La patota

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La patota

Tierra (roja) de los muertos

La patota (Argentina-Francia-Brasil/2015). Dirección: Santiago Mitre. Elenco: Dolores Fonzi, Oscar Martínez, Esteban Lamothe y Verónica Llinás. Guión: Mariano Llinás y Santiago Mitre, basado en el original de Eduardo Borrás. Duración: 102 minutos.

 

Por Gastón Molayoli

Una pregunta obligada para cualquier cineasta es cómo filmar un diálogo, un encuentro verbal entre dos personajes. En el esquema clásico esa situación se resuelve a partir de una dinámica que combina, con mayor o menor pericia, el plano general y el juego plano-contraplano. En otras tradiciones (e incluso en algunos cineastas vinculados con el cine clásico), las decisiones pueden ser distintas, desde el sostenimiento de un plano fijo que encierra a los personajes involucrados por el rato que dura la escena, hasta la elección de un plano-secuencia en movimiento, una coreografía plástica alrededor de (o entre) los interlocutores. Hay un subgénero de películas que se asientan en la manera en que la palabra devela una serie de argumentos y que podríamos definir como “cine de juicios”. Se desarrollan principalmente en un tribunal y sus protagonistas, según el sistema judicial, son abogados, jueces, jurados, acusados y acusadores. Los intercambios se alejan del diálogo amable y se instalan en el duelo verbal.

La patota podría encuadrarse dentro de este subgénero, a pesar de que gran parte de su entramado se desarrolla fuera de un tribunal. Sus dos protagonistas son personas de la ley, una abogada -recién recibida e inmersa en un doctorado- y un juez, con el añadido de que la primera es hija del segundo. Los momentos más relevantes son aquellos en los que ambos, Paulina y Fernando discuten, sostienen o esquivan argumentos. Las discusiones giran siempre en torno de las decisiones que Paulina toma y que su padre, en general, desaprueba. Paulina quiere viajar a un pueblo muy pobre de Misiones donde habita una población importante de inmigrantes paraguayos para participar, “poniendo el cuerpo”, de un programa de “Difusión de derechos” del cual ella es una de las principales responsables. Su padre le dice que está sobrecalificada para esa tarea, que debería estar coordinando el programa y que pierde el tiempo simulando ser una “maestrita rural”. Todo esto se discute en la primera escena, articulada como si fuera una especie de interrogatorio en el que Paulina intenta convencer al juez-padre.

Mitre no plantea una organización tradicional a partir del esquema plano-contraplano sino que mueve su cámara entre ambos personajes construyendo, con eficacia, un plano secuencia que anula la oposición que se establecería en otra distribución visual. La escena siguiente nos muestra a Paulina mientras responde a un interrogatorio menos suelto que el anterior a través del cual nos enteramos de su viaje a Misiones y de la violación que allí sufrió, sólo que ahora la cámara se concentra sobre su rostro y deja en fuera de campo a quienes la interrogan. La elección es clara: la película será sobre ella y sus decisiones. La elipsis que implica el paso de la primera escena a la segunda también es una decisión importante, aunque innecesaria: suprime los acontecimientos que luego retoma en su totalidad para revestirlos de un clima trágico, como si el hecho terrible hubiera sido inevitable. Lo importante es lo que le pasa a Paulina y las decisiones que toma: volver a trabajar en el colegio a pesar de que sospecha de algunos alumnos, sostener el embarazo que genera la violación y, cuando llega el momento, absolver a los jóvenes de cualquier castigo.

Si muchos afirman que estamos frente a una película de tesis se debe a que Mitre acompaña las decisiones de su protagonista como si fueran axiomas que conducen a una conclusión final. Desde la primera escena se pone en juego una oposición que atravesará toda la película: la dicotomía entre un romanticismo ingenuo y un pragmatismo cínico. La misma oposición está presente en El estudiante, la primera película en solitario de Santiago Mitre, aunque desde la tensión entre una “nueva” y una “vieja” política. Tanto en aquella como en esta los personajes no son personajes, son posiciones. Fuera de esa dicotomía hay un actor fundamental: los extraños que hablan un idioma incomprensible (fíjense cómo la película asume una posición al no subtitular los diálogos que mantienen los jóvenes cuando hablan guaraní). Cuando la película los muestra por primera vez parecen zombies parados arriba de una loma, entes vacíos que esperan la señal de un hechicero para activar el movimiento.

Paulina, en cambio, es algo más que una heroína con una convicción y un estoicismo a prueba de balas. Si parece inalcanzable es porque su superioridad no es sólo intelectual o moral sino también espiritual, es un ángel con el poder de perdonar (la escena en la que la amiga y compañera de colegio le ruega a Paulina que la perdone, simplemente por no comprender sus decisiones, roza el delirio místico). Paulina establece un diagnóstico: el mundo es violento, burocrático, la policía es corrupta y “cuando hay pobres en el medio la Justicia no busca justicia sino culpables”. Y decide iniciar un camino propio, al margen de la ley, una especie de justicia por mano propia pero sin violencia física.

La idea última de que toda experiencia es intransferible, que pone en palabras la misma Paulina cuando se queda sin argumentos, genera un callejón sin salida: no hay nada que el espectador pueda hacer más que limitarse a ser un observador pasivo. Pero estar frente a un personaje no es lo mismo que estar frente a una persona, sobre todo si viene revestido de una serie de atributos que lo convierten en un ejemplo universal. Allí está la trampa de La patota: las decisiones de Paulina son indiscutibles (porque son personales) pero tienen la pretensión de un deber ser.

La gran diferencia entre esta nueva versión y la original de Daniel Tinayre es que aquella asentaba una buena parte del peso en las imágenes –que dejaban a la violación en fuera de campo- mientras que esta lo hace en lo que dicen los personajes. Mientras aquella se desarrollaba en Buenos Aires, esta lo hace en Misiones, un desplazamiento que sólo podría comprenderse por la extrañeza que sienten los que viven en las grandes ciudades frente a ese territorio inexplorado llamado “el interior”. Por lo demás, las dos comparten el mismo conservadurismo.

Mitre demuestra que es un gran narrador a pesar de cierta redundancia (las escenas que se repiten, sin razón, desde otro punto de vista) y de una alteración un tanto gratuita de los tiempos, y que trabaja muy bien con los actores (Dolores Fonzi y Óscar Martínez están son muy sólidos). El problema de La patota es que no encuentra matices ni zonas confusas, sólo encrucijadas discursivas que, en algún momento, quizás pongan al espectador en una situación de duda. Mitre reconoce a la política como campo de tensiones y disensos pero se refugia en la conciencia individual en contra de la justicia social y eso hace que el encuentro con los otros, incluso desde la diferencia, sea imposible. Tener conciencia de clase no es lo mismo que tener culpa de clase. La primera puede ser un punto de partida, la segunda es siempre un punto muerto.

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