Un acto de fé en “Tres veces Ana”

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Por Santiago Lucero

Museo del cine y generaciones

En la reciente edición del Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires (BAFICI) continúa una sección que, con cierto espíritu de rescate, aunque la categoría “Rescate” tenga su propio lugar, se dedica a la proyección de películas en fílmico, desde Super 8 hasta 35 mm. No es ajena la creación del festival a la generación del Nuevo cine argentino de la década del 90, donde, entre otras cosas, surge el digital, y no es ajena esta generación a su histórica generación que le precede: la de los 60. Con esto quiero decir que la decisión de una proyección de David José Kohon tiende un puente con no sólo ambas generaciones y el germen de un festival, sino con la idea de un acto de perseverancia en la conservación, difusión y la actitud del re-pensar ciertas cuestiones vinculadas a nuestro presente. El pasado es intrínseco en el cine argentino y la ausencia de una Cinemateca e inminente desaparición de muchas películas debería ser suficiente para pensar el por qué de algunas cosas. El rescate refleja también eso, en algún punto. Amar lo antiguo es sobre todo anticipar la visión del futuro, nos decía Juan Filloy. 

“Tres veces Ana” (1961) de David José Kohon

Hay algo en “Tres veces Ana” que permite hoy re-visitar la película, pensándolo como un trabajo estético preciso, y que motivó no sólo a una proyección a sala llena, con jóvenes y adultos mayores colmando por completo la sala, sino también a la escritura de este texto.

Rumbo a la materialidad.

En “Tres veces Ana” la primera aparición de Ana es en el tren, pero desde el punto de vista de Juan. Es la mirada de él por sobre ella, la que luego es de su familia, y luego de sus amigos, quien lo empujan primigeniamente a cruzarla, a través de una apuesta que realizan sentados en un bar. Este primer de tres relatos es bastante breve. En principio hay una negación y una suerte de coqueteo que seduce aún más a Juan. Prontamente vemos que el relato fluctúa de él a ella. Lo rígido de lo familiar, el sentarse en la mesa y responder a cuestionarios sobre el uso del tiempo, sobre la organización de la vida no se separa de la sonrisas de ambos, en la lejanía misma y en la complicidad de lo indecible, de sentir algo por alguien. El deseo entonces se explicita. La brevedad conduce rápidamente al encuentro de ambos, al beso esperado. La cámara aquí se libera, en una suerte de control de movimientos, en términos técnicos, como también libera a ellos, libera su confianza, mientras están tirados en el parque, luego de dar una caminata. La cámara los toma de cerca pero en plano general, desde varios ángulos, revelando la totalidad del espacio que los rodea, la totalidad de sus cuerpos. Lo rígido parece desaparecer, aunque sea por ese momento. Los zooms no son azar aquí, son procedimientos formales que vuelven de los anteriores trabajos de DJK y de las anteriores escenas de esta misma película. Hay un primer acto de amor acá, entre Ana y Juan, entre Kohon y ellos. La ciudad, también, adquiere un rol casi protagónico, sino es porque por momentos es el fondo, es el lago y el pasto, que envuelven la salvación de estos jóvenes. Sucede en pocos minutos, que hay una extrañeza en el orden temporal, que parecen horas, pero no por lo denso y superficial, sino por los mismos procedimientos que opta la película. 

Del mismo modo, el plano con mayor duración de la última secuencia,  opera con cámara fija, y tiene una razón de ser, en contraposición al dramatismo de la escena, conteniendo la enorme esperanza de Juan de volver a empezar y la intención de Ana de solo marcharse. Ambos deciden distanciarse, pero se van juntos. Se siguen queriendo. De nuevo, la forma no es azar, es medida. En una conversación con Javier Naudeau, DJK plantea que la creación es un material que se va moldeando en el camino. 

El segundo episodio es, en palabras de DJK, un ensamblado cronométrico. Y es que hay en este ensamblado una suerte de musicalización de las imágenes, además de una presencia extranjera en la banda sonora, un over que suena en clave afroamericana y menciones al bolero, que cortan por corte directo, siendo el mismo procedimiento de “Buenos Aires”, su anterior cortometraje. Música lejana pero que se siente cerca. 

