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ETTORE SCOLA: LA HISTORIA POR DENTRO.

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Por Amilcar Nochetti. Miembro de la Asociación de Críticos de Cine de Uruguay (filial Fipresci)

 

Llevó bastante tiempo averiguar quién era realmente Ettore Scola, un cineasta de larga carrera, que en estos días estaría cumpliendo 90 años. Por un período considerable a Scola pudo tomárselo simplemente por un artesano más, pero desde mediados de los años 70 se convirtió en una de las figuras más significativas del cine italiano. 

 

LARGO ASCENSO. Scola nació en Trevico, provincia de Avellino (Campania), el 10 de mayo de 1931. Poco después de su nacimiento, su familia se trasladó a Roma, ubicándose en el distrito Esquilino. Terminada la guerra, con quince años Scola empezó a dibujar caricaturas, las cuales le llevaron a trabajar el periodismo humorístico en el semanario Marc’Aurelio, donde conoció a mucha gente que ya comenzaba a destacarse en cine: Federico Fellini, Steno, Cesare Zavattini, Ruggero Maccari y el binomio Agenore Incrocci-Furio Scarpelli. Mientras tanto, trabajaba en una radio y estudiaba Derecho en la Universidad de Roma. Llegó a recibirse de abogado, aunque nunca ejerció.

 

De todos sus conocidos de Marc’Aurelio Scola inició una duradera amistad con Ruggero Maccari, quien lo acercó al cine. Con él empezó la que sería la primera parte de su carrera, una extensa etapa (1952-1971) en la que escribieron medio centenar de libretos. Fue muy eficaz en los que realizaron para talentosos cineastas como Antonio Pietrangeli (Amores de medio siglo, El soltero, Nacida en marzo, Adua y sus amigas, Fantasmas en Roma, La Parmigiana, La bella culandrona, El magnífico cornudo, Yo la conocía bien), Mauro Bolognini (Los alegres vigilantes), Mario Camerini (Primer amor), Steno (Un americano en Roma, Totó en la luna), Carlo Lizzani (Han robado a un vigilante), Luigi Zampa (Gli Anni Ruggenti, Cuatro esposas se divierten), Nanni Loy (El marido, ¡Estos italianos!) y Dino Risi (Il Mattatore, Il Sorpasso, La marcha sobre Roma, Los monstruos, El caradura, Los complejos del hombre, El profeta, Las mujeres somos así).

 

Citar todos esos títulos, a los que habría que sumar otra cantidad similar para cineastas de segunda línea, no tiene la intención de abrumar al lector, sino llamar su atención en dos aspectos fundamentales a la hora de evaluar la futura labor de Scola como director: 1) esa andanada de comedias lo posicionó como alguien altamente capacitado para iniciarse detrás de cámaras en el género, y además lo sindican (junto a su amigo Maccari) como verdadero coautor de películas que no pertenecen sólo a los cineastas de turno, lo cual una vez más echa por tierra la universalidad de la teoría del autor francesa; y 2) gracias a esa labor previa, Scola tomó contacto (e inició amistad) con los cinco máximos divos del momento: Vittorio Gassman, Nino Manfredi, Marcello Mastroianni, Alberto Sordi y Ugo Tognazzi, quienes serían protagonistas continuos de su futuro cine.

 

En medio de esa labor Scola decidió pasar a la realización, donde terminaría siendo autor de treinta largos de ficción (tres de ellos en episodios), ocho documentales y cuatro cortos. Como era lógico dados sus antecedentes, en esta etapa sólo fabricó un cine pasatista. Debutó con Hablemos de mujeres (Se Permettete Parliamo di Donne, 1964), una comedia agridulce realizada en episodios encadenados en base a un mismo personaje, donde Vittorio Gassman tuvo la oportunidad de poner otro grano de arena a su reputación de galán conquistador, rodeado de bellas mujeres del momento (Sylva Koscina, Eleonora Rossi Drago, Antonella Lualdi, Giovanna Ralli). Aquí ya puede verse el peso de la labor y las amistades que Scola cosechó a lo largo de los años pasados, ya que las mejores luminarias no dudaron en ponerse al servicio del debutante. Luego Scola evolucionó a la comedia clásica con Un caso fortuito (La Congiuntura, 1964), historia de un príncipe romano miembro de la Guardia Noble pontificia (Gassman), que se enamora de una joven inglesa (Joan Collins) a la que conoció en un viaje de placer por Suiza. Debido a ello, se verá envuelto en un escabroso tema de lavado de dinero. Y después rodó el episodio “El victimario” para el film Espeluznante (Thrilling, 1965), donde Nino Manfredi es un profesor obsesionado con la idea que su esposa (Alexandra Stewart) lo engaña.

 

La farsa continuó en El diablo enamorado (L’arcidiavolo, 1966), ambientada en la Florencia del siglo 15, con un diablo (Gassman) que es enviado a sembrar discordia entre esa ciudad y el Vaticano, intentando impedir la boda de un aristócrata papal con la hija de Lorenzo el Magnífico. Luego Scola derivó a la sátira: Mr. Sebastian ha desaparecido (¿Riusciranno i Nostri Eroi a Ritrovare l’Amico Misteriosamente Scomparso in Africa?, 1968) es la historia de un rico ejecutivo (Alberto Sordi), cansado del trabajo, la sociedad y su familia, que decide partir con un amigo (Bernard Blier) hacia África en busca de un compañero (Manfredi), desaparecido en misteriosas circunstancias. No hay ningún título fracasado en este lote, aunque tampoco nada que se eleve por encima de la medianía. Incluso el último cae en larguezas debido a su innecesaria duración de 130 minutos. Todo depende del divismo de los intérpretes y la habilidad de Scola y Maccari para los diálogos y la elaboración de unas cuantas situaciones eficaces en cada película.

 

Después Scola torció por primera vez hacia el drama, y pareció interesado en decir que la injusticia de los poderosos suele quedar impune. El comisario Pepe (Il Commissario Pepe, 1969) es un policía de una pequeña ciudad del Véneto (Ugo Tognazzi), que vive con resignación su tediosa existencia, aliviada por la lectura y una amante secreta, a la cual ve los viernes. Las cosas cambian cuando se ve obligado a realizar una investigación sobre la existencia de conductas inmorales relacionadas con la droga, la prostitución, la homosexualidad y las orgías. El resultado es un film de denuncia menor, aunque honesto y valiente para la época en que fue realizado. Scola volvió a la comedia en Celos estilo italiano (Dramma della Gelosia: Tutti i Particolari in Cronaca, 1970). Oreste (Marcello Mastroianni) es un albañil que milita en el Partido Comunista y vive mansamente con su esposa e hijos, hasta que conoce a la joven florista Adelaida (Monica Vitti). Locamente enamorado, deja todo por ella, pero las cosas se le complican cuando aparece un vendedor de pizza (Giancarlo Giannini), ya que Adelaida no sabe por cuál de los dos decidirse. La hecatombe final sucede porque Oreste se vuelve loco de celos y pierde el control de sus actos. La película provocó un pequeño sobresalto, porque si bien no rompía esencialmente con la carrera comercial de Scola, apuntaba indicios de una mayor inquietud personal, debido a la forma desaforada de encarar el tema mediante la utilización de una cámara permanentemente frenética, a cargo del notable Carlo Di Palma.

 

Esos rasgos permanecieron muy ocultos en la comedia ¿Me permite?… Rocco Papaleo (¿Permette?… Rocco Papaleo, 1971), la historia de un italiano (Mastroianni) que vive en un pueblito de Canadá y decide visitar Chicago para asistir a un combate de boxeo. Allí sufre un accidente y conoce a una modelo (Lauren Hutton), se enamora de ella y posterga la vuelta al hogar. Esta comedia es uno de los puntos más bajos de la carrera de Scola, ya que carece de gracia, no apunta nada valioso sobre la situación de los inmigrantes, y se da el lujo de desperdiciar las dotes interpretativas de Mastroianni. El cineasta mejoró y mostró mayor contundencia en La tarde más bella de mi vida (La Più Bella Serata della mia Vita, 1972), sobre obra teatral del suizo Friedrich Dürrenmatt. Un italiano (Sordi) se dirige a Suiza, pero al llegar la noche se ve obligado a pedir alojamiento en un castillo. Durante la cena, el dueño de casa (Pierre Brasseur) y sus amigos (Michel Simon, Charles Vanel, Claude Dauphin), todos ex jueces, invitan al huésped a participar en un peculiar juego, ofreciéndole el único puesto vacante: el del acusado. El resultado es una oscura farsa donde mentira y verdad parecen no tener un límite preciso, lo que lleva a una reflexión profunda acerca de la imperfección de la justicia humana. Hay un exceso de verborrea en el film, sin duda alguna, pero se compensa con las aristas filosas que el tema propone y la memorable labor del quinteto protagónico.

EL RIGOR, ANTE TODO. Fue sin embargo Nos habíamos amado tanto (C’eravamo Tanto Amati, 1974) el film que marcó para Scola un tercer comienzo en su carrera. El director encaró una crónica en parte humorística, en parte melancólica, a propósito de tres antiguos miembros de la Resistencia gastados por los años. Gianni (Gassman) es un joven abogado honesto que termina convertido en arribista al casarse con Giovanna Ralli, hija de un viejo promotor de turbios negociados edilicios (Aldo Fabrizi). Antonio (Manfredi) es camillero en un hospital, especie de Juan Pueblo que se mantiene incólume en sus aspiraciones bondadosas y mediocres amando a Luciana (Stefania Sandrelli), quien a su vez ama a Gianni, es abandonada por éste, e intenta trepar en el ambiente del cine prostituyéndose para conseguir pequeños papeles. Nicola (Stefano Satta Flores), por su parte, es un profesor de latín de ideas izquierdistas, que por sus opiniones y arranques violentos pierde su puesto en provincia, abandona mujer e hijo y va a Roma, donde se reencuentra con sus dos amigos y termina -pese a su amor por el neorrealismo- convertido en crítico de cine suplente y anónimo. Un acento polémico se desliza en la entrelínea del asunto, que entrecruza las vidas paralelas de esos personajes a través de muchos años para decir que las audacias del pasado no valen en el presente, y cuestionar el conformismo o el sometimiento a las convenciones sociales en que han caído todos ellos. Scola inauguró aquí la serie de lúcidas miradas a la Historia a través de las pequeñas historias de la gente común, porque esta comedia amarga, que enjuicia a una generación, desarrolla veinte años de la historia de Italia intercalando documentos de época y filmación ficticia, lo que le permite pasar con gran sutileza del blanco y negro al sepia y al color. Scola se maneja con sensibilidad, rigor e inteligencia, y el resultado es convincente y apasionado, más allá de sus múltiples lecturas: es un examen de conciencia, una expresión de sentimientos, una reflexión humanista, un amor al terruño, y un arte que forma parte de la misma existencia. El César al mejor film extranjero posicionó a Scola como un cineasta muy talentoso, a quien no había que perderle pisada.

En Sucios, feos y malos (Brutti, Sporchi e Cattivi, 1976) la risa es inevitable ante un cuadro terrible (los cantegriles de la periferia de Roma) tratado con un empuje farsesco capaz de inyectar comicidad a una pintura de contornos siniestros. Scola retrata aquí a una familia de 19 miembros: todos viven en el único cuarto de una casilla bajo la tiranía de un padre avaro y burlón (Manfredi), mientras los demás intentan asesinarlo y oscilan entre el robo, el abandono y la prostitución. La puntería es muy certera, y logra a través de la salvaje caricatura una mirada incisiva y una intención crítica, donde el chiste sangriento no hace más que acentuar esa deliberada mordacidad sobre un medio de miseria que culmina en una ojeada profunda y estremecedora. Sin embargo, casi fue prohibida en Italia porque “de ella nada bueno puede rescatarse, ya que todo es sucio y negativo”. Pero un film cuyo panorama de un barrio de latas incluye en el cercano horizonte la cúpula de San Pedro puede hacer pensar al espectador atento que el centro mismo de la tantas veces invocada cristiandad tolera en sus cercanías algunos extremos de desamparo económico, social y moral que deberían ser atendidos con otra generosidad, en un mundo donde la acumulación de riquezas incluye al Vaticano. Un film cuyo sentido del humor subraya con ferocidad el horror de conductas sugiere la necesidad de rescatar a una parte de la humanidad de los límites a los que la empuja una sociedad materialista. Un film que describe comportamientos perversos, pero que reserva a los responsables de ellos un destino sombrío, sin redención aparente, establece una suerte de compensación moral. Un film que intercala ejemplos de emotiva solidaridad entre individuos solitarios, y que contrapone esos rasgos a la crueldad de los demás, establece una mínima escala de valores. Creer que de la película nada se rescata es una forma de la ceguera que linda con la hipocresía. Scola conquistó por este film el premio en Cannes al mejor director.

Un día muy especial (Una Giornata Particolare, 1977) es el de la visita de Adolf Hitler a Benito Mussolini en 1938, acontecimiento celebrado con desfiles, despliegues de banderas y discursos. Es, también, el día del encuentro del ama de casa romana (Sofía Loren) con el intelectual antifascista y homosexual (Mastroianni), el inicio de un romance sin futuro, y el descubrimiento de los dolores y las melancolías de quienes padecen la Historia. Lo notable del film es el sentido de contrapunto que lo preside: esa relación de una pareja tan desigual no sólo es el reverso de la pompa oficial, sino que ilustra la clase de individuos que el fascismo marginó, y los retrata con una mezcla de humor piadoso y entrañable comprensión. La mirada de Scola sobre esos personajes no cae en lugares comunes ni convencionalismos, sino que emplea sobreentendidos, significativos silencios y gestos de secreta emoción, capaces de transmitir al espectador el fondo mismo del conflicto. Esas sutilezas cubren también la corteza del film, porque la fotografía en color desvaído acerca ese vistazo al pasado no sólo en espíritu, sino también en el estilo. El premeditado tono menor del relato, la reserva emocional que lo domina, la fineza interpretativa y la sensibilidad estética convirtieron al film en una tercera culminación consecutiva. El film y Mastroianni estuvieron nominados al Oscar. Ambos perdieron, el primero en forma injusta frente a Madame Rosa de Moshe Mizrahi, y el segundo ante la frenética labor de Richard Dreyfuss en La chica del adiós. Sin embargo, la película ganó el Globo de Oro y el César, mientras Scola y Sofía Loren lograban el David di Donatello.

Después de tres notables episodios para Alberto Sordi en Los nuevos monstruos (I Nuovi Mostri, 1978), La terraza (La Terrazza, 1980) fue en su momento imposible de analizar, ya que de sus 150 minutos el Río de la Plata vio 105, en una copia cercenada ferozmente por la distribución estadounidense. Ahora, completa en DVD, se puede hacer justicia a ese grupo de personajes (Gassman, Mastroianni, Tognazzi, Jean-Louis Trintignant, Serge Reggiani) que se reúne cíclicamente a lo largo de una serie de fiestas que parecen ser una sola. Ese quinteto de cincuentones fracasados, sus activas y triunfantes esposas (Stefania Sandrelli, Carla Gravina, Milena Vukotic), el desencanto político y la aventura adúltera surgen en la cadena de flashbacks que el film establece a partir de ahí, en un mecanismo que repite con menos convicción varias ideas mejor expresadas en Nos habíamos amado tanto. Hay de todas formas muchas agudezas en el libreto y un enorme control de Scola sobre su carismático elenco, nunca más mesurado que aquí. En cambio, Pasión de amor (Passione d’Amore, 1981) fue un lustroso resbalón. Desarrolló un novelón finisecular, la historia de una mujer fea y desgraciada (Valedia D’Obici) que se enamora de un apuesto oficial (Bernard Giraudeau) y a cierta altura es correspondida en su sentimiento, en un tortuoso mecanismo de emociones que se impregna finalmente de tintes sombríos, al intervenir varios convidados de piedra: el doctor Trintignant, el coronel Massimo Girotti, el mayor Bernard Blier y, sobre todo, la bella amante del protagonista, Laura Antonelli. El problema es que Scola nunca fue Visconti, y eso se nota: el desmelenado romanticismo del tratamiento afeaba a una película de innegable belleza formal.

La noche de Varennes (La Nuit de Varennes, 1982) fue como una mirada de reojo: en 1791, mientras Francia se sacude con la Revolución y los reyes intentan escapar hacia la frontera alemana, otro carruaje circula por esa misma ruta con un variado grupo humano a bordo. Entre los viajeros figura un periodista estadounidense que se enoja cuando habla de política (Harvey Keitel), una bodeguera de soterrado erotismo (Andrea Ferreol), un viejo burgués conservador (Daniel Gélin), una condesa (Hanna Schygulla) y su ayudante (Jean-Claude Brialy) que han vivido en la corte, un escritor escandaloso a quien todo el mundo ha leído (Jean-Louis Barrault), una cantante lírica más bien idiota (Laura Betti) y un anciano seductor (Mastroianni) a quien el coche debe recoger en medio del camino, porque el suyo se rompió. A pesar que la anécdota es imaginaria, el film juega en más de un nivel con la realidad histórica: no sólo la de los reyes, con cuya fuga el grupo llegará a cruzarse, sino con el carácter real de algunos de los viajeros, porque el yanqui es Thomas Paine, el escritor licencioso es Restif de la Bretonne y el septuagenario es Casanova. El placer de Scola al narrar su historia es visible en la gracia con que colorea situaciones y personajes, el relieve con que recrea el moribundo siglo 18 en muelles y plazoletas de un París milagrosamente antiguo, el filo de emoción e hilaridad en que ubica ese cuadro picaresco, dotado de la intransferible cualidad italiana para amalgamar (no se sabe cómo) un latido dramático y una chispa de comicidad, logrando de ambas fuentes una sola atmósfera. El memorable elenco -al que hay que sumar a Trintignant en una fundamental escena cerca del final- es otra proeza mayor de una película que apunta con ironía el juego de lucidez e indiferencia, abnegación y egocentrismo, sensatez y frivolidad con que el hombre viajó y viaja por las encrucijadas de la Historia. La película ganó el David di Donatello al mejor libreto, dirección artística y vestuario. No era para menos.

El baile (Le Bal, 1983) cuenta 40 años de historia francesa a través de la concurrencia, siempre idéntica y siempre renovada, a un baile popular sabatino. El París del Frente Popular, la ocupación nazi, la liberación, Argelia y los años 60, volcados sin una línea de diálogo, exclusivamente a través del movimiento, la memorable banda sonora y la mímica de los extraordinarios actores del grupo teatral Les Compagnols, según famosa puesta en escena teatral que Scola transcribe casi literalmente. El resultado posee una seductora superficie que ha podido ser confundida un tanto exageradamente con la grandeza, porque sus logros de humor, melancolía y sugestiva evocación de época se van amortiguando a medida que el film se acerca a la época actual. De todas formas, el conjunto es más que valioso y sin dudas llamativo, lo que propició una nominación al Oscar: perdió frente a Fanny y Alexander de Ingmar Bergman, pero se resarció conquistando un premio en Berlín, tres César (mejor película, director y música) y cuatro David di Donatello (mejor película, director, música y montaje). Después Scola perdió pie con el paso de comedia de Macaroni (Maccheroni, 1985), donde narró el reencuentro después de cuatro décadas de dos antiguos compañeros en la lucha contra el nazismo, cuando el estadounidense Jack Lemmon, de visita en el país, descubre que su antigua novia (Daria Nicolodi) y su hermano (Mastroianni) están involucrados en una gran estafa. El resultado era sólo un vehículo para dos formidables histriones.

 

La recuperación fue total en La familia (La Famiglia, 1987), la obra maestra del cineasta, que narró 80 años de la existencia de una familia italiana. Por afuera corren los grandes acontecimientos de la Historia (una guerra, el fascismo, otra guerra, la reconstrucción), a los que se superponen los pequeños incidentes privados que hacen la vida de todos los días de esos italianos que nacen, crecen, se enamoran, se casan, tienen hijos, se separan, se reencuentran y mueren en el interior de la vieja mansión. En la imagen parece ocurrir poca cosa: no están presentes los grandes hechos colectivos, tampoco las muertes y los nacimientos, las fugas y los amores, los besos y los adioses. El espectador asiste en cambio a sus efectos, a la influencia que esos acontecimientos externos o culminantes ejercen sobre el transcurrir de la vida diaria de Gassman y los suyos: aquí todo continúa como siempre, observado por el ojo discreto de una cámara que se sorprende casi al captar la permanencia, la viscosidad, la impermeabilidad de esa casa donde la vida repite siempre la misma escena, la misma historia. Cada diez años un luto, un nacimiento, un cuadro, un objeto que se rompe; luego un travelling a lo largo de un corredor (estupendo hallazgo de Scola para visualizar el paso del tiempo a través del movimiento en el espacio) “abre” un telón sobre el decenio siguiente, inevitablemente destinado a repetir lo ocurrido. Esa noción de duplicación en el interior de un microcosmos autosuficiente es un logro mayor de Scola, que ya antes había utilizado acontecimientos laterales o nimios como comentario del transcurrir de la Historia mayor, pero en esta oportunidad invierte el esquema, porque aquí se trata de la impermeabilidad de lo cotidiano a los eventos de la época, la dificultad de la Historia para penetrar en la profundidad de la vida. Scola nunca fue más sobrio y delicado, más modesto y sabio que en este film: lo suyo es una lección de medida, de elegancia, de estilo. Una lección de cine. Obtuvo una nominación al Oscar, que perdió en dificilísima decisión frente a la notable La fiesta de Babette de Gabriel Axel, en un año muy complicado donde también competía Adiós a los niños de Louis Malle. Pero se resarció ganando seis David di Donatello (mejor película, director, libreto, actor, música y montaje).

LA RECTA FINAL. Después de esa maravilla era inevitable el bajón. Splendor (ídem, 1988) tuvo la mala suerte de haber sido realizada contemporáneamente a la más exitosa Cinema Paradiso de Giuseppe Tornatore, que trata un tema similar: ilusión y realidad, el fin del cine y su homenaje y celebración, la historia de una sala, de los hombres y mujeres vinculados a ella (Mastroianni, Massimo Troisi, Marina Vlady) y de los films proyectados sobre la pantalla, interconectados con sus vidas. Es, también, el paso del tiempo vinculado a un lugar privilegiado, y el resultado fue un juego de emoción y nostalgia que poseía sus ribetes de encanto. Lo mismo sucede con ¿Qué hora es? (¿Che Ora È?, 1989), donde un padre abogado (Mastroianni) y su hijo, que está haciendo el servicio militar (Troisi), se reencuentran en un día de permiso del joven, dando lugar a una sucesión de reproches mutuos, una búsqueda de la comunicación perdida, el descubrimiento de algún afecto perdurable por detrás de la oposición y el conflicto. El mecanismo lució algo reiterativo, aunque ocasionalmente se apoya en el filo entre el humor y la emoción, una marca de fábrica de Scola.  Después el cineasta marcó el paso con El viaje del capitán Fracassa (Il Viaggio di Capitan Fracassa, 1990), adaptación de una novela de Théophile Gautier nunca exhibida en el Río de la Plata. Ambientada en la Francia del siglo 17, es la historia del único sobreviviente de la familia Sigognac (Vincent Pérez), quien deja el castillo de sus antepasados para seguir a unos actores ambulantes que, entre duelos, emboscadas y amoríos, se dirigen a París con la intención de conocer al rey. Durante el camino será ayudado por uno de los saltimbanquis (Troisi), mientras no decide su destino amoroso entre la experta Serafina (Ornella Muti) o la ingeniosa Isabella (Emmanuelle Béart). El film no funciona como comedia ni como aventura, aunque es un permanente lujo visual, lo cual justifica los David di Donatello logrados (mejor fotografía y dirección artística).

 

El cineasta mejoró en Mario, María y Mario (Mario, María e Mario, 1993), que es un triángulo amoroso entre Giulio Scarpati, Enrico Lo Verso y Valeria Cavalli, pero también un centro de debate ideológico y existencial. Sin embargo, no hay panfleto en el film, no hay un “mensaje”, no hay prédica. Es un relato pequeño y emocionante en la naturalidad y la hondura con que se acerca a uno de los conflictos de nuestro tiempo: la crisis del Partido Comunista italiano tras la caída del socialismo. Hay que tener mucha sabiduría y experiencia de cine para hacer una película tan intimista y a la vez tan expuesta a la abierta discusión política, tan necesaria como espejo discreto y como puesta al día de emociones actuales. Por su parte, Crónica de un joven pobre (Romanzo di un Giovane Povero, 1995) fue una amarga tragicomedia con dosis de negrura y pesimismo inesperadas en Scola. La película cuenta la historia de dos hombres desgraciados: el joven (Rolando Ravello) sufre porque no tiene dinero; el viejo (Sordi) porque, aunque plata le sobra, tiene que vivir con una esposa insoportable. Ninguno encuentra solución a su problema, hasta que el anciano propone un pacto: el joven matará a la esposa del viejo a cambio de una pequeña fortuna. Pero el pacto se complicará con la aparición de un inspector de policía (André Dussollier), al cual hay varias cosas que no terminan de cerrarle en el caso.

La cena (ídem, 1998) pareció una repetición eficaz, aunque nada memorable, de viejos temas ya expuestos en Nos habíamos amado tanto y La terraza. El film se compone de un conjunto de pequeñas historias, cuyos protagonistas son los clientes fijos (Gassman, Giannini, Sandrelli, Marie Gillain, otros) de un restorán, cuya dueña es Fanny Ardant. El problema de la película viene desde el punto de vista de su fragmentación narrativa. La multiplicidad de enfoques y el cambio constante de historias, desde lo más profundo hasta lo banal, hacen que el espectador no llegue a identificarse con ningún personaje, no tenga tiempo para simpatizar con ninguno de ellos y se limite a ser testigo, algo que Scola probablemente desea potenciar, como si el espectador estuviera sentado en una mesa y lo que contemplara y escuchara fueran retazos de vidas de las mesas cercanas. Cine sencillo, directo, amable, sutil, divertido, combina humor y dramatismo, humanidad y vitalismo, carisma y reflexión, exalta los placeres mundanos (la comida, la charla, la compañía) y es un guiño a los pequeños momentos de placidez de los que podemos gozar de vez en cuando, pero siempre ubicado un poco más acá del lugar adonde pudo haber llegado. La película deja un sedimento de insatisfacción, pero de a ratos también el sabor dulce de un buen postre. Un Scola menor, aunque no del todo desdeñable. Presenta la última labor de Gassman antes de morir.

 

En Competencia desleal (Concorrenza Sleale, 2001) Scola volvió a posar su mirada humanista en la Italia de Mussolini para criticar la indiferencia ante el atropello sufrido por ser judío. En este caso, la historia se organiza en torno a dos comerciantes de trajes a medida que libran su batalla particular por ganarse la clientela, y cuya rivalidad supera lo profesional. Ambos ponen en juego sus estrategias mercantiles, y tienen familias cortadas por un mismo patrón: sus hijos pequeños son íntimos amigos de clase y juegos, entre los hermanos mayores surgió un romance a lo Romeo y Julieta, y en torno a ellos merodea la típica parentela romana. La historia comienza en tono ligero y amable, al presentar una relación de competencia desleal, pero con aire humano y cierta comicidad. La situación da un giro al aflorar el virus que se incubó de a poco: la condición judía de Leone (Sergio Castellitto), que Umberto (Diego Abatantuono) le echa públicamente en cara. Desde ese momento el dramatismo se adueña de la pantalla y hace avanzar la historia en una Italia donde la intolerancia se adueña de la calle. El retrato satírico, cómico por momentos, del gobierno de Mussolini, se apoya en una fina y ágil ironía de diálogo, y en la recreación de varios estereotipos, pero incluso ellos son tratados con cortesía y piedad. Film amable, con una sutil carga de profundidad bien construida, sobre vidas corrientes envueltas en la irracionalidad de algunos episodios terribles del siglo pasado.

 

Gente de Roma (Gente di Roma, 2003) es un documental con insertos de ficción, y una masa informe por la que parecen haber pasado multitud de manos. Lo más parecido a una estructura formal que hallamos en esta colección de gags de distintos sabores es que todos se desarrollan en Roma, mientras un ómnibus hace el amago de articular un guion, que comienza de mañana y acaba en la noche. Sin detenerse en los magníficos exteriores que posibilita una ciudad como Roma, Scola revolotea entre una miríada de personajes en situaciones diversas. El intento de abarcar en un solo cuadro la vida de una ciudad tan grande es tarea imposible, y como idea se le acaba la gracia a la media hora. Un chiste da paso al siguiente, pero se van dejando caer, unos mejores que otros, cada uno con un tono distinto. Scola pinta una Roma tan caótica como su film, y si hay algo que quiere subrayar es la irrupción del fenómeno de la inmigración multicolor, tema que a todos los europeos da dolor de cabeza. La tesis de Scola es que Roma, a diferencia de las demás capitales, es abierta y hospitalaria, un sitio donde a los recién llegados enseguida se los considera oriundos del lugar: está claro que el discurso autocomplaciente se acomoda y hunde sus raíces donde quiere. El inacabable elenco de actores improvisados es tan desparejo como los gags que protagonizan, y el film es una rareza que pareció el canto de cisne de Scola.

No lo fue, empero, porque después de diez años de inactividad volvió con Qué extraño llamarse Federico (Che Strano Chiamarsi Federico, 2013), un cálido homenaje a su maestro y amigo Federico Fellini. Un primer acierto fue rescatar al mítico cineasta en la intimidad, mediante anécdotas que lo vinculan a Scola, comenzando por su muy famosa intervención en Nos habíamos amado tanto (1974) en la escena donde Scola reconstruye el rodaje de La Dolce Vita en la Fontana di Trevi. El hilo de recuerdos personales sigue en varios largos fragmentos reconstruidos con actores, donde se diluye la frontera entre ficción y documental, y que son lo mejor: pequeñas anécdotas que Scola recoge de forma sencilla, resucitando el viejo espíritu de camaradería de amigos que charlan cómodamente sobre sus vidas en la redacción de Marc’Aurelio o en un pequeño bar cercano, donde un Fellini que recién empieza a filmar se junta con sus ex compañeros de labor. Los destellos de ese Fellini no mítico van acompañados por una inteligente decisión de Scola: usar un narrador que sirva de guía al espectador, y que deje constancia con su sola presencia del artificio de lo que se está viendo. La decisión tiene raigambre felliniana (el cineasta fue fabulador, no realista) y además es coherente con la forma del film de Scola, planteado como una mezcla de ficción y documental. Ese estupendo nivel desciende cuando Scola cambia el rumbo, al introducir a la madre de Marcello Mastroianni, que le reprocha por hacer aparecer feo al hijo en sus películas, mientras que Fellini le explotó su costado glamoroso. A partir de ahí Scola deja de hablar de Federico para hablar de Federico con él, o sólo de sí mismo. El duetto de cineastas era ineludible, pero el protagonista debía ser siempre Fellini, nadie más. Un segundo reproche es la ausencia de Giulietta Masina, que equivale a agasajar a Bergman sin sus mujeres. Y más misterioso es el motivo de inventar un casting que nunca existió para Casanova, donde Scola utiliza sin sentido imágenes de varios divos de antaño. Al final recupera el buen nivel en un acertado collage y en la sabia decisión de resucitar al cineasta en su propio funeral, como si su muerte fuera una nueva mentira de Fellini. El resultado es perspicaz, sensible y conmovedor, pero no memorable.

 

Fue entonces que Scola anunció su retirada definitiva del cine, después de más de medio siglo de carrera porque, según sus propias palabras, “ya no consigo vivir el cine como en su día, con alegría y despreocupación”. Casado con la guionista y directora Gigliola Scola, presentó el 18 de octubre de 2015, en la Fiesta del Cine de Roma, el documental sobre su vida y su obra Riendo y bromeando, dirigido por sus hijas Paola y Silvia Scola. Tres meses después, el 19 de enero de 2016, fallecía en el Policlínico de Roma debido a complicaciones luego de una cirugía. Pasando por alto algunos inevitables desniveles, sin duda alguna la carrera de Scola ha sido una de las más coherentes y talentosas del cine italiano del último medio siglo.

Wong & Maggie en Cineclub Al Filo.

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[Todos los martes, a las 19 Hs, en el Centro Cultural Leonardo Favio. Bs As 55. Entrada libre y gratuita.]

Por Alexis Gutierrez

En el ejercicio de la cinefilia a veces se desarrolla un peculiar interés por hallar patrones o combinaciones. En el eje temático del mes de mayo queremos hacer referencia a la conjunción de un director con su actriz fetiche, puntualmente nos referimos a la que quizás sea la dupla más emblemática del cine asiático conformada por el director hongkonés Wong Kar-wai y la actriz Maggie Cheung, vinculados en tres films de poderosos climas sensoriales.

04/05 – Calles violentas, de Wong Kar-Wai (Hong Kong/1988), 102 min.

11/05 – Días salvajes, Wong Kar-Wai (Hong Kong/1991), 94 min.

18/05 – Con ánimo de amar, Wong Kar-Wai (Hong Kong/2000), 95 min.

SATYAJIT RAY: CIEN AÑOS DE UN MAESTRO A REDESCUBRIR.

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Por Amilcar Nochetti. Miembro de la Asociación de Críticos de Cine de Uruguay (filial Fipresci)

 

Mientras Occidente celebra los 80 años de El ciudadano de Orson Welles, Asia rinde tributo al que un joven colega definió correctamente como “el mayor cineasta asiático no japonés”. Satyajit Ray realizó 31 largometrajes entre 1955 y 1991. El Río de la Plata sólo conoció pocos de ellos en fugaces exhibiciones del circuito cultural. Hoy su obra se halla en internet, así que es hora de reparar esa omisión.

 

INDIA. Cuando se piensa en el cine hindú, la primera referencia suele ser Bollywood, es decir, números musicales espectaculares, mujeres en saris mojados y escenas de acción aparatosas. Sin embargo, el cine de India es más diverso de lo imaginado. El primer factor a tener en cuenta es que es un país inmenso, séptimo del mundo en extensión y segundo en población (1366 millones de personas). El 41% de sus habitantes se comunica en hindi, pero existen otros catorce idiomas oficiales, sin contar otros tantos dialectos. Incluso el concepto de India como nación única es problemático: muchos estudiosos prefieren usar el término “subcontinente asiático”. Aclaremos que Bollywood es el cine de Bombay, el cine comercial, pero hay otro alternativo con obras regionales y de autor. Otro dato a tener en cuenta es que India posee la industria del cine más importante del mundo, con 1986 estrenos en 2019. Desde siempre se autoabasteció localmente, y también a Pakistán. La hegemonía de Hollywood no afecta ni amenaza a India, el país con más espectadores en salas. Las estadísticas indican que alcanzaron los 2020 millones de entradas en 2019, debido al bajo precio de la platea, 210 rupias (2.80 dólares) en las salas de estreno.

 

Partiendo de estos datos India, como país exótico en mitos, gurúes, vacas sagradas, bailes, comidas y canciones, había recibido la visita de los Lumiére en 1896. Los hermanos fueron para presentar y promocionar el cinematógrafo, como hicieron en otras latitudes. La aparición del cine impactó a la sociedad hindú, que se acercó por la curiosidad de gente que aprendió a manejar la cámara, intentó producir sus películas y exhibirlas en lugares improvisados. Como todos los pioneros, sin querer estaban erigiendo un futuro fructífero. En 1913 se produjo, rodó, editó y estrenó El rey Harishchandra, primer largo hindú, basado en mitos locales y dirigido por D. G. Phalke. Desde entonces la producción avanzó a pasos de gigante: a partir de los años 30 se superaron las cien películas por año, y en 1931 llegó La luz del mundo, primer film sonoro, dirigido por Ardeshir Irani. A partir de entonces, las productoras y estudios más relevantes se establecieron en diferentes zonas del país: en Calcuta con lenguaje bengalí, y en Bombay con lenguaje hindi.

 

Durante años el cine hindú se alimentó de tramas populares basadas en mitos y magias. Eran films empalagosos, con diálogos exagerados y bailes con larguísimas canciones. Cada tanto aparecía un director como K. A. Abbas, revelando atípicas preocupaciones sociales en la película Los hijos de la tierra (1946). Diez años antes, Sant Tukaram de V. G. Damle había impactado en Venecia, y en 1937 Kisan Kanya de Moti Gidwani se había convertido en la primera película hindú en colores. Un suceso insólito ocurrió en 1943, en plena época de hambruna por la ocupación japonesa de Birmania. Kismet de Gyan Mukherjee mostró un argumento muy osado para la época, las andanzas de un antihéroe y una niña embarazada. El film fue atacado en forma feroz por alabar el crimen e idolatrar la imagen de un delincuente, y por ello logró un éxito inusitado, manteniéndose en cartel cuatro años en Calcuta. En 1946 Ciudad humilde de Chetan Anand ganó en Cannes, en 1951 El vagabundo de Raj Kapoor logró aplausos en todos lados, y en 1953 La prometida de Bimal Roy ganó también en Cannes. El cine hindú iba viento en popa, pero las leyes no estaban al nivel de esa industria como para cuidar mínimamente al artista en sus derechos de autor. El retraso se saneó con la Ley de Derechos de Autor de 1957 y con la creación del Instituto de Cine en 1960. En ese contexto nació el cine de Ray.

SATYAJIT RAY. Nació el 2 de mayo de 1921 en Calcuta, India Británica, en una familia de envidiable bagaje cultural. Era nieto de Upendrakishore Ray Chowdhuri, el líder de Brahmo Samaj, movimiento social y religioso bengalí del siglo 19, de carácter reformista y monoteísta, con gran influencia en la modernización de los viejos cánones brahmánicos que regían en India. Ese hombre fue filósofo, editor, escritor, ilustrador y aficionado a la astronomía. Su hijo, Sukumar Ray (que murió cuando Satyajit sólo tenía dos años), fue un destacado escritor de literatura infantil, poeta, pintor, ilustrador, crítico y pionero del verso absurdo en idioma bengalí. A todo eso habría que agregar la estrecha conexión que los Ray tenían con Rabindranath Tagore, cuyo humanismo tendría profunda influencia en la obra del futuro cineasta. Debido a la muerte del padre, Satyajit subsistió gracias a los escasos ingresos de su madre Suprabha, mujer de carácter decidido que no paró hasta lograr educar a su hijo, quien realizó sus estudios en el Presidency College de Calcuta. De allí egresó en 1940 como licenciado en Ciencias Económicas.

 

Suprabha insistió en que estudiara Bellas Artes en la Universidad Visva-Bharati de Santiniketan, fundada por Tagore. Satyajit estaba en contra de la idea, debido a su afición por Calcuta. Finalmente accedió a trasladarse “por respeto a mi madre y la posibilidad de conocer a Tagore en persona, y a la larga me hizo bien, ya que allí llegué a apreciar el arte oriental, especialmente al visitar lugares cercanos valiosos en materia pictórica, como Ajanta, Ellora y Elephanta”. De todas maneras, abandonó Santiniketan en 1943 sin terminar los estudios, y volvió a Calcuta por razones sentimentales: había conocido a la que sería la mujer de su vida, Bijoya Das, cuatro años mayor que él, y que le sobrevivió hasta morir a los 98 años en 2015. El romance ocasionó un gran escándalo familiar, ya que Bijoya era mayor que Satyajit, eran primos, e hicieron las cosas como quisieron, sin seguir ninguna indicación de Suprabha ni de los padres de Bijoya. Mantuvieron un largo noviazgo de seis años, hasta que en 1949 se casaron. En 1953 nació Sadip, único hijo de la pareja, en tanto Bijoya sería una inspiración constante en la vida de su esposo.

