LUIS GARCÍA BERLANGA: Un ácido analista de las malas costumbres.

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Por Amilcar Nochetti. Miembro de la Asociación de Críticos de Cine de Uruguay (filial Fipresci)

En estos días se está cumpliendo el centenario del nacimiento de Luis García Berlanga, un nombre clave del cine español. En los años 50 él y Juan Antonio Bardem fueron los dos únicos directores valiosos. Luego se les sumó Carlos Saura. Sin embargo, de visita en Montevideo en 1983 Berlanga minimizó su influencia a nivel histórico, diciendo que “desconozco en absoluto los problemas del cine español, y mucho más los míos”. Era un desplante de sarcasmo e ironía equivalente al que había esgrimido en casi toda su carrera.

 

CINE ESPAÑOL FRANQUISTA. Luis García Berlanga Martí había nacido el 12 de junio de 1921 en Valencia. Perteneció a una familia de terratenientes, aunque en ella había gente muy especial: un abuelo había sido miembro activo del Partido Liberal y llegó a ser diputado en Madrid y Valencia, mientras que su padre también comenzó su militancia en el Partido Liberal, para pasar luego al Partido Radical y terminar afiliado al partido de centro-izquierda burgués Unión Republicana. Berlanga estudió en su ciudad natal y en Suiza, y a los 15 años descubrió el cine viendo Don Quijote de Pabst. El estallido de la guerra civil española le impidió terminar el bachillerato, aunque para él la lucha armada fue una suerte de vacación en la que pudo entregarse a la lectura y la indolencia. Desde muy joven se había resistido a la idea paterna de estudiar Derecho, y para zafar del asunto se matriculó en la Facultad de Filosofía y Letras. No terminó los cursos porque se unió a la Legión Azul, para evitar persecuciones políticas por el cargo de gobernador civil que su padre había tenido en Valencia durante la República. Fue así que durante la Segunda Guerra Mundial llegó a combatir en Rusia, ayudando a los nazis. De regreso a España fundó el Cine Club del Sindicato Español Universitario de Valencia, y comenzó a hacer crítica cinematográfica en una revista estudiantil, un periódico y una radio.

 

Las cosas no eran fáciles en la industria cinematográfica española, nunca muy sólida ni abundante, aunque había manifestado algunas señales de talento antes de 1936. Pero tras el cese de la guerra civil y la llegada de Franco al poder en 1939, el cine español pasó quince años sumido en la chatura. Dos cosas incidieron en esa calamidad: la imposición del doblaje obligatorio en 1941, y una errónea ley de protección económica, aprobada en 1943, que sólo sirvió para alentar negociados de importación de cine estadounidense, estableciendo una situación de mercado negro. Paralelamente, el cine español ignoraba deliberadamente todo contacto con la realidad del país, refugiándose en mamotretos históricos o apelando a un liviano folklorismo, estableciendo así oficialmente el viejo concepto de “España de charanga y pandereta” que denunciara Antonio Machado en su poema “Del pasado efímero”. En medio de esa debacle hubo, es cierto, un paso positivo: la creación en 1947 del Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas (IIEC). Por eso, cuando la primera promoción de egresados comenzó a dar señales de vida, una corriente de aire fresco se hizo sentir en la pantalla. Luis García Berlanga y Juan Antonio Bardem estuvieron entre los primeros 27 estudiantes que se inscribieron en el IIEC, y allí trabaron amistad. Bardem no completó los cursos, pero igual inició sus tareas junto a Berlanga en el campo experimental y profesional. De hecho, a ambos pertenecen los guiones de los dos primeros cortos documentales dirigidos por Berlanga, Tres cantos y Paseo por una guerra antigua, ambos de 1948. Un tercer corto, ya de ficción (El circo, 1949), también fue financiado por el IIEC, pero lleva sólo la firma de Berlanga como director y libretista. Homero Alsina Thevenet lo vio en España y decía que era “un corto rebosante de frescura”. Lo cierto es que ese film fue el examen final de Berlanga, y le brindó el diploma de egresado.