La segunda Ana se le hace conocida a este nuevo protagonista, Raúl. Conviven, por unos días, junto a varios compañeros más, en un sucucho en la costa. Aquí hay encierro y cercanía, un trabajo espacial preciso, ingenioso, espectacular, que recuerda a algunas secuencias de The players vs. Ángeles caídos, un filme 8 años posterior, de Fischerman. Curiosamente este trabajo de Fischerman marcó un antes y después en la concepción estética de la cinematografía nacional, por su juego con los límites del espacio, el zambullirse en el experimental. La idea de la libertad parece rodear a este relato también. Ana dice no ser ingenua, con cierta tonalidad de rebeldía, lo que parece tener una especie de conciencia de sus decisiones. Hay frenetismo y una relación menos romántica, menos comprometida entre Raúl y Ana, tan así que no dura mucho.

En el tercer relato, el espacio juega distinto. La cámara tiltea más, la figura de Monito, un empleado de una redactora, se enaltece desde el principio, el espacio, la ciudad, parece otro. Es Monito, en este episodio, quien cree que una joven lo ve desde el alto de un edificio, que existe una posibilidad de conocer a alguien, allá, en lo alto de la ciudad, donde ella se sitúa, o acá en lo bajo, en la calle, la parada de colectivo, dónde él está en este momento. Monito cree que existe la posibilidad de conocer a una persona extraordinaria. Solo está a un cristal de distancia. En la redactora, dentro del edificio, los grandes ventanales marcan una separación de la gran ciudad. Hay algo en el orden de la imaginación que une a todos los relatos, el imaginarse con otro, al mismo tiempo. Personajes perdidos. Están pero no están. Hay entonces, precisamente en esta tercera parte, titulada curiosamente “La nube”, un acercamiento a la ensoñación, que se efectúa quizás en el momento en el que el montaje pareciera empezar a operar de manera que se concatenan planos de algunas ventanas a escala, las cuales Monito dibuja en su escritorio como parte de su trabajo diario, la ventana de Ana (quien aún no estamos seguros de su existencia), el rostro de Monito y el rostro de Ana. Y lo que rescato no es puntualmente esa tercera imagen, casi Eisensteiniana, ese trabajo casi consciente sobre la historia de las formas del montaje, de tipo académico, sino cómo a partir de ese momento el rumbo estético del episodio, y por ende de la película, cambia radicalmente, o mejor, se resignifica, confirmando la poética del autor. El espectador entonces está en esa espera de una respuesta, porque la ensoñación permite saber y del mismo modo no saber lo que sabe el personaje, cuestionando la verdad de lo representado, lo real de aquello que vemos. La eterna situación de esperar a alguien. En el caso de Monito, alguien que no llega y no llegará, pero ante la negación de semejante posible naufragio, lo imagina, imagina a ese otro ahí, la espera y si no está, la crea, la acaricia. En esa ausencia, casi paradójicamente, la materialidad de la imagen entonces va apareciendo, al mismo tiempo que la narración queda quizás en segundo plano, no dejando tanto lugar para la interpretación. La película se juega todo, aproximándose a lo artificio, a lo exagerado, pero con amor, como postulaba Sontag respecto a lo camp. Superposición de imágenes, ennegrecimiento del entorno, pasajes abstractos, cámara en mano simulando una montaña rusa, la creación de una sala de cine inexistente, sobreimpresión analógica con pantalla dividida. Octavio Paz dice que “Antes de ser piedra, cemento o ladrillo, las ciudades son una imagen”. La representación de un personaje solitario no es necesariamente la representación de un personaje triste, y la soledad de Monito es también esa ciudad de la que habla Paz, esa ciudad que intenta configurar la película, una ciudad que deviene en imagen, una ciudad quieta pero con reverberancias, una muestra clara de cómo la forma sirve al objeto. Contrario a cierto orbitaje desesperanzador, sea del presente o de las lecturas que uno puede hacer respecto de Ana, Juan, Raúl y Monito, todos ellos son, en definitiva, jóvenes que creen y aman, o por lo menos hay algo que los convoca a seguir buscando eso.

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