 

La estadía de Ray en Santiniketan terminaría siendo fundamental en su futuro, ya que allí adquirió conocimientos pictóricos, musicales y literarios que, sumados a los provenientes de su familia, lo dotaron de una delicada sensibilidad artística, reflejada en toda su obra, en la que no sólo fue director sino guionista, montajista, productor y músico. Pero para eso aún faltaban doce años. En 1943 Ray comenzó a trabajar en D. J. Keymer, agencia publicitaria de origen británico, donde se dedicó a la ilustración de libros, y no tardó en ser nombrado director artístico. Pese a que lo trataban bien, allí reinaba una tensión latente entre los trabajadores británicos e hindúes, debido a que los primeros eran mejor pagados. Ray cambió de empresa y se fue a Signet Press, editorial nueva fundada por D. K. Gupta, quien le pidió que creara diseños de portadas de libros, dándole total libertad artística. Ray diseñó docenas, y una de ellas lo influyó notoriamente: cuando le tocó ilustrar Pather Panchali, la obra de Bibhutibhusan Bandopadhyay, leyó el libro, lo pensó en imágenes, y por primera vez tuvo el deseo incontenible de rodar una película.

 

Aún le era imposible emprender esa tarea, pero comenzó a acercarse al cine fundando con Chidananda Dasgupta en 1947 la Calcutta Film Society. Proyectaron cine extranjero, que Ray vio y estudió seriamente. Se hizo amigo de los soldados estadounidenses que todavía estaban en Calcuta después de la guerra, y ellos lo tuvieron informado sobre las mejores películas de Hollywood que se exhibían en la ciudad. En 1949 Jean Renoir llegó a Calcuta para rodar Río sagrado, y Ray lo ayudó a encontrar locaciones rurales, hablándole de su idea de filmar. Viendo su entusiasmo, Renoir (que rodaba el film con capitales británicos) lo volvió a contactar con D. J. Keymer, quienes en 1950 enviaron a Ray a Londres para trabajar en la oficina principal durante 90 días. Su estadía allí sirvió para ver numerosos largos, entre ellos Ladrones de bicicletas de Vittorio De Sica. Ray quedó conmovido, y más tarde confesaría que “ese día salí de la sala con la decisión de ser director, y no tengo duda que casi toda mi obra fue influida por el neorrealismo. Antes de rodar mi primera película había visto 55 veces la de De Sica”.

INFLUENCIAS Y CARACTERÍSTICAS. La ayuda de Renoir, la influencia de su cine y el neorrealismo de De Sica fueron los factores que enseñarían al hindú a agrupar detalles cinematográficos en una sola toma, pero hubo otras influencias que Ray admitió a lo largo de los años, y que se notarían en sus labores posteriores a 1965. Por encima de todas, la de los grandes cineastas de Hollywood, con John Ford, Billy Wilder, Ernst Lubitsch y William Wyler a la cabeza. También sentía respeto y admiración por colegas actuales como Akira Kurosawa e Ingmar Bergman, a quienes calificó de gigantes. En una relación de amor-odio, siendo veterano admitió que algunas cosas las supo de colegas jóvenes, como el uso de tomas con fotogramas congelados que vio en François Truffaut, o los abruptos cortes, disoluciones y fundidos evanescentes de Jean-Luc Godard, aunque respecto a éste siempre fue claro: “Admiro su fase inicial revolucionaria, pero su fase ideológica me es ajena”. Ray tenía ambivalencias, porque de similar manera adoraba a Antonioni, pero detestaba Blow Up, que en su opinión “tenía muy poco movimiento interno”. También quedó impresionado con la obra de Stanley Kubrick de 1957 a 1975, y aunque afirmaba haber tenido poca influencia de Eisenstein (quizás para no ser tildado de comunista), sus obras tienen escenas que muestran un sorprendente uso del montaje.

 

De todas formas, Ray consideraba la escritura del guion, y no el montaje, como una parte fundamental de la dirección. Siempre que pudo realizó películas en bengalí, y cuando por imposiciones de producción debió dejarlo de lado escribía el guion en inglés, para que los traductores lo adaptaran luego al hindi bajo su supervisión. Pero la obra de Ray no es sólo suya. Siempre tuvo a su lado colaboradores fieles. Por ejemplo, su ojo para el detalle se correspondía con el de su director artístico Bansi Chandragupta, que trabajó para Ray en todos sus largos de 1955 a 1970, más otro en 1977. Su influencia fue tal que Ray siempre escribía guiones en inglés antes de la versión bengalí, para que Chandragupta (que no era bengalí) pudiera leerla. La fotografía de Subrata Mitra también cosechó elogios en las películas para Ray. Mitra realizó la fotografía de diez de los quince films que Ray rodó de 1955 a 1966, y en ellos desarrolló la “iluminación de rebote”, técnica para reflejar la luz de la tela, que crea una luminosidad difusa y realista incluso en escenas de interiores. Un tercer nombre habitual en su cine es el del montajista Dulal Datta, aunque Ray solía dictar la edición mientras Datta hacía la labor real. Otro factor valioso es la banda sonora de sus obras. Al inicio trabajó con músicos clásicos hindúes, como Ravi Shankar (autor de la sensacional banda sonora de la trilogía de Apu), Ustad Vilayad Khan, Ali Akbar Khan y Jyotirindra Moitra. Ellos le permitieron descubrir que la primera lealtad que debía tener su cine era hacia la tradición musical, y no al film propiamente dicho. También le enseñaron a comprender mejor las formas musicales clásicas occidentales, que utilizaría para sus títulos de ambiente urbano. Aprendida la lección, desde 1961 en adelante todos sus films (24 en un total de 31) tendrían partituras compuestas por él mismo.

 

Otro aspecto fundamental que cabe destacar es el de los elencos. Ray, pese a su herencia neorrealista, eligió intérpretes de diversos orígenes, desde divas reconocidas (Waheeda Rehman) hasta personas que nunca habían visto una película y a las que convirtió en iconos, como su actor fetiche Soumitra Chatterjee, ídolo hindú hasta su muerte por Covid en 2020. Pero si algo destaca en Ray es que fue considerado un notable director de niños, a los que sabía manejar con una mezcla de paternalismo rudo a la hora de dar indicaciones, y mano de seda al rodar. Según la habilidad y experiencia de cada intérprete, variaba la intensidad de su dirección, desde cero con actores dotados como Utpal Dutt o Richard Attenborough hasta usar al intérprete como si fuera un títere, método empleado con chicas desconocidas que terminarían siendo verdaderas divas (Aparna Sen, Sharmila Tagore, Madhabi Mukherjee, Shabana Azmi). De todas formas, quienes actuaron para Ray dicen que confiaban en él, pero que manejaba la incompetencia ajena con total desprecio.

 

La obra de Ray se divide en cuatro etapas: una inicial, con la trilogía de Apu (1955-1959); otra marcada por títulos con problemáticas sociales y religiosas, de notable nivel (1958-1964); una tercera más extensa, donde se volcó a labores comerciales (1965-1980); y un período final de madurez (1981-1992).

LA TRILOGÍA DE APU (1955-1959). La saga se compone por Pather Panchali (ídem, 1955), Aparajito (ídem, 1956) y El mundo de Apu (Apur Sansar, 1959). La trilogía propone con notable ambición artística capturar, de modo neorrealista y casi documental, los momentos determinantes de la vida del protagonista Apu, desde la infancia hasta la adultez. Y Ray despliega un arco vital mayor que abarca ideas claras sobre la finitud del ser humano, al recurrir a personajes como el padre, la madre, la hermana mayor, la abuela y la joven esposa de Apu. Una vez vista la trilogía se capta la idea básica, que dice con serenidad que la renovación del ciclo vital del ser humano es incesante: si el suceso más importante al inicio de Pather Panchali es el nacimiento de Apu, en el final de El mundo de Apu el evento más relevante es la llegada de un nuevo ser humano. Y va más allá aún: hay comportamientos de la hermana mayor en la primera parte similares a los del hijo en la tercera. En la trilogía se desarrolla de forma sutil y nítida una fascinadora mirada sobre cómo el arte y la vida se interrelacionan en el devenir del artista. La idea va unida a otra, en la que las ambiciones de Apu (ser novelista) y de su padre (ser poeta) terminarán en el fracaso, al ser derrotados por la realidad, que doblega el impulso de los ideales juveniles.

 

Si en Pather Panchali el padre de Apu se ausenta del hogar durante largos períodos, sus breves reapariciones dejan ver que quiere a su familia, pero anda bastante perdido entre anhelos poéticos y desconciertos filosóficos. Al final la familia está literalmente arruinada y el padre tendrá que tomar una difícil decisión: abandonar la casa en la aldea y partir a Benarés en busca de un futuro más lucrativo. Paralelamente a ese fracaso paterno, Ray muestra la atracción de Apu por el arte narrativo: primero, al asistir a una representación teatral en la aldea, que lo deja fascinado; luego, sintiéndose protagonista al disfrazarse con una indumentaria parecida a la del actor de la obra. Padre e hijo sienten la llamada del arte, vocación que no experimenta ninguna de las mujeres excepto la abuela, que posee un talento innato de narradora, como muestra la secuencia en que, con experta y atmosférica entonación, relata una historia a los dos hermanitos para que se duerman.

 

En Aparajito la familia sobrevive como puede en Benarés. El padre ejerce como brahmán frente al Ganges, y realiza pequeñas labores como médico, pero su ambición poética no fructificará porque muere, dejando en manos de un Apu adolescente el destino familiar. Son las sucesivas muertes que Apu enfrentará en estos films las que harán germinar un sentimiento trágico de la vida, que terminará dando pie a la escritura de su novela. El argumento, al ser contado por Apu a un amigo, hará que éste le diga: “¿Estás escribiendo una novela o una autobiografía?”. Aquí Apu inicia su vida escolar, y años después, ya dueño de un amplio aprendizaje, queda segundo en un examen, y eso le facilita conseguir una beca para continuar estudiando en Calcuta.

 

El arrojo y la fe de Apu no dejan de aumentar en sus primeros años, pero en El mundo de Apu empiezan a verse frenadas por acontecimientos imprevistos, para desaparecer derribadas por el vacío de la existencia. El suizo Friedrich Dürrenmatt dijo que “cuanto con más precisión la gente planifique su futuro, más duramente le va a golpear la casualidad”. Ray desarrolla en profundidad ese pensamiento. La casualidad choca con Apu bajo la forma de su inesperada boda con una joven. Había ido como acompañante de su amigo a la boda de la chica, pero un raro suceso (antes de celebrarse el ritual el novio sufre un ataque de locura) termina uniendo a esos jóvenes. Desde que vuelven a Calcuta, la flamante esposa se convertirá, sin querer, en el principal motivo por el cual Apu dejará de escribir, porque “¿sabes lo que la novela significa para mí?… pues tú significas más”.

 

A lo largo de la trilogía se tiene la sensación que los acontecimientos que vemos parecen sucederse de forma tan natural y sencilla que, en conjunto, sugerirían (falsamente) una estructura dramática librada a la improvisación creativa. Nada más lejano a la realidad: todos los elementos del gran fresco narrativo están delicadamente medidos y calculados, y la progresión del relato, que avanza en paralelo a la edad de Apu, se revela siempre armónica y coherente. Existen multitud de instantes vistos en Pather Panchali que hallan prolongación o final en situaciones de sus dos continuaciones. Y viceversa. Hay además simbolismos evidentes, aunque no por ello menos eficaces, como el del tren, que para los niños es una señal de fe en el futuro, luego para la madre es fuente de deseo y desasosiego, y al final representa la dura realidad. Hay también recurrencias claras: cada película está dividida en dos partes, separadas una de otra por siete años: desde que nace Apu hasta que lo vemos correteando por el bosque en Pather Panchali, desde que entra a la escuela hasta que es becado a Calcuta en Aparajito, y desde que desaparece al nacer su hijo hasta que regresa, en El mundo de Apu. Es como si la pérdida o la huida ante situaciones inexorables fueran parte lógica del proceso de crecimiento del ser humano. Y en todas las películas hay escenas de imborrable dramatismo: en Pather Panchali la vuelta del padre de un viaje y su reacción ante una inesperada muerte; en Aparajito el mudo anuncio de un fatal desenlace, con la madre asomándose al jardín y observando el luminoso vuelo de cientos de luciérnagas en la oscuridad; y en El mundo de Apu el vibrante plano final que cierra la saga. Es remarcable también el hecho que todas las películas finalizan con Apu caminando hacia un futuro incierto. En un artículo para Sight & Sound Ray explicó por qué escogió la trilogía de novelas: “Elegí esta saga por las cualidades que hacían de ella una gran narrativa: su humanismo, su lirismo, su acento de verdad”. No es de extrañar entonces que Kurosawa dijera que “no haber visto el cine de Ray significa existir en un mundo en tinieblas, un mundo en el cual nunca viste el sol ni la luna”.

 

RAY SOCIAL (1958-1964). La segunda área de la obra de Ray la forman ocho ficciones y un documental realizado por encargo. Allí volcó su visión iconoclasta acerca de las taras más terribles del espectro social y religioso que dominan India, con su sistema de castas y sus terribles desigualdades entre campo y ciudad, entre unos pocos ricos y millones de pobres, entre la abundancia y el hambre más infame, al no saber qué comer mañana. El período no empezó bien, ya que La piedra filosofal (Parash Pathar, 1958) es menor. En Calcuta un modesto y mal pagado funcionario descubre una piedra que convierte en oro cualquier pieza de metal con sólo tocarla. Él y su esposa se convierten en un matrimonio rico de la ciudad, llevando una vida lujosa en reuniones de la alta sociedad. Obra inclinada hacia la comedia, área que Ray nunca manejó bien, es ese humor el que mantiene al espectador distanciado del tema. Aunque parte de una temática fantástica, está construida sobre un análisis de la codicia y la diferencia de clases, y en ese aspecto es un aceptable retrato de personajes, parecido al De Sica de Milagro en Milán. El principal lastre es el ritmo irregular, aunque brilla en la puesta en escena, con metáforas visuales que la hacen ganar en cierta sugerencia. Vista hoy, parece un descanso entre films mayores.

En El cuarto de música (Jalsaghar, 1958) el cineasta volvió a ofrecer un estudio sobre los cambios a los que estaba sometida India en los años 20, ya no mirando al campo como en la trilogía de Apu, sino centrándose en otro mundo en extinción, el de la aristocracia rural. Este relato de la caída de un antiguo mundo de riquezas, lujos y nobleza resulta sobrecogedor. En un palacio bengalí un terrateniente, al enterarse que su arrogante vecino burgués -un nuevo rico- decide hacer una fiesta con motivo de la iniciación de su hijo, recuerda su dispendiosa vida pasada y los terribles sucesos que ocurrieron después. Ray mantiene su preocupación por el detalle minucioso, el silencio elocuente, la mirada limpia y directa, que reflejan lo bello y lo triste, conservando el tono melancólico, evocador, con tendencia a una amargura grandiosamente decadente, solemne, elegíaca, casi fúnebre. El antiguo poder del protagonista y su fortuna desaparecieron conforme India nace al mundo moderno, alejado cada vez más del antiguo sistema de castas, y ese hombre contempla entristecido, pero con gran dignidad, cómo su palacio da señales de agotamiento, y cómo la enorme servidumbre de antaño se reduce a dos sirvientes, caducos y agotados como él y su entorno. El paisaje es una explanada yerma, y las bellas puestas de sol son el único consuelo, además del recuerdo cuando en su magnífico salón de música celebraba fiestas a las que invitaba a vecinos, autoridades civiles y religiosas, y mujeres bellas. El film no sólo describe la ola de cambios que vivió el país en los años 20 sino en 1958, en la India de Pandit Nehru y su hija Indira Gandhi, de quienes Ray era seguidor, y que dinamitaron la sociedad clasista de gurúes y príncipes que pululaban en diminutos y riquísimos reinos, cómplices durante un siglo del orden impuesto por el Imperio Británico. El film tiene mucha música hindú, y eso puede ser una seria dificultad para el oído occidental, pero si se salva la brecha el espectador advertirá que esta es otra obra mayor.

 

Y luego llegó La diosa (Devi, 1960). “El occidental que aspire a hacer justicia al film”, dijo Ray, “debe estar preparado para hacer sus deberes antes de enfrentarse a él. Deberá informarse sobre el culto de Kali, la Diosa Madre, sobre el renacimiento del siglo 19 en Bengala y el modo cómo afectó a los valores de la sociedad hindú tradicional, sobre la posición de la novia en una familia hinduista de clase alta, y sobre las relaciones entre padre e hijo en el seno de la misma. Toda la trama surge del concurso de uno o más de esos elementos. El occidental que no haya hecho estos deberes cifrará sus esperanzas en la posibilidad que el hijo racionalista escape a las turbulencias de un sistema de valores ajeno, pero no comprenderá su impotencia final”. Ray estaba en lo cierto al subrayar las dificultades de comprensión que el film presenta, acrecentadas por el estilo expresionista, sombrío y terrorífico, que le confiere su fuerza y sus virtudes. Se centra en los trágicos efectos del fanatismo religioso sobre la familia de un terrateniente bengalí profundamente devoto de Kali, que debido a un sueño se convence que su joven nuera es la encarnación viva de la diosa. El film abunda en anotaciones sociales coherentes con el ideal moderno: la relación conyugal entre la joven pareja tiene perfil igualitario, la educación occidental se presenta como prototipo de racionalidad, y la ciudad encarna esos valores progresistas. Es no obstante la figura del padre la que polariza la atención y confiere al film sus aristas polémicas. Ray elude el maniqueísmo y, aunque su posición ideológica es inequívoca, introduce sutiles matices en la relación psicológica entre los personajes. Si el hijo se revela incapaz de romper las cadenas de la tradición y enfrentarse a la superstición que condena, el padre nunca es presentado como malvado, sino como víctima de esa misma asfixiante tradición, y quizás de demencia senil. Más allá del choque entre racionalidad y fanatismo religioso encarnado por ese padre y su hijo, el film presenta una controvertida relación entre anciano y nuera, lo que permite abordar el tema desde una óptica feminista.

Ray esperó con nerviosismo la decisión de la censura, temeroso que La diosa fuera prohibida. Eso no sucedió, pero la reacción de los sectores más ortodoxos del hinduismo fue virulenta, y la película se convirtió en un caso incómodo para las autoridades, que durante años negaron el permiso para su exhibición en el exterior. Cuando fue revocado, Ray modificó el sobrecogedor final. En la versión original, nunca exhibida fuera de India, el joven seguía a su esposa en su fuga a través de la niebla hasta alcanzarla, momento en que ella moría susurrando un equívoco “yo no soy…”. La versión revisada finaliza en el momento que la chica se aleja envuelta por la niebla. Como sea, La diosa es una obra profundamente turbadora y desasosegante, y un manifiesto ideológico necesario para entender un pensamiento social y religioso. Para limar asperezas Ray aceptó realizar el documental Rabindranath Tagore (ídem, 1961), en el centenario del nacimiento del autor. Es un retrato oficial, Ray no quedó conforme con el resultado, y decidió encarar a Tagore en una ficción.

 

Tres muchachas (Teen Kanya, 1961) aborda historias basadas en Tagore. El común denominador es la mujer joven, y cada relato tiene un tema diferente: la traición, la obsesión y la madurez. El primero enfoca la amistad entre un administrador de correos y una niña “intocable” que oficia de sirvienta, en un ambiente campesino de tono poético y bucólico, con un final desolador y denunciatorio. El segundo es el más oscuro, acerca del ansia incontrolable por poseer joyas de una esposa: es el episodio menos convincente porque se estira demasiado, aunque es acertada la creación de una atmósfera inquietante. El último episodio regala momentos de enorme belleza, contando en tono naturalista la historia de una muchacha que no desea perder su libertad en un matrimonio concertado. El film es un delicado y complejo retrato sobre el papel de la mujer hindú en la sociedad, y sobre los conflictos entre tradición y occidentalización, y entre ciudad y zona rural.

 

Kanchenjungha (ídem, 1962) fue distinto. Primer film en Technicolor, Ray no quedó conforme con el resultado, y no volvería a rodar otra ficción en color durante once años. También fue el primer film basado en una historia original, y en ese sentido las cosas funcionan mejor. Una acaudalada familia de Calcuta disfruta su último día de vacaciones en Darjeeling. Sus miembros están dominados por el padre, empresario poderoso que quiere casar a su hija con un hombre que él mismo eligió. El film anticipa el cine de gente caminando, en un estilo que más tarde cultivaría Richard Linklater, y narra una historia coral donde otros personajes son más importantes que el mcguffin matrimonial. El ritmo es pausado, pero avanza de forma fluida, y el paisaje se convierte en una metáfora sobre lo que la gente esconde y raramente saca a luz. Ahí Ray arremete contras las costumbres de una sociedad en la que la tradición sigue pesando, en pugna con la joven generación. Un aspecto muy bueno es el estudio de personajes, en un guion de sorprendente madurez por el abanico de retratos humanos que plantea. El resultado es un drama poderoso, un hondo retrato humano, y también un sentido canto a la naturaleza.

 

Luego Ray realizó La expedición (Abijhaan, 1962), la historia de un taxista rural que afronta grandes dificultades para vivir de su labor.  Ambientada en los años 50, hay multitud de referencias al western: el caballo se cambia por un coche, con lo que el jinete se convierte en taxista; hay una llegada a un pueblo donde ese extraño es mal recibido por una pandilla de conductores de carros, con los cuales terminará enfrentado en un bar; hay una chica buena de la que se enamora, pero que no le corresponde, y una prostituta de buen corazón y dramático pasado; hay un ricachón que quiere involucrarlo en negocios turbios; y hay un fiel amigo que le acompaña de manera incondicional. Es un buen film comercial, aunque hay un error de base, y es su desmesurada extensión: todo se pudo haber contado en 110 minutos, pero Ray lo estira hasta los 145, generando una meseta donde pasan muy pocas cosas. Un Ray atípico, que igualmente entretiene.

El director recuperó su mejor nivel con dos obras maestras que cierran el período. Una es La gran ciudad (Mahanagar, 1963), donde abandonó el clima neorrealista y lo suplantó por los laberintos de la unidad familiar. En Calcuta un joven se esfuerza por mantener a su familia (esposa, hijo, hermana menor y padres) con el insuficiente sueldo de bancario. Dadas las circunstancias, la esposa plantea la posibilidad de trabajar ella, y él la descarta como algo contrario a la tradición familiar. Sin embargo, deberá aceptar la propuesta cuando queda desocupado. Canto a favor del feminismo, da a la mujer un papel que huye del rol de parir y ser ama de casa, y apuesta por la rebeldía, el valor y la independencia en el mantenimiento del bienestar económico y afectivo, alzándola como eje del hogar, en un hábitat competitivo, inhumano, sobrepoblado y alienante como es una gran ciudad. Aquí no sobra un solo personaje: todos aportan algo para hacer fluir pausadamente una historia naturalista donde no sucede nada impactante, pero que nos convierte en testigos del rutinario discurrir vital de una familia cualquiera, donde su universo se tambalea porque ¿cómo soportarán los hombres la vergüenza de ser mantenidos por la labor de una mujer? En un momento la joven llega de trabajar, la suegra dice que no pudo hacer las compras, y ella, al ver a su marido desocupado leyendo el diario, le dice: “Ya que estás sin hacer nada, ¿por qué no hacés las compras?”. Esa frase puede pasar desapercibida hoy, pero en 1963 una mujer hindú dirigiéndose de tal forma al esposo era subversión pura. Con una elegancia que permite edificar un ambiente muy realista, el film desprende humanismo desde un retrato generacional que resulta asimilable a cualquier familia del planeta. Esa mirada es creada desde una total falta de complacencia, moldeando una pieza sofisticada que esquiva el sensacionalismo y lanza un grito de exaltación a la mujer inmersa en opresoras sociedades patriarcales, sometida al yugo dictatorial de la tradición y la miseria económica. Es un film único, que marca con su estilo y nos habla, desde su inspirada radiografía, de un mal que atenaza a una clase media que lucha por conservarse lejos de la maldad, sin abandonarse a los vicios que nos hacen avanzar en la escala social de la peor manera, es decir, pisando a víctimas inocentes y dejándolas por el camino.

La otra obra maestra es La esposa solitaria (Charulata, 1964), basada en un relato de Tagore ambientado a fines del siglo 19. Charulata es una mujer de la alta sociedad bengalí que lleva una vida ociosa y está casada con el heredero de una fortuna, quien utiliza ese dinero para publicar un periódico político, orgulloso de no haberse dejado arrastrar por la comodidad y la desidia. El tercer vértice de la historia es un joven poeta amigo de ese hombre, que descubre en esa esposa solitaria a un alma refinada e intelectual. Del diario encuentro de ambos surge un sentimiento de unión que emparenta al film con Lo que no fue de David Lean y Lo que queda del día de James Ivory. La historia no es simple ni lineal, sino que desarrolla lazos complejos a través de personajes sagaces, pero afectados por una ceguera emocional. Estamos en un territorio de raigambre literaria, sin duda, y huyendo del maniqueísmo los personajes y sus contradicciones están dotados de un cálido espesor psicológico, que conduce hacia el interior de un modelo familiar repleto de matices indescifrables para Occidente: canciones, alusiones literarias, detalles domésticos desconocidos para nosotros. Pero esa dificultad primaria se olvida, porque La esposa solitaria es un prodigio de virtuosismo técnico y narrativo, al mismo tiempo que constituye un retrato de mujer púdica y apasionada, sensible y profunda, sumida en una honda abulia, ya que es como un pájaro exótico apresado en una jaula de oro. Ray es uno de los grandes cineastas de la mujer, y en ese sentido la apertura del film es antológica (bordado del pañuelo en un bastidor, binoculares para ver el exterior, libros bengalíes en el armario). Durante más de diez minutos ese inicio aparentemente vacío es uno de los más densos en contenido que el cine haya concebido. Y uno de los más bellos.

RAY DISPERSO (1965-1980). Es comprensible que alguien que en una década realizó cinco obras maestras no pudiera mantener ese nivel sobresaliente. Empero, en el caso de Ray quizás haya explicaciones complementarias para revelar el desnivel de los quince films que componen este período. Una quizás sea que su productora no pudo darse el lujo de continuar financiando títulos memorables, mimados por la crítica mundial, pero no muy exitosos en la taquilla. Otra es que su obra se haya visto afectada por los barquinazos políticos de India durante ese agitado período: muerte de Pandit Nehru; férrea toma del poder por parte de Indira Gandhi; dos guerras con Pakistán, una por Cachemira y otra por el apoyo a la independencia de Bangladesh; los conflictos por mantener al principado de Sikkim dentro de la Unión India; y la caída de Indira en 1977, sustituida por el partido opositor. Si bien Ray era un pragmático, también fue firme defensor de Indira, y quizá no haya podido ser ajeno a tantos vaivenes. Es posible entonces que acomodara sus intereses artísticos en base a los cambios del espectro político. Para ello se valió de una inteligente estrategia: realizar pasatiempos en momentos difíciles, amparado en “mi gusto y mi deuda incondicional con los maestros de Hollywood”, e hincar el diente en obras personales cada vez que las circunstancias se lo permitieron. Por eso en esos años hay de todo.

 

El período se abre con el drama intimista de raigambre chejoviana El cobarde (Kapurush, 1965), que redondeó la historia de un guionista acogido por un hacendado, quien resulta ser el actual marido de la mujer con la que no se animó a casarse en el pasado. Película premeditadamente minimalista, de raigambre estadounidense clásica, con funcionalidad narrativa, y compuesta por bellos encuadres de formato televisivo. En cambio, otro film pequeño, El santo (Mahapurush, 1965), fracasó: una comedia satírica sobre un falso gurú en la que Ray pretendió hincar el diente en los torpes fanatismos religiosos de la sociedad rural, aunque todo fue presentado en forma burda y pueril. Recuperó el buen nivel con El héroe (Nayak, 1966), historia de un famoso actor de cine invitado a Nueva Delhi a recibir un premio. Mientras hace el viaje, repasa las instancias fundamentales de su vida. Claro homenaje al Bergman de Cuando huye el día, la historia le sirvió para lanzar opiniones muy duras y desencantadas sobre el nivel del cine en su país.

 

Luego los pasatiempos se sucedieron, en medio de las cuales rodó Sikkim (ídem, 1971), documental de formato educativo y controvertido en su momento. Por allí surgieron tres policiales. Uno es inofensivo: El zoo (Chiriyakhana, 1967) homenajeó al whodunit de Agatha Christie y Conan Doyle, con un investigador que, como Sherlock Holmes, se acompaña de un ayudante, y como Hercule Poirot razona y habla poco, hasta que al final reúne al elenco y resuelve el enigma en una extensa parrafada. Los otros dos policiales tienen como protagonista al detective Feluda, y adoptan un tono aventurero que funciona bien en La fortaleza dorada (Sonar Kella, 1974), con un niño que cree recordar una vida anterior en la que un tesoro milenario se hallaba oculto en las murallas de una ciudadela, y gangsters que lo secuestran para hacerse del probable botín. En cambio, El dios elefante (Joi Baba Felunath, 1979), sobre el robo de una estatuilla de incalculable valor artístico y religioso, es una tontería. Pero esos films le daban dinero a Ray, que logró sus mayores éxitos de boletería con dos musicales. El primero adquirió estatus de culto: Las aventuras de Goopy y Bagha (Goopy Ghine Bagha Byne, 1969) narró las peripecias de dos músicos en la India medieval. Dado el suceso obtenido, rescató a los personajes en El reino de los diamantes (Kingdom of Diamonds, 1980), donde accedió a la coproducción con Bombay y el uso del idioma hindi en lugar del bengalí. Para un espectador occidental esos títulos son difíciles de digerir sin esbozar una sonrisa de condescendencia.

 

Aún en este período tan disperso Ray redondeó seis obras valiosas. Días y noches en el bosque (Aranyer Din Ratri, 1970) cuenta la historia de cuatro amigos de Calcuta que hacen una excursión al bosque Palmau. Llegados a una aldea buscan alojamiento. Seguros de sí mismos, tienen poco respeto por los aldeanos. La trama rápidamente se convierte en un proceso de descubrimiento de sus personajes y, por extensión, en el retrato de una sociedad en constante cambio. Utiliza una estructura coral en la que a esos cuatro amigos se unirán tres mujeres del lugar, que les harán ver las cosas de otra manera, al punto que ninguno regresará como llegó, liberados ya de las presiones de la vida urbana. Ray se muestra crítico frente al fracaso de una sociedad refugiada en el capitalismo y el éxito profesional como única búsqueda de felicidad. Cada detalle está planificado para apoyar al retrato que muestra, con una mirada observadora, sutil, realista y a la vez poética.

Un trueno lejano (Ashani Sanket, 1973) es una obra mayor. Esta desnuda y minuciosa descripción del proceso de cómo el hambre se apoderó de una población de Bengala en 1943, cuando el arroz escaseaba y luego dejó de existir, no deja indiferente a nadie. Es asombroso ver la forma cómo crece en dimensión la sencilla y bellísima historia del matrimonio protagonista. La portentosa sensibilidad de Ray para el retrato intimista inunda el film. Esa hambruna acabó con la vida de cinco millones de hindúes. Es fácil decirlo, pero había que saber retratarlo: pasar hambre no porque no se tenga dinero para comprar arroz, sino por no tener nada para llevar al estómago, porque nadie tiene nada. Pero aún en ese período de máximo dolor, cuando todos deberían unirse para afrontar juntos la catástrofe, Ray una vez más denuncia el atraso religioso: hasta en ese panorama desolador el sistema de castas sigue vigente, ya que todos pasan hambre, pero queda claro quién es un intocable y quién es un brahmán. Este film con escenas muy duras tiene una imaginativa puesta en escena, un gusto por pequeños detalles, una delicada composición de los planos, una sabia utilización de objetos, un maravilloso uso del color y una perfecta estructura interna que, bajo su aparente sencillez, oculta una enorme complejidad. El resultado es sensacional, porque aún en ese drama mayor hay una luz de esperanza: los muertos se amontonan en los caminos, hay que comer lo que sea para no morirse, pero la mujer sonríe y dice al marido: “Vamos a ser uno más”. Estar embarazada no es una mala noticia, porque su límpida sonrisa es la de la ilusión de dar vida aún en momentos de muerte. Es una joya que resuena en la memoria por mucho tiempo después de verse.

 

Otro sector valioso de este período errático lo ocupa la trilogía de Calcuta, compuesta por El adversario (Pratidwandi, 1970), Compañía Limitada (Seemabaddha, 1971) y El intermediario (Jana Aranya, 1975). En la primera debido a la muerte de su padre el protagonista deja sus estudios de medicina y busca empleo, y en ese derrotero infinito por empresas y burocracias estatales descubrirá la desprotección que el capitalismo brinda a los ciudadanos jóvenes. En la segunda las cosas son al revés, porque allí el protagonista es un joven ejecutivo de una empresa británica que lucha por ascender un peldaño más en la jerarquía laboral, y no duda en realizar cualquier movimiento -aún los carentes de ética- para lograr su cometido, pese a que eso pueda costarle la admiración de su cuñada, a la que ama en secreto. La tercera parte enfoca a un joven que busca trabajo y tropieza con su mala formación profesional, las dificultades del mercado laboral y su integridad moral, debiendo adaptarse a unas cuantas prácticas ilegales al abrir un negocio por su cuenta como intermediario entre negociantes y empresarios de la gran ciudad. Ray adopta una narración de tipo occidental para agilizar esta dura requisitoria contra un sistema que a todas luces falla, al no educar bien a sus jóvenes, exigirles luego lo que no pueden dar y dejarlos a la deriva, sin ofrecerles ninguna oportunidad a cambio. La trilogía de Calcuta supuso un giro en la obra de Ray, que había tenido que soportar injustamente desprecios de la crítica hindú, que le acusó de no implicarse (o no ser lo suficientemente social y político) en sus films. Su respuesta se tradujo en esta trilogía cuyos elementos básicos siguen siendo los que caracterizan toda su obra, minimizando la parte lírica y poética para acentuar el tono crítico y pesimista que transmite el conjunto, el más provocador de toda su carrera. Sin duda fue una labor arriesgada, comprometida y de técnica irreprochable.

La última culminación de esta etapa de Ray fue Los jugadores de ajedrez (Shatranj Ke Khilari, 1977). Existe un proverbio asiático que dice que los asuntos de extraordinaria importancia hay que asumirlos con naturalidad, ya que escapan a nuestro control, y que son los detalles más pequeños en los que tenemos que emplearnos a fondo. Un refrán muy sabio, siempre y cuando sepamos entenderlo correctamente. Los protagonistas de esta genial sátira lo malinterpretan, al punto que sus vidas giran en torno a un juego de mesa. El film muestra la peripecia de dos ociosos representantes de la clase alta de India, para los que nada en su entorno requiere la más mínima atención, excepto el tablero de ajedrez. Cada día se reúnen para ejecutar entre bromas, trampas y banalidades varias, una partida tras otra del que consideran el juego de reyes. Sus mujeres, indignadas ante la ignorancia y estupidez que sus maridos demuestran, tomarán represalias. Mientras tanto, la película se ubica en 1856, con los ingleses cada vez más cerca de tomar la ciudad, llevando a cabo otra partida de idéntico rasgo, igual de empecinada y absurda, con dos bufones similares: un rey inútil y un envarado general británico. Son muchas cosas las que se deben destacar, empezando por el maravilloso uso del color, que adquiere más importancia cuando se intenta evidenciar la ostentación del rey, que reza cinco veces, escribe poesía, canta y baila, sin tener en cuenta que lo que le mantiene majestuoso es un ejército que a la hora de la verdad no plantará cara al invasor. Inoperante gobernador, inútil servidor del pueblo, ese jerarca es igual de incapaz que quienes lo siguen, esa burguesía caracterizada por los jugadores de ajedrez, verdaderos culpables de la ocupación colonial, sólo preocupados del ocio, un tablero y comer. Son dos geniales personajes que crean un ambiente cómico en situaciones que reflejan extrema tensión. Utilizando un estilo narrativo sosegado, un repertorio de recursos asombroso y una técnica suprema de dirección el maestro culminó otra obra mayor para su colección.

RAY FINAL (1981-1992). Excepto un par de trabajos para TV y un corto sobre su padre, Ray rodó un solo film entre 1981 y 1988, debido a que en 1983 sufrió un infarto que casi lo mata, y que limitaría seriamente su capacidad laboral. La casa y el mundo (Ghare Baire, 1984) era un proyecto largamente acariciado. Ray había escrito un primer borrador del guion a fines de los años 40, e intentó rodarlo dos veces en los años 60. Era tal su obsesión que en Kanchenjungha un personaje menciona la novela original de Tagore que da origen al film. La trama transcurre en los tiempos de la partición de Bengala, en la India Británica. Cuenta la historia de un comerciante inteligente, lleno de una inocencia humanista que le lleva a permitir que su esposa caiga en las garras de su amigo, un líder revolucionario que exalta la virtud de comprar sólo productos fabricados en Bengala. El comerciante es un ser ecuánime, que ve con buenos ojos la independencia y liberación de su mujer. Todo se complica porque la esposa se enamora del ideal del revolucionario, pero también del hombre, que es un egoísta que se aprovecha de su magnetismo para manipularla. Lo más importante es que los sucesos ocurren en medio de la agitación social y los conflictos entre hindúes y musulmanes, ambiente que da dimensión más profunda al tema. Hay un entendimiento de las energías ideológicas, sentimentales y emocionales que se mueven cuando una situación escapa al dominio íntimo y convierte a las personas en peones de un confuso juego ideológico, donde lo humano no se respeta ni se tiene en cuenta, en nombre de una causa. Es el film más pacifista y humanista de Ray, en una India convulsionada debido al levantamiento independentista sikh y la represión sangrienta ordenada por Indira Gandhi, donde murieron entre 600 y 1200 simpatizantes de esa secta. Cuando el film estaba por estrenarse Indira fue asesinada, y Ray debió esperar hasta enero de 1985 para exhibirlo, aunque ya había sido presentado en Cannes en mayo de 1984.

