Inicio Blog Página 13

90 AÑOS DE JAMES DEAN: Actor, icono gay y mito.

0

Por Amilcar Nochetti. Miembro de la Asociación de Críticos de Cine de Uruguay (filial Fipresci)

No es un secreto que James Dean ha sido un icono gay por múltiples razones. Hay quien dice que era bisexual, otros aseguran que era abiertamente homosexual, pero lo cierto es que su trágica muerte a los 24 años de edad, aparte de convertirlo en leyenda, ha dejado muchas dudas, historias inconclusas y un legado de sólo tres películas como protagonista. Dean fue el primer joven que en cine hizo de joven, convirtiéndose en símbolo, imagen y representante de una generación de adolescentes de los años 50, despeinados y cabizbajos, taciturnos y rebeldes frente a la autoridad de unos padres grandilocuentes y descolocados por la posguerra. Tal vez motivado por el temor a una muerte prematura vivió gozando de todo lo que la vida le ofrecía, a fondo y sin temor. Pasó por la vida como una estrella fugaz y dejó una imborrable e imperecedera huella. De Jimmy se ha hablado tanto que se sabe todo. O, mejor dicho, casi todo. Y quizás por eso, poco y nada. Porque ¿qué se sabe del James Dean homosexual? Es una pregunta con muchas respuestas. En esta nota trataré de acercarme a alguna de ellas. No en vano Elia Kazan llegó a mencionar en una ocasión: “He conocido a muchos actores que tuvieron una vida sexual agitada, pero nadie era tan depravado como James Dean”.

1931-1950. James Byron Dean nació el 8 de febrero de 1931. Fue hijo único de una familia de clase media de Marion, Indiana. Su madre, Mildred Winslow, era ama de casa, y su padre, Winton Dean, era agricultor, pero después comenzó a trabajar como protésico dental, y entonces la familia se trasladó a vivir a Santa Mónica, California. Los Dean pasaron varios años allí, hasta que un cáncer fulminante acabó con la madre, convirtiendo a Dean en huérfano a los ocho años, porque en realidad su padre había tenido que casarse con su madre al quedar embarazada, y jamás aceptó que el imprevisto alterara el rumbo de su existencia. Así que en cuanto murió su esposa, Winton se trazó un futuro en el que no había lugar para el hijo. Envió al pequeño Jimmy a Fairmount, Indiana, al cuidado de sus tíos Marcus y Hortense Winslow, mientras él permanecía en California para no perder su puesto de médico dental en el Hospital de Santa Mónica.

 

Su madre, que compensaba con Jimmy su frustración conyugal, le había aproximado al mundo del arte y la cultura. Estudió violín y ballet, actividades que le gustaban pero que, unidas a la sobreprotección materna, le aislaron del resto de los chicos de su edad. Tras la muerte de esa mujer, Dean se guio por los consejos y la amistad del pastor metodista James DeWeerd. Se supone que este hombre pudo haber tenido una influencia formativa sobre Dean, especialmente al haberle creado interés por los toros, las carreras de coches y el teatro. Era un héroe de guerra y un hombre de mundo. Según Billy J. Harbin, “James Dean mantuvo una relación muy cercana con su pastor, la cual comenzó en su último curso de escuela secundaria y duró muchos años”. En la secundaria las representaciones teatrales hechas por Dean pueden considerarse como pobres. Sin embargo, llegó a ser un atleta popular, ya que jugó en los equipos de basquetbol y béisbol, y además estudió arte dramático.

 

DeWeerd le llevaba a Indianápolis a visitar museos y a ver las famosas “500 millas”, las carreras de coches que allí se celebraban. Le presentó a algún piloto y avivó su pasión por la velocidad: Dean ya era conocido en Fairmount por su afición a las motos. Le pasaba también films caseros de sus viajes por lugares exóticos y de corridas de toros en México. En 1997, Elizabeth Taylor reveló un secreto sobre Dean con una condición: no publicarlo hasta que ella se muriera. Luego de su deceso, el periódico The Daily Beast publicó que Liz habría dicho: “Yo adoraba a Jimmy. Voy a decir algo, pero es ‘off the record’ hasta que yo muera ¿de acuerdo? Cuando Jimmy tenía once años y su madre falleció, empezó a sufrir abusos sexuales por parte del pastor de su iglesia. Creo que eso le persiguió durante el resto de su vida. De hecho, sé que lo hizo. Hablábamos mucho sobre ello. Durante el rodaje de Gigante pasamos muchas noches despiertos hablando y hablando, y esa fue una de las cosas que me confesó”. El hecho que el reverendo prefiriera la compañía de muchachos parece avalar que fue DeWeerd quien inició también al actor en el homosexualismo. Incluso el pastor llegó a declarar: “Jimmy se sentía completamente feliz tendido en el piso de mi biblioteca. Nunca habló sobre nuestra relación, tampoco yo. No habría ayudado a ninguno de los dos”.

