El lobo de Wall Street

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Simpathy for Mr. Money

El lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street, Estados Unidos/2013). Dirección: Martin Scorsese. Con Leonardo DiCaprio, Jonah Hill, Margot Robbie, Matthew McConaughey, Kyle Chandler, Rob Reiner, Jon Bernthal, Jon Favreau, Jean Dujardin y Joanna Lumley. Guión: Terence Winter, basado en el libro de Jordan Belfort. Duración: 179 minutos.

 

Por Gastón Molayoli

El problema de las películas cinéfilas, aquellas que hablan todo el tiempo de otras películas, es que la experiencia del espectador muchas veces se reduce a un juego superfluo de relaciones. El que sabe, el que entiende de qué película se está hablando o con cuál se está relacionando a un determinado personaje, música, línea de diálogo o escena, podrá disfrutarla de una manera más acabada. En pocos casos, como en el cine de Quentin Tarantino, las referencias son tan exóticas y están asumidas con tanta banalidad que la película actúa como un reciclaje, resultado de que los elementos se transforman y se integran a la narración.

Scorsese es un erudito del cine, cualidad que está presente no sólo en varias de sus ficciones sino también en documentales sobre la historia del cine o en algunos más puntuales como el que le dedica a Elia Kazan. En su nota sobre Hugo, Javier Porta Fouz decía que Scorsese representaba a la peor cinefilia, aquella encerrada en su propio mundo, incapaz de respirar fuera de sus límites y conforme con esa situación. La afirmación es precisa para definir lo que hacía Scorsese en esa película, pero no se aplica a El lobo de Wall Street.

La última película de Scorsese se mueve rápido, es adrenalínica y no se detiene nunca en citas innecesarias. En casi tres horas, Scorsese cuenta el ascenso y la caída, a inicios de la década del noventa, de Jordan Belfort (Leonardo Di Caprio), un corredor de bolsa encontrado culpable por diferentes delitos en el mercado de valores. A diferencia de otras películas del director, la historia avanza, salvo algunos momentos, de manera cronológica. Vemos, en este orden, la llegada de Belfort a Nueva York, su temprano éxito, su crecimiento vertiginoso y su caída, igualmente vertiginosa.

Se podría pensar que en términos narrativos el punto más flojo está en el medio de su recorrido: un conjunto de orgías, fiestas merqueras, jornadas de trabajo (que obviamente tienen orgías y merca, entre otras drogas), y discursos gritones que parecen variantes neuróticas de los famosos seminarios motivacionales. Sin embargo, ese torbellino no es un excedente, una suma de escenas redundantes sino, aunque no parezca, el centro de la película. Scorsese está fascinado por su personaje y, por lo tanto, no asume la distancia que establecía con los mafiosos de Buenos Muchachos o con el esquizofrénico de Taxi Driver. La invitación de El lobo de Wall Street no se reduce a acompañar con disposición irónica el fluir de un personaje y su mundo, sino a dejarnos llevar por la danza hedonista. Debido a la indisimulable empatía que Scorsese siente por su personaje y que intenta imponer al espectador, la posición de la película es clara; jamás vemos a ninguna víctima. Sólo los escuchamos del otro lado del teléfono, jugándose la vida en la apuesta, inmersos en el éxtasis final del sueño americano.

Los perdedores tienen lugar en la imagen sólo dos veces. En la primera, el hombre de la ley que condena finalmente a Belfort viaja en un subte. Cuando termina de leer una nota que informa sobre los tres años de condena que se le dieron al protagonista, mira a su alrededor, hacia las personas que viajan en su mismo vagón. Ellos son representantes de ese sector social que no accede al éxito, que no tiene la capacidad para ser un self made man. Al final, un conjunto similar cubre la totalidad del plano, pero no hay en esa imagen una crítica de parte de Scorsese, un intento por incluirlos en una posición digna, cerca de todos los blancos anglosajones que cubren los pasillos de Wall Street. Todos ellos, todos los norteamericanos (y por extensión totalitaria: todos los hombres), quieren el éxito, parece decir el cínico narrador, pero no todos tienen el hambre ni el instinto que se necesita para lograrlo.

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