LOS MEJORES AÑOS. Berlanga y sus compañeros no la tenían fácil, porque además de trabajar enfrentando continuamente a la censura, estaban situados históricamente en tierra de nadie. “Berlanga y Bardem llegaron tarde al Neorrealismo, y demasiado temprano al Free Cinema y la Nouvelle Vague”, dijo con razón Ramón Gubern. Pero quien mejor expresó la verdadera situación de la industria fue Bardem: “El cine español es políticamente ineficaz, estéticamente nulo, socialmente falso, intelectualmente ínfimo e industrialmente raquítico”. Por eso fue tan importante para Bardem y Berlanga el Neorrealismo, en especial la figura del libretista Cesare Zavattini. Eso puede advertirse en los dos primeros films del tándem, estrenados en 1953, aunque rodados uno en 1951 y el otro en 1952. El debut lo marcó Esa pareja feliz, donde Berlanga y Bardem fueron correalizadores y colibretistas, la historia de una joven pareja (Fernando Fernán Gómez, Elvira Quintillá) que sobrevive en medio de penurias económicas, aunque creen salir de ella el día que ganan un concurso publicitario. No lograrán su objetivo y a cambio tomarán conciencia de haber sido utilizados como señuelos, para que otros tontos similares a ellos cayeran también en la trampa. Ya en este primer largo se advierte la inclemencia diaria enfrentada a las ilusiones de la gente ingenua y sencilla, por la que claramente se volcó siempre la simpatía de Berlanga a lo largo de su carrera.

El segundo film, Bienvenido Míster Marshall, fue una obra mayor que tuvo a Berlanga como realizador, y a Bardem y el escritor Miguel Mihura como colibretistas. La película catapultó a sus responsables a la fama internacional, hizo pensar que era posible realizar cine español de calidad aún en dictadura y, al ser presentada en Cannes, se alzó con dos premios (mejor comedia y mejor libreto), llamando la atención de la crítica e irritando al actor Edward G. Robinson, presidente del jurado, que hizo todo lo posible para que la representación diplomática de su país elevara una protesta ante lo que se entendía era un agravio para la dignidad estadounidense. Polémicas y malhumores aparte, el film narra lo que sucede en un pueblo llamado Villar del Río. Allí llega un día el pomposo delegado general con la noticia que están en camino los funcionarios del Plan Marshall, reyes magos modernos que vienen a regalar casas a los españoles. El alcalde (José Isbert) queda a cargo de las ceremonias de recepción, y se deja llevar por el consejo de un empresario corrupto, que se presenta como autoridad sobre los gustos norteamericanos, pero sólo busca promover sus intereses y los de su pupila, una cupletista. De esa forma convertirá a Villar del Río en un pueblo andaluz, con fachadas de cartón sobrepuestas a las reales, y los habitantes disfrazados y aleccionados como andaluces de opereta. El problema es que la caravana de autos atraviesa el pueblo sin detenerse, sin que se divise la cara de ningún ocupante. Al otro día, vueltos a la realidad, los villareños pagarán en especies el costo de la decoración y el vestuario.

 

Lo que la crítica y el jurado de Cannes advirtieron fue lo incisivo de las intenciones satíricas de la película, que por un lado desnudaba el hambre de dinero latente en Europa, y por otro ridiculizaba a los extranjeros desinformados, que confundían a España con un país dedicado solamente al toreo y el flamenco. Al film no le faltaban tramos menos irónicos y más poéticos, pero lo que imperaba en todo momento era una gracia muy fresca y eficaz. Pese a lo redonda que resultó, la película había tenido un proceso de gestación complicado que conviene recordar, porque revela que la astucia no debe estar ausente en el bagaje de un cineasta enfrentado a plasmar una obra. Los productores habían contratado a Berlanga y Bardem para rodar una tontería folklórica al uso, apta para el lucimiento de la cantaora y bailarina andaluza Lolita Sevilla. Pero los dos jóvenes coautores hicieron lo contrario: situaron los bailes y las canciones en un contexto muy audaz, al punto de reírse con sorna del Plan Marshall, ese intento de reconstrucción que la política estadounidense de posguerra volcó sobre las tambaleantes economías de Europa. Si bien a España nunca llegaron los dólares del Plan, éste tuvo una notoriedad tal en el viejo continente que a los autores no les fue difícil imaginar la corrosiva anécdota del film.