 

Criado entre tíos, primos y abuelos, Jimmy fue uno del montón. Estudiaba poco, fumaba a escondidas y (lo que más le gustaba) participaba en las obras del colegio. Cuando terminó la secundaria se trasladó a California para iniciar estudios de Derecho, intentando complacer a su padre. Con sus lentes de considerable aumento, tremendamente tímido, casi huraño, pendenciero y torpe con las chicas, James Dean sólo destacaría en las obras de teatro de la Universidad. En la biografía Sobreviviendo a James Dean (2006), del guionista William Bast (compañero y amigo íntimo del actor durante su estancia en la UCLA y luego en Nueva York), el autor describe bastante cándidamente sus cinco años de relación personal con el carismático actor: “Nací, crecí y cursé mi educación primaria y secundaria primero en Kenosha, Wisconsin. Fui a la Universidad de Wisconsin y posteriormente me trasladé a la Universidad de California, en Los Ángeles. Allí me convertí en amigo íntimo y compañero de habitación del todavía desconocido y futuro actor James Dean”. En 1956, Bast publicó su primer libro sobre su amistad con Dean, James Dean: una biografía, pero la historia completa no fue contada en esos años de maccarthysmo y guerra fría, época puritana y correctiva. En ese libro, Bast no aludió a su incipiente homosexualidad, para evitar empañar la imagen de Dean. Esto significó mantener fuera de la opinión pública cualquier aspecto sexual e intelectualmente cuestionable de su relación. En Sobreviviendo a James Dean, en cambio, Bast una vez más narra la vida del icónico actor, libera medio siglo de recuerdos, pero sobre todo revela que él y Dean estuvieron sexualmente involucrados durante cinco años. Su divulgación no es irrespetuosa, vulgar o chocante: simplemente lo escribe como uno de los muchos rasgos de un extraordinariamente complicado ser humano, un hombre ávido de amor, con tendencias bipolares y una dedicación feroz a la actuación.

1950-1954. En 1950 Jimmy se trasladó a Nueva York, y mientras buscaba oportunidad en la actuación hizo de todo: condujo un camión frigorífico, trabajó en un remolcador y hasta fue grumete de un yate. Su primera aparición en TV fue en un comercial de Pepsi Cola, por el que le pagaron unos dólares y el almuerzo. Pero su primera oportunidad como actor fue con un breve papel en la serie Family Theatre, teleteatro donde cada semana se contaba una historia moralizante diferente. El episodio de Dean (marzo, 1951) era una interpretación respetuosa de lo que podría haber pasado entre los seguidores de Jesús en los tres días antes de la crucifixión. La historia está contada en el contexto actual de una compañía del ejército estacionada en Corea durante la guerra, donde a un grupo de soldados se les habla un poco de la historia bíblica para reconfortarlos. Jimmy interpretaba al apóstol Juan. Luego participó en un capítulo de The Bigelow Theatre de CBS y en un episodio de The Stu Erwin Show, mientras debutaba como extra en cine, haciendo de soldado en Bayoneta calada (Fixed Bayonets, Samuel Fuller, 1951).

 

Paul Alexander, otro biógrafo del actor, también aseguró en su libro El bulevar de los sueños rotos (1995) que Dean era homosexual. Según él, los primeros intentos de Dean por ingresar a Hollywood se acompañaron de numerosos contactos homosexuales con cineastas que le prometían papeles en sus films, o con hombres buscando aventuras, a quienes llamaba con ironía “cupones gratis de comida”. Entre los que habría frecuentado, William Bast y Alexander citan como uno de sus amantes masculinos a Roger Brackett, director de radio de una agencia de publicidad, con quien Dean habría convivido varios meses, y al que Bast señala como la mayor influencia en la vida del actor. Para mantenerse trabajaba como auxiliar de estacionamiento en los estudios CBS. Allí conoció a Brackett, que le ofreció ayuda profesional, orientación en su carrera y un lugar donde quedarse. Quince años mayor que él, Brackett, hijo de un productor, había sido ayudante de David O. Selznick y trabajado para Disney: un auténtico retoño de Hollywood, con excelentes contactos en la industria y en los círculos teatrales de Nueva York. Además, era amigo íntimo del notorio agente Henry Willson, representante de Rock Hudson. Por eso, al ver que la carrera de su protegido no arrancaba, le aconsejó que le acompañara a Nueva York en el otoño de 1951. Por supuesto, Brackett costearía todos los gastos. Fue allí donde Dean se forjó una reputación haciendo teatro, publicidad y TV. Un par de años después Jimmy mencionaría que, si bien vivió esta temporada junto a Brackett, fue sólo como amigos o, mejor aún, como padre e hijo, a lo que Brackett respondió dando luz al tipo de amistad real que mantuvo con el actor: “Si fue una relación de padre e hijo, entonces también fue incestuosa”, declaró.

