen, esa burguesía caracterizada por los jugadores de ajedrez, verdaderos culpables de la ocupación colonial, sólo preocupados del ocio, un tablero y comer. Son dos geniales personajes que crean un ambiente cómico en situaciones que reflejan extrema tensión. Utilizando un estilo narrativo sosegado, un repertorio de recursos asombroso y una técnica suprema de dirección el maestro culminó otra obra mayor para su colección.

RAY FINAL (1981-1992). Excepto un par de trabajos para TV y un corto sobre su padre, Ray rodó un solo film entre 1981 y 1988, debido a que en 1983 sufrió un infarto que casi lo mata, y que limitaría seriamente su capacidad laboral. La casa y el mundo (Ghare Baire, 1984) era un proyecto largamente acariciado. Ray había escrito un primer borrador del guion a fines de los años 40, e intentó rodarlo dos veces en los años 60. Era tal su obsesión que en Kanchenjungha un personaje menciona la novela original de Tagore que da origen al film. La trama transcurre en los tiempos de la partición de Bengala, en la India Británica. Cuenta la historia de un comerciante inteligente, lleno de una inocencia humanista que le lleva a permitir que su esposa caiga en las garras de su amigo, un líder revolucionario que exalta la virtud de comprar sólo productos fabricados en Bengala. El comerciante es un ser ecuánime, que ve con buenos ojos la independencia y liberación de su mujer. Todo se complica porque la esposa se enamora del ideal del revolucionario, pero también del hombre, que es un egoísta que se aprovecha de su magnetismo para manipularla. Lo más importante es que los sucesos ocurren en medio de la agitación social y los conflictos entre hindúes y musulmanes, ambiente que da dimensión más profunda al tema. Hay un entendimiento de las energías ideológicas, sentimentales y emocionales que se mueven cuando una situación escapa al dominio íntimo y convierte a las personas en peones de un confuso juego ideológico, donde lo humano no se respeta ni se tiene en cuenta, en nombre de una causa. Es el film más pacifista y humanista de Ray, en una India convulsionada debido al levantamiento independentista sikh y la represión sangrienta ordenada por Indira Gandhi, donde murieron entre 600 y 1200 simpatizantes de esa secta. Cuando el film estaba por estrenarse Indira fue asesinada, y Ray debió esperar hasta enero de 1985 para exhibirlo, aunque ya había sido presentado en Cannes en mayo de 1984.

 

Sintiéndose fuerte Ray rodó sus últimos films en tres años. El primero fue Un enemigo del pueblo (Ganashatru, 1989), basado en la notable obra de Ibsen, ambientada ahora en una ciudad pequeña de Bengala, cercana a Calcuta, en época actual. Como se sabe, cuenta la historia de un médico honrado e incorruptible, aquí llamado Gupta, que en ese lugar próspero donde un templo atrae a devotos y turistas detecta un problema relacionado con la salubridad: el agua del lugar está contaminada y podría provocar una epidemia regional. Al querer advertir de ello a la población choca con la hostilidad de vecinos y autoridades, una de ellas el alcalde, su propio hermano. El resultado es bueno, sin elevarse a niveles memorables, pero ¿cómo se puede fallar apoyado en semejante texto? El cineasta además aporta lo suyo ya que, a la denuncia de la corrupción política e industrial que existía en Ibsen, lanza una feroz mirada al fundamentalismo religioso, capacitado para causar una pandemia, pero incapaz de reconocer que hasta el agua “sagrada” podría tener bacterias. Sólo un final hecho a los tumbos empaña el balance de este buen film.