 

De inmediato, Berlanga-director y Bardem-libretista se abocaron a recrear el clima de los años 20 en Novio a la vista (1954), aunque la sátira reapareció teñida de un suave color evocativo. El resultado es menor si se lo compara con el título anterior, pero plantea con acierto la definición de personajes, oponiendo gente soberbia y ya mayor con una pareja adolescente ajena a las fatuidades mundanas. De todas formas, el romance de esos jóvenes se verá en dificultades cuando los padres de la chica posen su mirada en un candidato más rentable. Muchos gags son primitivos, casi de cine mudo, pero la historia es simpática, algo anárquica, y se deja ver. Lo mejor son las discusiones entre los viejos militares anquilosados en doctrinas bélicas del siglo 19, opinando de la Primera Guerra Mundial, cuya carnicería no podían ni siquiera intuir desde las cálidas costas de España.

Más ambiciosa fue Calabuig (1956), que ocho años antes que Kubrick en Doctor Insólito y Lumet en Límite de seguridad se atrevió a denunciar los peligros de una hecatombe nuclear. Todo sucede en un pueblito costero donde todos son amigos, el cura y el farero utilizan el teléfono para jugar al ajedrez, el único preso entra y sale de la cárcel cuando quiere, y la única preocupación colectiva es ganarle al pueblo vecino en la disputa sobre dónde se encienden los mejores fuegos artificiales. A ese paraíso llega un sabio extranjero (Edmund Gwenn), experto en energía nuclear. Atrapado por la calidez de los habitantes, ese hombre entenderá el significado de la solidaridad humana, llegando a dudar de los beneficios de su sabiduría. Pero su deseo de radicarse en ese lugar se verá frustrado ante la llegada del ejército, que invade aparatosamente la aldea y rapta al científico, convertido en ser humano. Los propósitos alegóricos estaban claros, al ensalzar los sentimientos fraternales que pueden ser destruidos por el ritmo enloquecido de la vida moderna, aunque logren subsistir entre gente menos apurada que posee a cambio mayor pureza de espíritu.

Por encima del narrador de fábulas pueblerinas con su correspondiente moraleja, o del pintor de trazo firme para dibujar gozosos tipos populares, Berlanga se revelaba como un ácido humorista inclinado a satirizar las costumbres hispánicas. La censura franquista lo advirtió y comenzó a vigilarlo de cerca. Eso se notó en Los jueves, milagro (1957), sobre unos timadores (Richard Basehart, José Isbert, Paolo Stoppa, José Luis López Vázquez, Juan Calvo) que inventan un hecho sobrenatural en un pueblo, lo atribuyen a la voluntad de San Dimas, patrono del lugar, y esperan de esa forma convertir al sitio en un próspero emporio turístico. Que Berlanga repasara con ojo crítico un aspecto tan delicado como la religión no podía ser del gusto de una censura que imponía sus normas con mano de hierro dentro del cine español. Por eso los productores se desentendieron del asunto y vendieron la compañía a una empresa vinculada al Opus Dei, con lo cual -para poder rodar el film- el realizador debió aceptar desde el inicio las sugerencias de un sacerdote dominico. Eso no bastó, de todas maneras, y a la postre se suprimieron unas escenas y se añadieron otras, intervino otro director (Jorge Grau) en el rodaje de imágenes adicionales, se introdujeron cambios de diálogo en la sala de doblaje y hasta llegó a cambiarse el final. El resultado fue que hace unos años se descubrieron en la Filmoteca Nacional dos versiones distintas y acabadas de la película. La que siempre se exhibió revela incoherencias narrativas, aunque varias puntas satíricas subsistieron y el film circuló con su cuota de denuncia en contra de aquellos que explotan en provecho propio las supersticiones de cierta gente. De todas formas, la película no combate en ningún momento a la religión ni los milagros.