 

Sintiéndose fuerte Ray rodó sus últimos films en tres años. El primero fue Un enemigo del pueblo (Ganashatru, 1989), basado en la notable obra de Ibsen, ambientada ahora en una ciudad pequeña de Bengala, cercana a Calcuta, en época actual. Como se sabe, cuenta la historia de un médico honrado e incorruptible, aquí llamado Gupta, que en ese lugar próspero donde un templo atrae a devotos y turistas detecta un problema relacionado con la salubridad: el agua del lugar está contaminada y podría provocar una epidemia regional. Al querer advertir de ello a la población choca con la hostilidad de vecinos y autoridades, una de ellas el alcalde, su propio hermano. El resultado es bueno, sin elevarse a niveles memorables, pero ¿cómo se puede fallar apoyado en semejante texto? El cineasta además aporta lo suyo ya que, a la denuncia de la corrupción política e industrial que existía en Ibsen, lanza una feroz mirada al fundamentalismo religioso, capacitado para causar una pandemia, pero incapaz de reconocer que hasta el agua “sagrada” podría tener bacterias. Sólo un final hecho a los tumbos empaña el balance de este buen film.

Luego llegó la última obra maestra de Ray, Las ramas del árbol (Shakha Proshakha, 1990). La serena y profunda observación, comprensión y amor hacia la raza humana, característicos de sus films, impresionan mucho aquí. Ray fue de los pocos privilegiados que tuvieron el don de producir imágenes verdaderas, que parecen transparentes, y en las que se transfiguran auténticos seres humanos, con todas sus virtudes y defectos. Parece que en esta película no pasaran muchas cosas, y lo que pasa en realidad es sencillamente la vida. Las ramas del árbol es la historia de la visita obligada de todos los miembros de una familia a la casa del padre enfermo. A lo largo de 120 minutos el cineasta tiene tiempo para dotar de profundidad e infundir el don de la carne y la sangre a todos y cada uno de los personajes, a veces satisfechos y a veces preocupados, tristes o contentos, pero en definitiva entregados todos al fragor de sus propias vidas. Al mismo tiempo, construye un precioso y melancólico segundo nivel de discurso en torno a la casa del padre, una especie de paraíso recobrado en el que aún descansan las virtudes de una forma de ser que afuera, en la intemperie del mundo, parecen haberse perdido para siempre. El viejo director, del mismo modo que Kurosawa en casi todas sus últimas películas, presenta un nostálgico y melancólico canto sobre una manera de ser, sobre un tiempo pasado en el que existían valores, cordura y convicción a la hora de vivir la vida. Para Ray, como para Kurosawa, algo se desvaneció en el corazón de las personas, y un poco de ese algo todavía permanece posado en los rincones, o enredado en las cortinas de la casa del padre, y todo indica que esa situación privilegiada no continuará demasiado tiempo. En un bellísimo y dolorido final, el recuperado anciano escuchará de labios de su pequeño nieto la sentencia de muerte de cualquier esperanza acerca que las cosas puedan ser de otra manera, porque ahora la vida se valora en dinero, dada la necesidad de tener más a cualquier precio. Aunque no sea su última película, Las ramas del árbol es el verdadero canto de cisne del gran maestro hindú.

 

La narrativa de su última película, El visitante (Agantuk, 1991), está estructurada de manera sencilla, pero rica en provocaciones sobre Bengala y el mundo en general. El visitante del título se anuncia mediante una carta que llega a una casa en Calcuta. La protagonista se sorprende al leer que su tío, a quien apenas conocía cuando ella era un bebé antes que él se fuera de Calcuta hace 35 años, viene a visitar a su familia. Su marido sospecha de inmediato, pero el hijo está encantado con la perspectiva de ver al tío abuelo. En ese ambiente dividido se verán los pequeños dramas que surgen siempre, al arrojar luz sobre oscuros secretos familiares, o los que avivan esperanzas y sueños. El tío perturba a la familia, y Ray incorpora sus ideas y valores al personaje, sometiendo la vida burguesa a un análisis basado en su perspectiva global (los años que el tío estuvo afuera coinciden con los de la carrera del director). La mayor parte del film se desarrolla en la casa, pero significativamente termina con un viaje a Santiniketan, lugar en el cual Tagore desarrolló su comunidad educativa, y donde había estudiado Ray de joven. La llegada del tío desafía el materialismo de la sociedad, y en confrontaciones con su sobrina o los amigos y colegas del marido ese hombre cuestiona si la vida intelectual bengalí realmente ha mantenido el vigor que Tagore le infundió, o si se comprometió de más con los valores occidentales. Es significativo que la película se haya hecho justo en el momento en que la economía hindú estaba comenzando el proceso de desregulación. Estamos ante una comedia ligera, pero aun siendo una obra menor da espacio para la crítica, aunque no sea muy profunda.

 

La salud de Ray se deterioró después de estos últimos films. Era abstemio, pero también un fumador empedernido, y no se cuidaba demasiado, ya que valoraba su labor más que otra cosa. Trabajaba doce horas al día y se acostaba a las dos de la madrugada, por eso nadie se extrañó cuando en 1992 se quebró totalmente debido a renovadas complicaciones cardíacas. Fue ingresado en un hospital, pero nunca se recuperó. El 30 de marzo de 1992 recibió el Oscar de la Academia por el conjunto de su carrera de manos de Audrey Hepburn, mediante un enlace de video. Estaba gravemente enfermo, como puede verse en YouTube. Hasta hoy es el único cineasta hindú en recibir la estatuilla dorada. Murió el 23 de abril de 1992, 24 días después de recibir el galardón, y nueve antes de cumplir 71 años. Con su estilo sobrio, se convirtió en un maestro de la técnica, que tomaba su tiempo de la naturaleza de las personas y su entorno, mediante una cámara observadora de las reacciones y un sentido del montaje tan económico como efectivo. Él mismo dijo que “para un medio popular, la mejor inspiración debe derivar de la vida, y tener sus raíces en ella. Ninguna técnica compensa la artificialidad del tema y la deshonestidad de su tratamiento. Por eso mi principal preocupación ha sido encontrar formas de dotar a una historia de cohesión orgánica, y llenarla con una observación detallada y veraz del comportamiento y las relaciones humanas, en un entorno y un conjunto de eventos determinados, evitando estereotipos, acciones, situaciones, y manteniendo interés visual, auditivo y emocional mediante el uso coherente de los recursos humanos y técnicos”. Así fue su cine, realmente, y nadie mejor que él para definirlo.

A dos metros bajo tierra.

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Mayo en Cine por la Diversidad. Bs As 55, Río Cuarto, Córdoba.

En mayo, durante todos los martes del mes, a las 21 horas, el Ciclo Cine por la Diversidad proyectará películas sobre los espacios físicos y los rituales que toman protagonismo después del momento en que se produce una muerte.

La preocupación por honrar la memoria del ser querido, una vez que ha abandonado este mundo, nos acompaña desde tiempos inmemoriales; desde la construcción de las pirámides en el antiguo Egipto hasta la propuesta de lanzar al espacio los restos mortales en la actualidad, es una accionar que, si bien ha cambiado a lo largo del tiempo, no deja de estar vigente en cada cultura.

Para este mes, desde el Ciclo de Cine por la Diversidad, proponemos una selección de películas, bajo el título “A dos metros bajo tierra”, en donde las reflexiones acerca de la relacion entre vida y muerte, recuerdo y olvido, pasado y presente, son centrales. Con Gates of heaven (que podría traducirse como Puertas del cielo) nos adentramos en los cementerios de animales en Estados Unidos y en las experiencias de sus forjadores; con Profit motive and the whispering wind (algo así como El motivo de las ganancias y el viento susurrante) conocemos parte de la historia socioeconómica norteamericana a través de lo que expresan tumbas, cementerios, estatuas y monumentos. Por último, con la argentina Tierra de los padres podemos desentrañar los orígenes de muchos de nuestros conflictos socioculturales y políticos actuales de una manera poética, pero al mismo tiempo frontal en un recorrido por el camposanto de la Recoleta.

Las tres cintas se detienen en las lapidas y en sus inscripciones (ese acto de dejar las palabras precisas para la posteridad) y entonces se pueden apreciar frases como las siguientes: «Conocí el amor; conocí a este perro» (Gates of heaven), “El día vendrá en que nuestro silencio será más poderoso que las voces que ahogáis hoy” (Profit motive and the whispering wind), “Solo el pueblo es fuente legitima de poder: su autoridad se afirma en la justicia y se pierde en la arbitrariedad” (Tierra de los padres).

Centro Cultural Leonardo Favio (Galería del cine, Buenos Aires 55). Entrada libre y gratuita. Organiza: Facultad de Ciencias Humanas y el Centro Cultural Leonardo Favio.

 

Martes 04. 21 hs: SALA DOS. Cine por la Diversidad. Profit Motive and the Whispering Wind, de John Gianvito  (EEUU/2007), 58 min. (AM13)

Segundo documental de John Gianvito  donde propone  una mirada a la historia de su país recorriendo leyendas sobre indígenas, obreros y luchadores sociales, grabadas en monumentos, lápidas y carteles de distintas plazas y lugares públicos, imágenes interferidas por otras de árboles al viento, lluvia, aire y sol. Una obra lírica y original

¿Cómo hace el realizador para poner en escena semejante volumen de Historia? Filmando placas recordatorias, lápidas, túmulos funerarios, y dándole tiempo al espectador para que pueda leer cada placa, cada lápida, cada túmulo. Simplemente con eso, sin una sola palabra en off y ni una nota musical, Gianvito convierte su película en un acto político en tiempo presente.

 

Martes 11. 21 hs: SALA DOS. Cine por la Diversidad. Gates of Heaven, de Errol Morris (EEUU/1978), 85 min. (AM13)

 

Un peculiar vistazo al negocio de los cementerios de animales, que en el fondo son la excusa para hablar de la relación de los humanos con la muerte y sus propias emociones.   La película, como las demás obras de Morris,   cuentan las historias únicamente a través de entrevistas.

Está dividido en dos secciones principales. El primero se refiere a Floyd «Mac» McClure y su búsqueda de toda la vida para permitir que las mascotas tengan un entierro elegante. Se entrevistan a los socios comerciales de McClure y su competidor, un gerente de una planta de reciclaje . Finalmente, el negocio fracasa y los 450 animales tienen que ser desenterrados y transportados al Parque Conmemorativo de Mascotas Bubbling Well. Esta operación está a cargo de John «Cal» Harberts y sus dos hijos. Este negocio es mucho más exitoso y continúa operando hoy, dirigido por el hijo de Cal, Dan Harberts.

 

Martes 18. 21 hs: SALA DOS. Cine por la Diversidad. TIERRA DE LOS PADRES, de Nicolás Prividera  (Argentina/2011), 100 min. (AM13)

Tierra de los padres cuenta (bajo la forma de un poético ensayo cinematográfico) el repetido enfrentamiento de dos versiones de la historia argentina, cuyos ecos llegan hasta el presente.

Con la particularidad de que lo hace a través de un espacio concreto y simbólico a la vez: el cementerio más antiguo de Buenos Aires. Allí se da una suerte de “diálogo de muertos” que va desarrollando la historia (desde las guerras civiles del siglo XIX a la última dictadura del siglo XX), mientras asistimos a la vida cotidiana de esa peculiar ciudad dentro de la ciudad, verdadera metáfora de una Argentina en la cual las irreconciliables pasiones del pasado aún siguen presentes en la actualidad.

 

La argentina en pedazos. Una historia de la violencia argentina a través de la ficción. ¿Qué historia es ésa? La reconstrucción de una trama donde se pueden descifrar o imaginar los rastros que dejan en la literatura las relaciones de poder, las formas de la violencia. Marcas en el cuerpo y en el lenguaje, antes que nada, que permiten reconstruir la figura del país que alucinan los escritores. Esas historia debe leerse a contraluz de la historia «verdadera» y como su pesadilla.

-Ricardo Piglia, «Echeverría y el lugar de la ficción»

 

Martes 25. FERIADO.

 

 

PROGRAMACIÓN DE CINE C. C. LEONARDO FAVIO – MAYO 2021

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SEMANA 1

Estrenos

Bandido, de Luciano Juncos (Argentina/2021), 97 min. (ATP)

Un crimen común, de Francisco Márquez (Argentina/2020), 96 min. (SAM13)

 

Jueves 29/04

19 hs: Bandido

21 hs: Un crimen común

Viernes 30/04

NO HAY CINE. Viernes de MÚSICA. (Ver aparte)

Sábado 01/05

FERIADO

Domingo 02/05

19 hs: Un crimen común

21 hs: Bandido

Martes 04/05

19 hs: Cineclub Al Filo. Calles violentas, de Wong Kar-Wai (Hong Kong/1988), 102 min. (SAM18)

21 hs: Cine por la Diversidad. Profit motive and the whispering wind, de John Gianvito (Estados Unidos/2007), 58 min. (SAM13)

Miércoles 05/05

19 hs: Bandido

21 hs: Un crimen común

 

SEMANA 2

Estrenos

Apuntes para una herencia, de Federico Robles (Argentina/2020), 76 min. (SAM13)

La gomera, de Corneliu Porumboiu (Rumania/2019), 97 min. (SAM13)

 

Jueves 06/05

19 hs: La gomera

21 hs: Apuntes para una herencia

Viernes 07/05

NO HAY CINE. Viernes de MÚSICA. (Ver aparte)

Sábado 08/05

19 hs: Apuntes para una herencia

21 hs: La gomera

Domingo 09/05

19 hs: La gomera

21 hs: Apuntes para una herencia

Martes 11/05

19 hs: Cineclub Al Filo. Días salvajes, Wong Kar-Wai (Hong Kong/1991), 94 min. (SAM18)

21 hs: Cine por la Diversidad. Gates of heaven, de Errol Morris (Estados Unidos/1978), 85 min. (SAM13)

Miércoles 12/05

19 hs: Apuntes para una herencia

21 hs: La gomera

 

SEMANA 3

Estrenos

La gomera, de Corneliu Porumboiu (Rumania/2019), 97 min. (SAM13)

Las motitos, de Inés Barrionuevo y Gabriela Vidal (Argentina/2020), 80 min. (SAM13)

 

Jueves 13/05

19 hs: La gomera

21 hs: Las motitos

Viernes 14/05

NO HAY CINE. Viernes de MÚSICA. (Ver aparte)

Sábado 15/05

19 hs: La gomera

21 hs: Las motitos

Domingo 16/05

19 hs: Las motitos

21 hs: La gomera

Martes 18/05

19 hs: Cineclub Al Filo. Con ánimo de amar, Wong Kar-Wai (Hong Kong/2000), 95 min. (SAM18).

21 hs: Cine por la Diversidad. Tierra de los padres, de Nicolás Prividera (Argentina/2011), 100 min. (ATP)

Miércoles 19/05

19 hs: La gomera

21 hs: Las motitos

 

SEMANA 4

Estrenos

Las motitos, de Inés Barrionuevo y Gabriela Vidal (Argentina/2020), 80 min. (SAM13)

La gomera, de Corneliu Porumboiu (Rumania/2019), 97 min. (SAM13)

 

Jueves 20/05

19 hs: Las motitos

21 hs: La gomera

Viernes 21/05

NO HAY CINE. Viernes de MÚSICA. (Ver aparte)

Sábado 22/05

19 hs: Las motitos

21 hs: La gomera

Domingo 23/05

19 hs: La gomera

21 hs: Las motitos

Martes 25/05

FERIADO.

Miércoles 26/05

19 hs: Las motitos

21 hs: La gomera

 

SEMANA 5

Estrenos

Indeleble, de Claudio Rosa y Marcos Altamirano (Argentina/2021), 64 min. (SAM18)

Como hermanas, de Camila Adaro Liloff (Argentina/2019), 86 min. (SAM18)

 

Jueves 27/05

19 hs: Indeleble (con la presencia de miembros del equipo)

21 hs: Indeleble (con la presencia de miembros del equipo)

Viernes 28/05

NO HAY CINE. Viernes de MÚSICA. (Ver aparte)

Sábado 29/05

19 hs: Indeleble  Con la presencia del equipo y del compositor, guitarrista, cantante y letrista Juan Pablo Fernández (Acorazado Potemkin y Pequeña Orquesta Reincidentes). Realizador de la música original de “Indeleble” (Río Cuarto, 2021)

21 hs: Como hermanas (con la presencia de la directora)

Domingo 30/05

19 hs: Como hermanas

21 hs: Indeleble (con la presencia de miembros del equipo)

Martes 01/06

19 hs: Cineclub Al Filo. (A confirmar)

21 hs: Cine por la Diversidad. (A confirmar)

Miércoles 02/06

19 hs: Como hermanas

21 hs: Indeleble (con la presencia de miembros del equipo)

 

Sinopsis / cine. Mayo 2021

 

Apuntes para una herencia

Una pieza confesional sobre las heridas de la guerra y los traumas familiares en la que Federico Robles indaga en su propio pasado a través de la figura de su abuelo, ex soldado franquista.

 

La gomera

Cristi es policía y a la vez trabaja para la mafia. Desde Rumania viaja a la isla de La Gomera para aprender el silbo gomero. En Rumania se encuentra bajo vigilancia policial, y utilizando la ancestral forma de comunicación canaria pretende comunicarse con la mafia para conseguir sacar de la cárcel a Zsolt, el único que sabe dónde están escondidos 30 millones de euros.

 

Las motitos

Juliana y Lautaro viven en un barrio pobre rodeado de policías. Están enamorados y se enfrentan a un embarazo no deseado. No saben qué hacer. ¿A quién acudirán para evitar la ilegalidad y el abandono? La madre de Juliana, Flor, se da cuenta de lo que está pasando y decide actuar.

 

Indeleble

Indeleble nos acerca a las experiencias y vivencias de una joven trabajadora social de la ciudad de Río Cuarto (Córdoba). Desde el relato en primera persona construimos su historia de vida, atravesada por el abuso sexual, las drogas y la prostitución. Recorremos las marcas que la violencia machista dejó sobre su cuerpo, sus relaciones, su forma de ver (y ser en) el mundo, marcas que no solo son suyas, sino que también están impresas sobre la vida de muchas otras.

 

Como hermanas

Un grupo de cuatro jóvenes amigas de toda la vida, Cata, July, Kiki y Lu, se va una semana de vacaciones a una quinta en Pilar en Primavera. Al tercer día llega una amiga más del grupo, Cande, con dos compañeras de la facultad que al parecer no tienen mucho en común con sus viejas amigas de la infancia. Sumergidxs en un universo femenino de relax, diversión, drogas, alcohol, fiestas y romances, la convivencia del día a día de las siete chicas las lleva a cuestionarse sobre las verdaderas amistades.

 

 

Segunda etapa del Encuentro de Cine Europeo

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La Delegación de la Unión Europea en Argentina se complace en presentar la segunda etapa de la XVII edición del Encuentro de Cine Europeo (ECE), que comprende una selección muy especial de diecinueve películas de Alemania, Austria, Bélgica, Croacia, Dinamarca, Eslovenia, España, Finlandia, Francia, Italia, Polonia, Portugal, Rumania y Suecia.

Con una programación renovada y con una mirada con perspectiva de género, los títulos de la presente edición nos invitan a reflexionar sobre la desigualdad, el empoderamiento, la discriminación y la exclusión, entre otros.

Las películas estarán disponibles en forma gratuita entrando al sitio web del Encuentro de Cine Europeo: https://www.cineueargentina.com.

El ECE, se desarrollará durante el mes de mayo de 2021, y sus actividades se unen a la programación en ocasión del Mes de Europa, llamado así porque el 9 de mayo cada año se celebra el Día de Europa.

El Encuentro de Cine Europeo es coordinado por la Delegación de la Unión Europea en Argentina, en colaboración con las embajadas e institutos culturales de los Estados Miembros de la UE presentes en el país.

Catálogo de películas (descargar aquí) 

 

https://www.youtube.com/watch?v=yPbqxEZZkzs%20

BERTRAND TAVERNIER: El humanismo como arma de construcción masiva.

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Por Amilcar Nochetti. Miembro de la Asociación de Críticos de Cine de Uruguay (filial Fipresci)

 

Este 25 de abril Bertrand Tavernier estaría cumpliendo 80 años, pero complicaciones por pancreatitis terminaron con su vida un mes antes, el 25 de marzo. Realizó 26 largos en cuatro décadas, por medio de los cuales se constituyó en uno de los más interesantes nombres del cine francés, un empecinado en contemplar críticamente un medio burgués provinciano, capaz de vuelcos poéticos y hondos cortes dramáticos. Todo un humanista.

 

TAVERNIER. Nació en Lyon y era hijo de Geneviève Dumond y René Tavernier, que fue publicista, escritor y presidente del PEN Club Internacional francés entre mayo y noviembre de 1989. El PEN es la única asociación mundial de poetas, ensayistas y novelistas (de ahí su sigla), y fue fundada en Londres el 5 de octubre de 1921 a iniciativa de la escritora, poeta y periodista británica Catherine Amy Dawson Scott, para promover la amistad y la cooperación intelectual entre escritores de todo el planeta. Hoy cuenta con más de 25.000 socios, distribuidos en más de un centenar de países. Tavernier siempre se sintió orgulloso que su padre, aunque fuera por un período tan corto, haya presidido una institución que antes y después había estado dirigida por John Galsworthy, Herbert George Wells, Jules Romains, Maurice Maeterlinck, Benedetto Croce, Alberto Moravia, Arthur Miller, Heinrich Böll, Mario Vargas Llosa y Ronald Harwood, entre otros.

 

Tavernier siempre fue muy honesto y abierto con la prensa, y cierta vez afirmó que “la publicación por parte de mi padre de un diario de resistencia en tiempos de la guerra, y su ayuda a intelectuales antinazis, moldearon mi perspectiva moral como artista. Mi padre creía que las palabras eran tan letales e importantes como las balas”. Es aquí cuando hay que recordar que al nacer en plena época bélica (1941), Lyon estaba ocupada por los nazis, y allí se desempeñaba el genocida Klaus Barbie, llamado “el carnicero de Lyon”. Pero la ciudad y sus zonas aledañas eran también el centro del movimiento francés de la resistencia, a la que su padre adhirió de inmediato. Esa admiración por él no le ha impedido en alguna ocasión matizar su recuerdo, como al declarar: “Mi padre desperdició su talento, y yo hice muchas cosas para diferenciarme de él, como por ejemplo trabajar mucho y no gustarme las reuniones sociales. Por eso también quise entrar en el mundo del cine desde muy joven, en 1954: fue una forma inconsciente de separarme de la influencia de mi padre y edificar mi propio dominio. Quería hacer películas porque de repente quise aprender y entender algo de todo lo que me rodeaba”.

 

También tuvo claro que “mis influencias cinematográficas incluyen a John Ford, William A. Wellman, Jean Vigo, Jean Renoir y Jacques Becker, pero más tarde también quedé impresionado por la huelga general de 1968 en mi país, y por la lectura de las obras de Trotsky. Creo que todo eso se reflejaría en mi obra a partir de 1974”. Con él siempre es bueno volver a sus declaraciones sinceras y directas, porque lo definen como persona y artista, como cuando dijo que “la pasión y la curiosidad en los tiempos culturalmente penosos que vivimos son armas contra la ignorancia, son armas de construcción masiva. Por eso siempre realicé cine clásico, sin rebuscamientos, aunque intentando volcar ideas, porque mi intención ha sido hacer una obra para compartir con todos los espectadores. Nunca me dejé llevar por modas o recurrencias pasajeras. Practiqué el cine tal como lo descubrí y lo defendí, con voracidad y eclecticismo, pasando con mayor o menor acierto de un género a otro”. Y también declaró: “Creo que el cine francés sigue en crisis. Al mismo tiempo, goza de plena salud creativa con films muy variados. Los directores siguen luchando y el panorama cambió desde la llegada de Netflix y Amazon. El cine francés se entierra constantemente, pero los que lo entierran mueren antes que él”.

 

Su labor inicial en el cine había sido como encargado de prensa de Jean-Pierre Melville, y de inmediato colaboró como crítico en diversas revistas. En ese sentido tiene un record: colaboró tanto en Cahiers du Cinéma como en su enemiga Positif, donde se afincaría, desarrollando una amplia visión del cine clásico estadounidense. Esa dualidad demostró que su compromiso apasionado con el cine y las películas no respondía a sectores ni tendencias ni a la política defendida por cada autor, sino exclusivamente a una mirada guiada por su propio gusto. A esa faceta debería sumarse su incansable tarea investigadora y de divulgación que, en paralelo a su labor como cineasta, fructificaría en un puñado de libros eruditos, donde dedicó un espacio amplio y particular a cineastas frecuentemente dejados de lado, como Jean Grémillon, Julien Duvivier, Jacques Becker, Jean-Pierre Melville, Marcel Carné y Claude Sautet, opacados casi siempre por los Renoir, Truffaut, Vigo, Bresson y Godard de costumbre. También se dedicaría con pasión a la Cinemateca Nickelodeon, que rescató importantes títulos mudos de Hollywood.

 

Ese clasicismo terminó molestando a la cinefilia heredera de André Bazin, esa camada intelectual que dicta los cánones de la moda con desparpajo tendencioso. Sin pararse a pensarlo dos veces tildaron a Tavernier de mero artesano, pura y simplemente porque sus opiniones sobre el denostado “cine de papá” de los años 40-50 eran siempre comprensivas y favorables. Es que Tavernier intentaba destacar las calidades innegables de películas como Rojo y negro, El diablo y la dama, Juegos prohibidos, Gervaise, La travesía de París y Las grandes maniobras, títulos hoy más vigentes que gran parte de la Nouvelle Vague. Por eso los cahieristas situaron a Tavernier del lado de los conservadores, esos odiados enemigos de la política de autor oficial. Algunos nunca le perdonaron su defensa de los guionistas Jean Aurenche y Pierre Bost, a los que acudiría en sus primeras películas, aunque para Godard eran los principales responsables del anquilosamiento del cine galo. Tampoco le perdonaron que destacara los valores del cineasta Claude Autant-Lara, al que Truffaut se dedicó desde 1955 a liquidarle la carrera… hasta que lo consiguió.

 

MADUREZ INICIAL (1960-1983). Tavernier se inició a los 19 años como asistente de dirección de un joven de 21 llamado Volker Schlöndorff en el corto ¿A quién le importa? (1960). Su verdadero comienzo de todas formas se sitúa en 1964, año en que fue asistente de dirección de Mario Caiano en el péplum Maciste, el gladiador de Esparta, y además debutó como director en los films en episodios Los besos (Les Baisers, con el fragmento “El beso de Judas”), y La ocasión y el amor (La Chance et l’Amour, en el episodio “Una ocasión explosiva”). Pese a ello, durante diez años suspendería su actividad tras la cámara para dedicarse a la crítica, la confección de varios libros y la Cinemateca Nickelodeon. Sólo volvió al medio como asistente de dirección en la comedia dramática italiana Una cuestión de honor de Luigi Zampa (1966), y como autor de dos libretos, uno para el thriller de Riccardo Freda Coplan cambia de piel (1967), y otro para la movida aventura Los mercenarios mueren al amanecer de Jean Leduc (1968). Excepto Los besos y el film de Zampa, los demás títulos permanecen desconocidos en el Río de la Plata.   

 

Utilizar a Aurenche y Bost como libretistas de El relojero de Saint-Paul (L’Horloger de Saint-Paul, 1974) fue sin duda una audacia inicial, pero Tavernier no tomó en cuenta la caída en desgracia de los célebres representantes de la “tradición de la calidad”, y su debut como autor total de este largometraje, basado en novela de Georges Simenon, resultó un absorbente estudio psicológico a propósito de un hombre (Philippe Noiret, en la primera de sus ocho actuaciones para Tavernier) que se entera a través de un comisario de policía (Jean Rochefort) que su hijo y una joven están involucrados en un crimen. Al director le interesó la confrontación de caracteres (los diálogos entre Noiret y Rochefort no tienen desperdicio), pero también un trasfondo social que condiciona y limita el comportamiento de los personajes. El film ganó en Berlín el Premio OCIC, mientras Tavernier conquistaba el Oso de Plata al mejor director. En Francia, para asombro de los cahieristas, se alzó con el Premio Louis Delluc, otorgado por los propios cineastas a títulos renovadores que reúnen exigencia artística y reconocimiento popular. El “conservador” Tavernier se llevó en su debut el galardón más iconoclasta de Europa, y de esa forma se inauguraba una filmografía en la que, bajo una apacible superficie, se oculta una realidad más siniestra.

 

Un escape al pasado lo propició Que la fiesta comience (Que la Fête Commence… 1974), comedia satírica ambientada en la Francia del Antiguo Régimen, exactamente en 1719, cuatro años después de la muerte de Luis XIV, cuando Felipe de Orléans (Philippe Noiret) es regente en nombre del nuevo rey Luis XV, que tiene nueve años. Felipe es un libertino. Su mano derecha es el abate Dubois (Jean Rochefort), que pese a su investidura es un ateo disoluto que intenta sacar partido de la situación de hambruna que soporta la nación y de una rebelión en Bretaña liderada por Pontellec (Jean-Pierre Marielle), para conquistar de una buena vez el arzobispado que tanto ambiciona. Con abundante dosis de vitriolo acerca de los dobleces de la alta sociedad Tavernier reflexiona sobre el poder, sus oropeles externos y su básica inmoralidad. Noiret y Rochefort vuelven a ser el atractivo adicional del film, que en la primera ceremonia del premio César se alzó con cuatro estatuillas (director, actor de reparto Rochefort, libreto y dirección artística).

 

El juez y el asesino (Le Juge et l’Assassin, 1975) fue la primera gran culminación de Tavernier. El protagonista (Michel Galabru) es un ser patético y contradictorio: primero fracasa en matar a su mujer y suicidarse, y se larga a recorrer Francia como vagabundo enajenado, mientras compone canciones satíricas, escribe largas cartas a su esposa y proclama el anticlericalismo y los postulados anarquistas, pero además es devoto de la Virgen de Lourdes y piensa que está destinado a salvar a la nación de la corrupción que la dominaba en 1890. A cierta altura comenzará a violar y matar jóvenes de ambos sexos sin razón aparente. Mientras el hombre golpea así a un mundo que lo rechaza, su cadena de crímenes cobra notoriedad, y un juez de provincias (Philippe Noiret), minucioso y trepador, le seguirá el rastro hasta apresarlo, engañándolo con una falsa amistad para así condenarlo finalmente a la pena máxima. Para Tavernier esas figuras son retratos de una sociedad patética, contradictoria y feroz, con sus prejuicios, antisemitismo, barreras de clase y miseria. Así surge la contracara de la Belle Époque, una poderosa radiografía de un mundo de cuerpo hermoso en perfecto estado de putrefacción, y el estudio de una mentalidad que propició la condena de Dreyfus, la quema de libros de Zola, la falsa caridad y la ejecución del enajenado protagonista, mientras permitía la muerte de más de 2.500 niños en las minas de carbón. Ese cuadro de época se filtra a través de las hermosas estampas coloreadas de fin de siglo, mientras Tavernier sugiere sutilmente la esencial igualdad entre el asesino y su implacable juez, con una tersura que se traduce en densidad de ideas apenas sugeridas. La película se estrenó en Uruguay el 19 de marzo de 1977, pero sólo llegó a exhibirse en dos funciones, para ser prohibida por la dictadura militar debido a la secuencia final, que muestra una huelga de trabajadores liderada por la joven amante del juez (Isabelle Huppert). Los cinéfilos y críticos que no asistieron esa tarde temprano debieron esperar ocho años para poder ver esta notable culminación del joven director, mientras el film se alzó con tres César (mejor actor Galabru, libreto y música).

 

El siguiente film de Tavernier fue Des Enfants Gâtés (1977), nunca exhibido en ningún país de habla hispana excepto España, donde se llamó “Los inquilinos”. Cuenta la historia de un hombre (Michel Piccoli) que alquila un apartamento para poder escribir en calma un libreto para cine. El resultado fue calificado como “un vibrante retrato, a la manera de Ken Loach, de la vida moderna mediante el enfoque íntimo y casual de una juvenil historia de amor, con diálogos sencillos y a la vez profundos porque se habla de lo que importa: vivir en una ciudad como París, admirada por el mundo entero, y a la vez verse relegado por los precios abusivos, en contrapartida con los servicios mínimos que se le ofrecen al ciudadano”. Parece claro que el mundo no cambió nada desde entonces.

 

La muerte en directo (La Mort en Direct, 1980) tiene a Harvey Keitel como periodista orgulloso de la cámara de TV que lleva incorporada a su retina, gracias a una complicada cirugía. El personaje resume una de las líneas del asunto (el espionaje sensacionalista con que los medios de comunicación tratan de sostenerse en el comercio), y a la vez es una suerte de culminación de todo cineasta vocacional (filmar lo que ve), mientras la anécdota se ambienta en un futuro cercano para esa época, que permite esos lujos técnicos. Gracias a la historia de una mujer famosa (Romy Schneider) cuya presunta muerte próxima es objeto de un despliegue informativo bastante inmoral, Tavernier compagina una película compleja y rigurosa, que cuestiona procedimientos actuales sin caer en las trampas que está denunciando. El realizador orienta los episodios dramáticos con mucho equilibrio y echa mano a un estilo persuasivo que aspira a hacer notar la cámara (no sólo la que está en los ojos de Keitel, sino la que filma la historia), y a transmitir con sobriedad un paisaje sentimental en que pocos personajes llegan a tomar conciencia de lo que hacen. Se trata, justamente, de ir formando una conciencia, mientras la mujer y su espía cumplen un viaje iniciático de final incierto. Lo importante del film es su sobriedad, el pudor con que teje sus contenidos menos aparentes, y la inteligencia con que evade los convencionalismos, mientras traspasa la superficie del alegato y transmite sus contenidos más hondos.

 

Una semana de vacaciones (Une Semaine de Vacances, 1980) es la que se toma Nathalie Baye, joven maestra de Lyon, para reflexionar sobre su carrera y su complicada situación personal. Este título tampoco tuvo distribución en el mundo de habla hispana, y ha sido definido como menor, quedándose a medio camino entre su aparente sencillez narrativa y ciertos pasajes que pecan de un forzado sentido de falsa trascendencia. Tavernier se recuperó en Más allá de la justicia (Coup de Torchon, 1981), trasladando al África colonial francesa, con sus cuotas de racismo, la historia de un comisario (Philippe Noiret) que asesina a varios indeseables con indudable vocación mesiánica, y que en la novela original de Jim Thompson se ambientaba en un pueblito perdido del sur estadounidense. El sofocante clima, el paisaje miserable, la dureza espiritual de los personajes, un aura de fatalismo espeso y sórdido, plagado con toques de humor ácido, comunican al espectador un pesimismo casi cósmico, pero son los mejores logros de un film que parece combinar ingredientes caros a John Huston con rasgos muy franceses del propio Tavernier. Hay una notable labor de Noiret, mientras el film fue nominado al Oscar, perdiendo en forma por demás injusta frente a la española Volver a empezar de José Luis Garci.

 

En Mississippi Blues (ídem, 1983), film fantasma nunca exhibido en casi ningún lado, Tavernier y su colega Robert Parrish recorren el Deep South, redondeando un documento menor, aunque afectuoso y emotivo, sobre un país y su historia, sus raíces, su pasado, y sus deseos de cambiar, de romper con los prejuicios y las estructuras tradicionales. Con el mismo criterio vagabundo con que los directores enfrentan su tema (sin un plan muy preciso, lo cual se nota demasiado), el film salta de las historias de un anciano pintoresco a un ensayo de música religiosa, dando lugar también a declaraciones y testimonios más graves sobre la situación política de la región, la violencia, el racismo y la amenaza de desaparición de una cultura. El resultado es un blues muy improvisado, melancólico y espontáneo, que no oculta la fascinación que Estados Unidos ejercía en Tavernier.

LA SOBRIEDAD (1984-1990). La película Un domingo en el campo (Un Dimanche à la Campagne, 1984) reconstruye el inicio del siglo 20 con ojo melancólico, y se convierte en un ejercicio de estilo envuelto en finezas y fragancias poco frecuentes en el cine. Nada está dicho ni mostrado: todo está en el aire, en ese día en la vida -cercana a la muerte, quizás- del viejo pintor impresionista (Louis Ducreux) que recibe en su casa de campo la visita del hijo (Michel Aumont), la nuera (Geneviève Mnich), los nietos y una hija soltera (Sabine Azéma), hasta la hora de partir, en que el protagonista vuelve a quedar solo y la cámara lo deja junto a una tela en blanco, dispuesto a iniciar una nueva pintura que puede ser la última, acaso con la convicción que su arte puede constituir la justificación de su existencia, la razón para poder enfrentar un día más. Tavernier trabaja con la precisión de un miniaturista ese universo cerrado y recoleto de aromas proustianos, al cual sólo llegan muy amortiguados los sonidos del mundo exterior. Se apoya en los refinamientos del gran fotógrafo Bruno de Keyzer, la sugestiva música de Gabriel Fauré, la extraordinaria ambientación de Yvonne Sassinot de Nesle y el parejo rendimiento de un elenco donde Azéma resultó una verdadera revelación. El director define a un personaje por medio de recursos estrictamente visuales: el carácter dinámico y atropellador de la hija surge nítido del ímpetu con que conduce su automóvil, o del comportamiento a su llegada, donde en pocos minutos revoluciona todos los esquemas del padre. Por primera vez Tavernier dejó de lado sus preocupaciones más incisivas y reflexionó sobre el paso del tiempo y algunas constantes de la condición humana. Obtuvo como resultado una verdadera obra de arte, que ganó el premio al mejor director en Cannes, y César a mejor actriz, guion y fotografía.

 

La anécdota de Cerca de medianoche (‘Round Midnight, 1986) se centra en la figura de un saxofonista negro en París (el notable Dexter Gordon), sus idas y venidas a través de su propio e incanjeable impulso autodestructivo, su relación con un admirador (François Cluzet), y sobre todo su música. Los méritos del film provienen del notable acople entre imagen y banda sonora, y su tono de contenida elocuencia emocional, mientras un prudente distanciamiento -lejos de enfriar la perspectiva- inyecta al resultado un aire tenue y poético. La banda sonora es un hito aparte, porque al veterano Gordon se une gente como Lonette McKee, Herbie Hancock y Bobby McFerrin interpretando temas de Miles Davis, mientras asoman en dos cameos Philippe Noiret y Martin Scorsese. El film ganó un Oscar a la mejor música, dos César (sonido y música), el David di Donatello al mejor actor y un premio en el Festival de Venecia.

 

En La pasión Beatriz (La Passion Béatrice, 1988) las correspondencias con el presente no son de orden social: en todo caso el sesgo es metafísico. La historia parece sencilla: durante cuatro años, Beatriz (Julie Delpy) espera el regreso de su padre y de su hermano, que han caído prisioneros en la batalla de Crecy (1346). Durante su ausencia, ha tenido que luchar para conservar las propiedades de la familia. Cuando vuelve el padre (Bernard-Pierre Donnadieu), convertido en un rebelde que se opone al orden establecido, Beatriz le demostrará su fortaleza moral. El film es totalmente atípico en la carrera de Tavernier hasta ese momento, porque edifica una reconstrucción de comportamientos humanos y ambientes físicos donde el pasado medieval y el presente se entrelazan en una reflexión moral, como si la Edad Media fuera revisitada. Otra nota disonante es la violencia casi shakesperiana de personajes surgidos directamente del austero paisaje. Temas tabúes de la sociedad como el incesto, la violación y el parricidio, ocupan el primer plano de una película en la que el personaje central es (insólitamente en el cine de Tavernier hasta ese momento) una joven adolescente. Removedor e inquietante, es un film que desconcertó al ser exhibido, y merece ser redescubierto. Logró el César al mejor vestuario.

