Otras miradas – 16° edición del BAFICI

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Costa da Morte

Finalizó la decimosexta edición del BAFICI, un festival de cine que todos los años reúne una gran cantidad de películas de todo el mundo. 

Por Gastón Molayoli

En un Festival de cine no pasan los minutos, las horas, ni los días, sino los planos, las escenas y las películas. La sucesión de proyecciones, a cualquier hora, genera en el espectador un estado que lo lleva a registrar de otra manera el paso del tiempo. A veces no sabe si es de día o de noche, si a determinada película la vio el día anterior o hace tres días. Sin embargo, a pesar del cansancio, ese andar lo conduce hacia un trance en el que cada película se impone más allá de sus ideas o la historia que eventualmente cuenta.

La edición número dieciséis del BAFICI (Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente) se desarrolló desde el 2 hasta el 13 de abril. Si bien las películas, las presentaciones de libros y otras actividades se llevaron adelante en ocho sedes, la que concentró gran parte de las proyecciones fue el Village Recoleta, un complejo de diez salas que en varios momentos proyectó cinco o seis películas de manera paralela. Como en la edición anterior, la programación incluyó más de quinientas películas y se organizó a partir de cinco grandes secciones: Panorama (dedicada a una gran cantidad de películas que ya recorrieron Festivales a lo largo del mundo), la Competencia Argentina, la Competencia Internacional, la Sección Oficial Fuera de Competencia y, por último, la Competencia Vanguardia y Género, una sección que comenzó el año pasado y que reúne algunas de las rarezas del Festival. A estas secciones se agregaron retrospectivas dedicadas a directores como Uri Zolhar, Rita Azevedo Gomes y Frank Henenlotter, entre otros.

Ciertas películas

En el marco de la Competencia Argentina se proyectó El rostro, de Gustavo Fontán, un director que viene desarrollando desde hace varios años una carrera intensa, marginal y con una fuerte carga poética. De la misma manera que en sus películas anteriores (La orilla que se abisma, El árbol o La madre, para mencionar sólo algunas), no existe un relato convencional, pero sí un tenue hilo narrativo que conduce a las imágenes y a los sonidos por un devenir de pequeños acontecimientos. El breve relato se podría resumir así: un hombre navega con su pequeño bote sobre el río Paraná, se acerca hacia un grupo de personas, almuerza con ellas y emprende nuevamente su viaje. El mínimo desplazamiento, tanto de los cuerpos como de la cámara, orienta una experiencia perceptiva que desencaja al espectador y lo obliga a preguntarse sobre sus propias definiciones de lo que debe ser una película. El de Fontán es un cine sensorial, alejado de ciertas ideas vinculadas con el realismo y que confía en el cine como un medio capaz de abrir otras dimensiones.

El rostro, de Gustavo Fontán

La competencia nacional fue escenario de algunas confirmaciones. La primera vino de la mano del cordobés Rosendo Ruíz que luego de De caravana, ícono ineludible del cine de nuestra provincia, estrenó Tres D, un relato romántico narrado con mesura y que incluye un documental sobre los festivales de cine y el estado del cine en general. No era necesario confirmar a Edgardo Cozarinsky, un director de extensa filmografía, pero su última película, Carta a un padre, fue otra de esas buenas noticias. Un autorretrato medido, inteligente y sensible sobre un viaje del director en busca de las huellas de su padre.

Tres D, de Rosendo Ruíz

Pero la competencia nacional también fue escenario de decepciones. La más contundente fue la de Alejo Moguillansky, el director que con Castro y El loro y el cisne parecía iniciar una filmografía original y libre y que con su última, El escarabajo de Oro, se acomoda en un terreno demasiado seguro. La película no es tan fallida, tiene un humor que -cuando aparece- funciona, pero su endogamia y su desgano son notables. El director y sus amigos (directores, productores, actores y técnicos), vuelven a protagonizar la aventura, con la diferencia de que ahora ya no hay aventura ni ingenio.

Rodrigo Moreno intenta romper su propia endogamia y la de sus compañeros de generación con Réimon, pero de la misma manera que en sus películas anteriores, El custodio y Un mundo misterioso, se encuentra con algunas limitaciones. La película, que también integró la Competencia Argentina, busca problematizar el vínculo que existe entre unos jóvenes acomodados y su empleada doméstica, pero no logra superar su frialdad formal.

La que se entrega a la aventura sin mirarse el ombligo es La chica del 14 de julio, del francés Antonin Peretjatko. Participó de la Competencia Vanguardia y Género y es una de esas películas que ya no se hacen. No abre una línea narrativa sino varias, pero la principal es la de un joven que junto con su amigo inicia un viaje para buscar a una mujer de la cual está enamorado. El viaje tiene un ritmo notable, es divertido y, por momentos, delirante, pero no por eso obnubila la posibilidad de atender con inteligencia a ciertas temáticas tales como la situación laboral de los jóvenes en la Francia actual.

La chica del 14 de julio, de Antonin Peretjatko

Dentro de la Competencia Internacional se proyectó El futuro, del español Luis López Carrasco, otra de esas películas que interpelan al espectador. Por un lado, porque es un juego de simulaciones: se presenta como un documental que a partir del uso de un supuesto material de archivo reconstruye una fiesta de principios de los ochenta. Sin embargo, todos los participantes de la fiesta son actores. Por otro lado, es un juego de proximidades: al principio de la película, con la pantalla en negro, se escucha a un periodista que informa sobre la victoria del socialista Felipe González. Se trata de un momento coyuntural en la historia de España, la apertura hacia un futuro promisorio. López Carrasco lo continúa con una fiesta en la que un grupo hetérogeneo de jóvenes beben, se drogan, se ríen y discuten -en la mayoría de los casos- sobre banalidades. A pesar de que resulta un tanto cruel, las imágenes funcionan perfectamente como una metáfora de los tiempos que vendrían. El director decide utilizar la tecnología de registro de fines de los setenta y principios de los ochenta para recuperar la textura que tenían las imágenes de esa época. Si a eso se le agrega la decisión de disminuir el sonido de todos los diálogos y dejar en primer plano las canciones que se escuchaban, el resultado es de una gran potencia: pocas películas intentan acercarse con tanta ambición a ese aire que atraviesa una época determinada.

El futuro, de Luis López Carrasco

La mejor película del Festival también provino de España, aunque a diferencia de El futuro participó de la Competencia Vanguardia y Género. Costa Da Morte, de Lois Patiño, es una de esas experiencias que anulan las palabras. Es imposible no vincularla con otras españolas como El cielo gira o Arraianos, documentales que registraban la lenta desaparición de algunos pueblos de la España profunda. Pero la película de Patiño va un paso más allá y encuentra secretas interacciones no sólo entre los pescadores, madereros y mariscadores que habitan la zona, sino también entre los elementos que componen el paisaje: la montaña que explota por los efectos de la dinamita, el mar violento que hostiga a los pescadores de la costa, los árboles que se caen en medio de la niebla o un faro lejano que en la oscuridad persiste con su luz. Costa da Morte no pretende ser más que un baile de luces y sombras, y, por esa disposición, se transforma en un murmullo que abarca todo.

Se podrían mencionar otras películas como Redemption, de Miguel Gomes, Viaje hacia el Oeste, de Tsai Ming-liang, Iranian, de Mehran Tamadon, o la fuerte presencia de cine cordobés, tanto en la Competencia Argentina como en la Sección Panorama, pero esta nota se extendería demasiado. Sólo resta el deseo de que muchas de estas películas atraviesen el limbo que implica un Festival para que puedan circular por todas partes y para que sigan existiendo otras miradas.

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