 

Aun obedeciendo los dictámenes de la censura, Berlanga había quedado en la mira del franquismo, y tuvieron que pasar cuatro años para que pudiera volver a rodar una película. En ese lapso conoció al libretista Rafael Azcona, que había colaborado con Marco Ferreri en las vitriólicas El pisito y El cochecito, y que a partir de ahora se convertiría en la mano derecha de Berlanga. La colaboración entre ambos se inició con Plácido (1961), un firme cuestionamiento de la caridad mal entendida. El film transcurre en víspera de Nochebuena y desarrolla dos historias paralelas. Por un lado, una campaña de beneficencia organizada por damas adineradas, para que las familias ricas esperen la Navidad con un pobre sentado a la mesa. Por otro lado, la de un modesto trabajador (Casto Sendra Cassen) que se gana la vida conduciendo un carrito de reparto y debe reunir el dinero necesario para pagar una cuota del precio del vehículo. De manera muy sarcástica, en medio de una gran campaña caritativa, ese pobre hombre no podía hacerse de las pocas pesetas que precisaba para poder seguir manteniéndose. Al final, un desencantado villancico resumía todo: “Madre, en la puerta hay un niño. Tiritando está de frío. Ábrale la puerta, dejémosle entrar, porque en esta tierra ya no hay caridad, ni nunca la ha habido, ni nunca la habrá”. Apabullado por los censores y la crítica alcahueta, Berlanga declaró que “nunca tuve intención de burlarme de la caridad cristiana. Mi película dice otra cosa. Dice que cada uno, pobre o rico, va a lo suyo, y abandona a los demás en el momento justo en que debe abandonarlos, o sea, cuando los otros más lo necesitan”.

 

Entre cinismos y escepticismos varios, Berlanga era un realizador que había afinado su instrumental expresivo, y eso se notó en su obra cumbre, El verdugo (1963). Aquí de nuevo las condicionantes sociales se interponen entre el joven protagonista y sus deseos. Un oscuro empleado de una empresa de pompas fúnebres (Nino Manfredi) se casa con la hija (Emma Penella) de un verdugo (José Isbert). Cuando el suegro se jubila, el joven deberá suplantarlo como ejecutor, porque de no hacerlo no podrá seguir viviendo en el apartamento que se concede sólo a los funcionarios públicos activos. Detrás de la enorme jugarreta de humor negro que es la película se prepara una escena final memorable, un instante patético cuando el improvisado verdugo es llevado a rastras a manejar el garrote vil, como si fuese él quien va a ser ejecutado. En otro tramo memorable Berlanga enfoca una boda de gente humilde que se lleva a cabo en la misma iglesia donde acaba de casarse una pareja rica: mientras los novios pobres caminan hacia el altar, manos presurosas van despojando al templo de sus galas, arrollando alfombras, retirando flores y apagando las luces. El resultado fue veneno puro por partida doble: era un feroz alegato contra la pena de muerte y una recreación irónica de las contradicciones de la España franquista, rodada en pleno auge del régimen, cuando se vendía “el sol español” al turismo europeo.

ENTRE DESCONCIERTOS Y ESCÁNDALOS. El verdugo ganó el premio Fipresci en el Festival de Venecia, y con inesperada valentía fue premiada como la mejor película española de 1963 por el Círculo de Guionistas. El escándalo fue mayúsculo, y a partir de ese momento a Berlanga le resultó casi imposible seguir filmando en España. Pasó cuatro años inactivo, y luego aceptó una propuesta para dirigir en Argentina una película que terminó siendo un fracaso. Aquí se llamó Las pirañas (1967), aunque en España fue rebautizada como “La boutique”. Es la historia de un hombre de negocios casado que, mientras su mujer se aburre, él se divierte con las carreras de coches y otras mujeres. El resultado es una tontería descentrada, sin pulso ni tono, y ni siquiera se salva por el elenco lustroso que la puebla (Rodolfo Bebán, Sonia Bruno, Osvaldo Miranda, Lautaro Murúa, Ana María Campoy, Marilina Ross, Juan Carlos Altavista, Javier Portales, Dorys del Valle, Juan Carlos Calabró, Darío Vittori). También fracasó ¡Vivan los novios! (1970), rodada en España bajo la feroz vigilancia de los censores. Contó la historia de un bancario (José Luis López Vázquez) que llega a un balneario catalán a casarse con su novia (Laly Soldevila), pero su madre muere, lo que podría significar la suspensión de la boda. Para librarse del contratiempo, los novios se meten en uno mayor: intentan ocultar el cadáver de la anciana hasta después de la ceremonia. El film pretendió erigirse en una réplica irónica a las historias sobre ambientes playeros, con el error de terminar pareciéndose demasiado a los modelos originales. El resultado era inofensivo, pero igual disgustó a los censores, y Berlanga debió llamarse nuevamente a retiro.