Una nueva impostación poética y melancólica recorre La vida y nada más (La Vie et Rien d’Autre, 1989), crónica de la inmediata primera posguerra en Francia. El funcionario Philippe Noiret está al frente de una oficina encargada de la identificación de los muertos y desaparecidos, y debe proporcionar un cadáver adecuado para la proyectada tumba del Soldado Desconocido. De paso se compromete con el destino de una mujer (Sabine Azéma) que busca al marido, y una joven (Pascale Vignal) que hace lo propio con su amante. La ironía última es que ambos desaparecidos pueden llegar a ser la misma persona. Una sobria severidad permite al director cuestionar una hipocresía muy poco preocupada de la suerte de los despojos humanos que dejó la guerra, pero atenta a las ceremonias públicas previstas para cubrir la mala conciencia. Le permite también dudar del patriotismo de influyentes personalidades, que maniobran para salvar sus intereses industriales en medio del conflicto, y además procuran respetar los de sus colegas del bando enemigo. Junto a ese rigor ético, Tavernier seduce al espectador con el encanto de una reconstrucción de época no sólo fidelísima en vestimentas, automóviles, arquitectura y ritmos musicales, sino además convincente y dramática, con su paisaje de pueblos bombardeados, campos minados o atravesados por cementerios militares, y barriales en donde todo se enloda, en más de un sentido. En la última escena, Noiret lee una carta que dice: “A las tropas aliadas les tomó tres horas recorrer los Campos Elíseos en el desfile de la victoria. He calculado que en iguales condiciones de velocidad de marcha y de formación reglamentaria, el desfile de los pobres muertos de esta locura sin expiación no habría durado menos de once días con sus noches”. Conviene retener esa frase impresionante de una película memorable. En forma merecida se alzó con el BAFTA al mejor film extranjero, dos César (actor y música, mientras perdía en forma injusta frente a Demasiado bella para mí de Bertrand Blier), y un David di Donatello al mejor actor, mientras Tavernier lograba el premio a la mejor dirección en el Festival de Tokio.

En Nuestros días felices (Daddy Nostalgie, 1990) los hilos de la emoción comienzan a trenzarse sutilmente cuando la guionista de cine divorciada (Jane Birkin) recibe la noticia que su padre (Dirk Bogarde) ha sido sometido a una grave operación de corazón. La mujer abandonará París, trasladándose al balneario mediterráneo donde viven sus padres, para pasar una temporada junto al hombre, a quien se le pronostican pocos meses de vida. A partir de ahí, el progresivo acercamiento entre esos dos seres casi extraños, la ambigua relación con una madre (Odette Laure) encerrada en su propio universo, y la melancólica constatación del paso de la vida y la cercanía del fin, constituyen la sustancia de un film compuesto con callada maestría. La misma proviene de un libreto muy sagaz para crear personajes, para enfrentarlos y observar su evolución, para hacerles pronunciar diálogos de una inteligencia acorde con la que se les atribuye. De Tavernier-realizador corresponde señalar, como primer elogio, que no parece francés: reduce el intelectualismo al mínimo, no editorializa, no perpetra rarezas con la cámara y no abusa de la voz en off. En cambio, confía en la elocuencia de un mar agitado como fondo de un paseo de Birkin, o en la continuidad de un comentario musical que conecta dos escenas separadas en el espacio, y en la imagen que parece paralizarse alrededor de un personaje que acaba de recibir una noticia desoladora. Lo de Tavernier era a esas alturas cine sólido y clásico, de primerísimo nivel. Bogarde recibió el premio al mejor actor en el Festival de Valladolid.

LA SOLIDEZ (1992-1999). La tercera etapa de Tavernier coincide exactamente con la última década del milenio, y estuvo marcada por una sensación general de solidez. El período empezó de la mejor forma en La guerra sin nombre (La Guerre Sans Nom, 1992), magistral documental de cuatro horas sobre el conflicto franco-argelino, con material de archivo de demoledora contundencia, más una serie de entrevistas a los sobrevivientes de ambos bandos, en un episodio largo (1954-1962) y muy sangriento que nunca fue catalogado oficialmente como guerra. Es un film desconocido para el gran público, debido a las controversias surgidas en ocasión de su exhibición parisina. Parece claro que el asunto argelino y el colaboracionismo con los nazis siguen siendo dos temas tabúes que necesitarían urgente revisión en Francia. Debido a ello el film tuvo esporádicas exhibiciones sólo en Canadá, Polonia y Alemania. El resto del mundo sigue sin conocerlo, ya que es imposible hallarlo en internet.

 

Más suerte tuvimos con los siguientes títulos de la década. L627 (ídem, 1992) es la sigla para identificar a la Ley 627, que regula el tráfico de estupefacientes y drogas. Tomando como base ese artículo del Código Penal, Tavernier arma un drama que muestra a un rudo e incorruptible policía (Philippe Torreton), en lucha contra los traficantes y sus propios superiores. Para el cineasta, el principal enemigo es el Gobierno, que mantiene a la policía en total austeridad, desarrollando la labor en míseras comisarías que necesitan ampliarse con urgencia. La falta de vehículos es otro de los grandes obstáculos de los agentes. Esos hechos permiten entender la realidad policial desde un punto de vista auténtico, cercano, familiar, con una serie de personajes que no buscan la compasión de nadie, y trabajan en un ambiente distendido, alegre y amigable, no exento de lógicos toques dramáticos para los momentos más tensos. El resultado es un diario de la vida policial en una comisaría cualquiera, que muestra la parte más rutinaria de esa labor en detrimento de la acción. Uno de los films más interesantes para entender la cara humana de cualquier policía.

 

En La hija de D’Artagnan (La fille de D’Artagnan, 1994) Tavernier bajó los decibeles. En 1645 D’Artagnan (Philippe Noiret, en su última labor para el cineasta) envía a su hija Eloïse (Sophie Marceau) al convento, donde asiste al asesinato de la madre superiora. Sospechando que el crimen está relacionado con un complot contra el heredero del trono va a París y convence a su padre que la Corona está en peligro. Con la ayuda de sus viejos y achacosos amigos Athos (Jean-Luc Bideau), Porthos (Raoul Billerey) y Aramis (Sami Frey), D’Artagnan pondrá al descubierto el complot del duque de Crassac (Claude Rich). El film puede incluirse en el género de aventuras y también en la comedia, dos géneros que hasta el momento no habían sido explorados por Tavernier. El conjunto es menor pero estimulante, delicioso y bien contado, además de novedoso (a pesar de lo gastado del asunto) debido a que sólo quiere entretener sin ninguna otra pretensión.

 

La carnada (L’Appât, 1995) maneja el título en doble sentido: una joven (Marie Gillain, una revelación) caza señores que poseen cajas fuertes para que sus amigos (Olivier Sitruk, Bruno Putzulu) los desvalijen, pero ellos también son cebados porque el dinero es el único anzuelo que los relaciona con el mundo, o que en realidad los separa y los hace cometer actos monstruosos, sin que ellos nunca parezcan monstruos. En esa multiplicadora dispersión de juventud, frescura, capricho, alegría y miedo infantil, la película formula con corrección un estado adolescente que no sabe discriminar entre la elaboración de los deseos y los actos cometidos para obtenerlos. Algo exageradamente la película se alzó con el Oso de Oro de Berlín, además de dos premios en Gramado (actriz y montaje). Por su parte, Capitán Conan (Capitaine Conan, 1997) se ubica en noviembre de 1918, cuando se firma en París el armisticio que pone fin a la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, la noticia de la desmovilización no llega al frente oriental, donde una fracción del ejército francés sigue actuando a las órdenes del expeditivo y tozudo Capitán Conan (Philippe Torreton). La película fue una amarga diatriba contra el militarismo y el falso heroísmo, enfocando la historia de ese oficial, que termina liderando sus tropas en una guerra secreta en los Balcanes. Dos César (actor y director), tres premios en San Sebastián y una mención en Cannes coronaron la empresa.

Todo comienza hoy (Ça Commence Aujourd-hui, 1999) cerró el período de la mejor manera. La película exploró la crisis de la escuela pública francesa, defendida por un personaje combativo y enérgico, un docente de vocación (Philippe Torreton), detonante de una movilización colectiva que será también la puesta en práctica de la utopía que une en un mismo gesto solidario a maestros, padres y alumnos. Por encima del protagonista, lo mejor del film es el despliegue de pequeñas historias humanas que provienen de afuera de la escuela y se cruzan en su camino. A través de ellas (especialmente del caso de la madre con muchos hijos, a punto de ser desalojada) Tavernier no sólo ilustra una tesis, sino que otorga carnalidad e interés humano a lo que, de otra forma, pudo convertirse en la mera enunciación abstracta de una idea compartible. El otro fuerte es su aproximación al universo infantil. Un viejo adagio sostiene que no se debe actuar con niños y animales, porque se roban cualquier película en un minuto. Lo que Tavernier hace con los niños ilustra esa afirmación: hay rasgos de frescura, soltura de comportamiento y emoción que resultan altamente elogiables en esta película ganadora de tres premios en Berlín (OCIC, Fipresci y una mención honorable), más el voto del público en San Sebastián.

 

RECTA FINAL (2001-2016). Los últimos siete títulos de Tavernier no se estrenaron comercialmente en el Río de la Plata, aunque algunos tuvieron exhibiciones en el circuito cultural. Totalmente desconocido permanece el elogiado documental Historias de vidas desgarradas (Histoires de Vies Brissés: les Double Peine de Lyon 2001), que relata el caso de unos ex presidiarios que, al salir después de años de prisión, son amenazados por el Gobierno, que intenta expulsarlos del país. Esa gente comienza entonces una huelga de hambre que llevará a la revisión del caso. Por su parte, Salvoconducto (Laissez-Passer, 2002) ubica su acción en París en 1942, y se ambienta en la Continental Films, productora alemana que realizaba películas, sobre la cual Tavernier ya había escrito un notable libro. Todo está narrado desde el punto de vista de Jacques Gamblin y Denis Podalydés, que se enfrentan al mismo dilema que el resto de los franceses: ¿es posible trabajar como si nada estuviera pasando, o hay que negarse a ello y abandonar el país? Aunque los protagonistas son ellos la historia es coral, y si algo debe reprochársele es su desmesurada extensión de 170 minutos: con menos metraje pudo haber sido otra obra mayor del cineasta. Aún con ese descuento, se alzó con dos Osos de Plata en Berlín (actor y música)

 

Después Tavernier optó por un drama familiar, Holy Lola (ídem, 2004). El doctor Pierre Ceyssac (Jacques Gamblin) y su esposa Géraldine (Isabelle Carré) forman una pareja que desea adoptar a un bebé. Emprenden viaje a Camboya, un país castigado por su historia. Una vez allí comenzarán una aventura extenuante, marcada por la ronda de visitas a los orfanatos, el enfrentamiento con las autoridades francesas y camboyanas, las amenazas de unos traficantes y el recelo del grupo de aspirantes a padres adoptivos que el azar ha reunido allí. A raíz de esa peregrinación la pareja se desgarra, se reconstruye y por fin se transforma para siempre. Contado de esa forma todo parece mejor de lo que realmente es, porque por encima de su loable disposición humanista, el director vuelve a caer en el error de llevar a la desmesura su metraje: esta historia pudo ser magníficamente contada en 100 minutos, pero llega a los 130. De todas formas, el mensaje caló hondo en el público, que le dio su voto en San Sebastián.

Y después llegó la mejor ficción de Tavernier en su etapa final. En la niebla eléctrica (In the Electric Mist, 2009) cuenta la historia de Tommy Lee Jones, que investiga la muerte de una joven prostituta en la Louisiana posterior al Katrina. La investigación y la casualidad enlazarán su caso con el de un hombre asesinado 40 años atrás, un hecho que ahora sale a luz. Hay que decir que esta propuesta sugerente corre el peligro de quedar como uno de los títulos más ignorados del director. La historia atrapa desde el inicio, en una Nueva Orleans inquietante, terriblemente atractiva debido a la inseguridad que nos transmite su devastado paisaje. Se despliega con facilidad una narrativa conscientemente lenta, pausada, que encierra numerosas capas de lectura y juega a despistar al espectador, que ve cómo la pesquisa de Jones va, viene y fluctúa, estableciendo conexiones con un pasado que define a los participantes del drama. El espectador deberá aceptar el lánguido tono de la propuesta si quiere disfrutarla, máxime tras la inclusión de varios elementos fantásticos a través de la aparición del confederado fantasmagórico John Bell Hood (un estupendo Levon Helm). Jones, por su parte, aporta su habitual serenidad a un entrañable papel en su firmeza, progresivamente oscurecido por la dureza de los acontecimientos. En un entorno enormemente potenciado desde un estupendo espectro técnico (fotografía, banda sonora, dirección artística), la maraña se va desenvolviendo entre lo alucinógeno, lo delirante y lo puramente noir, y forma parte de una extravagancia atrapante, inesperada y desoladora, incluso en sus momentos más felices y esperanzadores.

 

Visualmente muy atractiva, La princesa de Montpensier (La Princesse de Montpensier, 2010) no tuvo ese nivel. Versión de la novela homónima de Madame de LaFayette, si de algo sufre la película es de exterioridad. Relato de amor en tiempos históricos, el cineasta se propuso abordar la trama a partir de un doble punto de vista: el de la princesa (Mélanie Thierry), típica heroína romántica, y el de uno de los hombres que la rodea, cuya lucidez política lo lleva al renunciamiento (Lambert Wilson). Las intenciones de Tavernier no resultan visibles: el relato está narrado desde la misma e impersonal tercera persona que el grueso de los dramas históricos, no logrando transmitir la pasión amorosa de Marie ni la lucidez política del enamorado. La historia tiene lugar en el marco de las sangrientas guerras religiosas del siglo 17, pero es difícil discernir si es por limitaciones propias, por la neutralidad de la cámara, o por ambas cosas, que los protagonistas no logran comunicar los ardores que presuntamente los queman. Más allá de ser bella (en el sentido más gélido del término), resulta difícil adivinar los sentimientos de la heroína y la temperatura que eleva en los demás. Eso quiebra de base la estructura de un film vistoso y a la vez fallido. Tampoco es lograda Quai d’Orsay (ídem, 2013), sátira política protagonizada por un Ministro de Asuntos Exteriores (Thierry Lhermitte) dispuesto a entremezclarse con los poderosos y consolidar así su candidatura para el Nobel de la Paz. Es cierto que esta comedia tiene un gesto desinhibido que la emparenta con el mejor Frank Capra, pero el espectador actual no puede dejar de pensar lo que hubiera sido este tema en manos de Ernst Lubitsch o Billy Wilder. El pulso de Tavernier es, más allá de su habitual franqueza, demasiado pesado para la ligereza que el asunto requería.

El director se despidió del cine y de la vida con su memorable Viaje a través del cine francés (Voyage à Travers le Cinéma Français, 2016). Este documental no abarca la evolución del cine de su país, sino que lo que estudia fluye por los pensamientos del autor. No analiza la trayectoria del cine galo desde la objetividad, sino que nace de un amor subjetivo por el cine. Es una labor en la que pueden sorprender ciertas ausencias notorias, justificadas por la esencia del proyecto. El film dura 190 minutos y no se inicia con los hermanos Lumière, sino que lo hace con Jacques Becker por un fundamental motivo: era el autor del primer largo visto en cine por Tavernier. A partir de esa anécdota se plasma la admiración expresa que le causaron algunas escenas, y Tavernier inicia (siempre desde su memoria) un estudio riguroso de las habilidades técnicas, en favor de las virtudes temáticas de parte de la carrera de Becker. Realiza un análisis que surgiendo de su propia devoción no se deja llevar, al momento de diseccionar la obra de quien tanto admira. Algo similar sucede al observar la figura de Jean Renoir. Amparado en el carácter personal de su documental, habla del pilar del realismo poético más allá de su valía como cineasta, la cual es explicada con elegancia y acierto al superponer comentarios sobre los ejemplos que aborda. El impacto de la filmografía francesa no sólo embriaga a Tavernier con los directores, sino que habla largo y tendido de Jean Gabin, rostro visible de films de Renoir, Duvivier, Delannoy, Becker y Carné. Tavernier dibuja un hermoso homenaje, que narra no solo su técnica como actor, sino el papel que jugó la guerra en su aspecto físico y su talante moral. Inspirado resulta el cariño con que aborda las bandas sonoras, admirando su utilización tan lejana del paradigma hollywoodense, entendiendo las composiciones como obras que deben encajar con las imágenes del relato. Volviendo a directores, analiza a Jean-Pierre Melville, luego de lo cual irrumpe la modernidad de Godard y Truffaut, fragmento que sirve de documento para ver los primeros pasos de Tavernier, y que ayuda a entender mejor la gestación de películas que nacían en el periodo de experimentación más potente vivido hasta entonces. El documental acaba siendo un viaje por las facetas del cine galo que confeccionaron la personalidad de Tavernier, y una clase magistral en la cual el espectador debe acomodarse y disfrutar de una lección dinámica y sorprendente.

 

El amplio desconocimiento que el cinéfilo tiene de esta zona final de la obra de Tavernier no debe hacernos olvidar su gran importancia como cineasta capaz de conmover e inducir a la reflexión, apropiándose de temas polémicos con los que comprometía su punto de vista, y el del propio espectador. Era un verdadero autor, con un universo particular muy reconocible, un representante de esa raza de cineastas en vías de extinción. Como cierre y despedida a Tavernier, no hay mejor manera que evocarlo en el siguiente fragmento de Cerca de medianoche, con la enorme voz de Lonette McKee, junto a Dexter Gordon en saxo y Herbie Hancock al piano, interpretando “How Long Has This Been Going On”.

 

https://www.youtube.com/watch?v=KKZHfFEcwlc%20

DAVID LEAN: 30 AÑOS SIN SU MAGISTERIO.

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Por Amilcar Nochetti. Miembro de la Asociación de Críticos de Cine de Uruguay (filial Fipresci)

A pesar de haber realizado solamente 16 películas en 42 años, David Lean es uno de los más populares cineastas británicos, aunque a la hora que los críticos e historiadores del cine citen a los mejores directores de la historia, ha resultado un eterno postergado. Ya es hora de reparar tamaña injusticia.

 

ORIGEN. Nacido el 25 de marzo de 1908 en el 38 Blenheim Crescent de Croydon, Surrey, David Lean fue hijo de Francis William le Blount Lean y Helena Tangye, que era sobrina de Sir Richard Tangye, un acaudalado fabricante de motores y otros equipos pesados. Sus padres eran cuáqueros, y por eso David estudió en la escuela Leighton Park, fundada por esa secta religiosa en Reading. Lean era un colegial muy poco entusiasta, con una naturaleza soñadora que lo llevó a ser calificado como un fracaso​ a nivel estudiantil. Abandonó el colegio en la Navidad de 1926​ e ingresó en la compañía de contabilidad de su padre como aprendiz. Pero lo más trascendental que le ocurrió por entonces (sobre todo si se lo mira desde una perspectiva sobre lo que sería su futura carrera) fue el regalo de otro tío, una cámara Kodak Brownie, cuando tenía diez años. Muchos años después Lean diría a la prensa que “en aquellos años normalmente no le dabas una cámara a un niño hasta que tenía 16 o 17 años. Para mí fue un gran reto de parte de mi tío, no paré hasta dominarla por completo en todo su funcionamiento y sus posibilidades, y debo decir sin vanagloria que lo logré”. Lean comenzó de esa manera a rodar y editar sus películas, y sin querer comenzaba a ascender peldaño a peldaño el camino hacia el desarrollo de un estilo, aunque él insistió hasta el fin de sus días que en esos años sólo “fue mi gran pasatiempo”.

 

Aburrido de su trabajo, Lean iba al cine todos los días, y en 1927, después que una tía le aconsejó que dejara la firma contable de su padre (quien había abandonado a su familia en 1923) y se buscara un trabajo que le gustara. Conquistado por lo que veía a diario en las salas, visitó los Estudios Gaumont, donde le dieron un trabajo a prueba, sin salario, el del chico de los mandados. Empero, el joven David se las ingenió para que en Gaumont advirtieran el dominio que tenía con las cámaras, y sobre todo su habilidad enorme para el montaje, y pronto ascendió al cargo de tercer asistente de dirección. En los años 30 trabajó como editor de noticieros, incluidos todos los de Gaumont y Movietone, mientras que su paso al montaje de largometrajes se inició con Freedom of the Seas (Marcel Varnel, 1934), película nunca exhibida fuera de Gran Bretaña. Su labor en ese film no pasó desapercibida para Paul Czinner, cineasta austriaco radicado en Londres, que de inmediato lo eligió como editor de sus films Aun así te quiero (1935) y Como gustéis (1936), esta última basada en la célebre comedia de Shakespeare. El productor Gabriel Pascal también supo advertir la habilidad que tenía Lean en la edición, en especial para ayudar a que los originales escénicos no parecieran meros teatros filmados. De esa forma lo contrató para editar dos obras de George Bernard Shaw: Pygmalion (Anthony Asquith y Leslie Howard, 1938) y Comandante Bárbara (Gabriel Pascal, 1941). También montó Francés sin lágrimas (Anthony Asquith, 1940), sobre obra teatral de Terence Rattigan, y dos dramas bélicos del tándem Michael Powell-Emeric Pressburger: Cinco hombres (1941) y Perdido, un avión (1942). Después de este último film, Lean comenzó su carrera como director, aunque para ese entonces ya llevaba 27 títulos editados, incluidos los que ya se mencionaron. Como escribió cierta vez el productor, crítico e historiador de cine Anthony Sloman: “Los variados talentos de David Lean, Robert Wise, Terence Fisher y Dorothy Arzner han demostrado que la sala de montaje es la mejor base para dirigir una película”. No le faltaba razón.

 

UN ESTILO PARA CADA TEMA. La obra de David Lean puede ser clasificada en dos grupos: los films de tono clásico y formato normal (once entre 1942 y 1955) y los de verdadera estatura épica (cinco entre 1957 y 1984). Quizás sea en sus tempranos dramas, con su focalización de las vidas de la gente común, donde el espectador pueda apreciar con mayor claridad el maduro estudio de la sensibilidad de una época, de un momento suspendido en el tiempo. En sus epopeyas, en cambio, la mirada del cineasta es bastante más abarcadora, y sus enfoques se expanden a dramáticos paisajes, heroicos e inusuales personajes y grandiosas puestas en escena. El director ha dicho, de todas maneras, que “todo cineasta debe lidiar con cada escena como si fuera la más importante del film. Claridad, mucha claridad: eso es básico en un rodaje”. Lean fue un insuperable artífice de películas donde la maniática minuciosidad por el detalle estético y argumental ha tenido pocos equivalentes entre sus colegas, ya sea en la composición de cada secuencia, en el preciso y expresivo uso del sonido y la música, o en las memorables actuaciones conseguidas de sus principales intérpretes.

 

Esas características lo colocan por encima de un mero artesano “a la moda”: los alcances conceptuales de sus films han estado articulados siempre por inusuales dosis de calidad en sonido, montaje, música, luminosidad y claroscuros. Si el conjunto de la obra de Lean parece a primera vista demasiado ecléctico para poder asignar al realizador un estilo personal, es sólo porque todas sus películas integran a la perfección su técnica al argumento, expresando con ello el carácter, la emoción y el modo de vida particulares de un lugar y una gente en su correspondiente período histórico. Desde ese punto de vista, sus films han adquirido la marca de una sofisticación orgánica muy estilizada, gracias a la cual pueden ser catalogados, en mayor o menor medida, como verdaderas obras de arte.

 

CINEGUILD. Lean debutó en Hidalgos de los mares (In Which We Serve, 1942) junto al dramaturgo y actor Noël Coward (1899-1973). El film contó la historia de un destructor hundido durante la guerra, y también la de su tripulación, un puñado de hombres en una balsa esperando ser rescatados por los aliados. Mientras tanto, varios flashbacks situaban a esos personajes en su antigua vida hogareña. De esa manera el film capturó la intrincada red de jerarquías existentes entre los miembros de la tripulación, y también las diferencias de clase que los unían o separaban. El resultado era cine de propaganda bélica, por supuesto, pero de primerísimo nivel: sostenía los valores del deber, la lealtad y la responsabilidad por encima de la persecución de una felicidad individual, pero lo hacía con un acento crítico que no era usual en ese tipo de obras.

 

Ese exitoso debut y el apoyo de Coward, que quedó encantado con el resultado obtenido, convencieron a Lean de fundar la productora Cineguild junto al financiero y guionista Anthony Havelock-Allan (1904-2003) y el fotógrafo y futuro realizador Ronald Neame (1911-2010). Los primeros tres films de Cineguild fueron adaptaciones de obras o libretos de Noël Coward. La vida manda (This Happy Breed, 1944) estuvo ambientada casi por entero en el hogar de una familia de clase media baja durante el período de entreguerras. El uso del espacio cerrado priorizó el día a día de los personajes y sus eventos clásicos (nacimientos, bodas, reuniones, conflictos familiares, muertes), y en cierta forma delimitó los alcances conceptuales del film, que dejó de lado los variados y dramáticos sucesos de un período turbulento en aras de la cotidianeidad. Fue un paso al costado del director, y a la larga ha sido el único título de su autoría nunca exhibido en Uruguay. Actualmente se lo puede revisar en varios sitios de internet. En otra vena diferente también pudo parecer un segundo paso al costado Un espectro travieso (Blithe Spirit, 1945), comedia “negra” acerca del fantasma (Kay Hammond) de la primera esposa del protagonista (Rex Harrison), al que intenta salvar de las garras de una segunda y más joven consorte (Constance Cummings).

Y luego Lean logró una primera obra maestra, Lo que no fue (Brief Encounter, 1945), la historia de Laura (Celia Johnson) y Alec (Trevor Howard), que se conocen casualmente en una estación de tren y se enamoran, a pesar que ambos parecen estar felizmente casados. El film sigue a esos personajes en sus melancólicos encuentros, como si éstos formaran parte de una relación condenada de antemano por las convenciones sociales y las propias restricciones que se autoimponen los propios agonistas. En esta película es fundamental la exploración de una cierta moral basada en los valores de la fidelidad, la confianza y la lealtad, que triunfan sobre las ansias de espontaneidad, libertad y verdadero amor de una pareja. La existencia de pasiones férreamente contenidas tuvo su mayor expresión en esta maravilla de minimalismo, donde el director se reveló como un poeta del cine, aplicando un inteligente uso de los oscuros pasajes subterráneos y los andenes, contrastados de pronto por el súbito estallido de una áspera luminosidad, producto del paso de los trenes. El recurso supo transmitir al espectador la atmósfera ilícita de la relación entre Alec y Laura. Otro hallazgo fue el enfoque de la pequeña localidad de Beaconsfield, que sugiere el mundo real de Laura, pero también la renovada aura que impregna esos lugares familiares gracias al nacimiento de un nuevo amor. La actuación de la pareja central permanece como un modelo de contención emocional, a lo que ayudó la elección del segundo concierto para piano de Rachmaninoff como soporte auditivo de lo que puede catalogarse sin duda alguna como una magnífica oda visual.

A continuación, Cineguild se volcó a la adaptación de dos novelas de Charles Dickens, en las que dio comienzo la colaboración de David Lean con el actor Alec Guinness (1914-2000). En Grandes ilusiones (Great Expectations, 1946) el director resucitó las palabras del novelista en una serie de segmentos para el recuerdo: el encuentro de Pip (John Mills, excelente) con el convicto en el patio de la iglesia (Finlay Currie), que está anunciado con sabiduría por el oscuro y desolado encuadre de los pantanos de Kentish; la primera escena de Pip con la excéntrica Miss Havisham (Martita Hunt); o la macabra atmósfera de la oficina de Mr. Jaggers (Francis Sullivan), el abogado cuyas paredes están decoradas con las máscaras mortuorias de los clientes que ha perdido en la horca. Refiriéndose al proceso de adaptación, Lean aconsejaba: “Elija lo que quiera hacer con una novela, y luego hágalo con firmeza. Si es necesario, recorte los personajes; no intente plasmarlos íntegros, sino que tome un poco de cada uno, y si es posible lo mejor”. En esta solvente adaptación de Dickens dio el ejemplo, específicamente en el enfoque del amigo de Pip, Herbert Pocket (Guinness), y en la elección del episodio del viejo y sordo pariente del servil Wemmick, que provee al film de un inteligente interludio humorístico, típicamente dickensiano. Lean convirtió una larga y compleja novela escrita en primera persona, en una narración visual de rara perfección, en la cual sus personajes resultan en extremo creíbles y vivos, y su entorno permite aunar con naturalidad sus peripecias a las fuerzas elementales que los sostienen. Así la película logró un balance perfecto de sentimientos humanos y grandeza visual.

Oliver Twist (ídem, 1948) mantuvo similar nivel que su predecesora: es un espectáculo más pródigo en materia visual, lo que demostró la perspicacia y el meticuloso sentido de planificación del director, pero otras fuerzas dominaron la empresa. La principal de ellas, la prodigiosa caracterización de Alec Guinness como Fagin: el actor logra un balance inigualable entre el poderío teatral de sus gestos y miradas y el pathos que requieren sus suaves y engañosos dialogados. Guinness capturó la esencia de la ironía que Dickens volcó en su creatura, característica que en su momento pasó desapercibida para el público, que calificó al actor de antisemita: las atrocidades nazis permanecían demasiado firmes en el inconsciente colectivo, y eso casi arruinó la carrera del actor. John Howard Davies fue el mejor Oliver de la pantalla por la delicadeza de su voz, sus patéticos silencios y sus temerosos movimientos, esenciales para especificar el sentido de confinamiento que define al personaje. A su lado, y por contraposición, Robert Newton es otra joya como el salvaje y odioso Bill Sykes. La descripción de Londres fue también otro punto alto de la película: una severa luminosidad es de a ratos amortiguada por la niebla espesa, y esa combinación refleja la atmósfera de peligro que acecha a Oliver cada vez que transita por las calles de la sombría capital británica. Vista en la actualidad, la película parece la primera tentativa seria del director por hacer cine a mayor escala.

LA TRANSICIÓN. Los últimos dos films de Lean en Cineguild estuvieron al servicio de su mujer Ann Todd (1909-1993), y marcaron un paso atrás en su nivel de creatividad. Apasionada (The Passionate Friends, 1949) tuvo resonancias de Lo que no fue para abordar la historia de la mujer casada con hombre mayor (Claude Rains), pero enamorada de otro más cercano a su edad (Trevor Howard). Sin embargo, las similitudes de ambos títulos terminan allí: en ningún momento esta película trasmite la intensidad emocional del precedente, más allá del talento interpretativo de la dupla masculina. Después Lean dirigió El pecado de Madeleine (Madeleine, 1950), un negro melodrama basado en un caso real, el de Madeleine Smith, que en 1850 fue procesada por haber envenenado a su amante. La película no gustó a casi nadie, y aunque nada de lo hecho jamás por Lean puede calificarse de desechable, al día de hoy permanece en el olvido.

 

Problemas con la Rank Organisation (compañía a la que pertenecía Cineguild) acercaron a Lean al productor Alexander Korda, para quien rodó sus dos siguientes películas. Sin barreras en el cielo (The Sound Barrier, 1952) narró con eficacia la historia de un piloto empeñado en romper la barrera del sonido. Las tomas de amplios cielos, espléndidas, y las notables secuencias aéreas revelaron el deseo de Lean de ampliar su espectro creativo hacia un cine más épico, pero tendría que esperar un quinquenio para hacer realidad su sueño. Mientras tanto, rodó ¿Es papá el amo? (Hobson’s Choice, 1954), comedia donde un zapatero borracho (Charles Laughton, en una labor sencillamente memorable) ve con impotencia cómo su hija mayor (Brenda De Banzie) se rebela, lo abandona para casarse con su mejor empleado (John Mills) e instala un negocio con el cual hacerle competencia. La película aún impresiona como un logro en toda la línea, con su mezcla de comedia pantagruélica y un estilo expresivo proveniente de las dos adaptaciones dickensianas.

 

Locura de verano (Summertime, 1955) marcó un cambio rotundo en la labor del director: los créditos proclamaron con gran orgullo que el rodaje estuvo enteramente localizado en Venecia, y su amor por esa ciudad brilla en cada escena. El film explora el viejo tema de la inocencia del Nuevo Mundo enfrentada a (y seducida por) el encanto y la experiencia de la Vieja Europa. Lean no teme mostrar los lugares turísticos de la ciudad, y encara las escenas de multitud con elogiable aplomo. Además, halló en Katharine Hepburn (1907-2003) la intérprete ideal para su solterona rígida y chambona, que termina descubriendo el amor y una dosis inesperada de confianza en sí misma gracias a sus vacaciones de verano. Otro hallazgo fue el uso del Technicolor como medio para reflejar los cambiantes sentimientos del personaje. La historia puede parecer obvia para una audiencia actual, y el film resulta de a ratos demasiado romántico y glamoroso. Pero, como Venecia, es muy difícil resistirse a su más genuino encanto. Después Lean pretendió filmar El viento no sabe leer, con Dirk Bogarde y Yoko Tani, pero desacuerdos con Korda acerca del libreto lo alejaron del proyecto, que terminó en manos del dócil e impersonal artesano Ralph Thomas. Entonces David Lean, gracias a Katharine Hepburn y Spencer Tracy, conoció al productor Sam Spiegel (1901-1985). Ese encuentro cambiaría el rumbo de su carrera, porque el maestro en la creación de films de pequeño formato, generalmente en blanco y negro, y con asuntos enmarcados en un contexto británico derivaría a un inesperado gigantismo enmarcado en geografías exóticas a los ojos de un londinense.

BIRMANIA. Con un tema que desarrolla paralelamente un drama del deber, una múltiple aventura física y varias anotaciones secundarias sobre la psicología militar, la primera virtud de El puente sobre el río Kwai (The Bridge on the River Kwai, 1957) es dar cabida a tanto material sin perder la unidad de conjunto y sin descuidar ninguna resonancia. Lean se tomó 161 minutos para exponer el asunto, y pese a ello no parece sobrar un encuadre: incluso un interludio romántico entre el soldado estadounidense (William Holden) y una enfermera sirve para marcar el carácter de aquél, su inclinación instintiva a vivir como mejor se pueda y se sepa, sin sujetarse a las consignas heroicas y suicidas que practican los dos oficiales británicos (Alec Guinness, Jack Hawkins). Por otra parte, la estructura del film, que alterna el progreso del puente bajo Guinness y el progreso de la expedición que se acerca a destruirlo, no sólo no quiebra la unidad del relato, sino que proporciona una dosis de suspenso que adelanta la reunión final y explosiva de ambos bandos. Debe apuntarse a favor de Lean la atención que prestó a los valores dramáticos en juego: a través de un diálogo de Guinness y el médico (James Donald) revela la reacción de los prisioneros ingleses ante una orden superior que los obliga a trabajar en una traición; marcó con velada ironía la relación de Guinness con su par japonés (Sessue Hayakawa); y señaló el proceso de convicción con el que Holden se ve envuelto en una operación de comandos que no hubiera deseado realizar. Una frase humorística, una mirada, un detalle físico, sirven a Lean para marcar puntos de su tema: los prisioneros no obedecen la orden de un militar japonés, pero sí cuando la da un superior inglés; la radio de los voluntarios no funciona en la selva, pero cuando se arregla se escucha en inglés una transmisión japonesa diciendo: “Recuerden: no se ofrezcan de voluntarios para nada”.

 

El gran mérito de Lean fue atender tanto a la psicología como a la aventura, supervisar lo colosal sin olvidar la sutileza. Otro mérito es el estilo con que narra esa aventura, la noción infalible de tiempo y ritmo, el ajuste de un meditado montaje, el uso intencionado del encuadre, la sabia intercalación de imagen y sonido en dos momentos culminantes: una persecución en la selva, y la puesta de explosivos en el puente mientras los ingleses festejan haberlo terminado. Como se sabe, un espectáculo no progresa a través de lo mucho que se ponga en pantalla, sino por la acumulación temporal de sus datos: este film es un drama, una aventura, una reflexión filosófica, de a ratos un comedia, un film de técnicos y de intérpretes, con una culminación en Guinness; un film de producción, en el preciso sentido que su ambicioso plan exigía una mentalidad, una capacidad y una posibilidad económica para lo grandioso; y es, sobre todo, un film de Lean, un cálculo meditado para incluir en un tema todo lo que se debe y para combinarlo luego hasta una explosión emocional. El maestro llegaba a la sabiduría.

ARABIA. El primer retrato cinematográfico de uno de los hombres más famosos y discutidos del siglo veinte, Lawrence de Arabia (Lawrence of Arabia, 1962) era un proyecto ambicioso y difícil. Los siete pilares de la sabiduría es un libro que agrupa en extensísimo volumen la trayectoria de Thomas Edward Lawrence (1888-1935), aunque puesto a elaborar un libreto el dramaturgo Robert Bolt (1924-1995), en su debut para el cine, parece haber conjugado diversos aspectos de su enorme tema. Se centra en los dos años de campaña en el desierto (1916-1918), establece algunos rasgos personales de Lawrence y su evolución en medio de la carnicería bélica, ubica a personajes reales del asunto y crea otros como síntesis eficaces. Sobre Lawrence el libreto no deja de incluir los aspectos más complejos, sombríos y discutidos: sadomasoquismo, homosexualidad latente y exhibicionismo. Sobre los hechos históricos no olvida apuntar los intereses muy turbios que movían a Inglaterra y Francia en torno al Medio Oriente y su petróleo, y sobre todo anota sagazmente el rol de Lawrence entre los árabes, a quienes muestra como grupo disperso, difícil de reunir en torno a un interés común. En medio de ello, Bolt estructura una evolución: entre la astuta e inteligente fineza de Feisal (Alec Guinness) y el bárbaro entusiasmo de Abu Tayi (Anthony Quinn), el personaje de Alí (Omar Sharif) resume el aprendizaje del sentido de la lucha, su alcance liberador y la exigencia de unidad. Alí es quien comprende y asume el arabismo de Lawrence, mientras que éste sigue siendo un inglés. La complejidad del enorme tema era un desafío para cualquier libretista, y la labor sintetizadora de Bolt fue, sin dudas, un logro genial.