Jimmy se matriculó en el famoso Actor’s Studio de Lee Strasberg, cuyo Método estaba haciendo escuela en el teatro y el cine de entonces. Allí conoció al director Elia Kazan y a Marlon Brando, que acababan de trabajar juntos en la famosa adaptación al cine de la obra de Tennessee Williams Un tranvía llamado deseo (1951). Orgulloso por haber sido aceptado en el Actor’s Studio, Dean lo describió en una carta a su familia en 1952 como “la mayor escuela de teatro. Alberga grandes personas como Marlon Brando, Julie Harris, Arthur Kennedy y Mildred Dunnock. Muy pocos entran en ella. Es lo mejor que le puede pasar a un actor. Yo soy uno de los más jóvenes que allí se encuentran”. Estando en Nueva York también conoció a (y tuvo un romance con) Dizzy Sheridan, que en su autobiografía Dizzy y Jimmy: mi vida con James Dean, una historia de amor (2000), comenta que conoció al actor en Nueva York a fines de 1951, cuando ella trabajaba de bailarina y cantante en clubes nocturnos y algunos musicales de teatro. Mantuvieron un noviazgo, pero al enterarse que Dean tenía una relación homosexual con Brackett decidió terminar el romance: “Jimmy quedó cautivado desde el primer momento que me vio bailar. Tuvimos un montón de diversión. Éramos pobres e inciertos de futuro, pero cuando estábamos juntos no nos importaba. Era como ‘tú y yo contra el mundo’. Ambos estábamos luchando por actuar en Nueva York. El dinero era tan escaso que su casa era una habitación de hotel en el lado oeste, y la cena era a menudo un tazón de avena”. Dizzy declaró que ella fue el primer amor de Jimmy y que, en una ocasión, cuando él salió a comprar comida, se le ocurrió la idea de casarse con ella. La llamó por teléfono desde la tienda y le propuso matrimonio. “Cuando nosotros éramos realmente íntimos me preguntó si podría considerar casarme con él. Ambos éramos tan jóvenes, tan tontos, y estábamos tan enamorados entonces”, agregó la actriz. Sobre esto William Bast es escéptico, y duda si hubo una verdadera relación amorosa, ya que Dean y Sheridan no pasaron mucho tiempo juntos. Sheridan debutaría como actriz de TV en 1977, y su papel más recordado es el de Helen, mamá de Jerry en la sitcom Seinfeld. En cuanto a las amistades gay del actor, Dizzy dice que “Jimmy no quería ser gay”, y sobre Brackett específicamente comenta: “Imaginé a Brackett como alguien a quien Jimmy siempre tenía miedo, alguien de quien quería alejarse. Creo que tenía miedo de la parte sexual de esa relación. Me dijo que él sucumbió a ello porque quería ser alguien”.

 

Luego Dean intervino varias veces como extra en cine: en la comedia de Dean Martin y Jerry Lewis ¡Qué suerte tiene el marino! (Sailor Beware, Hal Walker, 1952), como el segundo oponente de boxeo; es el chico que conversa con el encargado de una fuente de sodas en el musical de Douglas Sirk Lo que hace el dinero (Has Anybody Seen my Gal, 1952), con Piper Laurie y Rock Hudson; y asomó como espectador de fútbol en Camino de adversidad (Trouble Along the Way, Michael Curtiz, 1953) con John Wayne y Donna Reed. Además, entre 1952 y 1954 actuó por lo menos en 17 programas para TV. Nada hacía presagiar lo que vendría a continuación, eso que haría que haya una máscara dorada con su rostro, junto a las de Keats y Beethoven, en el Salón de Honor de la UCLA. En 1954 consiguió la oportunidad de actuar en Broadway, bajo la dirección de Daniel Mann, en las obras See the Jaguar y El inmoralista de André Gide, que le valió el Premio a la Revelación del Año. Eso le permitió conseguir una entrevista en la Warner, cuando el cine necesitaba desesperadamente una estrella, ya que la competencia con la TV era feroz.