De él salió mediante un escándalo francés. Tamaño natural (Grandeur Nature, 1974) contó la historia de un señor maduro (Michel Piccoli) que tiene todo lo que puede desear: un buen trabajo -es dentista-, una esposa brillante (Amparo Soler Leal), una amante joven y apasionada (Rada Rassimov), pero un día adquiere por capricho una muñeca inflable, que casi parece real. Primero disfruta de la sumisión y docilidad que no puede hallar en su esposa ni su amante, luego llega a tener celos y a desconfiar de cualquiera que pueda desearla o “violarla”, y al final sus pautas de conducta parecen tan inmodificables que llega a plantearse el suicidio como la única opción. Está claro que Piccoli desea una mujer hecha a su imagen y semejanza, y que al mismo tiempo sea “todas” las mujeres (la muñeca nunca recibe un nombre fijo, sino que en cada secuencia se lo cambia). Cuando su esposa intenta remedar a la muñeca, Piccoli se irrita: no quiere una mujer objeto, sino un objeto persona, utilizable a su gusto y antojo. Ante la muñeca puede desnudarse totalmente, sin vergüenza. Dándole una personalidad, revela la suya. Ejercita su imaginación ante ella y realiza todo lo que no hace en la vida real. No es un perverso sexual ni un paranoico, sino un hombre patéticamente solo, inmaduro e inseguro, que busca compartir su intimidad, la cual le pesa insoportablemente. Se resiste a mostrarse tal cual es ante una persona viva. Por eso en la película se trasluce una soterrada violencia contra los demás, contra las instituciones sociales. Es un grito de angustia y rechazo. En el fondo, Piccoli es un niño tímido, caprichoso y misógino, que encuentra placer en su juego solitario y secreto. Pero los otros personajes están heridos del mismo mal, por eso todos ansían la muñeca, que se convierte en símbolo de la soledad abolida, de la intimidad y la libertad más absolutas. La misoginia que recorre el film es un rasgo específico del libretista Azcona, pero la negra visión del mundo y los dardos lanzados contra las trampas que el entorno tiende a los hombres para coartar su libertad son de Berlanga. Más amarga y desesperada que otras películas suyas, Tamaño natural es un testimonio inquietante sobre la confusión y la ausencia de horizontes de algunas capas de la sociedad contemporánea.

Y después murió Franco, con lo cual Berlanga pudo volver a su país y filmar lo que quiso. Con La escopeta nacional (1978) el cineasta retomó temáticas enraizadas plenamente en lo hispánico, al tiempo que recurrió por entero a figuras españolas, descartando elencos internacionales que aún con la presencia de grandes actores siempre dejaban un lastre de hibridez interpretativa. La escopeta nacional aludió a las cacerías colectivas que la decadente aristocracia española se empeñaba en mantener, aunque ahora financiadas por los nuevos ricos. Esa caza de perdices resulta entonces un pretexto para que los políticos de turno puedan tejer sus intrigas (un ministro recibe la noticia de su destitución mientras otro festeja su ingreso al gabinete), para que los industriales afirmen sus negociados (un fabricante de porteros eléctricos busca, mediante un decreto gubernamental, que esos aparatos sean declarados obligatorios en todos lados) y para que los nobles desempolven sus viejos oropeles y sus manías libidinosas. Jorge Abbondanza definió en su momento a la película como “un Gatopardo en clave picaresca”, y esa visión es correcta, dado que es un verdadero canto de cisne de los aristócratas. El resultado no sólo fue aplaudido por la crítica, sino que se convirtió en un notable éxito de taquilla, al punto que inició una saga continuada con buen nivel (aunque no tan memorable como aquí) en Patrimonio nacional (1981) y Nacional III (1982). La trilogía se benefició por la participación de un talentoso elenco (Rafael Alonso, Luis Escobar, Antonio Ferrandis, Agustín González, Chus Lampreave, José Luis López Vázquez, Alfredo Mayo, María Luisa Ponte, Mónica Randall, José Sazatornil, Laly Soldevila, Amparo Soler Leal).