 

Un tema de tanto aliento necesitaba dimensiones épicas, y Spiegel no escatimó esfuerzos ni dinero, poniendo todo en manos de Lean. El resultado es un film de 228 minutos donde brillan el sentido visual del director, su notable ciencia del montaje y su capacidad dramática. Lean convierte al desierto en un verdadero personaje, desde que lo introduce audazmente con un corte simple vinculándolo a Lawrence, hasta los expresivos planos generales en que el protagonista luce ante sí mismo la vestimenta árabe que acaba de ponerse. La calidad visual no es simplemente decorativa o espectacular, sino que está al servicio de un tema, desde la presencia múltiple del desierto (de cerca y de lejos, de día o de noche, calmo o ventoso) hasta la sombra de Lawrence que planea sobre sus seguidores, y su figura -un mito propio- brillando al sol. Hay pasajes memorables (la toma de Ákaba, el último congreso de las tribus árabes, el asalto a un tren, el cruce del Nefud, la aparición silenciosa de Alí a lo lejos) y un elenco de los más equilibrados de la historia del cine, al frente del cual destaca la portentosa labor del intenso Peter O’Toole (1932-2013), casi un debutante. El actor encara su personaje con notable soltura física (excepto en la altura, su parecido con el original era asombroso), pero además construye paso a paso la torturada personalidad de Lawrence, desde la temprana inexperiencia inicial al exhibicionismo posterior y el desencanto final. Surgía un actor mayúsculo en esta obra maestra de Lean.

RUSIA. Hay dos formas de ver Doctor Zhivago (ídem, 1965), el coloso de 200 minutos producido por Carlo Ponti (1912-2007). Una es como cine. Desde ese punto de vista el resultado es irreprochable, porque la segura mano de Lean sabe manejar un cine épico de magnas proporciones, además de haber obligado a Ponti a contratar los mismos técnicos del film anterior. Robert Bolt manejó con solvencia y habilidad esa multitudinaria historia que arranca a principios de siglo y culmina en los años 30, y permite al espectador mirar varios acontecimientos de magnitud: la fallida revolución de 1905, la guerra del 1914, el triunfo bolchevique, la guerra civil y el ascenso de Stalin. En esa parafernalia cobra singular destaque la labor del fotógrafo Frederick Young (1902-1998), que da claridad a las panorámicas de la extensa llanura rusa, contraponiéndola a la oscuridad de las escenas moscovitas. Esa ambivalencia se traslada a los personajes: tonos brillantes para el terceto amoroso (Omar Sharif, Julie Christie, Geraldine Chaplin) y tenebrosos para los seres más enigmáticos (Rod Steiger, Alec Guinness, Tom Courtenay, el episódico Klaus Kinski).

 

Pero hay una segunda manera de ver el film, y es como adaptación de la novela de Boris Pasternak: allí las cosas no funcionan a pleno, porque Bolt traiciona la médula del asunto. En la novela un triángulo amoroso sirve de pretexto para sumergir al lector en un período conflictivo de la historia del siglo 20; en el film en cambio Bolt y Lean hacen lo contrario: utilizan esos episodios masivos para interesarse por un amor y un adulterio. Además, algunas explicaciones en off debieron haberse confiado a la imagen. Esos baches no impiden que cerca del final Lean se recupere con una magnífica toma de Julie Christie perdiéndose entre los muros moscovitas, flanqueada por un inmenso y amenazante retrato de Stalin. El resultado final era el de un buen espectáculo, más vistoso que profundo.

IRLANDA. La historia de La hija de Ryan (Ryan’s Daughter, 1970) es la de Sarah Miles, casada con el maestro de un pequeño poblado irlandés (Robert Mitchum), pero enamorada de un mayor inglés que domina el lugar (Christopher Jones). La acción ocurre en 1916, cuando Irlanda luchaba contra los británicos, ocupantes de su suelo, mientras que éstos estaban a su vez en guerra contra los alemanes. La película está compuesta con aguzado sentido novelesco, con multiplicidad anecdótica, con mucha peripecia, desvíos argumentales, buen color local, romance, fatalidad y desarrollo de secundarios poderosos: el rudo sacerdote (Trevor Howard) y el retardado Michael (John Mills, magnífico), una criatura vinculada en más de un sentido al Destino. La mano maestra de Lean reitera su habitual fuerza expresiva, con una memorable culminación en la extensa secuencia de la tormenta, tour de force técnico y narrativo donde confluyen varias líneas anecdóticas con envidiable soltura. Lean y Bolt plantean la película sobre la base de la visión de la joven protagonista: por eso una extensa primera parte hace hincapié en el tono romántico, y cuando los sentimientos se intensifican el drama se torna más sombrío y comprometido, más seco y realista. Ese lenguaje y esos planteamientos necesitaban la narración pausada que director y libretista confieren a los 206 minutos que dura el film, algo que la crítica de entonces no supo apreciar: la película fue mal recibida en casi todas partes y Lean, resentido, anunció su retiro definitivo. Durante catorce años cumpliría su palabra.

INDIA. Cuando en cine se habla de sabiduría y se pone como ejemplo a Lean, se alude a la capacidad de mantener tenso, sedoso y continuo el hilo del relato mientras se le suman datos laterales, referencias y personajes episódicos, pistas que más tarde serán asociadas a otros datos sueltos, hasta conferir a la totalidad una sensación de unión y fluidez como la del cauce generoso de una novela, que aprovecha esa confluencia de seres humanos, hechos históricos, trazos ambientales, perfiles psicológicos y ecos sociales, para extraer de ello una respiración acompasada donde está comprendida toda una visión del mundo. Ésa es la sensación que transmite Pasaje a la India (A Passage to India, 1984), como el Ganges que, con su anchura y lentitud, abre el paisaje en dos, como si fuera el sistema venoso de un país. También el film abre en dos una realidad inestable, cortándola para ver la entraña, por debajo de la altanería británica y la mansedumbre hindú, el don de mando de algunos y el callado pacifismo de la mayoría. La llegada de Adela (Judy Davis) a India es mucho más que un reencuentro con su prometido, porque el choque con una cultura desconocida hará pedazos su escala de valores, edificada en torno al puritanismo, la represión sexual, la falsa gentileza y la simulación, y sobre todo demolerá el concepto de Adela sobre el amor. Al final los dominadores resultan burlados, porque un mundo sometido termina conquistando a sus amos, con lo cual la historia va mucho más allá de los personajes y apunta a la condición del pasado y futuro de todo un país. Catorce años de inactividad no habían mellado su poderío creativo. Lean murió en Londres el 16 de abril de 1991 sin poder rodar su ansiada adaptación de la novela de Joseph Conrad Nostromo. Más que cualquier otro nombre en la historia del cine, el suyo debe asociarse con la épica, con vastos y exóticos panoramas, con las fuerzas elementales y poderosas de la naturaleza enfrentadas al ser humano, ese campeón de la voluntad.

 

https://www.youtube.com/watch?v=glPiR1Ocn38%20

Programación de Abril en el Leonardo Favio

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Bs As 55, Río Cuarto/Córdoba

SIDNEY LUMET, EL EMBAJADOR DEL CINE LIBERAL.

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Por Amilcar Nochetti. Miembro de la Asociación de Críticos de Cine de Uruguay (filial Fipresci)

 

Han pasado diez años desde que Sidney Lumet falleció el 9 de abril de 2011, y es hora de valorarlo como se debe, porque durante décadas se lo tuvo como buen artesano, honesto y eficaz, y un estupendo director de intérpretes, cuando en realidad fue un creador, con un universo reconocible y una agenda ideológica a la que nunca renunció. Lo que sucede es que nunca quiso ser elegante ni posó de maestro, porque prefería los movimientos de cámara económicos, o que el encuadre potenciara la emoción dramática y la puntuación exacta de una escena, y no su lucimiento personal. Antes que nada, era un narrador de historias, y siempre prefirió su amada Nueva York a rodar en estudios. Su carrera como director se extendió por 60 años, desde 1947 en teatro y 1952 en TV, hasta la adopción del video digital en 2007. Nominado a cinco Oscar (12 hombres en pugna, Tarde de perros, Poder que mata, Príncipe de la ciudad, Será justicia), nunca ganó, y aunque recibió uno honorífico en 2005 Spike Lee, al enterarse, dijo: “Sidney fue nominado cinco veces y fue robado. Eventualmente obtuvo un Oscar por su trayectoria. Siempre hacen esa mierda en la Academia”.

 

No todas sus películas fueron clásicos. Hay títulos malos en la lista, pero Lumet era un pragmático que en 1995 confesó: “He hecho películas porque necesitaba dinero. Hice otras porque me encanta trabajar y no podía esperar más. Como soy un profesional, trabajé tan duro en unas como en las otras”. A lo largo de su carrera lo bueno supera con creces a lo malo, y en las mejores demostró los rasgos que lo reivindican: su mano firme en la conducción de sus historias, y la madurez para adaptarse a todos los intérpretes que actuaron bajo su mando. Por encima de todo le encantaba el cine, y dedicó su conmovedor discurso de aceptación del Oscar diciendo: “Me gustaría agradecer a las películas. A todas las que vi a lo largo de mi vida. Sé que suena generalizado, pero para mí es muy real. Tengo el mejor trabajo en la mejor profesión del mundo. Sólo quiero agradecerle todo a ellas”. Como dijo Martin Scorsese al fallecer Lumet: “Llega el fin de una era. Lo vamos a extrañar inmensamente, pero su venerable trabajo perdurará”.

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ORIGEN, TEATRO Y TV. Lumet era neoyorquino de adopción. Nacido en Filadelfia el 25 de junio de 1924, su familia recién se instaló en Brooklyn en 1928. Sus padres, Baruch y Eugenia, eran inmigrantes polacos, dos veteranos del teatro yiddish. Baruch fue actor, director, productor y escritor teatral, y Eugenia era bailarina, pero murió cuando Sidney aún era un niño.  En 1929 debutó como actor infantil en radio y poco después tuvo su primera aparición como actor teatral en el Yiddish Art Theatre. Incluso llegó a aparecer en obras de Broadway como Callejón sin salida de Maxwell Anderson (1935), o la ópera-oratorio con diálogos recitados El eterno camino de Kurt Weill (1937). Por esa época apareció brevemente en cine en La otra mitad (Dudley Murphy, 1939), pero la guerra interrumpió su carrera. Pasó en el Ejército entre 1942 y 1945 como reparador de radares en India y Birmania. Al volver se vinculó al naciente Actor’s Studio como estudiante de actuación, pero rápidamente se percató que lo suyo era la dirección.

 

Fue así que en 1947 fundó una compañía teatral independiente en el Off-Broadway, desde la cual llegaría a dirigir hasta 1956 obras de autores prestigiosos, como Bernard Shaw, Albert Camus y Jean-Paul Sartre. También enseñaba actuación en la High School of Performing Arts. En 1950 fue contratado como director de TV por CBS, luego de haber sido asistente de su amigo Yul Brynner, que en esa época era director. Pronto desarrolló un método de rodaje ultra rápido y eficaz, debido a la alta velocidad requerida por la TV en vivo. De esa forma, hasta 1956 dirigiría cientos de episodios de series semanales, además de desempeñarse como conductor de programas junto al popular informativista Walter Cronkite.

 

De todas maneras, lo mejor de su etapa televisiva, que continuaría hasta 1960, cuando ya dirigía cine, fueron sus adaptaciones de obras teatrales y novelas. Quienes han visto ese material siempre señalan el alto nivel interpretativo y la dramática intensidad logradas en piezas como Todos los hombres del rey, sobre novela de Robert Penn Warren; El conde de Montecristo, sobre Alejandro Dumas; Llega el heladero de Eugene O’Neill, donde apareció un debutante Robert Redford, y en la cual la labor de Jason Robards convenció al joven Al Pacino que debía ser actor; Rashomon, inspirada en cuento de Rynosuke Akutagawa; y La historia de Sacco y Vanzetti de Reginald Rose, con Martin Balsam y Steven Hill, que causó malestar en Massachusetts (donde los anarquistas fueron juzgados y ejecutados) porque postuló que los dos obreros eran inocentes. En 1960 Lumet llevaba realizadas tres películas, y ese escándalo le abrió definitivamente las puertas del cine.

IMPERSONAL. Su tarea como realizador de cine abarca 44 títulos en 50 años (1957-2007). En el extenso lote hay 18 tareas impersonales, y fue por ellas que durante años lo catalogaron como artesano. Los críticos de la época no se percataron que formaba parte del sistema de estudios, y ocasionalmente rodó films por compromiso para, con el dinero obtenido, hacer los que quería, porque era un cineasta con muchas cosas para decir. Hoy no existirían Tarde de perros o Poder que mata sin Crimen en el Expreso de Oriente, por ejemplo. Otro motivo de la crítica para despreciar a Lumet fue tacharlo de carente de inspiración, debido a que casi toda su obra se basa en materiales literarios preexistentes. Lo mismo dijeron de William Wyler y Joseph L. Mankiewicz, sin darse cuenta que vivían convirtiendo la palabra en imágenes. ¿Qué mayor inspiración que esa podían ofrecernos?

 

Pero es verdad que cuatro títulos de Lumet dan vergüenza ajena y sería mejor olvidarlos. La cita (The Appointment, 1969) fue un mamotreto romántico que sólo sirvió para que Anouk Aimée y Omar Sharif vivieran unos meses la pasión de sus personajes en la vida real. El mago (The Wiz, 1978) es un horrendo musical apoyado en un lustroso elenco de etnia negra (Diana Ross, Michael Jackson, Lena Horne, Richard Pryor), liquidados por un pésimo libreto de Joel Schumacher. Dime lo que quieres (Just Tell Me What You Want, 1980) fue una comedia romántica infame al servicio del divismo inexistente de Ali MacGraw. Y Tan culpable como el pecado (Guilty as Sin, 1993) se subió al éxito de los policiales con féminas sexuales y machos que sucumben, pero aquí con nula creatividad y un dúo altamente psicótico: Don Johnson y Rebecca De Mornay. Juzgar a Lumet por esos títulos sería como decir que John Ford no fue un maestro porque dirigió a Shirley Temple en una tontería llamada El ídolo del regimiento. Lo que importa es que sus otros 14 títulos impersonales son medianamente rescatables. Veamos:

 

Ambición de gloria (Stage Struck, 1958): Una joven aspira a tener éxito en Broadway (Susan Strasberg) pero se ve dividida entre un hombre maduro (Henry Fonda) y uno joven (Christopher Plummer), con pinceladas bastante eficaces del mundillo teatral.

Esa clase de mujer (That Kind of Woman, 1959): Drama romántico con Sofía Loren al fin de la guerra, enamorada del soldado Tab Hunter, pero sometida al general George Sanders. El film confirma la mano dura que Lumet siempre tuvo para los romances.

Llamada para el muerto (The Deadly Affair, 1967): Smiley investiga el misterio detrás del suicidio de un compañero. Sobre novela de John Le Carré, Smiley es James Mason, junto al resbaloso Maximilian Schell, la bergmaniana Harriet Andersson y la notable Simone Signoret. El resultado, sin pasar a mayores, tiene suspenso y es eficaz.

Grotesca despedida (Bye Bye, Braverman, 1968): Comedia dramática con cuatro judíos intelectuales que asisten al funeral de un amigo. Nunca exhibido en el Río de la Plata, el film tuvo reseñas negativas, pero destacaron las labores de George Segal y Jack Warden.

El gran golpe (The Anderson Tapes, 1971): Sean Connery es un ladrón que después de diez años sale de la cárcel y planea el robo de un edificio entero, ignorando la tecnología de punta, por la cual todos sus movimientos están siendo grabados. Pasatiempo policial enérgico, acorde a los cánones del género.

Juegos de niños (Child’s Play, 1972): Otro título nunca visto en el Río de la Plata. Drama estudiantil sobre alumnos que muestran signos de complacencia en suministrar y obtener dolor físico mediante cualquier método a su alcance. Catalogado como un buen estudio de caracteres, aunque no exento de varios convencionalismos.

Por amor a Molly (Lovin’Molly, 1974): Tercer film de Lumet desconocido para nosotros. Entre 1925 y 1964 dos chicos texanos compiten por el amor de una joven testaruda, que se niega a casarse con ellos. Anthony Perkins, Beau Bridges y Blythe Danner salvaban al film de lo que fue definido como una suma de anodinas situaciones.

Crimen en el Expreso de Oriente (Murder on the Orient Express, 1974): El exceso de palabrería que siempre aqueja al cine sobre Agatha Christie se eliminó con una maniática ambientación de época y un notable Albert Finney como Poirot, junto al imponente elenco que el lector puede ver en el poster que reproducimos. Con esa gente no puede perderse ningún partido. Pero además es el tipo de placer difícil de hallar hoy: sin explosiones ni efectos digitales, sólo notables intérpretes interactuando, maravillosamente dirigidos por Lumet. El resultado es ligero como una pluma, y eso es parte del suntuoso goce de verlo.

Buscando a Greta (Garbo Talks, 1984): A Anne Bancroft le queda poca vida, su mayor anhelo fue conocer a Greta Garbo, y su hijo Ron Silver se embarca en la loca aventura de contactar a la Esfinge Sueca. Comedia menor, aunque incurablemente afectuosa.

El precio del poder (Power, 1986): Apoyado en encuestas, tecnología, imaginación y dinero, el protagonista intenta dibujar con precisión el perfil del electorado y sus sueños ocultos, de los que el político será un compendio en el que se incluya todo. Film profético que pudo ubicarse entre los más valiosos de Lumet, pero se pierde en un enmarañado guion y un final realizado a los ponchazos. El buen elenco ayuda: Richard Gere, Gene Hackman, Julie Christie, Denzel Washington, E. G. Marshall, Beatrice Straight.

La mañana siguiente (The Morning After, 1986): Jane Fonda es una alcohólica que una mañana se despierta junto a un productor de cine porno acuchillado. No recuerda nada de lo sucedido y huye despavorida, mientras un ex policía (Jeff Bridges) quizás podría ayudarla. Policial previsible y menor, que sufre la falta de química de sus protagonistas.

Negocios de familia (Family Business, 1989): Padre Sean Connery, hijo Dustin Hoffman y nieto Matthew Broderick intentan realizar el robo perfecto, sin violencias, sin sospechas y sin policías. Casi todo falla, incluido el film, que nunca decide su tono: ¿es un policial, una comedia o un drama familiar? Sólo Connery salva con nota el examen.

Un extraño entre nosotros (A Stranger Among Us, 1992): Una dura y cínica agente de policía se infiltra en una cerrada comunidad judía de Nueva York para intentar descubrir al autor de un brutal asesinato. Todo lo referido a ritos y costumbres de la comunidad es impecable, pero se desvirtúa porque el enigma policial se adivina, un romance estorba, y Melanie Griffith forma parte de un insólito error de casting.

Gloria (ídem, 1999): Remake del clásico de John Cassavetes, no es la basura que se dijo en su momento, sino una versión light de un buen film independiente. Es menor pero no aburre y tiene a Sharon Stone, contundente y visceral como antes fue Gena Rowlands.

 

El lector notará que estos films fueron rodados por Lumet para obtener dinero con el cual desarrollar otras tareas que le interesaban por la cantidad de hiatos existentes entre unos títulos y otros: dos en 1958 y 1959, para dar un salto de ocho años; y seis de 1967 a 1974, para un segundo salto de una década. Son esos espacios en blanco los que visitaremos, porque allí las áreas talentosas de Lumet revelaron su potencial como cineasta mayor.

 

ADAPTADOR. La segunda zona de su obra se compone por siete adaptaciones teatrales muy aferradas al texto. Hay que ser hábil para convertir en cine (imagen y movimiento) un espectáculo concebido para las tablas (estático y con dominio de la palabra), por eso el espectro es desparejo, aunque todas las películas -aún las endebles- tienen cierto lustre. De las menores, la que se ve con más interés es Trampa mortal (Deathtrap, 1982), sobre obra de Ira Levin, un juego de enredos con un estudiante de literatura (Christopher Reeve) que da a su profesor (Michael Caine) el manuscrito de su primera novela. El docente es además un reputado novelista en bloqueo creativo, y al ver el manuscrito planea asesinar al joven y apropiarse de la obra. La superficie incluye identidades cambiadas, autores acomodando la realidad según su beneficio, crímenes simulados, víctimas que parecen cómplices y viceversa, verdades y mentiras, y soluciones ingeniosas. La pulseada verbal revela sobreentendidos, ambigüedades y réplicas sagaces, pero el film sólo ilustra un juego de espejos que necesitaba una elaboración capaz de reubicar un encanto y seducción que siguen ausentes. Sobreviven la efectiva historieta policial y el elenco, epidermis de un divertimento que potencialmente tenía más sustancia.

 

Algo similar sucede con Equus (ídem, 1977), exitosa pieza de Peter Shaffer de poco valor literario, aunque mediática por su tema riesgoso (el fetichismo sexual de un joven hacia los caballos) y por los desnudos que en teatro dieron mucho que hablar. Lumet trasladó el protagonismo del joven (Peter Firth) al psiquiatra (Richard Burton), lo cual pudo dar dinamismo al film, pero la idea sucumbe debido al mediocre guion de Shaffer. Debido a ello, Lumet elabora sus pautas con la ayuda del eminente fotógrafo Oswald Morris y del escenógrafo Tony Walton. El riesgo mayor fue cambiar la relación simbólica (el joven enamorado de máscaras de caballos) por una más realista (el joven enamorado de caballos auténticos), y Lumet vence el ridículo en base al sabio uso de lentes y una iluminación adecuada, aunque no supere el vacío del asunto. Quizá un estilo más audaz y libre pudo haber equiparado la forma violenta utilizada en teatro, pero Lumet compensa sólo con sensualidad plástica y efectismos emocionales la andanada de palabras del torpe libreto.

 

Tampoco rindió muy bien en sus enfoques del torturado mundo de Tennessee Williams. En Brutalidad desenfrenada (The Last of the Hot Mobile Shops, 1970), nunca exhibido en el Río de la Plata, y basado en Los siete descensos de Myrtle, una pareja recién casada (Lynn Redgrave, Robert Hooks) viaja a Nueva Orleans a reclamar la plantación familiar a un hermanastro mestizo (James Coburn). El film fue un fracaso, pero no por culpa de Lumet sino de sus productores, que pulieron en exceso la dureza del original. Por ejemplo: en la obra original no hay pareja casada, sino un travesti impotente y una ex prostituta ambiciosa y manipuladora. Con ese tipo de cambios, nada puede sobrevivir. Mejor fue El hombre en la piel de víbora (The Fugitive Kind, 1960), sobre El descenso de Orfeo, donde un músico de vida errante (Marlon Brando) se detiene en un poblado de Mississippi y entabla relación con una mujer madura (Anna Magnani), que se convierte en su amante, y con una alcohólica joven (Joanne Woodward) que gusta de él.  Desde el inicio se masca la tragedia, no sólo por los personajes y ambientes, sino por la presencia del calor, que se mezcla al recuerdo de un fuego del pasado. Todo es deprimente, excepto el universo que levantan Brando y Magnani en el merendero. Si la película funciona a medias es porque el ambiente de violencia contenida no fue captado del todo por un Lumet más ocupado en los personajes que en el entorno, lo que da pie a una narración tenue, que desentona con el exceso pasional de la historia. De todas formas, el resultado es decoroso gracias al blanco y negro de Boris Kaufman, que alumbra momentos muy oscuros con gran dosis de poesía visual. Le acompaña la fuerza física de Brando y Magnani, y la estupendamente desorbitada Woodward, quienes salvan con honra al film.

 

Un raro resultado obtuvo Lumet al adaptar la pieza de Chejov La gaviota (The Sea Gull, 1968), que narra la visita que una actriz madura (Simone Signoret) hace al hermano mayor (Harry Andrews) y su hijo (David Warner) en la casa de campo. Le acompaña su amante, un afamado novelista (James Mason), del que se enamora una joven del lugar (Vanessa Redgrave). Esta obra puede entenderse como sinónimo de una sociedad que no sabe muy bien adónde va ni cuándo hace daño a sus componentes. Hoy, en medio de una pandemia que nos tiene aislados desde hace un año, la pieza encierra todo el calor y la congoja de los años vividos, aunque permanezca inalterable su núcleo básico: el de una humanidad puesta a prueba. Pero Lumet consigue sólo una cauta ilustración de un texto impecable. Las excelentes labores individuales del elenco naufragan por un casting incorrecto: nadie puede ver a un Mason sesentón en el rol de un cuarentón, pero hay algo peor que quiebra la médula de la obra: es imposible concebir la pasión amorosa que Mason despierta en Vanessa. Una vez demolida esa clave, el edificio tiende a desmoronarse. Si no sucede es por la ductilidad personal de cada divo, la ambientación de Tony Walton y la fotografía de Gerry Fisher. Pero ni siquiera esas excelencias elevan el tono de frío academicismo.

 

Un logro redondo fue Panorama desde el puente (A View from the Bridge, 1962), sobre aclamada pieza de Arthur Miller. Inmigración y estibadores se agitan en un drama de alcance universal con personajes corrientes como Carbone (Raf Vallone), protagonista de una obra que habla de intolerancia, honores traicionados, incestuosas sombras de deseos incontrolables y diferencias culturales. Un hombre vulgar colocado al borde de un conflicto que le hace poner en peligro la estabilidad familiar y convertirse en delator, vulnerando sus códigos éticos, al ser incapaz de mitigar los celos que siente cuando su sobrina adolescente se enamora de uno de los dos inmigrantes ilegales que recibió en su casa. Carbone es un antihéroe trágico atrapado en una dependencia pasional enfermiza y fatal, engarzado en el contexto inmigratorio, para subrayar el acento social característico en Lumet. El cineasta opta por el desgarro, pasando de la pasividad expresiva al exceso gestual, con momentos muy bien dibujados, en los que se mueve un Vallone poderoso, certero y sorprendente, junto a una Maureen Stapleton expresiva, contenida y ejemplar.

Y muy por encima se ubicó Viaje de un largo día hacia la noche (Long Day’s Journey Into Night, 1962), sobre Eugene O’Neill. Para describir un ambiente familiar deprimente y expresivo Lumet reunió un cuarteto soñado. Katharine Hepburn es la madre que luego de una larga estadía en el hospital se volvió morfinómana; Ralph Richardson es el padre insensible y mezquino, un fracasado que lleva a la ruina a su familia; Jason Robards es el hijo mayor, sumido en el alcoholismo; y Dean Stockwell es el menor, que sobrelleva como puede su tuberculosis. El contrastado blanco y negro de Boris Kaufman comunica un ambiente sombrío, decadente, moralmente pútrido, envolviendo la precaria unión de esa familia que oscila entre situaciones extremas, donde la jornada en que se desarrolla la acción ejercerá como un auténtico exorcismo. O’Neill plasmó aquí parte de sus memorias de juventud, y como adaptación fiel e intensa de un referente célebre, Lumet logra uno de los films más brillantes de su carrera, plasmando un drama áspero, implacable, sórdido en el despojamiento de frustraciones, miserias personales y vidas fracasadas, donde el peso del puritanismo y la expresión religiosa es patente, y del que sólo quizá se libre el personaje más débil. La acción se desarrolla en salas poco iluminadas, ya que el padre se empeña en ahorrar luz, ofreciendo desde las ventanas el reflejo de los focos de los barcos, mientras el sonido de las sirenas se mezcla a los filosos diálogos. La película es un enorme descenso al infierno más sombrío del alma humana.

CLAUSTROFÓBICO. La tercera zona de su obra es la mejor de su labor. Son 19 títulos polémicos, liberales y cuestionadores, llegando en algunos al salvajismo. Todo empezó con el debut en 12 hombres en pugna (12 Angry Men, 1957), donde Lumet indagó en las falencias del juicio por jurados. Doce hombres tienen la responsabilidad de dilucidar la culpabilidad o inocencia de un muchacho de 18 años acusado de matar a su padre. La sentencia será la pena de muerte. Al inicio once están de acuerdo en la condena, y sólo uno (Henry Fonda) se acoge a la “duda razonable”. Las pruebas serán revisadas y todos revelarán sus verdaderas razones y personalidades, en un juicio interno que va más allá del asesinato. La película es emocionante, muy pulida, vigorosa pese a detalles y vicios ocasionados por la tendencia al subrayado moral. A causa de esto, en ocasiones el psicologismo se impone a la psicología, los personajes alternativamente respiran por sí mismos y también por Lumet, que los emplea como instrumentos de ideas que quiere hacer llegar al público de forma sencilla. Pero los aspectos que aún impresionan tienen que ver con la depuración formal, la perfecta síntesis de fondo y forma, la manera por la cual los recursos técnicos conjugan con las necesidades dramáticas (suspenso, tensión, sucesión de sorpresas y giros, momentos de expansión o introspección), resueltos siempre con el recurso visual preciso. Lumet convirtió una obra teatral de Reginald Rose en cine, mediante la rigurosa planificación de un espacio ínfimo (una sala), agudizando su instinto para colocar la cámara, el montaje y el ritmo, provocando movimientos significativos, combinados con el empleo de diferentes distancias y ángulos (los ligeros picados) que dan una sensación de dinamismo en la puesta en escena y de opresión atmosférica, lograda mediante un enfoque cerrado sobre los rostros, muestra de inteligencia para un debutante.

 

La Guerra Fría y la amenaza de extinción nuclear estaban en la mente de todo el mundo, pero en el cine esa crisis alcanzó su punto álgido en 1964. En enero Stanley Kubrick lanzó su satírica y mordaz Doctor Insólito, razón por la cual la notable Límite de seguridad (Fail-Safe) fue menos considerada cuando se estrenó en octubre. El film de Kubrick es una revulsiva e irreverente parodia, y allí radica su maestría. Más sombrío y terriblemente real, el de Lumet se desarrolla como una historia de suspenso. No es la versión seria de la obra de Kubrick, sino un film mayor en sí mismo, un cuadro apasionante, conmovedor e intenso de una carrera armamentista fuera de control. Henry Fonda es el compasivo presidente de USA y Walter Matthau un científico despiadado, atado a la lógica fría y las estadísticas. A su lado aportan lo suyo el pesadillesco Dan O’Herlihy, el obcecado Edward Binns, el tenso Larry Hagman y el nervioso Fritz Weaver. En un film de actores, Lumet vuelve a ofrecer otra lección en cuanto a rodar por entero una obra sólida en habitáculos cerrados, pero aquí la puesta en escena es más llamativa que en su debut, adaptándose por completo a las necesidades del film. La excelente fotografía en blanco y negro de Gerald Hirschfeld da forma visual a lugares opresivos y claustrofóbicos (habitaciones, bunkers, el interior de aviones), donde los personajes prácticamente se hallan atrapados. Por otro lado, la acertada decisión de no utilizar música acentúa el tono realista, como si se tratase de un documental. Un título a revalorizar, sin efectuar erróneas comparaciones con el de Kubrick. En consonancia con la convulsionada época que se vivía (guerra fría, Vietnam, reivindicaciones raciales, protestas populares, violencia institucional), la labor importante de Lumet derivaría a partir de entonces a cuatro temas recurrentes: la brutalidad de los métodos militares y policiales, la corrupción policíaco-judicial, el doloroso despertar del sueño americano y la inadaptación social. Revisemos cada una de esas vertientes.

BRUTALIDAD. Dos títulos protagonizados por Sean Connery en Gran Bretaña se ocuparon de la brutalidad militar y policial. La colina de la deshonra (The Hill, 1965) es imperdible. En medio de un calor asfixiante hay una prisión disciplinaria para soldados que no saben cuál es el significado de una orden en plena guerra. En medio de esa prisión, en el arenoso patio de ejercicios, hay una colina artificial que sirve como castigo para los prisioneros rebeldes. En medio de la rebeldía se halla un hombre que quiere seguir siendo hombre, no una máquina de matar. Y en medio de la brutalidad, el carisma del hombre es peligroso para quienes quieren convertir la inteligencia en una orden sin contradicciones, en un asentimiento sin réplica, en una ausencia del interrogante. El hombre sabe que sólo poniendo en evidencia el inhumano método de los carceleros podrá hacer que la razón se deje ver en la aridez del desierto. Esa es la mejor fuga, y por eso sube y baja la agotadora colina una y otra vez: porque sabe que decir no es la mejor valentía. Alguien tiene que morir y alguien tiene que decir que ha muerto. El silencio de su obediencia desafiante es una paradoja hiriente que se clava en los despiadados guardianes, y pronto la conciencia surgirá entre las ruinas del conformismo y la complicidad mal entendida. Tener a alguien a quien se mandó a luchar en África y someterlo al yugo de la tortura no es justo. Eso no es patria ni indisciplina, es una cordillera en la sinrazón, una cadena montañosa del poder. Y Connery sabe que cada vez que sube a la cima su sufrimiento es una victoria, aunque la colina siga ahí, inclinada, retadora, impasible a pesar de las pisadas que dejan los que mueren al subir por el lado del esfuerzo, y bajan por la cara del revolcón. Con la cámara más nerviosa que recuerdo, y con obsesivos primeros planos de rostros irritados, Lumet sube a una cima hecha de sangre y endurecida por un sudor que se filtra por los poros del asesinato, cuando éste se disfraza de rebelión. El resultado es una obra maestra de Lumet.

 

El segundo título indagó en la brutalidad policial. Hasta los dioses se equivocan (The Offence, 1973) es un thriller con fuerte carga psicológica que narra cómo la policía inglesa está desesperada por atrapar a un violador de niñas. Al hallar un sospechoso (Ian Bannen), será duramente examinado por Connery, en un interrogatorio que tendrá consecuencias graves. Lo más interesante es que no importa quién es culpable ni la resolución del caso, sino la descripción psicológica de Connery, que se autodestruye a medida que pierde el control de lo que dice y hace. Lumet despista con una película que al principio parece un thriller donde hay que atrapar a un violador, luego cambia de tono y presenta un drama personal, para más tarde centrarse en el enfrentamiento entre un agente y un sospechoso, a lo largo de una secuencia en la que lentamente cambiamos nuestra mirada, dejando de lado al sospechoso e interesándonos por el policía. El problema es el ritmo cansino que Lumet imprime al conjunto. Es un film que funciona por bloques diferenciados: hay una investigación policial que funciona bien; luego un poco de vida privada, que explica cosas que cambian ciertas perspectivas; después una conversación con un superior; y luego el interrogatorio con el sospechoso. Cada bloque tiene interés, pero los cambios de tono resienten la atmósfera. El film igual importa, sobre todo por la violencia que hoy vivimos.

CORRUPCIÓN. De la brutalidad a la corrupción policial había un paso, y Lumet lo dio en una serie basada en casos reales. El arranque lo marcó Serpico (ídem, 1973), biografía de un policía íntegro e incorruptible (Al Pacino) que se negó al soborno de sus colegas, tuvo problemas y terminó exponiéndose a situaciones muy peligrosas. Lumet elaboró un relato extenso y repetitivo, pero hecho de una superposición vigorosa, seca y concisa de varias anécdotas. La realización, apoyada en la notable fotografía de Arthur J. Ornitz, capta la vitalidad de las calles neoyorquinas con detalles sugestivos y personajes diversos, en un mundo compuesto por parias (negros, portorriqueños, italianos). La carta de triunfo es Pacino, que se posesiona del personaje y hace creíble sus movimientos y actitudes, sus disfraces, su desamparo y su soledad inevitable, dominado por un fanático sentido del deber y la justicia. Aparte de él, lo mejor son las escenas de acción, resueltas con brillante oficio: persecuciones y emboscadas por techos y callejuelas, inesperados tiroteos, todo lo que implica el reflejo de una sociedad enferma, en la cual la violencia se impone a diario.

 

El segundo capítulo fue Príncipe de la ciudad (Prince of the City, 1981), film ignorado en su momento. Es la historia de Daniel Ciello (Treat Williams), otro policía neoyorquino que, para librarse de ciertas implicaciones en prácticas policiales no ortodoxas, colabora con Asuntos Internos para revelar casos de corrupción, con la condición de no delatar a sus compañeros. La película se resiente de su duración (167 minutos), pero en lo demás es un logro pleno, en especial en lo que tiene que ver con el lento desmoronamiento psicológico de Ciello, en inteligente paralelo con la imagen: a medida que va perdiendo la calma y la esperanza de poder cumplir con su compromiso sin traicionar a su gente, Lumet vacía progresivamente los decorados por donde deambula, como simbolizando la pérdida de su dignidad. Por detrás de su peripecia individual hay un estudio certero sobre cómo se afectan los derechos de los ciudadanos cuando las altas esferas políticas de la ciudad olvidan lo que sucede en las calles.

 

La trilogía se cerró en Preguntas sin respuestas (Q & A, 1990), que retrata los ambientes nocturnos de baja estofa (drogas, prostitución, lavado de dinero) y la corrupción de las autoridades. La ambientación de garitos, pisos, camerinos, es perfecta, y los diálogos de los policías con la fauna nocturna y los mafiosos reflejan lo bien que se mueve Lumet en el género. Sin artificios y con tono realista, rudo y descarnado, presenta a Nick Nolte, policía de métodos expeditivos que se saltea la legalidad y es venerado por compañeros y superiores. No duda en utilizar cualquier recurso (la violencia, sobre todo) para lograr su objetivo, y termina siendo uno de los más xenófobos policías en la obra de Lumet. El otro personaje, Timothy Hutton, es el ayudante del fiscal del distrito, un joven novato con agallas, pero sin carisma. El tercer vértice es Armand Assante, mafioso puertorriqueño con estilo y sentido del honor, que nos deja pensando que ciertos delincuentes tienen más ética que algunos policías sueltos. La música de Rubén Blades es inapropiada, pero es un reparo menor ante otra lograda película de un maestro en el tema de la corrupción policial.

La corrupción judicial fue observada dos veces por Lumet. Será justicia (The Verdict, 1982) se centra en un abogado alcohólico (Paul Newman) que intenta redimirse y limpiar su reputación profesional, mientras se transforma de perdedor en justiciero, cuando un caso de atroz negligencia deja a una mujer en estado vegetativo de por vida. Uno de los elementos que ayuda a que el film se eleve por encima de la media es el poderoso guion de David Mamet, que permite a Newman recitar varios monólogos para el recuerdo. A su lado brillan Jack Warden como fiel ayudante, James Mason como su rival en la Corte y Charlotte Rampling como mujer enigmática. Hay también alguna falla. Una proviene del tratamiento maniqueo que se da al personaje del juez, que parece una caricatura, más que una crítica a la venalidad judicial. Otro detalle es el falso final, donde hay una bajada de línea de la producción, que obligó a fabricar un desenlace imposible, pero conciliador para el público. El film igual no defrauda, dado el bajo nivel del cine de la Era Reagan.

 

El lado oscuro de la justicia (Night Falls on Manhattan, 1997) toma como punto de partida una novela de gran complejidad, pero Lumet la resuelve con habilidad, tanto a nivel narrativo como de estructura dramática, ya que engrana con solidez una variada gama de elementos y propone interesantes consideraciones en torno a la corrupción que rodea a los que ejercen cualquier tipo de poder. Tras una espectacular escena donde los efectivos policiales fracasan al intentar capturar a un peligroso traficante de drogas, la acción se centra en torno a la figura del joven e inocente nuevo fiscal de distrito Andy García. Al averiguar el alcance de los sobornos repartidos por el traficante, deberá enfrentar a su padre Ian Holm, a la mujer que ama (Lena Olin) e incluso a su antecesor en el cargo (Richard Dreyfuss), para descubrir que es imposible actuar dentro de la más absoluta inocencia. El resultado es pesimista, y también cine clásico de primer nivel.