 

En 1953 Dean conoció a otra joven actriz del teatro neoyorquino, Barbara Glenn, que fue su novia durante dos años, pero esa “relación” fue a distancia, ya que coincidió con el ascenso de la carrera de Dean como actor y los ensayos de El inmoralista, donde hacía el papel de un chico norafricano, montaje que Jimmy consideraba una porquería, pero del que pronosticó que probablemente sería un enorme éxito. Fue tan bien recibido en su rol que pronto dejó la obra para marcharse a Hollywood, donde fue requerido para rodar la que sería su primera película como protagonista. “Como recuerdo sus historias”, declaró Keith Gordon, hijo de Barbara Glenn, “mi madre fue presentada a James Dean –a quien ella siempre se refirió como Jimmy- por su mutuo amigo Martin Landau, a finales de los años 40 o principios de los 50 en Nueva York, donde todos ellos eran jóvenes actores principiantes y luchaban juntos. Ella nunca discutió su romance a gran detalle, pero yo sabía que Jimmy fue su primera relación seria. Esta fue aparentemente muy intensa y envolvió numerosas rupturas y reconciliaciones, pero a menudo permanecía su amistad, incluso durante los malos tiempos. Eventualmente mi madre conoció a mi padre, Mark Gordon, un actor y director, y rompió con Jimmy para estar con papá. Jimmy en realidad le permitió marcharse. Incluso él sabía que lo que ellos tenían era demasiado frágil, era un drama en el que nunca nada era estable”.

DEAN ES CAL TRASK. Los trabajos iniciales de Jimmy culminaron con el estreno de su primer éxito como protagonista. Dejó a todos impactados por su interpretación en Al este del paraíso (East of Eden, Elia Kazan, 1955), basada en novela de John Steinbeck, que recrea el drama de un hijo que decide oponerse a su padre (Raymond Massey) hasta las últimas consecuencias, por sentirse rechazado en favor de su incorruptible hermano Aaron (Richard Davalos). Por primera vez en la historia del cine un galán lloraba en la pantalla, reclamando el amor que su rígido progenitor no sabía darle. Inmediatamente miles de jóvenes se identificaron con él. Se sabe que Kazan primero barajó la posibilidad que Marlon Brando interpretara a Cal, y que Montgomery Clift hiciera de Aaron, pero ambos tenían respectivamente 30 y 34 años, así que eran demasiado viejos para interpretar a los hermanos adolescentes descritos por Steinbeck. Irónicamente, Paul Newman, quien era sólo un año menor que Brando, fue finalista en el papel de Cal, que terminó siendo interpretado por Jimmy, siete años menor que Newman. Los cuatro eran miembros del Actor’s Studio. El papel del gentil Aaron fue para el neoyorquino Richard Davalos, que sólo tenía 19 años. Él y Dean se hicieron muy amigos durante el rodaje. Julie Harris dio vida a Abra, la novia de Aaron seducida por la personalidad huraña de Cal. La película le dio el Oscar como actriz de reparto a Jo Van Fleet, por su encarnación de la distanciada madre de los protagonistas. Además, el film consiguió nominaciones al guion, el director y el actor (Dean), sólo que al momento de anunciarse las nominaciones ya había muerto. Fue la primera de sus dos nominaciones póstumas.

 

Elia Kazan, en su autobiografía de 1988 Una vida, dice que durante la producción de Al este del paraíso tuvo que hacer que Dean se mudara a un bungalow cercano al suyo en el lote de Warner para mantenerlo vigilado, pues llevaba una salvaje vida nocturna. Con una personalidad inestable, promiscuo, calculador, maniaco-depresivo y consumidor de drogas, en un mundo en que todo esto era habitual, todos los que lo conocieron afirman que hacía lo posible por escandalizar: escondía su dinero en un colchón, se olvidaba de asistir a los ensayos y no estudiaba los diálogos. Los periodistas que lo entrevistaron se sorprendieron frente a un muchacho que a veces no respondía más que incoherencias, o se quedaba mudo mirando el vacío. Empero, todos han destacado su particular manera de construir un personaje.