 

Como era de esperarse, la aristocracia reveló poco sentido del humor, salvo excepciones: hubo algunos miembros que aceptaron intervenir como actores (el caso del marqués José Luis de Vilallonga fue el más famoso) o personificarse a sí mismos. Cuando en 1983 Berlanga formó parte de una comitiva del cine español que recaló en Montevideo, junto a Pilar Miró, José Sacristán, Ana Belén, Charo López y el cineasta Roberto Bódegas, declaró que “no me saludan en los salones, y a todos les pareció muy mal que un marqués coleccionara pelos de coño, pero esa es una de las pocas anécdotas auténticas de la trilogía, porque en Valencia, cuando la guerra, mostraron la colección de pelos de coño que tenía un noble del lugar, nombre que no quiero decir porque ya está muerto. Yo creo que los nobles españoles no se han dado cuenta que en esta saga los trato con ternura e incluso con admiración. Esa nobleza feudal, que no ha querido pactar con el dinero ni con el franquismo, me parece digna de respeto. Son los que piensan que todavía tienen derecho a una serie de privilegios totalmente desfasados. Son una casta a extinguir, pero no lo entienden y piensan que yo me río de ellos. En mis películas yo me he reído de la pequeña burguesía, de cierto sector del proletariado, y también de la gente de cine, que es como reírme de mí mismo. Hasta ahora nadie se había enojado por eso. Excepto los aristócratas, que se siguen considerando elegidos por Dios”. En esa ocasión, preguntado por un colega sobre los rasgos generales de la saga, poblada por personajes y situaciones que lindan con lo absurdo, Berlanga declaró que “este tipo de cine, que puede ser llamado coral, me divierte mucho más que el cine intimista tipo Tamaño natural”.

FINAL DESPROLIJO. Esa preferencia coral quedaría evidenciada en las cuatro últimas películas de Berlanga, que marcaron el declive irremediable de su creatividad. Las cosas no funcionaron del todo mal en La vaquilla (1985), ambientada durante la guerra civil. Cuenta las peripecias de cinco combatientes republicanos (Alfredo Landa, José Sacristán, Guillermo Montesinos, Santiago Ramos, Carles Velat) que deciden arruinarle al enemigo una fiesta (con corrida incluida) robando la vaquilla para comérsela. En clave de divertida farsa narra la relación absurda, sin sentido, que existió entre las tropas de ambos bandos, reclutadas al azar, dependiendo exclusivamente de dónde estaban ellos y dónde estaba el frente. Ante esa situación irracional, Berlanga y Azcona desgranan una serie de peripecias en torno al frente de Aragón, a las fiestas de un pueblo y a una simbólica vaquilla (que quizás sea España), tan disparatadas como la propia contienda. Sin ser redonda, fue la última película estimable del director valenciano.

 

Moros y cristianos (1987) fue un notable éxito de taquilla gracias a su elenco (Fernando Fernán Gómez, Verónica Forqué, Agustín González, Chus Lampreave, José Luis López Vázquez, María Luisa Ponte, Antonio Resines, Rosa María Sardà), pero inició la senda del declive definitivo de Berlanga. Una familia, propietaria de una fábrica de turrones, va a Madrid para promocionar sus productos en una feria gastronómica, pero esa decisión la toman contra la opinión del patriarca y creador de la empresa, que fiel a sus principios se resiste a toda innovación. El resultado es decepcionante: Berlanga pierde el rumbo de su peculiar comedia coral, logrando que todo lo que narra se convierta en una experiencia vulgar e inconexa. Sus dardos (y los de Azcona) parecían fuera de lugar, el estilete había perdido el filo, y ahora no había ninguna censura a quien poder echarle la culpa.

