Ida

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ida

Dialéctica entre el materialismo del jazz y el dogma católico.  

Ida (Polonia/2013). Director: Pawel Pawlikowski. Guión: Pawel Pawlikowski y Rebecca Lenkiewicz. Fotografía: Lukasz Zal, Ryszard Lenczewski (B&W). Reparto: Agata Kulesza, Agata Trzebuchowska, Joanna Kulig, Dawid Ogrodnik, Jerzy Trela, Adam Szyszkowski, Artur Janusiak, Halina Skoczynska, Mariusz Jakus.

Por Alexis Gutiérrez Blanco

Polonia de la postguerra. Cinta en blanco y negro. Formato 4:3. Dirigida por Pawel Pawlikowski.

Anna (Agata Trzebuchowska) es una novicia inmaculada criada en un convento y está por asumir sus votos monásticos. Pero antes conocerá a su tía Wanda (Agata Kulesza), quien le confesará un secreto funesto sobre sus progenitores y le develará su verdadero nombre: Ida.

La exploración de ambas, hurgando en el ignoto hueco del pasado en una atmósfera un tanto plomiza, se desenvuelve con una estructura narrativa que comprende elementos de las road movies y un drama que se mece entre episodios mustios y hermosos.

Ida naufragará aturdida en la búsqueda de sus muertos y, por consiguiente, en el descubrimiento de sí misma. A su vez que crece la estimación por su tía, quien fuma constantemente sumida en un pesimismo existencial. Las sombras del pasado se proyectan sobre el presente.

Donde la credulidad es una lúgubre estancia –entre la desolación del claustro y el ascetismo inmutable- el jazz es la luz cenital que desparrama los atuendos del hábito para desnudar a una señorita judía.

La fe es la llama de una vela titubeando en las tinieblas. Coltrane es el redentor lascivo de las pasiones y las contingencias terrenales que le implantaran a Ida la decisión vacilante entre una vida a merced de la lumbre del escepticismo o la sumisión en la austeridad impasible de la liturgia, adulando a una deidad que no es la de sus ancestros.

La fotografía del film ejecutada tan pulcramente entre luces y sombras cenicientas tiene por momentos fotogramas que se asimilan a la rúbrica estética de la pintura renacentista. La secuencia de los planos y los encuadres operados de manera sublime acatan una imponencia expresiva que atraviesa la mirada inundada del espectador entre caminos, calles vetustas, bares, efigies, rostros, bosques y paisajes cubiertos por una nieve copiosa.

Cada vez que escuche Naima de John Coltrane me transportará a las escenas entre una novicia y un músico en cierto bar de Polonia en 1960.

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