 

Marlon Brando, en su autobiografía de 1994 Canciones que mi madre me enseñó, dice que Dean, que lo idolatraba, basaba su actuación y su estilo de vida en lo que él pensaba era el estilo de vida de Brando. Recordemos que Brando sostuvo una terrible relación con su dominante e irritante padre, quien nunca le reconoció logros en la actuación, relación muy tensa hasta el final de su vida. Según Brando, Dean a menudo lo llamaba a su casa, dejando mensajes en el contestador. Brando podía a veces escuchar silenciosamente cómo Dean pedía al servicio que su ídolo le llamara. Brando, perturbado porque el muchachito estaba copiándolo en todo, no devolvía las llamadas. Los dos se encontraron tres veces: en el set de Desirée de Henry Koster (1954), donde Brando interpretaba a Napoleón; en el de Al este del paraíso; y en una fiesta, donde Brando se apartó de Dean diciéndole que sus problemas emocionales requerían urgente atención psiquiátrica. En una entrevista con Gary Carey, por su biografía de 1976 The Only Contender, Brando mencionó respecto a sus preferencias sexuales: “La homosexualidad es tan sólo una moda, en tanto no tienes noticias. Como muchos hombres, yo también he tenido experiencias homosexuales y no me avergüenzo. Nunca he prestado mucha atención a lo que la gente piensa acerca de mí. Pero si alguien está convencido que Jack Nicholson (por entonces su compañero de reparto en Duelo de gigantes) es mi amante, puede continuar haciéndolo. Me parece muy divertido”. Por su parte, Dean mencionó en cierta ocasión: “La gente me decía que me parecía a Brando, incluso antes que yo supiera quién era Marlon Brando. No me ofende la comparación, pero tampoco me halaga”. La pregunta es: ¿tuvo Jimmy algún encuentro sexual con Brando? Muchos biógrafos señalan que, aunque no hay pruebas concluyentes, no puede darse por descartada la opción. Dormir con su ídolo debía ser uno de los muchos retos que podía auto imponerse Jimmy, pero por supuesto eso ya nunca lo sabremos.

DEAN ES JIM STARK. La generación adolescente del 50 fue la primera que disfrutaba de coche, TV, habitación propia y todos los bienes materiales que sus padres y abuelos jamás soñaron. Sobre todo, tenían tiempo libre y una capacidad económica desconocida a su edad. No es casual entonces que el mito de James Dean coincidiera con el nacimiento del rock. Por primera vez los más jóvenes, abandonada la niñez, no debían preocuparse de cubrir sus mínimos gastos, y podían plantearse si les gustaba el mundo que les rodeaba y qué hacer con sus vidas. La siguiente película de James Dean así lo demuestra. Rebelde sin causa (Rebel Without a Cause, Nicholas Ray, 1955) arrasó en la taquilla de los cines, tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo. Por primera vez en la historia, los jóvenes se sentían representados por aquel antihéroe que frenaba su coche al borde del abismo y reclamaba, con desesperación, que su padre asumiera el rol de conductor de la familia y no se dejara castrar por el egoísmo de una esposa y madre autoritaria. Con su personaje de Jim Stark Dean rompería todas las barreras, logrando la unión en torno a su figura del público homosexual y del heterosexual, alcanzando que se vendieran cuatro millones de camperas rojas similares a las que utilizó en la película, y consiguiendo que toda una generación se pusiera de pie, generación que se sentía defraudada de sus padres, a los que consideraba que no debía nada, y de quienes no había recibido ningún afecto.

 