 

DOLOROSO DESPERTAR. Ese pesimismo no era nuevo en Lumet, que ya en los años 60 había iniciado su exploración acerca de la gente que sufrió un doloroso despertar del sueño americano. Seis títulos muy diferentes componen ese sector de su obra, y el primero fue El grupo (The Group, 1966). Después de graduarse en 1933, ocho amigas continúan viéndose regularmente a lo largo de los años. Lumet desarrolla una película coral que sigue a cada personaje evolucionando en su vida sentimental, profesional y familiar, mientras a su alrededor un país cambia. Cuenta la historia de una juventud que una vez más cree en su sueño, para luego sumergirse en la duda cuando ve que sus ideales chocan con la realidad de la sociedad y del mundo. La historia la cuentan los personajes, mientras algunos luchan por sus ideas, otros las disfrazan por comodidad u oportunismo, y la pequeña burguesía se une al comunismo no por convicción, sino por esnobismo. A lo largo de su carrera Lumet no dejó de observar grupos sociales y familiares. La forma en que lo hace aquí es admirable: cada personaje existe plenamente, pero también en relación con los demás. Lumet capta cómo las múltiples interacciones entre los miembros de una comunidad definen a la misma, y cómo esa comunidad define a cada miembro. El film cuenta una parte de la historia de América, pero no categoriza a su población, sino que se esfuerza por mostrar cómo se hacen los sueños, cómo se desgastan hasta desaparecer, y cómo cada uno afronta la vida, aceptando compromisos y alejándose de las ambiciones juveniles. Lumet no juzga a sus personajes: los comprende en su dolida humanidad.

 

Pero el despertar del sueño americano podía también tener su costado político, y por eso Lumet se alió con Joseph L. Mankiewicz para llevar a cabo un film único, desconocido e  imposible de rastrear en internet: King, de Montgomery a Memphis (King: A Filmed Record… Montgomery to Memphis, 1970), documental biográfico de 185 minutos sobre Martin Luther King, con imágenes de archivo públicas y caseras y narraciones de famosos que tuvieron contacto con King (Paul Newman, Joanne Woodward, Sidney Poitier, Ben Gazzara, Burt Lancaster, Charlton Heston, Marlon Brando, Harry Belafonte). El film fue proyectado en pases de prensa el 24 de marzo de 1970, pero nunca ha sido estrenado.

Poder que mata (Network, 1976) ha resultado profético en todo lo que tiene que ver con su tema específico (la bastardización de la TV y sus noticieros, que no informan sino deforman), y también en su visión global del planeta, donde las ideologías ya no importan y han surgido nuevos “países”, que en los años 70 eran Exxon, ITT o IBM, y hoy son los mismos y otros, como Microsoft y Facebook. Las coordenadas con que el libretista Paddy Chayefsky y Lumet se manejan son las de una sátira despiadada, que denuncia no sólo a la TV y su obsesión por el rating como nuevo ídolo ante quien arrodillarse, sino además a los turbios negociados de las corporaciones ubicadas en las sombras de esa industria. En el medio, se registra la visión deformada de personajes que viven a costa de la fama y el dinero: el decadente informativista, perturbado por su inminente despido (Peter Finch), la inescrupulosa programadora (Faye Dunaway), el feroz ejecutivo (Robert Duvall) y el dueño del canal, que predica una doctrina hoy hecha realidad (Ned Beatty). Entre ellos se mueve el atónito director del noticiero (William Holden), que cultiva una ética y un estilo lejanos a la locura que envuelve a los demás. Con tema y personajes tan terribles el film acelera su ritmo, deja atrás el realismo de su zona inicial y se adentra en una caricatura tan acentuada que nos abofetea con su agresiva y chocante mascarada. No hay desperdicio en este film, y una tras otra se suceden escenas brillantes, culminando con dos intensas discusiones de Holden y Dunaway. Un rato antes, la impactante escena en que Finch insta a la ciudadanía a abrir las ventanas y gritar que esta situación ya no se tolera más, hoy cobra inusitada vigencia. En medio de un elenco que es una exaltación del actor frente a la cámara, el film es torrencial y avasallante, nos absorbe y nos hace discutir. Es cine actual, porque en 2021 sigue habiendo situaciones que no deberían soportarse más.

 

El dolor por la falsedad del sueño americano continuó. Daniel, el último testigo (Daniel, 1983) es la historia del matrimonio Rosenberg (Mandy Patinkin, Lindsay Crouse), pareja ejecutada en 1950, acusada de ser espías soviéticos. El film oscila entre los antecedentes y pormenores del juicio, y la vida de los hijos (Timothy Hutton, Amanda Plummer) ya en los años 60, personajes que pagan en traumas psíquicos profundos la dura herencia de una niñez que los marcó para siempre. Es inteligente esa estructura ideada por Lumet y el novelista E. L. Doctorow, mientras el fotógrafo Andrzej Bartkowiak ilumina difusamente los hechos del pasado, dándoles un tinte documental y diferenciándolos del presente luminoso. Pero esa doble estructura narrativa incluye reflexiones del protagonista sobre la pena de muerte y su instrumento ejecutor, que valen como anticipo de la presencia de la cámara ante el sillón donde el hombre y la mujer recibirán la descarga de voltaje, instancia que el film visualiza con estremecedora convicción, pero erradicando todo sesgo morboso. Lumet no erige un alegato en favor de la inocencia de los Rosenberg, sino que deja un margen de dudas, desliza pistas acerca de conductas y procederes sin certificarlos, y atiende al lado humano de los personajes, envueltos en la historia sin querer convencer de nada al espectador. El saldo posee un barniz de seriedad muy notorio.

 

Otro film duro con el sistema, y desconocido en el Río de la Plata, es Cuidados intensivos (Critical Care, 1997), comedia satírica sobre un joven médico (James Spader) que trabaja en el CTI de un hospital, y se involucra sin quererlo con dos hermanas que se enfrentan por la herencia de su padre, un paciente suyo que se encuentra en estado de coma. El resultado era una ácida visión de la situación médica estadounidense, y sólo un veterano con enorme oficio como Lumet pudo hacer una comedia con un tema tan dramático como la eutanasia para criticar las falencias que padece el actual sistema sanitario.

El que resultaría el canto de cisne de Lumet, Antes que el diablo sepa que estás muerto (Before the Devil Knows You’re Dead, 2007) fue otra obra maestra. Una joyería, un robo aparentemente fácil que fracasa, y las consecuencias físicas y morales que sufrirán un ejecutivo con graves problemas financieros (Philip Seymour Hoffman), su esposa (Marisa Tomei), un hermano menor influenciable y fracasado (Ethan Hawke) y su padre, hombre honesto que no sabe comunicar sus emociones (Albert Finney). Con ese caldo de cultivo se alimenta una historia con apariencias de thriller criminal, pero que termina siendo una tragedia familiar, donde importan el lúcido y amargo vistazo a las aflicciones personales y el tedio cotidiano, el dolor actual como soporte de rencores provenientes de la infancia, y la imposibilidad de escapar a un destino fijado de antemano por Dios o por el diablo. Los rasgos de madurez están presentes desde el inicio cuando Hoffman, en una posición dominante, tiene sexo con Tomei en una cama rodeada de espejos: mientras ella goza de placer, él mira satisfecho su propio reflejo, varias veces multiplicado. Esa sutileza para aportar datos fundamentales sobre la historia y la psicología de sus personajes caracteriza el desarrollo de un drama familiar cuyos efectos son más evidentes que sus causas, lo cual obliga al espectador a mantenerse en permanente estado de alerta, debido al dinámico mecanismo narrativo basado en la fragmentación de la historia, con constantes vaivenes de tiempo y cambios de puntos de vista. En el corazón de estas tinieblas no son esenciales un robo o una muerte, sino el vínculo de un padre con sus hijos varones y la compleja relación existente entre los hermanos. Son personajes desolados, inmersos en ambientes turbios, perdedores que intentando salir del pozo se entierran sin remedio, poseedores de una alucinante desesperación metafísica. De la mano de un elenco notable, Lumet exploró el sabor amargo de la vida en un drama de final rotundo y políticamente incorrecto.

 

INADAPTACIÓN SOCIAL. Otros cuatro films bucearon en la inadaptación social de sus protagonistas. El prestamista (The Pawnbroker, 1964) presenta la mejor actuación de Rod Steiger en toda su carrera, como un sobreviviente del Holocausto emocionalmente retraído, que vive en Harlem. A medida que la historia avanza lentamente, descubrimos que ese amargado personaje fue testigo de la muerte de su esposa y sus dos hijos en los campos de exterminio nazis, y desde entonces se distanció cruelmente del mundo, manteniéndose en silencio en su casa de empeños. Rechazando su religión y toda fe en lo que él llama “la escoria de la humanidad”, es apático con todo y con todos, incluido su dependiente puertorriqueño, que lo idolatra. Geraldine Fitzgerald interpreta a una clienta habitual, trabajadora social compasiva que intenta despertar la humanidad que percibe latente en Steiger, pero la tragedia vivida marca las acciones del hombre. La comprensión que su prójimo puede ser valioso quizás le llegue demasiado tarde. Lumet lanza una mirada poderosa e inquietante sobre cómo la muerte puede hacernos apartar de la vida y, a la larga, en rara paradoja, revelarnos que la vida igual vale la pena.

Lumet siempre utilizó los géneros para trascenderlos, resaltando así su mayor rasgo: el dominio del tono. En ninguna película eso es más evidente que en Tarde de perros (Dog Day Afternoon, 1975), sobre el caso real del robo a un banco de Brooklyn, convertido en un duelo entre ladrones, rehenes y policías, y alimentado por los medios de comunicación. Como el ladrón engañado que rápidamente se sale de sus cabales, Al Pacino redondea la mejor labor de su vida. Se ríe, pero también se sumerge sin miedo en la psiquis de una persona dañada, la representación humana de un hombre con una pasión fuera de lugar, ajena a su propia imprudencia. Lumet no oscurece el marco temporal del evento (un lapso de doce horas), pero la película tiene un ritmo tan frenético que los cambios de tono no se sienten como adornos de dirección, sino como el ritmo natural de una situación real. El film, con su comportamiento criminal, su lenguaje duro y su final triste, se siente como uno de los más conmovedores y generosos de los años 70, porque Lumet y su guionista Frank Pierson cuentan la historia de un robo, pero no de unos ladrones. Hay un momento que revela el tono conciso del film. Pacino sale con dos rehenes, una empleada y un viejo guardia de seguridad, para entregar ese hombre a la policía. Entonces la mujer tiene la opción de escapar. El policía le grita: “Huya, corra”, y ella responde, mirando a la prensa reunida: “Mi sitio está con mis compañeras”, y vuelve adentro mientras se alisa el pelo. No lo hace por heroísmo ni valentía, sino por seguir en el centro de la cobertura mediática que se realiza en directo. Lo adivinamos: ella lo está disfrutando. Eso es lo grande de esta película: que un guion brillante consiga encontrar el punto de ironía, crítica y acidez, sin caer nunca en la sátira, la burla o la parodia. Se podría añadir mucho más sobre la película: el poder de discusión que genera, la agilidad con la que estudia su tema, la influencia del cine gangsteril de James Cagney y Edward G. Robinson; pero la mayor baza está en ese público que observa todo y encumbra como un héroe a Pacino, para luego despreciarlo súbitamente. La volatilidad de la figura del héroe, debido a la influencia de los medios de prensa y la banalidad genética del ser humano, en otra obra cumbre del director.

 

Lumet eligió al malogrado River Phoenix como corazón de Al filo del vacío (Running on Empty, 1988), un drama injustamente olvidado. En su apogeo activista, Judd Hirsch y Christine Lahti hicieron explotar un laboratorio que fabricaba napalm para la guerra de Vietnam, y cegaron a un conserje inocente en el atentado. Desde entonces han huido, reubicándose y cambiando de identidad cada vez que sienten una amenaza de seguimiento del FBI. Ese tipo de vida durante dos décadas no deja mucho tiempo para que Phoenix haga las cosas normales de los jóvenes, incluido el uso de su extraordinario talento en el piano. Todo se complica cuando un docente reconoce esa habilidad, lo que lleva al joven a ser conducido hacia la Academia Juilliard de Nueva York, para consternación de sus padres, que desean seguir viviendo juntos y escapando. Es encomiable la rotunda negativa de Lumet a utilizar escenas conmovedoras, si se tiene en cuenta la savia amarga de la historia. El guion está escrito con tal sobriedad que toma todos los caminos apropiados y presiona las notas más adecuadas. Los actores brindan labores sinceras, y el resultado es el cuadro de una dura tragedia familiar porque, aunque no se muestre en todo su esplendor, se adivina un negro sedimento bajo la fachada que muestra esa familia.

 

Por último, un film insólito: Declárenme culpable (Find Me Guilty, 2006), desconocido en el Río de la Plata. Una bocanada de aire fresco, sorprendente por su tono, iniciado con un humor negro y grotesco. El fiscal sienta en el banquillo a veinte miembros de la familia Lucchese, conectada a la mafia, acusados de 76 delitos. El gobierno quiso acabar con ese clan, pero Giacomo DiNorscio (un sorprendente Vin Diesel) decidió hacer algo insólito: defenderse a sí mismo. Lumet se mueve como pez en el agua en su puesta en escena de la justicia, plasmada con sequedad expositiva, basada en planos generales, con cámara casi siempre inmóvil y apostando por una mirada distanciada e irónica. Lo mejor llega al profundizar en las relaciones personales, dada la relación de sus protagonistas. Lumet nos acerca a un mundo de viejos italianos que sin duda cometieron delitos, pero cuyos comportamientos revelan a hombres curtidos, leales, trabajadores y protectores de su gente. La galería y tipología de caracteres es fabulosa, encarnados por veteranos actores que parecen ser los propios personajes, y eso permite que el insólito fallo del jurado pueda ser aceptado. Lumet nos incomoda mostrando la débil frontera entre la justicia y el hampa, y apuesta por el ser humano, despojándolo de etiquetas preconcebidas.

 

Pese a lo heterogénea que parece la carrera de Lumet, ciertos rasgos recorren toda su obra. El más visible es la omnipresente mirada a Nueva York, con un enfoque lúcido y amargo que apunta a la miseria como promotora de delincuencia, abuso de poder e intolerancia sociopolítica. La experiencia de Lumet se nota (pasó su infancia en uno de los barrios más peligrosos de la ciudad) y su condición de judío casado durante años con una mujer negra, la hija de la cantante de jazz Lena Horne, explica su interés por el análisis étnico. Lumet mantuvo hasta el final una línea inconformista, comprometida con ideas a las que nunca renunció. Sólo así se explican algunas audacias insólitas para el conservadurismo de Hollywood: proponer un mini holocausto para evitar la guerra nuclear en Límite de seguridad; comparar el método de reeducación militar con ejercicios de brutalidad y sadismo en La colina de la deshonra; lograr que un policía luzca más peligroso que un presunto asesino en Hasta los dioses se equivocan; hablar de un mundo globalizado y librado a la corrupción y la inmoralidad en Poder que mata; proponer en la Era Reagan a dos comunistas como mártires en Daniel, el último testigo; hacernos simpatizar más con los mafiosos que con el gobierno en Declárenme culpable; hablar de eutanasia en forma satírica en Cuidados intensivos; o reivindicar el filicidio en Antes que el diablo sepa que estás muerto. Los personajes de Lumet siempre desafían al sistema (Serpico), se aíslan tras un muro de silencio, convencidos que su causa es justa, y acaban convertidos en parias sociales (el judío de El prestamista, el abogado de Será justicia, la familia de Al filo del vacío), o son antihéroes (Pacino en Tarde de perros) en historias donde la honestidad ideológica y la entereza moral terminan siendo el nervio motor del asunto. Esa postura, pilar básico de la obra de Sidney Lumet, es lo que la hace imperecedera.

https://www.youtube.com/watch?v=WiSdXomqaY4%20

 

Anime de culto de ciencia ficción en el Cineclub Al Filo

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Sueños del futuro.

Bs As 55, Río Cuarto/Córdoba. 19 hs 

06/04 – Akira, de Katsuhiro Ôtomo (Japón/1988). 124 min. AM18.

13/04 – Ghost in the Shell, de Mamoru Oshii (Japón/1995). 83 min. AM18.

20/04 – Perfect Blue, de Satoshi Kon (Japón/1997). 81 min. AM18.

27/04 – Paprika, de Satoshi Kon (Japón/2006). 90 min. AM18.

 

Por Alexis Gutierrez

 

“También se puede argumentar que el ADN no es nada más que un programa designado para preservarse a sí mismo. La vida se ha vuelto más compleja en este arrollador mar de información. Y la vida, organizada en especies, depende en los genes como un sistema de memoria. Así que el hombre es un individuo solo por su memoria intangible…y la memoria no puede definirse pero si define a la especie humana. La llegada de las computadoras y la subsecuente acumulación de data incalculable han dado vida a un nuevo sistema de información que se establece como un paralelo al de ustedes. La humanidad ha sobrestimado las consecuencias de la computarización.” 

Puppet Master (Ghost in the Shell)

 

El término anime se emplea para hacer referencia a un estilo de animación japonesa.  Su etimología no es clara, se cree que la palabra anime proviene de la abreviación de la expresión anglosajona “animation”, transcripción del japonés: アニメーション (animēshon). Durante la década de los 70s y 80s también se lo conoció popularmente como “Japan Animation”, pero esta locución caducó con el pasar de los años.

 

El anime es un producto cultural de entretenimiento que en la actualidad se ha diseminado por todo el planeta y posee a su vez varios géneros con diversas caracterizaciones y conceptos narrativos y estéticos.

 

Dentro del insondable cosmos del anime es posible encontrar varias obras sobresalientes, como los films que conforman este ciclo que son considerados por la crítica obras capitales de la ciencia ficción y obras de culto por sus aficionados. Estas películas encuentran su punto concéntrico en un argumento de concepción distópica, es decir, una representación futurista aciaga, antagónica a las nociones de utopía. A su vez, el microcosmos lo componen una vastedad de subgéneros y terminologías. Uno de ellos es el cyberpunk, un paradigma estético y conceptual en donde los descomunales avances de la informática y la cibernética han alienado por completo a la sociedad, sumergida en el caos de fiebres tecnológicas, hasta incluso inmersos en escenarios post-industriales o post-apocalípticos. Una clara ejemplificación de esto son las dos primeras películas que confeccionan este ciclo: Akira (1988) y Ghost in the Shell (1995).

 

Akira es un film dirigido por Katsuhiro Ōtomo, basado en el manga homónimo del mismo autor. Ambientada en el año 2019 en la ciudad de Neo-Tokyo, luego de que la antigua capital japonesa haya sido atomizada en la Tercer Guerra Mundial. El gobierno con el objetivo de desarrollar un arma de un poder absoluto realiza experimentos ilegales, en una recóndita construcción protegida por el ejército, con un grupo de niños que poseen habilidades psíquicas. Mientras, en las bulliciosas y embarulladas calles de esa megalópolis -de estructuras refulgentes de neón y majestuosas edificaciones- pandillas de jóvenes motorizados se baten a duelo. Hasta que un grupo de ellos, denominado “The Capsules”, se ve implicado con los dantescos experimentos de Seguridad Nacional y se revele que uno de estos jóvenes motoristas, llamado Tetsua, contiene un poder inusitado que al perder el control se convierte en una inminente amenaza para la humanidad.

 

Ghost in the Shell fue dirigido por Mamoru Oshii, basado en el manga de Masamune Shirow. Es un film que se desarrolla en el año 2029, donde las máquinas y la humanidad se han ensamblado a niveles impensados, al punto tal que la robótica es empleada para realizar implantes mecánicos en humanos, como la protagonista, la Mayor Kusanagi, quien posee un cerebro humano insertado en un cuerpo robótico. Esta cyborg investiga a un poderoso hacker, conocido como “Puppet Master”, que ha intervenido en los canales informáticos cometiendo una serie de crímenes. El film tiene un profundo contenido de cariz filosófico, la Mayor Kusanagi se ve inmersa en un cavilar existencialista que atribuye a la trama un constante reflexionar sobre paradigmas de conceptos humano-cibernéticos. Esta película fue una fuente de influencia para la popularísima trilogía de las hermanas Wachowski: The Matrix.

 

Cambiando de tópico, nos encontramos con las dos obras restantes que componen el ciclo: Perfect Blue (1997) y Paprika (2006), ambas dirigidas por Satoshi Kon. Con una concepción más orientada al surrealismo onírico, además con cierto porte de thriller psicológico.

 

Perfect Blue, basada en la novela de Sadayuki Murai, se centra en la historia de Mima Kirigoe, una cantante pop que al ser expulsada del grupo musical del cual forma parte, queda profundamente consternada y decide convertirse en una actriz famosa, hecho que la lleva a participar en un programa televisivo con características absolutamente perversas. Luego Mima descubrirá que es perseguida por un voyerista virtual que la acosará publicando cosas de su vida privada en Internet. La turbación de la protagonista hará que vaya declinando en un estado de alienación de modo tal que la secuencia narrativa del film se torne confusa, desdibujando los límites de la realidad. Perfect Blue es un melodrama oscuro que representa el ámbito íntimo de las Idols atormentadas por los monstruos de los medios comunicativos (Televisión e Internet).

El director norteamericano Darren Aronofsky quedó tan cautivado con esta obra que replicó una escena de Mima, meditabunda en la bañera, en su película “Requiem for a Dream” (2000) con la actriz Jennifer Connelly.

 

Por último, el film Paprika es una detonación onírica que llega a niveles monumentales. Adaptada de la novela homónima escrita por Yasutaka Tsutsui. En un futuro próximo, la psiquiatra Atsuko Chiba emplea una metodología psicológica avanzada para tratar los traumas de sus pacientes, mediante tecnologías informáticas que le permiten acceder a sus planos inconcientes y trabajar a través de su alter-ego, una suerte de holograma virtual, llamada Paprika. Los conflictos sucederán cuando ciertos prototipos sean sustraídos y la trama se torne una aventura detectivesca, en un desvarío de ensueños, para develar quien ha sido el raptor.  Paprika es una travesía en la psique humana, con un destacado trabajo técnico en la animación que sustenta la trama laberíntica y descabellada dentro de la conciencia humana.

Este es otro film que influyó al cine de Hollywood, el director Christopher Nolan le rindió culto en su película “Inception” (2010).

En fin, estas cuatro obras maestras del anime son un deleite sensorial que conceden una experiencia visual formidable. Y quizás también, estos sueños animados del futuro, sean el presagio de nuestro porvenir.

SEGÚN PASAN LOS AÑOS.

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Abril en Cine por la Diversidad. 

En abril, durante todos los martes  del mes, a las 21 horas, el Ciclo Cine por la Diversidad proyectará  películas sobre vidas de personas adultas mayores.

Es muy habitual en el cine enmarcar el abordaje del envejecimiento y de las personas que llegan a dicha etapa vital desde una perspectiva negativa centrada en la tristeza, la soledad, la ansiedad, y generalmente asociadas a patologías como la depresión, las demencias, entre otras emociones negativas.

Para este mes, desde el Ciclo de Cine por la Diversidad, proponemos una selección de películas en donde se recuperan diversos tipos de emociones, como la historia de Alvin Straight, basada en hechos reales,  que se convierte en un canto a la tenacidad y sabiduría tras la experiencia de los años vividos. O de Elisa, la protagonista de  “Como corre Elisa”, que para ella la sabiduría no se cuenta. “Se vive en tiempo presente”.

La vida afectiva de las personas mayores está marcada por un aumento de las pérdidas, entre las que podemos destacar la pérdida de autonomía y cómo lo vive el protagonista de “Nebraska” que supone un replanteamiento vital importante y una elaboración de duelo significativa. O Flora Schvartzman, la protagonista de “Flora no es un canto a la vida”, que decide ponerse en contacto con sus parientes para organizar su propia muerte.

En estas películas, sin duda, se encuentra el proceso de envejecimiento y los diferentes factores que influyen en él.  Y es a través del cine que podemos acercarnos a una instancia de reflexión, análisis, debate y aprendizaje, más allá del mero entretenimiento en el que muchas veces se enmarca el cine.

 

Centro Cultural Leonardo Favio (Galería del cine, Buenos Aires 55). Entrada libre y gratuita. Organiza: Facultad de Ciencias Humanas y el Centro Cultural Leonardo Favio.

 

Martes 06. 21 hs: SALA DOS. Cine por la Diversidad. NEBRASKA, de Alexander Payne  (EEUU/2013), 115 min. (AM13)

Woody Grant (Bruce Dern) es un anciano desequilibrado que gana un “premio” por correo: un billete de lotería a su nombre que le permitirá cobrar un millón de dólares. Decidido a hacerse con él, presiona a su hijo David (Will Forte) para que lo lleve desde Montana a Nebraska, donde espera conseguir su recompensa. Es muy fácil resumir la aventura de Woody, pero no es tan fácil resumir la cantidad de emociones y matices que ahondan su viaje.

Con un conjunto de pequeñas situaciones, Alexander Payne construye Nebraska, parte drama, parte comedia, e incluso película de carretera por momentos.

Martes 13.  21 hs: SALA DOS. Cine por la Diversidad. FLORA NO ES UN CANTO A LA VIDA, de Lair Said (Argentina/2018), 64 min. (AM13)

Flora Schvartzman es una nonagenaria que no ha tenido hijos y que, producto de distintas peleas, se ha mantenido alejada del resto de la familia durante años. Su sobrino nieto, que no es otro que el director (Lair Said, reconocido actor, cortometrajista y director de casting), comienza a visitarla y a filmarla. La mujer se queja de su suerte, de su salud, de su look y la relación con Said parece ser lo único sano y enternecedor. Sin embargo, en un determinado momento, el realizador/protagonista confiesa que uno de los motivos de este acercamiento a su tía abuela es el departamento que ella posee. El único inconveniente (no menor) es que ella se lo ha prometido a una asociación de beneficencia.

 

Martes 20. 21 hs: SALA DOS. Cine por la Diversidad. CÓMO CORRE ELISA, de Andrés Arbit y Gustavo Gersberg (Argentina/2020), 67 min. (AM13)

“Como corre Elisa” cuenta la vida de Elisa Forti, quien a los 82 años está por correr la carrera de su vida: 25 kilómetros por su pueblo natal al norte de Italia, en el Lago di Como. Sus realizadores  manifiestan que no es una historia de vida. Es un mensaje sobre algo que dice Elisa: “El se puede y el no se puede están en la mente. El querer hacer o no querer hacer también deriva de eso, no del físico. La cabeza manda al físico”.

 

Martes 27.  21 hs: SALA DOS. Cine por la Diversidad. UNA HISTORIA SENCILLA, de David Lynch (Francia/Reino Unido/EEUU/1999), 112 min. (AM13)

Road-movie basada en un hecho real ocurrido en 1994, Una historia sencilla nos presenta a Alvin Straight (Alvin Straight), un hombre de 73 años que tras enviudar vive con su hija Rose, una joven discapacitada. Su estado de salud no es muy bueno: tiene problemas de visión, no puede andar bien por culpa de la cadera, sufre un enfisema y últimamente está sufriendo desmayos extraños. Cuando su estado empeora, recibe una terrible noticia: su hermano mayor, Lyle (Harry Dean Stanton, Los Vengadores), está gravemente enfermo. A pesar de que hace diez años que Alvin no habla con su hermano, no dudará en emprender un viaje en solitario hasta Wisconsin, sin importarle sus dolencias, para volver por última vez. El medio de transporte que elegirá será una vieja cosechadora.

 

 

CIEN AÑOS DE DIRK BOGARDE: ACTOR PENSANTE DE VIDA OCULTA.

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Por Amilcar Nochetti. Miembro de la Asociación de Críticos de Cine de Uruguay (filial Fipresci)

Da pena pensar que difícilmente las jóvenes generaciones tendrán una idea aproximada del gigantesco actor que este 28 de marzo estaría cumpliendo cien años, y de cómo marcó indeleblemente al mejor cine británico. La mejor manera de presentarlo a quienes no lo conozcan es resaltar un gesto suyo en una conferencia de prensa en Cannes en 1990, ante una pregunta estúpida de un periodista holandés. En ese gesto de extraordinaria precisión está todo su distintivo sello de actor genial. Al oír esa tontería que ya ni recuerdo puso su mano izquierda sobre su oreja, como si fuera sordo, y pidió con delicadeza al interlocutor que repitiera despacio y en voz alta su tonta pregunta. El periodista lo hizo, hinchado de orgullo, mientras Bogarde bajaba lentamente la mano de la oreja a la boca, abierta en una mueca estudiada de admiración, convirtiendo ese gesto de sordo en una mordaza. Al mismo tiempo sus ojos, por encima de los dedos apretados contra sus labios, se partían de risa callada y malvada. Siguió a ese calculadísimo gesto el espeso silencio que provoca asistir a la destrucción irónica de un idiota con el arma más filosa e instantánea: un suave manotazo, como se puede aplastar en cámara lenta a una fastidiosa mosca. Hubo en ello sabiduría y elegancia, pero también humor despiadado y fiereza. Si empiezo esta nota con esa anécdota de una de las últimas apariciones públicas de Dirk Bogarde es porque dice mucho de la sustancia de su inmenso talento, que fue afinado hasta la exquisitez a lo largo de cuatro décadas que forjaron a un intérprete pensante. Pero no al estilo psicológico del Actor’s Studio, sino en esa británica forma de bucear paso a paso en los meandros más dramáticos y reveladores de cada protagonista, sin por ello querer convertirse él en ese personaje. Para esas complejidades psicológicas tenía de sobra con la realidad diaria, ya que su innata seguridad ante la cámara era lo opuesto a su oculta vida privada.

 

DEREK. Derek Jules Gaspard Ulric Niven van den Bogaerde nació el 28 de marzo de 1921 en un hogar de ancianos en el nº 12 de Hemstal Road, West Hampstead, Londres. Fue hijo de Ulric van den Bogaerde, editor de arte de The Times de ascendencia flamenca, y de Margaret Niven, ex actriz escocesa. Y Derek fue una mezcla de los dos: un hombre que estudiaría bellas artes, pero que no aplicaría su innato buen gusto al periodismo, como habría querido su progenitor, sino a la especialidad materna. Tuvo dos hermanos menores: Elizabeth (1924) y Gareth (1933). Al nacer éste la familia comenzó a sufrir vicisitudes económicas y Derek fue enviado a Glasgow a vivir con sus parientes maternos. Con ellos estuvo cuatro años, asistiendo a la University College School y la High School of Science de Allan Glen, dos lugares en los que, según confesaría mucho más tarde, fue infeliz. En 1937 volvió a Londres y estudió dos años en la Chelsea School of Art. Comenzó su carrera de actor como extra en la comedia ¡Bravo, George! (Come On, George!, Anthony Kimmins, 1939), pero el estallido de la Segunda Guerra Mundial cortó de inmediato sus pretensiones interpretativas.

 

Como tenía 18 años fue enlistado, e inicialmente sirvió en el Cuerpo Real de Señales del Ejército, hasta que en 1943 fue ascendido a segundo teniente del Regimiento Real de la Reina. Como tal, sirvió en Europa y en el Pacífico. El libro Espías en el cielo de Taylor Downing destaca su labor en una unidad especializada del ejército que acompañó a las unidades de la Fuerza Aérea, interpretando la información de reconocimiento fotográfico que posibilitaría el desembarco de Normandía en el Día D. Se especializó en esa tarea al punto de llegar a capitán y más tarde mayor, recalando en el cuartel general del Segundo Ejército, donde seleccionó objetivos terrestres en Francia, Holanda y Alemania para los ataques del Comando de Bombarderos de la RAF. En 1986 Bogarde recordó un episodio de ese período en un tomo de su autobiografía: “Fui a ver muchos de los objetivos que había seleccionado para ser bombardeados. Quiero decir, volví a las aldeas y vi lo que había hecho. Solía ​​ir a pintar cuando tenía tiempo libre, y fui a un pueblo de Normandía que había elegido particularmente, pero fue una pérdida de tiempo porque los nazis ya habían pasado. Lo que encontré hubiera deseado no verlo. Estaba lleno de escombros, y advertí una fila de pelotas de fútbol. Muy tarde me percaté que eran cabezas de niños pertenecientes a un convento. Habían salido de clase y se alinearon en ese pequeño callejón para salvarse del bombardeo, pero el derrumbe del edificio había caído encima de ellos y de las monjas. Puedo hablar de eso ahora a los 65 años porque el paso del tiempo lo torna desapasionado, y porque he visto cosas peores después. Pero fue terrible: ver una hilera de pelotas de fútbol, patear una y advertir que es la cabeza de un niño lo que está rodando por los escombros”.

 

Pero lo que vería más tarde sería peor aún. Bogarde fue uno de los primeros oficiales aliados en abril de 1945 en llegar al campo de exterminio de Bergen-Belsen, experiencia que tuvo un terrible efecto en él, de la cual le resultó difícil hablar durante décadas. En ese mismo tomo confesional de 1986 puede leerse: “Creo que fue el 15 de abril, no estoy muy seguro de cuál era la fecha, cuando abrimos el campo de Belsen, el primero que veíamos. Ni siquiera sabíamos lo que eran. Habíamos escuchado vagos rumores, pero nada podía ser peor que eso. Las puertas se abrieron y me di cuenta que estaba ante el Infierno de Dante: nunca había visto nada tan espantoso. Y nunca lo haré. Se acercó una chica que hablaba inglés, porque reconoció una de las insignias, y sus pechos eran como una especie de carteras vacías. No tenía la parte superior del cuerpo cubierta, sólo llevaba un piyama de hombre, pero sabía que era una chica por sus pechos, que estaban vacíos. Supongo que tendría 24 o 25 años, hablamos y ella estaba emocionada, mientras alrededor había montañas de muertos hundidos en el barro, tanto que cuando caminabas pasabas sobre ellos sin darte cuenta. Un superior me dijo que me retirara porque casi todos los sobrevivientes tenían tifus y era muy contagioso. Pero la chica vio en la parte trasera del jeep una porción de ración diaria envuelta en un diario. Preguntó si podía dárselo, pero mi superior me ordenó que no le diera comida, porque se la comería de inmediato y moriría en diez minutos. Pero ella no quería la comida, quería el pedazo de diario, porque no había visto ninguno durante cinco años. Era estonia, y eso era todo lo que quería. Me dio un beso, que fue muy conmovedor, pero mi superior me sacó a rastras. No la volví a ver, por supuesto, porque murió. Supongo que todos murieron. Pasé luego por algunas de las chozas y había montañas de gente putrefacta, pero mezclados quedaban algunos con vida, levantando la cabeza intentando sobrevivir. Eso fue lo peor. Después de eso supe que nada, nunca, podría ser tan nefasto, que nada podría asustarme más, que ningún hombre podría asustarme más, ningún director, ni siquiera el más exigente podría ser tan horrible como las cosas que vi en la guerra”.

 

El espanto que experimentó durante la guerra llevaría a Bogarde, cuatro décadas después, a convertirse en firme defensor de la eutanasia voluntaria, como también explicitó en uno de los tomos de su autobiografía: “Mis puntos de vista sobre este tema se remontan a la época en que era un oficial de 24 años en Normandía. En una ocasión, el jeep que iba delante del nuestro chocó con una mina. Lo siguiente que supe fue que había un hombre en el pasto a mi lado. Era un paquete ensangrentado, desgarrado, sin piernas y con un solo brazo, el cual extendió hacia mí. Los ojos blancos abiertos, sin ver, en esa máscara ensangrentada que había sido su rostro un momento antes. De allí, una voz gorgoteante dijo: ‘Ayuda. Mátame’. Con manos temblorosas tomé mi pequeña bolsa para cargar mi revólver. Tuve que buscar balas, y en ese momento otro compañero se ocupó de él. Escuché el disparo. Aún recuerdo ese sonido. Una voz suplicando la muerte. Durante la guerra vi más compañeros rematados de los que vi rescatados. Porque a veces estaban en tal ruina que lo único que podías hacer era dispararles. Eso endurece. Te acostumbras al hecho que puede sucederte a ti, y que es lo único sensato que los demás deberían hacer para que no sufras más”. El horror bélico y la repulsión hacia el salvajismo que vio en Bergen-Belsen ayudaron a que Bogarde sintiera enorme hostilidad hacia Alemania. En los años 90 declaró públicamente que se bajaría de un ascensor antes que estar en uno junto a un alemán. Irónicamente, tres de sus papeles más importantes serían interpretando a un alemán, y uno de ellos un oficial de las SS, precisamente.

 

Hasta el mayor espanto tiene su fin, aunque terminada la guerra el comandante Derek tuvo dificultades para integrarse a la vida normal. Por eso nunca sabremos si la angustia que reflejarían sus futuros personajes procedía de esa experiencia. Es muy probable. Sin embargo, hay un dato indicativo que el hombre Derek van den Bogaerde era pensante: para superar su trauma bélico eligió el teatro, porque la ficción seguramente le parecería más noble que la realidad. No lo hizo, empero, como actor, sino desde la humilde área de decoración y carpintería. Pasaron dos años para que se decidiera a retomar contacto con el mundo del cine, y fue allí que su estampa joven y elegante le permitiría comenzar una carrera. Fue contratado por The Rank Organisation, empresa en la que actuaría desde 1947 hasta 1958. Desde el inicio su agente le advirtió que debía rebautizarse, y de esa manera Derek van den Bogaerde se convirtió a los 26 años en Dirk Bogarde.

EL ÍDOLO DE MATINÉE (1947-1963). De las 70 películas que Dirk protagonizaría entre su debut en 1947 y su retiro en 1990, 43 se sitúan en un período inicial de 16 años, doce de ellos en Rank y cuatro actuando con empresas independientes o coproducciones estadounidenses. Aquí debe resaltarse la importancia de habernos detenido en detalle en los horrores padecidos por el soldado Derek durante la guerra, porque es la única manera de aquilatar el potencial que el actor poseía, y que la Rank ignoró durante década y media, pero que Joseph Losey advertiría en 1963, proyectando la carrera de Bogarde al nivel que el actor merecía desde sus inicios. Con esto no digo que los 43 films del período inicial sean descartables, aunque la mayoría han envejecido mal. Lo que afirmo es que Rank, un par de coproducciones con Hollywood y varios films independientes sólo advirtieron la natural galanura física del actor, convirtiéndolo sólo en un ídolo de matinée, y en el soltero más codiciado por las jóvenes inglesas. Eso era poco para quien cumpliría mayúsculas proezas junto a Losey, Visconti, Resnais y Tavernier. Lo cierto es que cuando se convirtió en actor había experimentado lo suficiente de la pesadez de la vida como para tomarse la fama a la ligera. Bogarde nunca confió en la exageración halagüeña que otorga el éxito.