Luego llegó la última obra maestra de Ray, Las ramas del árbol (Shakha Proshakha, 1990). La serena y profunda observación, comprensión y amor hacia la raza humana, característicos de sus films, impresionan mucho aquí. Ray fue de los pocos privilegiados que tuvieron el don de producir imágenes verdaderas, que parecen transparentes, y en las que se transfiguran auténticos seres humanos, con todas sus virtudes y defectos. Parece que en esta película no pasaran muchas cosas, y lo que pasa en realidad es sencillamente la vida. Las ramas del árbol es la historia de la visita obligada de todos los miembros de una familia a la casa del padre enfermo. A lo largo de 120 minutos el cineasta tiene tiempo para dotar de profundidad e infundir el don de la carne y la sangre a todos y cada uno de los personajes, a veces satisfechos y a veces preocupados, tristes o contentos, pero en definitiva entregados todos al fragor de sus propias vidas. Al mismo tiempo, construye un precioso y melancólico segundo nivel de discurso en torno a la casa del padre, una especie de paraíso recobrado en el que aún descansan las virtudes de una forma de ser que afuera, en la intemperie del mundo, parecen haberse perdido para siempre. El viejo director, del mismo modo que Kurosawa en casi todas sus últimas películas, presenta un nostálgico y melancólico canto sobre una manera de ser, sobre un tiempo pasado en el que existían valores, cordura y convicción a la hora de vivir la vida. Para Ray, como para Kurosawa, algo se desvaneció en el corazón de las personas, y un poco de ese algo todavía permanece posado en los rincones, o enredado en las cortinas de la casa del padre, y todo indica que esa situación privilegiada no continuará demasiado tiempo. En un bellísimo y dolorido final, el recuperado anciano escuchará de labios de su pequeño nieto la sentencia de muerte de cualquier esperanza acerca que las cosas puedan ser de otra manera, porque ahora la vida se valora en dinero, dada la necesidad de tener más a cualquier precio. Aunque no sea su última película, Las ramas del árbol es el verdadero canto de cisne del gran maestro hindú.

 

La narrativa de su última película, El visitante (Agantuk, 1991), está estructurada de manera sencilla, pero rica en provocaciones sobre Bengala y el mundo en general. El visitante del título se anuncia mediante una carta que llega a una casa en Calcuta. La protagonista se sorprende al leer que su tío, a quien apenas conocía cuando ella era un bebé antes que él se fuera de Calcuta hace 35 años, viene a visitar a su familia. Su marido sospecha de inmediato, pero el hijo está encantado con la perspectiva de ver al tío abuelo. En ese ambiente dividido se verán los pequeños dramas que surgen siempre, al arrojar luz sobre oscuros secretos familiares, o los que avivan esperanzas y sueños. El tío perturba a la familia, y Ray incorpora sus ideas y valores al personaje, sometiendo la vida burguesa a un análisis basado en su perspectiva global (los años que el tío estuvo afuera coinciden con los de la carrera del director). La mayor parte del film se desarrolla en la casa, pero significativamente termina con un viaje a Santiniketan, lugar en el cual Tagore desarrolló su comunidad educativa, y donde había estudiado Ray de joven. La llegada del tío desafía el materialismo de la sociedad, y en confrontaciones con su sobrina o los amigos y colegas del marido ese hombre cuestiona si la vida intelectual bengalí realmente ha mantenido el vigor que Tagore le infundió, o si se comprometió de más con los valores occidentales. Es significativo que la película se haya hecho justo en el momento en que la economía hindú estaba comenzando el proceso de desregulación. Estamos ante una comedia ligera, pero aun siendo una obra menor da espacio para la crítica, aunque no sea muy profunda.

 

La salud de Ray se deterioró después de estos últimos films. Era abstemio, pero también un fumador empedernido, y no se cuidaba demasiado, ya que valoraba su labor más que otra cosa. Trabajaba doce horas al día y se acostaba a las dos de la madrugada, por eso nadie se extrañó cuando en 1992 se quebró totalmente debido a renovadas complicaciones cardíacas. Fue ingresado en un hospital, pero nunca se recuperó. El 30 de marzo de 1992 recibió el Oscar de la Academia por el conjunto de su carrera de manos de Audrey Hepburn, mediante un enlace de video. Estaba gravemente enfermo, como puede verse en YouTube. Hasta hoy es el único cineasta hindú en recibir la estatuilla dorada. Murió el 23 de abril de 1992, 24 días después de recibir el galardón, y nueve antes de cumplir 71 años. Con su estilo sobrio, se convirtió en un maestro de la técnica, que tomaba su tiempo de la naturaleza de las personas y su entorno, mediante una cámara observadora de las reacciones y un sentido del montaje tan económico como efectivo. Él mismo dijo que “para un medio popular, la mejor inspiración debe derivar de la vida, y tener sus raíces en ella. Ninguna técnica compensa la artificialidad del tema y la deshonestidad de su tratamiento. Por eso mi principal preocupación ha sido encontrar formas de dotar a una historia de cohesión orgánica, y llenarla con una observación detallada y veraz del comportamiento y las relaciones humanas, en un entorno y un conjunto de eventos determinados, evitando estereotipos, acciones, situaciones, y manteniendo interés visual, auditivo y emocional mediante el uso coherente de los recursos humanos y técnicos”. Así fue su cine, realmente, y nadie mejor que él para definirlo.

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