 

Lo mismo sucedió con Todos a la cárcel (1993), una nueva comedia coral ambientada en la Cárcel Modelo de Valencia, donde se celebra el Día Internacional del Preso de Conciencia. Personajes de la política, la cultura y la farándula asisten al acto, mientras aprovechan la ocasión para llevar a cabo lucrativos negociados. Aquí todo es intención, pero donde antes había sutileza, ironía y causticidad, ahora hay mensaje directo, gritado, escupido al rostro del espectador, que no disfruta del film, sintiéndose invadido por un esperpento inconducente que expone todo lo que tenía para decir en los primeros quince minutos, aunque se estira hasta los cien. Increíblemente, este pequeño engendro ganó tres Goyas (film, director, sonido), lo cual prueba que ya ni en los jurados se puede confiar.

 

Antes de su muerte en Madrid el 13 de noviembre de 2010 Berlanga cerró su carrera en el largometraje con otro fracaso, París-Tombuctú (1999). La frustración y el hastío vital de un prestigioso cirujano plástico parisino (Michel Piccoli) luce insoportable: tiene una esposa a la que no ama, un hijo que le resulta ajeno y unos amigos a los que desprecia, pero es incapaz de matarse. Un día compra la bicicleta de un ciclista que intenta hacer la ruta París­-Tombuctú y se lanza al camino, buscando lo que para él podría ser una nueva Tierra Prometida. En su desespero, la misoginia y misantropía quiso parecerse aquí a la que Berlanga y Azcona revelaron en Tamaño natural (no en vano apelan a Piccoli), pero el resultado no sugiere nada al espectador, porque confunden surrealismo con disparate, mientras canjean la antigua e inteligente sugerencia por una explícita gratuidad. Lo mismo sucedió con el corto El sueño de la maestra (2002), donde una docente explica a los alumnos, paso a paso y con lujo de detalles, cómo son las distintas formas de ejecuciones, desde el garrote vil y la horca hasta la silla eléctrica y la guillotina. A esas alturas Berlanga ya estaba demasiado viejo para esos trotes, y sabiamente decidió retirarse.

Más allá de los choques con la censura y los altibajos señalados a lo largo de su carrera, parece innegable una coherencia interna que recorre a modo de espina dorsal toda su obra. El humor en muy diversas tonalidades, la sátira de costumbres, la definida caracterización de tipos humanos y una leve poesía son ingredientes a los que Berlanga siempre recurrió. Sus influencias son notorias: el Neorrealismo en sus primeras obras, algo del primer René Clair (el protagonista de Plácido se pasa corriendo de un lado para otro en pos de algo inalcanzable, como sucedía en Un sombrero de paja de Italia) y mucho del sainete y la picaresca del Siglo de Oro. Incluso puede detectarse el respaldo de la vieja slapstick estadounidense, concretamente Mack Sennett y Buster Keaton, a quienes admiraba, y a los que homenajeó en varias instancias de Novio a la vista. Pero hay que reconocer que lo de Berlanga ha sido siempre más conceptual que formal. Sus argumentos han sido casi siempre ingeniosos, pero su caligrafía cinematográfica se caracterizó por una ostensible desprolijidad, que lo ha empujado en ocasiones a perder el ritmo narrativo. Eso es muy visible en Los jueves, milagro, aunque nunca se sabrá el peso que los cambios ordenados por la censura pudieron tener sobre el resultado final. De todas formas, es innegable que sus formulaciones estéticas en los films de su etapa final son repetitivas. “Ruedo sin saber nada de lo que está previsto”, dijo, “llego al lugar de trabajo sin plan preconcebido, incluso me niego a ver las órdenes de rodaje de la productora, y nunca sé si tenemos que rodar en interiores o exteriores. Me dejo llevar por la situación, sin planificar nada”. Sin embargo, supo definir un estilo donde tuvo cabida algún rasgo personal, como el gusto por los planos largos. “He querido que el espectador se ría mientras está sentado en la butaca, pero que piense y le quede un regusto casi amargo cuando las luces se enciendan y abandone la sala”, dijo, ubicando con precisión su manera de entender el cine. Hasta 1982 logró su propósito con dosis de talento insólitas para el cine español de su época.

https://www.youtube.com/watch?v=Hay0zT8EZGU%20

 

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