 

Por eso, en esas 43 películas su característica más visible fue la natural desenvoltura ante la cámara, que le permitió destacarse del resto de sus colegas en forma temprana. Eso se advierte en dos films primerizos como Londres 999 (The Blue Lamp, Basil Dearden) y Crimen pasional (The Woman in Question, Anthony Asquith), ambos de 1950. En el primero compone a un criminal perseguido por dos policías, los verdaderos protagonistas, aunque Dirk se comía la pantalla cada vez que se asomaba. En el segundo, un enigma policial entre siete personajes, su labor era la mejor del sector masculino del elenco. Otro título estimable fue Brazos que encadenan (Hunted, Charles Crichton, 1952), donde era un asesino que se hacía amigo de un niño y por cuidarlo comprometía su propia salvación. También tuvo destaque en dos films bélicos: Cita en Londres (Appointment in London, Philip Leacock, 1953), donde fue un aviador que desobedecía una orden para unirse a un ataque contra los nazis; y Comando rescate 2561 (The Sea Shall Not Have Them, Lewis Gilbert, 1954), como sargento atrapado en una lancha junto a Michael Redgrave.

 

Y en ese momento (1954) Bogarde acarició la gloria gracias al monumental taquillazo de la comedia Urgente, doctor (Doctor in the House, Ralph Thomas), que rápidamente generaría tres derivados: Oh, doctor (Doctor at Sea, 1955), junto a una juvenil Brigitte Bardot, Ánimo, doctor (Doctor at Large, 1957) y Cásese, doctor (Doctor in Distress, 1963), todas dirigidas por Ralph Thomas. Allí Bogarde compuso al tímido estudiante de medicina Simon Sparrow, joven apuesto y conmovedor que contrasta con sus compañeros más veteranos y atrevidos (Kenneth More, James Robertson Justice). Su mirada inocente gustó mucho entonces, Bogarde capturó la imaginación del público en esa serie y, como contraste, era muy raro encontrar una revista de cine en esos años que no lo presentara frunciendo el ceño, bajo un mechón de cabello oscuro. Pero 1954 también fue el año en que por primera vez asomó todo su talento: La fiera dormida (The Sleeping Tiger, Joseph Losey) contó la historia de un psiquiatra (Alexander Knox) que atrapaba a un ladrón que entraba en su casa (Bogarde). A cambio de su libertad, el joven se prestaba como conejillo de indias para que el médico investigara su teoría sobre la rehabilitación de delincuentes. Mientras tanto, el ladrón intentaba seducir a la esposa del doctor (Alexis Smith). La gama de matices gestuales de Bogarde (en un personaje antipático) contrastó con la inocencia que estaba desplegando en la exitosa comedia del doctor Sparrow.

 

De esa manera se convirtió, de la noche a la mañana, en el actor joven más popular de su país, y la Rank continuó sacando partido de ese filón en muchas aventuras y comedias banales, pero también en cinco roles fuertes de films estimables: el joven que hereda unas tierras en las que puede haber petróleo en Este es mi reino (Campbell’s Kingdom, Ralph Thomas, 1957); el heroico protagonista de la dickensiana El prisionero de la Bastilla (A Tale of Two Cities, Ralph Thomas, 1958); el pintor tuberculoso de la sátira de George Bernard Shaw El dilema del doctor (The Doctor’s Dilemma, Anthony Asquith, 1958), que no forma parte de la “serie de los doctores”; el aristócrata que padece amnesia de guerra y es acusado del asesinato de su propio hermano en La noche es mi enemiga (Libel, Anthony Asquith, 1959), con Olivia De Havilland; y el sádico teniente que domina al bondadoso capitán Alec Guinness, provocando un feroz motín en Tumulto en alta mar (H. M. S. Defiant, Lewis Gilbert, 1962). En medio de esas labores surgieron un par de rodajes en Hollywood, que resultaron lustrosos fracasos: el Franz Liszt de Una llama mágica (Song Without End, Charles Vidor y George Cukor, 1960), donde actuó con su amiga Capucine, y el sacerdote envuelto en la guerra civil española de El ángel vestía de rojo (The Angel Wore Red, Nunnally Johnson, 1960), con Ava Gardner. Los magnates de Hollywood quisieron casarlo con Capucine, pero ambos se negaron. El actor nunca más fue llamado para actuar en USA, mientras aun ostenta un record que debería avergonzar a la Academia: jamás fue nominado para el Oscar.

FILM BISAGRA. Sea o no fortuita, la respuesta de Bogarde a la idiotez de Hollywood fue su película más importante, en lo que tiene que ver específicamente con el vuelco que daría a su carrera. Alejado de la Rank, desde 1961 comenzó a elegir roles que desafiaban la moral imperante y que, indirectamente, se daban la mano con el juvenil Free Cinema. Fue así que Bogarde asumió el papel del abogado Melville Farr en Los vulnerables (Victim, Basil Dearden, 1961), un thriller sobre homosexuales chantajeados bajo amenaza de exposición y encarcelamiento, rodado seis años antes que la Ley de Delitos Sexuales despenalizara el acto homosexual privado y consentido entre adultos en Gran Bretaña. Jack Hawkins, James Mason y Stewart Granger rechazaron el rol, antes que al magnate de Pinewood Studios, Earl St. John, se le ocurriera ofrecérselo a Bogarde. En una carta enviada por el productor Michael Relph a la guionista Janet Green, Relph señala que “a pesar de los peligros obvios para Bogarde, cuando lo llamamos dijo que sí sin dudarlo”. El peligro obvio era que Bogarde, ídolo de las chicas en los años 50, era gay, y vivía desde 1948 con su presunto socio Anthony Forwood, ex marido de la actriz Glynis Johns (la mamá de los nenes de Mary Poppins), y con quien seguiría en pareja hasta la muerte de Forwood en 1988. “Esta era una forma de difundir un mensaje”, dijo Bogarde a sus allegados, “no puedo ir a la TV y decir: ‘Estoy viviendo con Anthony Forwood’”. Los vulnerables fue la primera película británica en utilizar la palabra “homosexual” (se la oye cuatro veces) y contribuyó a que la Ley de Delitos Sexuales se derogara en 1967. Lord Arran escribió a Bogarde en 1968 elogiando su “coraje para dar a conocer esa parte potencialmente dañina de la ley” (todo lo referido a los chantajes), y agregó que “es reconfortante pensar que tal vez un millón de hombres ya no viven con miedo”.

 

Cuando en 1961 se estrenó la película, la perspectiva de cubrirla no era un asunto sencillo para el periodismo. El magnate de la prensa Lord Beaverbrook, propietario de The Daily Express, Sunday Express, Evening Standard y The Scottish Daily Express, prohibió la mención de la homosexualidad en sus títulos. Su editor adjunto le dijo al crítico de cine del Evening Standard, Alexander Walker, que “si yo fuera usted, ignoraría el film”. Walker, en cambio, escribió: “Por fin, después de años de interpretar papeles vistosos pero anodinos, Dirk Bogarde tiene un personaje que no sólo muestra lo brillante que es, sino también su valentía”. Otras reseñas fueron acomodaticias y negativas. Bogarde sabía que su éxito de taquilla sufriría un bajón, pero en ese momento le había dicho a todo el mundo que ésa era la labor que quería hacer. La película marcó el inicio de una nueva y convincente era de Dirk Bogarde, que para entonces tenía 40 años. Por lo menos ante los colegas del ámbito del espectáculo, su verdadera condición sexual comenzaba a salir del armario. No así para el resto del planeta.

DIRK BOGARDE PRIVADO. Ese “secreto a voces” recién sería revelado en su total dimensión cuando se dio a conocer Dirk Bogarde privado (The Private Dirk Bogarde, Adam Loew, 2001), notable documental para la filial Arena de la BBC de Londres. Este film de 130 minutos, realizado dos años después de la muerte del actor, puede rastrearse en varias plataformas de internet. Sigue a Bogarde en su labor para el cine, aunque hace hincapié en la zona más personal de su vida. Ese material no tiene desperdicio, porque pocos hombres públicos fueron tan celosos de su intimidad como Dirk. Antes de morir quemó la mayor parte de sus papeles, fotografías y cartas. De todas formas, en 2001 se supo que Bogarde había dejado a su sobrino predilecto Brock una enorme colección de films caseros rodados entre fines de los años 50 y mediados de los 70. Esos pequeños cortos en color componen el cuerpo sustancial de este impactante documental, y capturan las instancias vividas por el actor junto a los amigos que lo visitaban en sus mansiones de Sussex, Buckinghamshire o Provence: allí asoman Elizabeth Taylor, Capucine, Jean Simmons nadando en una piscina, Michael Wilding, Gregory Peck y su esposa, la bella Ava Gardner junto a un caniche y Judy Garland hamacándose tristemente en un columpio. “Dirk me entregó los films en 1989”, cuenta el sobrino, “y nunca quiso volver a ver esas películas caseras después de la muerte de Tony. Le hubiera resultado muy doloroso hacerlo: demasiados recuerdos. Mi tío iba a deshacerse de ellas, pero me las confió porque supo que me interesaban”. 

 

Tony Forwood era, como dijimos, el hombre con quien Bogarde vivió una honda relación sentimental durante cuatro décadas, y que en cierta forma es coprotagonista de la copiosa autobiografía del actor. Sin embargo, esas memorias nunca confesaron claramente la auténtica naturaleza del lazo afectivo que los unió. Tanto en sus entrevistas como en sus libros Bogarde se refería a Forwood como “mi socio”. Pero en privado Forwood era Tote, apodo que Dirk le puso porque sentía que Tony era “totally divine” (totalmente divino). Con británica discreción, en centenares de cortos caseros -adecuadamente mezclados con escenas de los mejores films de Bogarde y variadas notas periodísticas- el documental permite al espectador asomarse a otro mundo y otra época, llenos de irresistible encanto.

 

La sobriedad del film permite también adentrarse en los meandros más riesgosos de la vida del protagonista, y es por allí que asoma la bella Capucine, con quien Dirk mantuvo férrea amistad hasta el suicidio de la actriz. Es en esa zona donde se explica que Bogarde negara su relación con Forwood: para no ir presos ni tirar por la borda sus carreras. Una de sus últimas amigas, Helena Bonham-Carter, opina que “Dirk sufrió íntimamente hasta el fin de sus días ese secretismo, ya que nunca se sintió capaz de enfrentar el hecho de haber sido forzado por las circunstancias a padecer un sinfín de ocultamientos y mentiras durante cuatro décadas”. Ahora este documental pone las cosas en su lugar con seriedad y con el convencimiento de no ir contra los deseos últimos de Bogarde, porque “él sabía que después de su muerte estas filmaciones verían la luz pública”, declara el sobrino, “Dirk siempre dio a entender que no le importaba lo que ocurriera cuando hubiera muerto. Su problema fue vivir entre secretos”. De Dirk Bogarde privado se desprende la imagen del actor como un ser humano muy emotivo, influido por el matrimonio infeliz de sus padres, herido por la distante relación con su progenitor, y hondamente marcado por la guerra, como ya se vio. Con esos datos en la mano el espectador podrá aquilatar en su justa medida la notable capacidad del actor para componer la galería de personajes siniestros y complejos que abordaría desde 1963 en adelante.

BRILLANTE MADUREZ (1963-1990). En las restantes 27 películas de Bogarde hubo coqueteos con el cine comercial. En esa área habría que ubicar la lujosa pero fracasada broma de Modesty Blaise (ídem, Joseph Losey, 1966); la pésima adaptación de Lawrence Durrell en Justine (ídem, George Cukor, 1969); el eficaz espionaje de La serpiente (Le Serpent, Henri Verneuil, 1973), con Henry Fonda, Yul Brynner y Philippe Noiret; las superproducciones bélicas pobladas por elencos multitudinarios y dirigidas por Richard Attenborough ¡Oh, qué bella guerra! (Oh, What a Lovely War!, 1969) y Un puente demasiado lejos (A Bridge Too Far, 1977); y la insufrible Desesperación (Eine Reise ins Licht, Rainer Werner Fassbinder, 1978), luego de la cual anunció su retiro del cine, en una decisión que pareció apresurada, dado que no estaba en edad de jubilarse (sólo tenía 57 años). Pero aún en los estrepitosos fracasos de Losey, Cukor y Fassbinder se veía una decisión de hacer las cosas en serio, apartándose del mainstream habitual. Como magnífica compensación, Bogarde nos ofreció entre 1963 y 1978 diez labores sensacionales en películas valiosas, varias de ellas verdaderas obras maestras.

 

El sirviente (The Servant, Joseph Losey, 1963): Exploración inmaculadamente elaborada de la lucha por el poder entre el rico y despistado James Fox, su maquiavélico sirviente Bogarde y una fémina viscosa y mortal como encarnación de la abyección (Sarah Miles). La película fue escrita por Harold Pinter, y Dirk Bogarde llenó sus famosas pausas con abundantes miradas astutas, transmitiendo pensamientos con ellas, mientras la gente podía leerlos con total claridad. La tensión entre los personajes ardía lentamente, hasta un clímax ejecutado con despiadado triunfo por parte de Bogarde. Era además una primera obra maestra, con admirable uso dramático de espejos deformantes y grandes angulares.

Por la patria (King and Country, Joseph Losey, 1964): Otra obra mayor, un descarnado drama antibélico lleno de lluvia, barro y ratas, con un joven soldado acusado de desertor (Tom Courtenay), juzgado por sus superiores para imponer un castigo ejemplarizante, y defendido por un teniente coronel (Bogarde) que cumple con su deber, aunque no puede ocultar su desprecio por la actitud del defendido. Losey moviliza permanentemente la cámara en esas catacumbas modernas que fueron las trincheras, y el montaje intercala con gran habilidad presente y pasado, conflicto individual y acción colectiva.

Darling (ídem, John Schlesinger, 1965): La ambiciosa y bella modelo (Julie Christie) está dispuesta a todo para ascender en la escala social, desde enamorar al honesto periodista Bogarde a “dejarse seducir” por el amoral millonario Laurence Harvey. Rodada con clase, elegancia y sin concesiones, es un estudio frío y brutal de la gente “linda”, que se esfuerza porque todo sea perfecto y de buen gusto, pero está atascada en la telaraña de la hipocresía y la vanidad. Que la heroína sea fatua, manipuladora, superficial y patética hace que su tragedia no sea tal, sino el colmo de la banalidad. Un film a redescubrir.

Extraño accidente (Accident, Joseph Losey, 1967): El tándem Bogarde-Losey-Pinter de nuevo con las pilas bien cargadas. Una joven estudiante de Oxford (Jacqueline Sassard) se ve envuelta en un accidente de auto, en el cual muere su novio (Michael York). Sólo hallará consuelo en un sereno profesor universitario (Bogarde), cuya cálida fachada se irá despedazando poco a poco. Dirk en su mejor nivel, con su innata capacidad para mostrar una crueldad desnuda, hueso sin carne, cuchillo todo filo y sin mango. Bogarde solía tener un tono de fraternal exasperación ante la naturaleza pesimista de Losey y Pinter, y aunque continuó su amistad con ambos, no trabajaría nunca más para ellos.

Todas las noches a las 9 (Our Mother’s House, Jack Clayton, 1967): La madre muere, sus siete hijos la entierran en el jardín porque temen ir al orfanato, pero el detestable papá (Bogarde) vuelve para complicarles la existencia. Historia oscura, tensa e inquietante, considerada en su momento un fracaso, pero que vista hoy resulta interesantísima por haber desarrollado con una visión honesta de la rudeza que a veces invade a la infancia.

El hombre de Kiev (The Fixer, John Frankenheimer, 1968): Libreto de Dalton Trumbo sobre novela de Bernard Malamud, con campesino judío (Alan Bates) intentando ocultar su origen para evitar la represión de las fuerzas zaristas, y un implacable funcionario del gobierno que no cesa de acosarlo. En este rol Bogarde lleva a la práctica una verdadera galería de torturas físicas y psicológicas, aun sabiendo que su víctima es inocente.

La caída de los dioses (La Caduta degli Dei, Luchino Visconti, 1969): El mayor análisis del ascenso del nazismo en la historia del cine, o cómo una familia de la alta burguesía siderúrgica hace un pacto con el diablo y luego desaparece en sus fauces. La maniática ambientación de época, habitual en Visconti, se da la mano con la lucidez en el retrato del conflictivo período que va desde el incendio del Reichstag (1933) hasta la “noche de los cuchillos largos” y la liquidación de las SA por parte de las SS (1934). En medio de un notable elenco, Bogarde es un Macbeth moderno, escalando posiciones, afirmándose en el poder y sucumbiendo como monigote de las nuevas fuerzas del Mal.

Muerte en Venecia (Morte a Venezia, Luchino Visconti, 1971): Con algo de maldad podría decirse que es la historia del hombre maduro que llega a Venecia, intercambia unas miradas provocativas con el bello adolescente Tadzio, y después muere en la playa frente al hotel. Con más detenimiento podrá advertirse que la peste que asola Venecia es símbolo de otra a punto de llegar (la Gran Guerra), y que la muerte es la de un universo y una clase social lista para desaparecer. Pero además hay una correspondencia detallada entre la música, la imagen y la labor de Bogarde: el calculado paso, las pequeñas explosiones de petulancia e íntima satisfacción, los minúsculos escalones de decadencia física que provocan su ruptura moral, están finamente observados e inmaculadamente jugados con arte sutil. Bogarde es la película, porque todo en ella debe ser visto a través de sus ojos. Los demás personajes, incluido el propio Tadzio, sólo son sombras en su retina.

Portero de noche (Il Portiere di Notte, Liliana Cavani, 1974): El film más endeble del lote, epitelial en lugar de profundo, escandaloso y no analítico, tiene empero al Bogarde ideal. Un portero nocturno de un hotel vienés vive tranquilamente, escondiéndose de su identidad pasada como oficial nazi. Un día, una sobreviviente del campo de exterminio (Charlotte Rampling) se aloja en el hotel y reavivan una relación sadomasoquista que comenzó en aquel infierno. Lo que parecería pornografía barata está impregnado de raros poderes porque, aunque Charlotte debería odiar a Dirk, él tiene un sentido para ella, y no podrán superar ese momento imborrable de la Historia que aun los une en la abyección.

Providence (ídem, Alain Resnais, 1977): Recluido en su habitación, un escritor enfermo y malhumorado (John Gielgud) hace y deshace una historia, y cambia situaciones y personajes, retorciendo la verdadera personalidad del hijo mayor (Bogarde), a quien ve como tiránico fiscal de la burguesía; de su nuera (Ellen Burstyn), retratada como mujer insatisfecha; de su hijo menor (David Warner), un soldado que lucha por el derecho a la eutanasia; y de su fallecida esposa (Elaine Stritch), a quien representa como amante ajada que sabe que va a morir. Juego cerebral, de enorme inteligencia, donde Resnais reflexiona sobre la muerte, el suicidio y la falsedad social, junto a un elenco que es un hito aparte.

Ya retirado de la pantalla Bogarde empezó una segunda carrera: siete novelas, ocho tomos de memorias e innumerables críticas literarias para The Telegraph, a sugerencia del editor Nicholas Shakespeare. Todo ocurrió porque había perdido interés por el cine, un medio decidido a contar mentiras más infantiles que las que un actor de sus quilates merecía. He leído sus memorias y dos de sus novelas, y debo decir que su escritura es nítida, detallada, amena y llena de los mismos sentimientos que impregnaron sus actuaciones. Además, esa tarea le ayudó a superar la falta de Anthony Forwood, muerto de cáncer en 1988. “En The Telegraph no lo sabían”, dijo Dirk más tarde, “pero ellos me tendieron un puente de salvación para poder pasar por encima del precipicio”. Y en medio de esos menesteres llegó el milagro: volvió por última vez al cine en Nuestros días felices (Daddy Nostalgie, Bertrand Tavernier, 1990), sensible relato de una joven parisina (Jane Birkin) que viaja a la Costa Azul para acompañar a su padre (Bogarde), enfermo cardíaco recuperándose de una operación quirúrgica. En apariencia el film está hecho de muy pocas cosas (charlas de sobremesa, paseos, una escapada de ambos a un bar para tomar un whisky), pero por detrás corre un finísimo examen de caracteres: el tono superficial y burlón de un hombre que oculta sufrimientos que no dice, el reproche de una hija por el abandono paterno en su infancia, y la creciente complicidad de ambos ante la rigidez de la asustada madre (Odette Laure). La nostalgia de papá y el amor a la vida, en una película donde la cercanía de la muerte no invita al desánimo, sino a la comunión de las almas.

 

El telón final llegaría para Bogarde a los 78 años, el 8 de mayo de 1999, a raíz de un paro cardíaco, paradójico derivado del personaje de su último film. Pero lo que da más lástima es saber que en 1996 un derrame cerebral había inmovilizado su rostro expresivo, que con un sólo movimiento de ceja o una media sonrisa podía reflejar la ambigua condición del alma humana, la mezcla de víctima y verdugo que podemos ser, si somos medianamente interesantes. El derrame le dejó a merced de amigos familiares, pero con la suficiente lucidez como para pedir que se le permitiera tener una muerte digna. A la distancia, mirar hacia atrás en su carrera inspira una irreprimible sensación de pérdida, pero no sólo la del actor, sino la de una personalidad que sirvió a ideales mucho más altos que los resultados de taquilla, y a verdades más profundas que la de mantener una imagen limpiamente correcta. Eso, en su época, fue valentía. Por eso hoy no hay nadie como Dirk Bogarde.

CIEN AÑOS DE NINO MANFREDI, UN AS DE LA COMEDIA ITALIANA.

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Por Amilcar Nochetti. Miembro de la Asociación de Críticos de Cine de Uruguay (filial Fipresci)

Todos lo recordamos como un gran actor de cine, pero Nino Manfredi también actuó en teatro, se destacó como director en ambas áreas, realizó libretos para muchas de sus películas, e incluso tuvo su cuarto de hora como cantante. Junto a sus cuatro compañeros de generación (Alberto Sordi, Vittorio Gassman, Ugo Tognazzi, Marcello Mastroianni) fue una figura clave de la mejor etapa del cine italiano: los años 60-70.

 

VIDA Y TEATRO. Saturnino Manfredi, apodado Nino desde la infancia, nació el 22 de marzo de 1921 en Castro dei Volsci, un poblado de 5.000 habitantes en la provincia de Frosinone, del Lazio italiano. Pertenecía a una humilde familia de agricultores, y​ su padre formaba parte además de la policía estatal, donde llegaría a alcanzar el grado de mariscal. A los nueve años de edad, en pleno auge del fascismo mussoliniano, Nino y su hermano menor Dante fueron enviados a Roma, donde pasaron su infancia y adolescencia en el barrio de San Giovanni, de claro cuño popular. En 1937, con dieciséis años de edad, Nino enfermó gravemente de pleuresía bilateral, una afección en que la pleura (las dos grandes y delgadas capas de tejido que separan los pulmones del tórax) se inflama, provocando un agudo dolor en el pecho, lo cual dificulta y en casos complicados puede llegar a impedir la respiración. El estado de Nino era tal, que un médico le llegó a dar sólo tres meses de vida. No se sabe cómo sobrevivió, pero el precio a pagar fue caro: permaneció varios años hospitalizado en un sanatorio, pero allí aprendió a tocar un banjo construido por él mismo, y terminó formando parte de la banda musical del hospital.

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Ya libre de la grave afección que lo había aquejado, y con Italia apoyando a los nazis y entrando en la guerra, el historial médico de Nino por ahora lo salvaba de la conscripción, pero para evitarse problemas, y de paso complacer el deseo de sus padres, en octubre de 1941 se matriculó en la Facultad de Derecho. Sin embargo, ya por entonces comenzó a sentirse atraído en forma natural por los escenarios, debutando como presentador y actor amateur en una parroquia del centro de Roma. Después del 8 de setiembre de 1943, fecha en que Italia se rindió a los Aliados, para evitar el servicio militar obligatorio se refugió durante un año junto a su hermano en las montañas cercanas a Cassino. Regresó a Roma en 1944, donde reanudó sus estudios universitarios y, al mismo tiempo, se matriculó en la Academia Nacional de Arte Dramático Silvio D’Amico de Roma. Paralelamente, en octubre de 1945 se licenció en Derecho con una tesis en derecho penal, aunque nunca llegaría a ejercer como abogado. A su vez, en junio de 1947 se graduó en la Academia.

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Casi de inmediato Manfredi hizo su debut oficial en el escenario teatral, trabajando en la temporada 1947-1948 en obras dirigidas por Luigi Squarzina y Vito Pandolfi. Luego pasó al Piccolo Teatro di Roma, bajo la dirección de su maestro, Orazio Costa. Un tercer paso importante, siempre en 1948, fue haber intervenido en un par de obras en la compañía de Vittorio Gassman y Evi Maltagliatti, actuando principalmente en papeles dramáticos. ​ En uno de ellos llamó la atención de la prensa, y para inicios de 1949 fue convocado para integrar el elenco de la compañía del Piccolo Teatro de Milán, dirigido por el eminente Giorgio Strehler. Desde ese momento, y hasta 1952, Manfredi interpretaría tragedias y dramas de Shakespeare, como Romeo y Julieta y La tempestad, pero también textos dramáticos más modernos como Liliom de Ferenc Mólnar, El águila de dos cabezas de Jean Cocteau, Casa Monestier de Denis Amiel y Todos eran mis hijos de Arthur Miller. Como puede verse, esos inicios del actor son muy diferentes a la imagen que la pantalla de cine dejaría más tarde de él en el imaginario colectivo.

 

A esas alturas Manfredi parecía incansable, porque también en 1949 comenzó a trabajar en la radio como comediante e imitador, y también debutó en cine, aunque de eso hablaremos luego. En 1952, ya habiendo dejado el Piccolo Teatro de Milán, trabajó con enorme éxito con otra eminencia de las tablas, Eduardo De Filippo, en Tres actos únicos, junto a populares figuras del momento (hoy olvidadas) como Tino Buazzelli, Bice Valori y Paolo Panelli. Entre 1953 y 1954 se destacó también en la compañía de revistas de las hermanas Nava, donde obtuvo un sensacional suceso con una obra en clave de sainete titulada Tres por tres… Nava. Hábilmente, Manfredi nunca quiso firmar ningún contrato de exclusividad, y por eso podía combinar tantas labores al mismo tiempo. En el período con las hermanas Nava, por ejemplo, también se desempeñó como actor de doblaje, prestando su voz a actores de la talla de Robert Mitchum, Gérard Philipe e incluso a colegas italianos jóvenes cuyas voces aún no eran aceptadas por los productores (Franco Fabrizi, Renato Salvatori). También formó junto a Paolo Ferrari y Gianni Bonagura un exitoso trío que actuó casi sin parar en numerosos espectáculos de variedades y en el teatro de revista.

 

De todas formas, sus dos mayores éxitos en las tablas llegarían cuando ya era un actor reconocido en cine, mediante dos comedias musicales: Un trapecio para Lisístrata de Pietro Garinei y Sandro Giovannini en 1958 (donde actuó con Delia Scala), y Rugantino de Pasquale Festa Campanile y Massimo Franciosa en 1963, en que compartió cartel con Bice Valori y el gran Aldo Fabrizi. Fue tan descomunal el suceso de esa obra que llegaron a realizar una gira por Estados Unidos. Manfredi viajó en barco, retrasando las fechas de exhibición de la obra, porque tenía pánico a volar. Ya anciano, se jactaba de no haber subido nunca a un avión, y de eso podemos dar cuenta los uruguayos, ya que a fines de los años 90 fue invitado a un Festival en Punta del Este, al cual envió a su esposa y su hijo, quienes explicaron el motivo de la ausencia del divo, pidiendo al público las disculpas del caso. Hay que decir que mucho antes de eso, Manfredi había triunfado también como cantante, sobre todo en espectáculos radiofónicos: en 1970 su versión del clásico de Ettore Petrolini Tanto pe’ cantá’ (original de 1932) consiguió alcanzar la primera posición en las listas de éxitos. También fueron éxitos piezas como Tarzán lo fa (1978), La frittata (1982) y Canzone pulita (1983). Manfredi era un divo completo, sin duda alguna. Como Gassman (y a diferencia de Sordi, Tognazzi y Mastroianni), su carrera teatral en comedias, dramas y musicales continuaría con éxito, especialmente en los años 80 y 90, casi hasta el día de su muerte.

CINE. Al momento de morir Manfredi contabilizaba 117 películas en su haber. Había debutado con un brevísimo papel en el drama Monasterio de Santa Clara (Monastero di Santa Chiara, Mario Sequi, 1949), film nunca exhibido en Uruguay, al igual que los cuatro siguientes que realizó entre esa fecha y 1952. Los uruguayos lo vimos por primera vez en su quinto y sexto film, Prefiero la libertad (Ho Scelto l’Amore, Mario Zampi, 1953), protagonizado por Renato Rascel y Marisa Pavan, y Un domingo romano (La Domenica della Buona Gente, Anton Giulio Majano, 1953), junto a unos jovencísimos Sofía Loren y Renato Salvatori. En esos títulos Manfredi era un mero actor de reparto sin mayor destaque, situación muy frecuente durante toda la década del 50, en la que el actor por lo general realizó roles de poca importancia en películas modestas, privilegiando sin duda alguna su labor en las tablas y las variedades. Quizás por eso no le importaba su lucimiento personal en el celuloide, llegando a intervenir en comedias donde fue opacado por otros capocómicos, como es el caso de Totó, Peppino y la vampiresa (Totó, Peppino e la Malafemmina, Camillo Mastrocinque, 1956), un vehículo para exclusivo lucimiento de Totó y Peppino De Filippo. De todas maneras, ya en ese momento había comenzado a llamar la atención del gran público en dos títulos sensiblemente superiores a los que rodaba habitualmente: El soltero (Lo Scapolo, Antonio Pietrangeli, 1955), donde actuó junto a Alberto Sordi, Sandra Milo, los españoles María Asquerino y Fernando Fernán Gómez, y una joven belleza llamada Virna Lisi; y Los enamorados (Gli Innamorati, 1956), donde por primera vez fue dirigido por un cineasta de clase A (Mauro Bolognini), compartiendo cartel con Antonella Lualdi, Franco Interlenghi y Gino Cervi.    

 

Al comenzar la nueva década todo cambió para Nino Manfredi con su película nº 33, Los empleados (L’Impiegato, Gianni Puccini, 1960). Allí fue protagonista absoluto, y actuó con Eleonora Rossi-Drago, Gino Cervi y Anna María Ferrero. Nino compuso a Guido, un soltero que no sabe divertirse (va de la casa al trabajo y viceversa), pero compensa esa monotonía cotidiana teniendo sueños en los que satisface sus deseos más inconfesables. El resultado fue una comedia amarga, menor, pero con evidente intención de sátira social, y de la noche a la mañana convirtió al actor en divo de primer nivel. A partir de entonces sobrevino una carrera en la que Manfredi siempre convenció no sólo en papeles cómicos, sino también en personajes dramáticos. Los roles por los que pasaría a la mejor historia del cine serían los de hombres fundamentalmente optimistas, en posesión de una dignidad propia, destinada inevitablemente a la derrota, aunque nunca terminan siendo humillados. Gracias a sus dotes de amarga ironía sus personajes incluso conseguían a veces sobresalir sobre el hipotético vencedor.

 

Esa cualidad quedó patentada en las numerosas películas en episodios que Manfredi interpretó en los años 60, donde en 15 o 20 minutos solía redondear a la perfección las características más sobresalientes de sus caracteres, como puede verse en el fragmento de Amores difíciles (L’Amore Difficile, 1962), donde debutó en la dirección. Basado en un cuento de Ítalo Calvino, Manfredi redondeó allí una delicada e interesante historia sobre los amores de un soldado y una viuda en el compartimento de un ferrocarril, basándose exclusivamente en el silencio y la mímica. Similar nivel terminaría obteniendo en otros films en episodios, como Alta infidelidad (Alta Infedeltá, Franco Rossi, 1964), Amor en alta tensión (Controsesso, Renato Castellani, 1964), Las muñecas (Le Bambole, Dino Risi, 1965), Espeluznante (Thrilling, Ettore Scola, 1965), Los complejos del hombre (I Complessi, Dino Risi, 1965), ¡Estos italianos…! (Made in Italy, Nanni Loy, 1965), Veo desnudo (Veo Nudo, Dino Risi, 1969) y Revuelta general (Contestazione Generale, Luigi Zampa, 1970). Dejando de lado esas breves y jugosas intervenciones, en las cuatro décadas siguientes Nino brindó una serie de caracteres inolvidables que deben reseñarse.

 

Crimen (ídem, Mario Camerini, 1960): Manfredi protagonizando por primera vez un film junto a divos ya consagrados (Vittorio Gassman, Alberto Sordi, Silvana Mangano) en una comedia de crímenes que aún tiene su gracia. El nuevo as de la comedia se echaba a andar.

Fuga trágica (A Cavallo della Tigre, Luigi Comencini, 1961): Aquí es un pobre infeliz condenado a tres años de prisión por simular un robo. Cuando le queda poco para quedar libre sus compañeros de celda (Gian María Volontè, Mario Adorf, Raymond Bussières) lo incluyen a la fuerza en un plan de fuga. Mezcla de sátira, drama carcelario y comedia dramática, fue una primera culminación del talento de Manfredi.

La parmigiana (ídem, Antonio Pietrangeli, 1963): La protagonista Catherine Spaak debe fugarse de su pueblo natal debido a las habladurías, se refugia en Parma y vive una serie de breves aventuras amorosas, hasta que se enamora de Nino, un granuja de cuarta. Una oportunidad para Manfredi de abordar un personaje rechazable, algo atípico en él.

El verdugo (ídem, Luis García Berlanga, 1963): Manfredi, trabajando en España, es un empleado de pompas fúnebres casado con la hija de un verdugo (José Isbert) a punto de jubilarse, pero el piso donde el anciano piensa vivir junto a su hija y yerno está supeditado a su trabajo. Por eso el protagonista deberá suceder a su suegro en sus tareas, lo cual no le gusta en absoluto. Una de las más feroces comedias del cine español, con un Manfredi estupendo, pese a sufrir el lógico, aunque lamentable, doblaje de su voz al castellano.

En el año del Señor (Nell’Anno del Signore, Luigi Magni, 1969): Roma, 1825: un obispo (Ugo Tognazzi) y un coronel (Enrico María Salerno) deben encargarse de liquidar la revolución liberal, pero un zapatero analfabeto (Manfredi) se entera que quieren matar al líder y advierte a los carbonarios, uniéndose así a la causa. En medio de un gran elenco (también actuaban Claudia Cardinale, Alberto Sordi, Robert Hossein y Britt Ekland) Manfredi logró alzarse con un merecido David di Donatello por su labor.

Roma Bene (ídem, Carlo Lizzani, 1971): Comedia que satiriza a la burguesía romana, en la que Manfredi es un comisario a cargo del barrio más rico de la capital, descontento consigo mismo porque debe “cubrir” a la fuerza los robos de los barones, los falsos secuestros de hijos de los empresarios y las herencias de diversas viudas negras.

Por gracia recibida (Per Grazia Ricevuta, Nino Manfredi, 1971): Nino recuerda su vida, desde su salvación milagrosa el día de su comunión (lo que condiciona su futura búsqueda existencial) hasta que conoce a un farmacéutico librepensador que le ofrece la mano de su hija. El film obtuvo la Palma de Oro en Cannes a la mejor ópera prima.

Las aventuras de Pinocho (Le Avventure di Pinocchio, Luigi Comencini, 1972): Una miniserie para TV en cinco capítulos sobre la popular historia de Carlo Collodi, en la que Manfredi compuso a un inolvidable Gepetto y Gina Lollobrigida al Hada Azul.

https://www.youtube.com/watch?v=eM4r27n63AQ%20%20

Pan y chocolate (Pane e Cioccolata, Franco Brusati, 1974): Otro gran rol de Manfredi, ganador de un nuevo David di Donatello, con la historia de un emigrante italiano en Suiza que pierde el trabajo, se niega a volver a su país para evitar la deshonra y termina siendo amigo de una vecina griega (Anna Karina) y su hijo, con quienes intentará sobrevivir.

https://www.youtube.com/watch?v=vSgAZbtCGgA%20

 

Nos habíamos amado tanto (C’eravamo Tanto Amati, Ettore Scola, 1974): Amarga crónica de la historia italiana desde 1944, narrada a través de tres amigos izquierdistas (Manfredi, Vittorio Gassman, Stefano Satta Flores) y una mujer que los une y a la vez los separa (Stefania Sandrelli). Retrato patético y melancólico del idealismo y de la inevitable pérdida de las ilusiones, debido al acomodamiento burgués, en un film que combina con sabiduría diversas emociones al mismo tiempo.

Sucios, feos y malos (Brutti, Sporchi e Cattivi, Ettore Scola, 1976): Veinte personas que malviven en una vivienda de lata en una colina romana, con Manfredi como jefe del clan, en uno de los cuadros familiares más brutales e impíos de la historia del cine. El film levantó la ira vaticana, e incluso quiso ser prohibido por la iglesia uruguaya provocando, en un momento de dictadura, la valiente defensa de Jorge Abbondanza desde su columna en el diario El País. Una obra mayor de Scola, y un verdadero capolavoro de Manfredi.

En nombre del Papa Rey (In Nome del Papa Re, Luigi Magni, 1977): Un nuevo film ambientado en la Italia de la reunificación. En 1867 un monseñor debe intentar salvar de la pena de muerte a un joven que cometió un atentado, el cual es su propio hijo, fruto de una fugaz relación amorosa de sus años mozos. Otra gran labor de Manfredi.

Todo en una noche (Helsinki-Napoli All Night Long, Mika Kaurismaki, 1987): Las numerosas peripecias de un taxista nocturno en Berlín, envuelto en un ajuste de cuentas entre mafiosos, con la aparición de dos muertos y una maleta llena de dinero en su coche. Manfredi es el abuelo, en una viñeta algo breve pero muy jugosa.

Una historia cualquiera (Una Storia Cualunque, Alberto Simone, 2000): Comedia dramática con Manfredi puesto en libertad tras décadas de prisión por el asesinato de su esposa, el cual no cometió. Su tarea será ubicar a sus hijos, en su momento dados en adopción. Cuando llegue a ellos, se hará pasar por jardinero para ir conociéndolos poco a poco. Esta fue la mejor labor de Manfredi en su vejez.

Defecto de familia (Un Difetto di Famiglia, Alberto Simone, 2002): La muerte de una madre de 103 años reúne a dos hermanos septuagenarios que no se ven ni se hablan desde hace décadas, cuando uno de ellos, un profesor universitario (Manfredi), declaró en forma abierta y ante todo el pueblo su homosexualidad.

 

El rol póstumo de Nino Manfredi fue en el film español La luz prodigiosa (ídem, Miguel Hermoso, 2003). Aquí fue Galápago, un personaje privado de memoria, salvado de la muerte por un pastor durante la Guerra Civil, e ingresado durante cuarenta años en un manicomio. Finalmente, el protagonista Alfredo Landa descubrirá que ese hombre quizás sea el poeta Federico García Lorca, cuyo cadáver nunca apareció. Una despedida de lujo para Manfredi, elaborada casi sin palabras y apoyada sólo de miradas fijas. El film se estrenó después de muerto el actor, porque en septiembre de 2003 sufrió un ictus que se complicó con una insuficiencia respiratoria y una hemorragia intestinal, problemas que se repitieron y que lo hicieron peregrinar por diversos centros hospitalarios. Por último, sufrió un derrame cerebral, y nunca se recuperó completamente. Murió a los 83 años el 4 de junio de 2004. Fue el último de sus compañeros de generación en desaparecer. Nino Manfredi estaba casado desde 1955 con Erminia Ferrari, y tuvo con ella tres hijos: la productora Roberta, el director Luca y Giovanna. Una cuarta hija, Tonina, nació de una relación con una joven búlgara llamada Svetlana Bogdanova. Por encima de sus enormes dotes interpretativas, su legado principal es el de haber sido el más tierno de los “cinco grandes” de los años 60-70. Su sonrisa siempre a flor de labios (coronada a partir de la madurez por un enorme bigotazo), su modo de hablar pausado y moviendo las manos, su sencillez y discreción quedarán para siempre en el recuerdo del cinéfilo. En Italia fue definido como “el as de la comedia”: no era para menos.

BRUNO GANZ ENTRE EL BIEN Y EL MAL.

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Por Amilcar Nochetti. Miembro de la Asociación de Críticos de Cine de Uruguay (filial Fipresci)

Si viviera, el próximo 22 de marzo Bruno Ganz estaría cumpliendo 80 años. En el cine ostentó un interesante record: fue la encarnación religiosa del Bien (un ángel) y también el mayor símbolo humano del Mal: Adolf Hitler. Refiriéndose a este personaje Ganz declaró que “es la primera vez que estoy en desacuerdo con la crítica alemana. Me da pena que me reprochen haber hecho un Hitler ‘demasiado humano’. Quieren ver el ícono del Mal, el Mal mismo. Pero, ¿qué es el Mal?”. La reflexión obviamente se refiere a su representación del Führer en La caída (Der Untergang, Oliver Hirschbiegel, 2004), una película polémica que molestó a mucho público europeo. Esa producción alemana ubicó en un primerísimo plano la figura de Bruno Ganz, un artista de sólida y talentosa trayectoria, con 127 películas para cine y TV entre 1960 y su muerte. Fue, además, uno de los dos mejores actores teatrales en lengua alemana de su generación (el otro es Klaus María Brandauer) y contó con sobrados méritos para ubicarse en ese sitial de honor.

TEATRO. Bruno Ganz había nacido en Zurich, hijo de un trabajador suizo y un ama de casa italiana del norte. Estudió arte dramático en el Bühnenstudio de su ciudad natal, donde debutó en 1960 como actor amateur. Un año después decidió perfeccionarse y viajó a Alemania, se radicó en Berlín, y estudió a las órdenes de los directores Peter Zadek y Kurt Hübner. Desde 1964 formó parte de un grupo juvenil de teatro independiente. Era una época contestataria y por eso la compañía abandonó las salas estables, recorriendo el país y actuando para las masas populares en lugares improvisados, como cervecerías, cines y fábricas. Años después, un Ganz muy diferente confesó que “no era el tipo de persona que podía pasarse toda la vida en las fábricas intentando convencer a los obreros de hacer una revolución”. El viraje sobrevino en 1967, cuando el director Peter Stein le ofreció el rol protagónico de un Hamlet iconoclasta y consagratorio: llegaba la fama, y el actor supo aprovecharla.

 

Con los dividendos de ese éxito isabelino, Ganz y Stein fundaron en 1970 la compañía teatral Schaubüehne de Berlín, que se ha convertido en una de las más prestigiosas de Europa. Allí, entre 1971 y 1977, Ganz volcó su talento en obras tan disímiles como La madre, una versión de la novela de Gorki; El príncipe de Homburg, una adaptación de un cuento de Von Kleist; Peer Gynt de Ibsen; La muerte de Empédocles de Hölderlin; Bacantes de Eurípides; y El ignorante y el loco de Thomas Bernhardt, que terminaría siendo un rotundo éxito en el Festival de Salzburgo en 1972. De esa forma Ganz y Stein se convirtieron en pilares del nuevo teatro alemán, desarrollando un estilo intelectual, frío, a menudo hierático, nunca discursivo.

Esas características coincidían con los rasgos personales del actor, hombre reflexivo con tendencia a la introspección, y dueño de un carácter donde los tics y las manías lo hicieron temible a los ojos de sus colegas de reparto. Poseedor de un exacerbado afán de perfeccionismo, se dice que necesitaba permanecer solo en su camarín sin hablar con nadie durante dos horas antes de cada función, que no se sentía a gusto sin caminar a paso rápido durante 40 minutos cada mañana, y que aún en períodos de inactividad artística se las ingeniaba para trabajar durante diez horas en todo tipo de tareas. Rarezas aparte, su personalidad y su nivel intelectual (hablaba cinco idiomas a la perfección) contribuyeron a dotarlo de una apariencia profunda, austera y atormentada, que también le abriría las puertas del cine. Pero para Ganz el teatro siempre estuvo primero.

 

Después de cinco años de alejamiento (1976-1981) volvió de la mano de Shakespeare con un memorable Hamlet en 1982, al que siguieron otros éxitos como El pato salvaje de Ibsen, Macbeth (de nuevo su vínculo con Shakespeare), Prometeo encadenado de Esquilo y El misántropo de Molière, para culminar en 2000 con una impresionante adaptación del Fausto de Goethe. Esa experiencia fue filmada para TV en la versión íntegra de 22 horas, reducida a 13 para su comercialización final. Ese historial escénico le reportó al actor el premio Max Reinhardt de la Asociación Suiza de Cultura Teatral en 1991, y el codiciado Anillo Iffland, uno de los galardones más importantes del teatro europeo, en 1996. El épico esfuerzo de la adaptación completa del texto de Goethe, en cuyos ensayos Ganz sufrió tres heridas físicas rápidamente superadas, pareció agotarlo para las tablas, a las que desde entonces sólo subiría para oficiar de narrador de puestas en escena de música clásica como Egmont de Beethoven y La flauta mágica de Mozart, además de intervenir en la histórica grabación de El canto suspendido de Luigi Nono, con la Orquesta Filarmónica de Berlín.

CINE. Pero la carrera de Ganz en cine fue también eminente. Después de tres breves apariciones como extra en 1960 y 1961, abandonó el medio hasta que debutó realmente en Los veraneantes (Sommergäste, Peter Stein, 1976), adaptación de un texto de Gorki que fue una rareza, ya que en esos años los alemanes federales no filmaban obras del este europeo. Desde entonces, su tarea para cine tuvo un par de características muy visibles: intervino en empresas “serias” dirigidas por gente talentosa, y se decantó por personajes que se debaten o conviven en las fronteras entre el Bien y el Mal, luchando con ángeles o demonios diversos. De esos inicios cabe destacar al torturado protagonista de El pato salvaje (Die Wildente, Hans Geissendörfer, 1976) y al joven conde de La marquesa de O. (Die Marquise von O., Eric Rohmer, 1976), donde aparecía como un ángel salvador al rescate de la virginal Edith Clever, pero luego terminaba violándola y dejándola embarazada. En medio de la frialdad exasperante de ese film, Ganz se movía como pez en el agua.

 

Luego el actor brindó algunos roles episódicos claves, como el marido que se ausenta en La mujer zurda (Die Linkshändige Frau, Peter Handke, 1977), el científico que le explica la clonación a Laurence Olivier en Los niños del Brasil (The Boys from Brazil, Franklin J. Schaffner, 1978), el desapegado amante de Nathalie Baye en La muchacha de provincia (La Provinciale, Claude Goretta, 1980) y el conde enamorado de Isabelle Huppert en La verdadera historia de la dama de las camelias (La Storia Vera della Signora dalle Camelie, Mauro Bolognini, 1981). Pero en esos años también supo ser un destacado protagonista, y allí debe recordarse al honrado ciudadano involucrado en un incontrolable mecanismo de crímenes en El amigo americano (Der Amerikanische Freund, Wim Wenders, 1977); el ajedrecista de la televisiva Blanco y negro como días y noches (Schwarz und Weiss wie Tage und Nächte, Wolfgang Petersen, 1978); el vendedor de inmuebles de Nosferatu, el vampiro (Nosferatu: Phantom der Nacht, Werner Herzog, 1979), film de hondo pesimismo existencial y un vistazo a la soledad de los diferentes; y sobre todo el periodista que intenta huir de una crisis matrimonial sumergiéndose en el infierno del Líbano en la notable y olvidada El ocaso de un pueblo (Die Fälschung, Volker Schlöndorff, 1981), que era una aguda mirada a una guerra inútil, pero también una honda reflexión sobre la crisis de conciencia profesional y la falta de compromiso ideológico. Para entonces había logrado una primera notable culminación personal para la pantalla en El cuchillo en la cabeza (Messer im Kopf, Reinhard Hauff, 1978), historia de un hombre baleado por la policía, que sobrevivía semi paralítico y mudo, era acusado de apuñalar a un oficial y terminaba siendo defendido por sectores de la izquierda alemana, que veían en él a una víctima de la brutalidad institucional.

 

Y aunque a partir de 1982 Ganz volvió al teatro, como ya se dijo, nunca pudo abandonar la pantalla. En ese medio intentó ponerse siempre al servicio de talentos reconocidos: Jerzy Skolimowski en Arriba las manos (Rece do Góry, 1982), Alain Tanner en En la ciudad blanca (Dans la Ville Blanche, 1983), Jaime Chávarri en El río de oro (ídem, 1986), David Hare en Lazos de amor (Strapless, 1989), Gillian Armstrong en Los últimos días de Chez-Nous (The Last Days of ChezNous, 1992), Peter Handke en La ausencia (L’Absence, 1992), Anand Tucker en Saint-Ex (ídem, 1996), donde encarnó al autor de El principito, y Eric Till en Lutero (Luther, 2003). Ninguno de esos títulos llegó a exhibirse comercialmente en Uruguay (algunos llegaron en VHS y DVD), pero en cambio se han podido ver en salas sus labores más prestigiosas.

Una de ellas resultó icónica: la del ángel Damiel en Las alas del deseo (Der Himmel über Berlin, Wim Wenders, 1987), donde el personaje se identificaba con las penas, alegrías y dolores de una humanidad acongojada a la que intentaba escuchar y ayudar, para finalmente renegar de su condición angélica, optando por la vitalidad de la humana imperfección. Pocas veces el rostro y el físico de un actor resultaron tan adecuados para sugerir las dudas de un mundo interior como en esta oportunidad. Ganz repetiría el personaje para la secuela de ese film, Tan lejos y tan cerca (In Weiter Ferne, So Nah, Wim Wenders, 1993), aunque allí su labor era episódica. Parecida brillantez a su labor en el primer film del díptico angélico logró en La eternidad y un día (Mia Aioniotita Kai Mia Mera, Theo Angelopoulos, 1998), donde incorporó a un poeta gravemente enfermo que el día antes de internarse en un hospital decide ayudar a un niño albanés refugiado, que quiere volver a su país. Un par de años después, por su entrañable rol en Pan y tulipanes (Pane e Tulipani, Silvio Soldini, 2000), obtuvo el David de Donatello, que aceleró un merecido Oso de Oro en Berlín como premio a toda su carrera. Pero aún faltaba lo más difícil.

 “Me interesaba Hitler. Como personaje era un gran desafío. Pero Hitler es el Mal, y había que darle una cara a esa clase de maldad, lo que resulta imposible, porque como seres humanos somos demasiado débiles para hacer de Hitler. No es el trabajo normal de un actor”, declaraba Ganz en 2004. Empero, el resultado de su labor en la citada La caída es una proeza mayúscula, donde a un exterior muy cuidado por los maquilladores hay que sumar una gran sutileza de composición para trasmitir al espectador el interior de un ser torturado, aferrado a delirios de grandeza en medio del caos reinante. Basta ver un par de estallidos de aterradora violencia verbal y gestual, y confrontarlos luego al cariño que tiene por su perra, o la fría determinación con que se refiere a la masacre del pueblo alemán y el deterioro físico de los últimos tramos, para dimensionar en su justa medida la amplitud de registros de un actor en plena posesión de sus medios expresivos. Sin duda para Ganz debió ser un riesgo enorme aceptar esa tarea, porque de la futura dosificación de su impar talento dependería que continuase airosamente su carrera, sin permitirse quedar entrampado en tan diabólico personaje.

Ganz salió airoso de la épica tarea de sacarse de encima al Atila del siglo 20. Para ello siguió fiel a sus costumbres. Por un lado, aceptando roles de reparto en películas internacionales, siempre que estuvieran dirigidas por cineastas valiosos, y/o compartiera escena con colegas de su misma estatura. En esa área se destacó más por su presencia escénica que por lo que le permitían sus breves personajes, aunque para el recuerdo dejó varias apariciones remarcables. Fue el científico que recibe a Denzel Washington en El embajador del miedo (The Manchurian Candidate, Jonathan Demme, 2004); dos atildados docentes, uno en Juventud sin juventud (Youth Without Youth, Francis Ford Coppola, 2007), y otro en El lector (The Reader, Stephen Daldry, 2008); el enamorado eterno de Irène Jacob y amigo de su marido Michel Piccoli en El polvo del tiempo (I Skoni Tou Hronou, Theo Angelopoulos, 2009); el ex espía de la RDA que ayuda a Liam Neeson en Desconocido (Unknown, Jaume Collet-Serra, 2011) y tiene un memorable duelo de personalidades con Frank Langella; el experto en diamantes que despeja dudas a Michael Fassbender en El abogado del crimen (The Counselor, Ridley Scott, 2013); el gobernador que debe intervenir para juzgar a Mads Mikkelsen en Michael Koolhaas (ídem, Arnaud des Pallières, 2013); uno de los personajes que intentan ayudar a Jeremy Irons en su búsqueda en Tren nocturno a Lisboa (Night Train to Lisbon, Bille August, 2013); el Papa del film para TV El Vaticano (The Vatican, Ridley Scott, 2013); un factible ex genocida nazi en Recuerdos secretos (Remember, Atom Egoyan, 2015), donde compartió escena con Christopher Plummer; la figura enigmática que al final resulta clave en La casa de Jack (The House That Jack Built, Lars von Trier, 2018); y el juez en el caso del objetor de conciencia de Vida oculta (Hidden Life, Terrence Malick, 2019), su penúltima labor para cine.

 

Con el dinero que le daban esas episódicas labores pudo intervenir como protagonista en películas europeas en las que exhibió su innegable talento dramático. Con nueve años de diferencia encarnó dos abuelos muy diferentes. En Vitus (ídem, Fredi M. Murer, 2006) fue el afectuoso anciano que da alas a la libre imaginación del nieto en una fábula con fuerte sabor a Capra. En Heidi (ídem, Alain Gsponer, 2015), en cambio, compuso al ermitaño malhumorado que debe encargarse de cuidar a su simpática nieta, que a fuerza de cariño conquista poco a poco su corazón. En medio de esas labores, ofreció otro estupendo retrato de vejez en El fin es mi principio (Das Ende ist mein Anfang, Jo Baier, 2010), que repasa los últimos días de vida del periodista Tiziano Terzani, quien intenta comunicar a su hijo el verdadero sentido de la vida. Una nueva gran labor brindó en Un judío debe morir (Un Juif pour l’Exemple, Jacob Berger, 2016), la historia de Arthur Bloch, un judío de una aldea suiza que en 1942 fue asesinado por un grupo de simpatizantes nazis. El episodio se relata en 2009, cuando un hombre que, como niño, fue testigo del crimen, escribe una novela inspirada en el suceso. Formando parte de un film coral, Ganz se robó cada escena en la que intervino en la comedia The Party (ídem, Sally Potter, 2017), donde fue un gozoso gurú que predica amor y paz en medio de seis personajes al borde del ataque de nervios. Sus dos últimas labores protagónicas no han sido vistas en Uruguay, pero fueron muy elogiadas: su rol como Sigmund Freud en El vendedor de tabaco (Der Trafikant, Nikolaus Leytner, 2018), drama situado en la ocupación nazi de Viena; y El testigo (The Witness, Mitko Panov, 2018), donde fue un veterano de guerra que ayuda a un entusiasta oficial joven en busca de justicia.

Bruno Ganz estaba separado de su esposa Sabine, con quien se había casado en 1965 y con la cual tuvo a su hijo Daniel en 1972. Vivía en su ciudad natal, Zurich, y también en Venecia y Berlín. En 2018 los médicos le diagnosticaron un cáncer intestinal, por lo que comenzó un tratamiento con quimioterapia, pero la enfermedad había avanzado y a esas alturas era terminal. Murió el 16 de febrero de 2019 en su residencia de la villa de Au, cerca de Zurich, y aunque sólo se han cumplido dos años de su deceso, ya se lo extraña. Por suerte quedan sus películas y un par de homenajes subidos a YouTube, donde queda demostrada la amplitud de registros dramáticos que manejó durante toda su labor.

 

 

Reconstruir historias: Mañana tal vez

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Por Stefanía Aluffi 

La película de Florencia Wehbe se estrenó hace algunos días en la ciudad, con la reapertura del Leonardo Favio tras un año de pandemia y salas vacías. La ópera prima de la riocuartense recorre la relación entre una joven y su abuelo, que se ve tensada por las diferencias generacionales y enriquecida por el amor a la música.

 

Mañana tal vez nos transporta hacia la intimidad de la relación entre Luis, un jubilado compositor de música clásica, y su joven nieta, Elena, quien llega de visita a la casa de su abuelo en la ciudad de Córdoba para realizar un curso.

Luis es un hombre huraño, acostumbrado a la soledad y a sentirse ninguneado por su familia, que toma decisiones por él sin consultarle. Una muestra simple y clara de lo que nuestra sociedad suele hacer con las vejeces, pero eso es tema aparte.

Elena es una estudiante de música que admira a su abuelo, aunque él no lo sabe. Su fuerza y su juventud brotan por todos lados e invaden la casa de Luis durante su estadía. Se muestra perseverante e intenta conocer a su abuelo pese a su malhumor y carácter reacio. Busca sacarle una sonrisa y acercar sus mundos que, al fin y al cabo, no son tan lejanos: Los unen la pasión por la música y algunas posiciones ideológicas que, aunque difieren en las formas, coinciden y se complementan.

La falta de cercanía y de confianza, así como el claro choque generacional llevan a los protagonistas a pasar por algunas discusiones y peleas que los terminan acercando y uniendo cada vez un poco más.

A medida que avanza la opera prima de Florencia Wehbe, nos adentramos en ese vínculo, más especial y estrecho de lo que parece en un principio.

La relación de este abuelo y su nieta tiene como trasfondo un contexto socio-político que es un protagonista más de la historia. Una época marcada por el regreso de la derecha neoliberal al país, pero también por la fuerte presencia de algunos movimientos sociales, como el feminista, que tiñe las calles de color y tras años de lucha y trabajo, en 2018 logra llevar el debate por el derecho al aborto al Senado y a todos los sectores de la sociedad.

Elena representa a esa marea con ganas de transformarlo todo y ampliar derechos, militando en cada espacio, incluso en aquel que muchas veces pasa desapercibido pero termina siendo uno de los más importantes: la propia familia. Con preguntas y debates logra al menos dejar pensando a su tío “apolítico”, llevarlo a él y a una amiga de Luis a una manifestación feminista y hacer de ese acto político un recuerdo especial que alimenta el vínculo familiar.

A Mañana tal vez no queda más que agradecerle el repaso por un momento histórico tan especial, tan lleno de fuerza y de vida. Si pudiésemos pedirle algo, sería que esas escenas se extiendan por algunos minutos más, para dejar fluir el sentimiento de orgullo y la emoción que recorren la piel mientras vemos las imágenes, nos sentimos identificadxs con Elena e interpeladxs por la obra.

El largometraje cordobés, que junto a otras trece películas representó a Argentina en el Marché du Film del Festival de Cannes el año pasado, nos hace experimentar una ola de sensaciones. Nos deja con esas ganas de llamar a nuestros abuelxs e invitarlxs con unos mates -o de soñar con eso- para preguntarles qué piensan sobre la sociedad y su transformación, sobre el deseo, el amor y la libertad.

 

Ficha técnica Mañana tal vez (Argentina, 2021), 61 min. (ATP)

Dirección y Guion: Florencia Wehbe

Producción: Fernanda Rocca Lada

Fotografía: Nadir Medina

Música: Jerónimo Piazza, Jorge Nazar

Montaje: Lucía Torres Minoldo

Casa productora: Bombilla cine

 

Programación de Marzo en el Leonardo Favio

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Bs As 55, Río Cuarto, Córdoba

 

SEMANA 1

Mañana tal vez, de Florencia Whebe (Argentina/2021), 61 min. (ATP)

De repente, el paraíso, de Elia Suleiman (Palestina/2019), 102 min. (ATP)

Jueves 04/03

19 hs: Mañana tal vez

21 hs: De repente, el paraíso

Viernes 05/03

19 hs: De repente, el paraíso

21 hs: Mañana tal vez

Sábado 06/03

19 hs: Mañana tal vez

21 hs: De repente, el paraíso

Domingo 07/03

19 hs: De repente, el paraíso

21 hs: Mañana tal vez

Martes 09/03

19 hs: Mañana tal vez

21 hs: De repente, el paraíso

Miércoles 10/03

19 hs: Mañana tal vez

21 hs: De repente, el paraíso

 

SEMANA 2

De repente, el paraíso, de Elia Suleiman (Palestina/2019), 102 min. (ATP)

Madre baile, de Carolina Rojo (Argentina/2021), 110 min. (ATP)

Jueves 11/03

19 hs: Madre baile

21 hs: De repente, el paraíso

Viernes 12/03

NO HAY CINE. Viernes de MÚSICA.

Sábado 13/03

19 hs: De repente, el paraíso

21 hs: Madre baile. CON LA PRESENCIA DE LA DIRECTORA Y EL PRODUCTOR.

Domingo 14/03

NO HAY CINE. Ciclo a PURO TEATRO.

Martes 16/03

19 hs: De repente, el paraíso

21 hs: Madre baile

Miércoles 17/03

19 hs: Madre baile

21 hs: De repente, el paraíso

 

SEMANA 3

Jueves 18/03

NO HAY CINE. Festival de Jazz.

Viernes 19/03

NO HAY CINE. Festival de Jazz.

Sábado 20/03

NO HAY CINE. Festival de Jazz.

Domingo 21/03

NO HAY CINE. Festival de Jazz.

Martes 23/03

NO HAY CINE. Obra de teatro. Semana de la memoria.

Miércoles 24/03

FERIADO. Día Nacional de la Memoria, por la Verdad y la Justicia.

 

SEMANA 4

Jueves 25/03

19 hs: De repente, el paraíso

21 hs: Madre baile

Viernes 26/03

NO HAY CINE. Viernes de MÚSICA.

Sábado 27/03

19 hs: Madre baile

21 hs: De repente, el paraíso

Domingo 28/03

NO HAY CINE. Ciclo a PURO TEATRO.

Martes 30/03

19 hs: De repente, el paraíso

21 hs: Madre baile

Miércoles 31/03

19 hs: Madre baile

21 hs: De repente, el paraíso

 

 

 

Mañana tal vez

Luis es un malhumorado compositor de música clásica jubilado que, a pesar de ser una eminencia en su rubro, padece el menosprecio habitual que tiene la sociedad para con las personas de su edad. La visita de su nieta Elena, una joven estudiante de composición que llega a la ciudad para hacer un curso, es en principio una molestia para él. Pero esta intromisión en su vida lo hará ver las cosas desde otra perspectiva y renovar su fe en la sociedad.

 

De repente el paraíso

El director Elia Suleiman viaja a diferentes ciudades del mundo en busca de similitudes con su tierra natal, Palestina. También puede decirse que Suleiman huye de Palestina buscando un nuevo hogar, tan solo para darse cuenta de que Palestina parece estar siguiéndole, sin importar el sitio al que vaya. La promesa de una nueva vida pronto se convierte en una comedia llena de errores.

 

Madre baile

Documental que recorre el origen etno-musical del cuarteto, un repaso audiovisual por los bailes de ayer y hoy. La artista y compositora Vivi Pozzebón invita a una reflexión sobre el rol de la mujer en el género, desde sus orígenes en las manos de Leonor Marzano a la actualidad.

DIÁLOGOS SOBRE CINE

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Comenzó la undécima edición del taller anual Diálogos sobre cine. Este año, con dos modalidades: una virtual (los lunes a las 18 hs.) y una presencial (los martes a las 20 hs. en El Mascaviento). Se realizará un recorrido, primero, por la historia del documental, desde los años veinte hasta el presente, después, a través del cine de Pedro Costa (con desvíos hacia el cine de Bresson, Straub-Huillet y Tourner) y, finalmente, se detendrán, en las mutaciones del cine contemporáneo, a quince años del libro editado por Jonathan Rosenbaum y Adrian Martin (Mutaciones del cine contemporáneo). Si a alguien le interesa, por favor escriba al correo gamolayoli@hotmail.com

FEBRERO EN EL CENTRO CULTURAL LEONARDO FAVIO

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Viernes 26/02

ESTRENO. Mañana tal vez, de Florencia Whebe (Argentina/2021), 61 min. (ATP)

19 hs: Mañana tal vez

21 hs: Mañana tal vez

Sábado 27/02

19 hs: Mañana tal vez

21 hs: Mañana tal vez

Domingo 28/02

19 hs: Mañana tal vez

21 hs: Mañana tal vez

Miércoles 03/03

19 hs: Mañana tal vez

21 hs: Mañana tal vez

 

 

Mañana tal vez

Luis es un malhumorado compositor de música clásica jubilado que, a pesar de ser una eminencia en su rubro, padece el menosprecio habitual que tiene la sociedad para con las personas de su edad. La visita de su nieta Elena, una joven estudiante de composición que llega a la ciudad para hacer un curso, es en principio una molestia para él. Pero esta intromisión en su vida lo hará ver las cosas desde otra perspectiva y renovar su fe en la sociedad.

 

Sobre la directora

Florencia Wehbe nació en 1989, en Río Cuarto, en la Provincia de Córdoba. Estudió Cine en Córdoba Capital. Trabaja como Directora de Arte desde 2011. Trabajó en varias producciones en el área de dirección. Dirigió dos cortometrajes. Fue coguionista de Mochila de Plomo, de Darío Mascambroni. Ganó el premio Raymundo Gleyzer en el 2017, con Paula, película pronta a filmarse. Mañana tal vez es su ópera prima como directora.

 

CHRISTOPHER PLUMMER Y GIUSEPPE ROTUNNO: Se fueron dos grandes.

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INSIDE MAN, Christopher Plummer, 2006. ph: David Lee © Universal Pictures / courtesy Everett Collection

Por Amilcar Nochetti. Miembro de la Asociación de Críticos de Cine de Uruguay (filial Fipresci)

Febrero comenzó peleado con el cine. En 48 horas dos grandes partieron. El 5 falleció el gran actor canadiense Christopher Plummer, 91 años, 217 películas (la última de ellas sin terminar), 68 años de carrera, ganador de un Oscar, un Globo de Oro, dos Emmy, un Bafta y dos Tony. El 7 se iba el eminente director de fotografía Giuseppe Rotunno, 97 años, 82 películas de 1955 a 1997 (año en que se retiró), ganador de un Bafta, 5 David di Donatello y un premio en Venecia. Casualmente ambos coincidieron dos veces: en el film para TV Escarlata y negro (The Scarlet and the Black, Jerry London, 1983) y en el largometraje Lobo (Wolf, Mike Nichols, 1994). En ambos Rotunno fue el operador. En el primero Plummer era el nazi encargado de mantener en orden Roma y vigilar al cardenal Gregory Peck, conectado a la resistencia. En el segundo compuso al padre de Michelle Pfeiffer, millonario dueño del emporio editorial donde trabajaba el protagonista Jack Nicholson.

PLUMMER. Nació en Toronto el 13 de diciembre de 1929. Sus padres se divorciaron cuando era niño, por lo que debió mudarse con su madre a Senneville, Quebec. Debido a ello halló su verdadera vocación, el teatro. Comenzó en secundaria, y de a poco proyectó su naciente talento fuera de ella. Viajaba largas horas en tren sólo para estudiar en Ottawa. Ya mayor de edad, radicado en Nueva York, debutó en TV en 1953, y al año siguiente en los teatros de Broadway. Poco después el promotor Guthrie McClintic lo llevó a París, y a partir de ese momento su nombre se hizo reconocido, logrando un notable éxito teatral con Cyrano de Anthony Burgess. En Inglaterra llegó a actuar en la Royal Shakespeare Company. Durante su carrera alternó entre obras de gran calibre en teatro (sobre todo en los años 80 y 90) y el cine.

 

Para la gran pantalla debutó en Ambición de gloria (Stage Struck, Sidney Lumet, 1957) y enseguida protagonizó Infierno verde (Wind Across the Everglades, Nicholas Ray, 1958), pero volvió al teatro y no regresaría al cine hasta 1964, cuando encarnó al malvado emperador Cómodo en La caída del imperio romano (The Fall of the Roman Empire, Anthony Mann). Fue entonces que logró el papel por el cual las necrológicas aún lo definen: el capitán Von Trapp de La novicia rebelde (The Sound of Music, Robert Wise, 1965). Pero Plummer fue mucho más que eso, sobre todo en el resto de los años 60. Allí fue el mariscal Rommel en La noche de los generales (The Night of the Generals, Anatole Litvak, 1967), el espía Eddie Chapman, infiltrado entre nazis, en Triple traición (Triple Cross, Terence Young, 1967), Edipo en Edipo rey (Oedipus the King, Philip Saville, 1968), un amanerado inca Atahualpa en El imperio del sol (The Royal Hunt of the Sun, Irving Lerner, 1969) y uno de los quince coprotagonistas de La batalla de Inglaterra (Battle of Britain, Guy Hamilton, 1969). Ese buen nivel prosiguió en los años 70: el duque de Wellington, enfrentado al Napoléon de Rod Steiger, en La batalla de Waterloo (Waterloo, Sergei Bondarchuk, 1970), Rudyard Kipling en El hombre que sería rey (The Man Who Would Be King, John Huston, 1975), el archiduque Francisco Fernando en El asesinato que conmovió al mundo (Sarajevsky Atentat, Veljko Bulajic, 1975), Herodes Antipas en Jesús de Nazaret (Gesú di Nazaret, Franco Zeffirelli, 1977), Sherlock Holmes en Asesinato por decreto (Murder by Decree, Bob Clark, 1979) y sobre todo el psicopático ladrón de El socio del silencio (The Silent Partner, Daryl Duke, 1978), quizás su cumbre interpretativa, donde rodó la escena final vestido de mujer.

En los años 80 hizo mucha cosa banal para solventar sus obras teatrales, pero desde los 90 volvió en roles de reparto destacables. En Malcolm X (ídem, Spike Lee, 1992) es el cura de la prisión donde cumple su pena el protagonista Denzel Washington; luego vino la ya citada Lobo, y luego llegó Eclipse total (Dolores Clayborne, Taylor Hackford, 1995), donde es el policía obsesionado por llevar a prisión a la protagonista Kathy Bates. En 12 monos (12 Monkeys, Terry Gilliam, 1995) es el millonario padre del perturbado Brad Pitt; en El informante (The Insider, Michael Mann, 1999) fue el periodista Mike Wallace, junto a Al Pacino y Russell Crowe; en Ararat (ídem, Atom Egoyan, 2002) es un desconfiado guardia de seguridad del aeropuerto; en Alejandro Magno (Alexander, Oliver Stone, 2004) dio vida a Aristóteles; en Syriana (ídem, Stephen Gaghan, 2005) fue un inescrupuloso hombre de negocios; en El nuevo mundo (The New World, Terrence Malick, 2005) es el conquistador inglés que contacta a la tribu de Pocahontas; y en El imaginario mundo del Dr. Parnassus (The Imaginarium of Dr. Parnassus, Terry Gilliam, 2009) es el nigromante del título.

 

La última década también tuvo sus brillos. En Principiantes (Beginners, Mike Mills, 2010) logró el Oscar como padre moribundo y homosexual del protagonista Ewan McGregor; en La chica del dragón tatuado (The Girl with the Dragon Tattoo, David Fincher, 2011) es el industrial que encarga al protagonista Daniel Craig que investigue la desaparición de su sobrina; en Todo el dinero del mundo (All the Money in the World, Ridley Scott, 2017) suplantó al defenestrado Kevin Spacey en el rol del multimillonario Paul Getty, preparando el papel en nueve días; y en Entre navajas y secretos (Knives Out, Rian Johnson, 2019) es el millonario asesinado por uno de sus familiares. Pero aún en esa vejez compuso dos protagónicos inolvidables: el Tolstoi de La última estación (The Last Station, Michael Hoffman, 2009) y el judío afectado de alzhéimer que quiere tomar venganza de un genocida nazi en Recuerdos secretos (Remember, Atom Egoyan, 2015). Murió como quería: en su cama, tranquilamente.

 

ROTUNNO. No por más acotado que lo de Plummer, lo suyo fue menos brillante. Lo apodaban “el mago de la luz”, y había nacido el 19 de marzo de 1923 en Roma. Desde muy joven se ubicó en Cinecittá, pero fue por necesidad: su padre había muerto y no tuvo más remedio que buscar trabajo en la Italia fascista. Lo único que encontró fue un puesto de ayudante de laboratorio en los recién fundados estudios de cine. Allí le dieron una Leica para que experimentara con la fotografía, y la luz lo conquistó para siempre. Pero la guerra lo sorprendió: reclutado para trabajar como reportero en Grecia, en 1943 cayó prisionero de los nazis. Después de pasar dos años en un par de campos de concentración, fue liberado por los aliados en 1945. Volvió al cine, y entre 1947 y 1954 se desempeñó como operador de cámara en doce películas, entre ellas Umberto D. (ídem, Vittorio De Sica, 1952) y Senso (ídem, Luchino Visconti, 1954). Debido a la muerte de Aldo Graziati, director de fotografía de ese film, Rotunno lo terminó, dejando a Visconti tan satisfecho con esa labor que a partir de entonces se convirtió en fotógrafo titular del cine italiano. Rotunno contó que Visconti le enseñó todo lo que sabía, como grabar con tres cámaras a la vez para tener ángulos distintos y no perder la intensidad de la interpretación con los continuos cortes para cambiar el plano: es algo muy útil, pero que sólo se podía hacer en las grandes producciones. Además, ese método obligaba a trabajar con pocas luces.

 

Rotunno debutó como director titular de fotografía en Pan, amor y Sofía Loren (Pane, Am,ore e…, Dino Risi, 1955), pero de inmediato su labor se amplió para inolvidables labores dedicadas a los mejores cineastas de su país. Con Luchino Visconti trabajó en Puente entre dos vidas (Le Notti Bianche, 1957), Rocco y sus hermanos (Rocco e i Suoi Fratelli, 1960), Boccaccio 70 (ídem, 1962), El Gatopardo (Il Gattopardo, 1963) y El extranjero (Lo Straniero, 1967). Acompañó a Vittorio De Sica en Ayer, hoy y mañana (Ieri, Oggi, Domani, 1963) y Los girasoles de Rusia (I Girasoli, 1970), y con Mario Monicelli realizó La gran guerra (La Grande Guerra, 1959) y Los compañeros (I Compagni, 1963). También asistió a Valerio Zurlini en Crónica familiar (Cronaca Familiare, 1963) y a Lina Wertmüller en Amor y anarquía (Film d’Amore e d’Anarchia, Ovvero ‘Stamatina alle 10 in Vía del FioriNella Nota Casa di Tolleranza’, 1973), Nada en orden (Tutto in Posto e Niente in Ordine, 1974) y Noche de lluvia (La Fine del Mondo nel Nostro Solito Letto in una Notte Piena di Pioggia, 1978).

Pero por sobre todas las cosas hay que recordar a Rotunno enalteciendo con su pincel la peor zona de la obra de Federico Fellini, aquella donde el ego desmesurado del cineasta fagocitó el talento que hasta entonces había revelado. Rotunno ayudó con su imaginativo arte a relativizar desastres puntuales como Satiricón (Satyricon, 1969), Roma (ídem, 1972), Casanova (ídem, 1976), Ensayo de orquesta (Prova d’Orchestra, 1978) y La ciudad de las mujeres (La Città delle Donne, 1980), mejoró los desniveles de la sobrevalorada Y la nave va (E la Nave Va, 1983) y se manejó a memorable nivel en el único título valioso de ese período felliniano, Amarcord (ídem, 1973).

 

También destacó en Hollywood, a partir del temprano ejemplo de La hora final (On the Beach, Stanley Kramer, 1959). A partir de entonces destacó en Cinco mujeres marcadas (5 Branded Women, Martin Ritt, 1960), La Biblia (The Bible, John Huston, 1966, con una memorable labor cromática en el inicial episodio de la Creación), La batalla por Anzio (Anzio, Edward Dmytryk, 1968), El secreto de Santa Vittoria (The Secret of Santa Vittoria, Stanley Kramer, 1969), la notable Conocimiento carnal (Carnal Knowledge, Mike Nichols, 1971), la sensacional El show debe seguir (All That Jazz, Bob Fosse, 1979, por la que fue nominado al Oscar), Popeye (ídem, Robert Altman, 1980), Las aventuras del barón Munchausen (The Adventures of Baron Munchausen, Terry Gilliam, 1988), la ya citada Lobo (1994) y el remake de Sabrina (ídem, Sydney Pollack, 1995). Su despido del cine se dio en el sensacional documental Marcello Mastroianni: mi Ricordo, Sí, Io mi Ricordo de Anna María Tatò, en 1997.

 

Rotunno fue uno de los mayores fotógrafos de la historia del cine, y la explicación de ello es sencilla: fue capaz de dar forma a la imaginación de los directores. Al haber logrado una tan perfecta comunión, las películas perduran en la historia. El baile de Burt Lancaster en la Sala de los Espejos del Palacio de Palermo o las coreografías del show musical que Roy Scheider nunca llegará a realizar son fragmentos imposibles de olvidar. Rotunno fue el ejemplo perfecto del operador adaptado a la visión del cineasta: hacía a la perfección lo que le mandaban, sin querer dejar una huella personal en esa labor, aunque de hecho la dejara. Exactamente lo opuesto a Vittorio Storaro. Él mismo lo explicó: “Tienes la luz clave, la luz de relleno y la luz de fondo, con las que puedes crear infinidad de resultados. La luz es un caleidoscopio, pero esas luces mezcladas son más delicadas que el caleidoscopio. Es difícil preguntarle a un pintor cómo pintó el cuadro. Yo voy con mis ojos y mi intuición. Me gusta mucho la luz y no puedo parar”.