Dando por sentado su indiscutible talento y la extraordinaria fotogenia que lucía ante la cámara, lo que en realidad consagró a Dean fue su capacidad de dar vida a un nuevo ídolo juvenil. Fueron las chicas y sobre todo los gays quienes lo convirtieron en su actor fetiche favorito. Atraído por la notoria ambigüedad de Jimmy, al público homosexual no le pasó desapercibida la tensión erótica latente en algunas escenas, como las rodadas junto a Sal Mineo. Sal era por entonces un adolescente de 16 años que iniciaba su carrera en cine y TV, y está considerado el primer joven que protagonizó a un gay en la pantalla grande, preferencia sexual que también practicaba en la vida privada. Que al personaje de Platón le atraían los hombres se veía venir desde el inicio de la película. Si no, ¿cómo explicar la fotografía de Alan Ladd guardada en su casillero de la escuela? También saltaba a la vista la atracción por su compañero Jim Stark desde el momento que lo conoce reflejado en el espejo del casillero, por más que los censores intentaron enmascarar todo bajo una relación que aparentaba suplir las carencias afectivas del menor. El público gay lo detectó al primer instante. A pocos les pasó desapercibida la forma en que Platón se comportaba con su amigo, las miradas, los gestos y hasta un beso que se llegaban a dar ambos en una escena eliminada por la censura. Muchos se sintieron identificados con aquel jovencito latino, y envidiaban su privilegiada proximidad junto al rubio actor. Además, por primera vez un adolescente gay no era caricaturizado en la pantalla. Lo que no todos sabían es que Salvatore Mineo amaba en silencio a James Dean. De esa fascinación fue consciente el propio Nicholas Ray, quien la aprovechó para otorgar mayor intensidad al film. Cuando su biógrafo Paul Jeffers preguntó a Mineo si se había acostado con Jimmy, contestó: “De habérmelo pedido habría ocurrido al instante”, y añadió: “Si hubiera entendido entonces que un chico podía enamorarse de otro. Pero no lo supe hasta años después, cuando ya era demasiado tarde para Jimmy y para mí”. Sal Mineo estuvo nominado al Oscar en dos ocasiones, ambas como actor de reparto, por Rebelde sin causa y por Éxodo de Otto Preminger (1960), y -dato morboso para cinéfilos- al igual que sus compañeros Jimmy Dean y Natalie Wood, murió joven y de manera trágica.

 

Según sus biógrafos, a Dean le gustaba reunirse con muchos amigos, sentirse el centro de atención, obligándoles a escuchar cómo recitaba las obras clásicas sin parar. También los asistentes a esas reuniones (Sal Mineo, Natalie Wood, Ursula Andress, Montgomery Clift, Elizabeth Taylor, Pier Angeli y muchos más) contaron sobre los constantes excesos del actor y la mínima importancia que le daba a su físico y su salud. Deseaba sentirse amado, admirado, y su egocentrismo en esas fiestas era realmente asombroso. El suyo fue uno de los peores casos de fama mal digerida: escupía a los retratos de las estrellas que decoraban la Warner, orinaba en público, no se bañaba, y solía fingir que al toser perdía el puente que suplía los dientes delanteros perdidos mientras jugaba de niño. Una de sus últimas travesuras, poco antes de morir, fue hacerse fotos dentro de un ataúd. “Lo más escalofriante”, bromeó ignorando lo cerca que estaba de ocupar uno, “es que al cerrarlo la tapa te aplasta la nariz”.

¿GAY DESATADO? Su homosexualidad era un lastre que llevaba desde niño, la sentía vergonzante según Liz Taylor, y la ocultó siempre con cinismo festivo. Es incuestionable que la mayoría de sus amigos (Jonathan Gilmore, Jack Simmons, Sal Mineo, Tab Hunter, Nick Adams) eran gays, y que convivió con algunos en plan íntimo. Cuentan que mientras rodaba Rebelde sin causa frecuentaba un club gay, donde se inició en juegos sadomasoquistas. A Jimmy le gustaba ser manipulado, sentirse violentamente seducido en el más amplio sentido de la palabra. Una de sus desviaciones famosas era la de ser pisoteado totalmente desnudo por todas las partes de su cuerpo. Para ello elegía cuidadosamente a sus torturadores, siempre hombres de cuero negro, fuertes, seductores, a los que pagaba exageradas cantidades de dinero, y con los que acababa en su casa, dejándose hacer de todo. En su autopsia constó que su cuerpo, en especial el torso, estaba lleno de muy raras cicatrices.

 

En el libro El bulevar de los sueños rotos Paul Alexander publica que era masoquista y homosexual, y que “le gustaba tanto hacerse quemar los brazos con cigarrillos, que sus amigos más íntimos lo habían bautizado el cenicero humano”. En entrevistas realizadas con amigos del actor y hombres que supuestamente mantuvieron relaciones sexuales con él, todos detallan que “Dean era un homosexual asumido, que odiaba a las mujeres, pero se veía obligado a frecuentarlas porque la Warner así se lo exigía”. Curiosamente, en la Unidad de Servicio Selectivo de Fairmount el actor expresó (fue la única vez que lo hizo) su repulsa a ser reclutado a Corea, aludiendo que era homosexual, lo cual por entonces estaba clasificado como trastorno mental por el gobierno de Estados Unidos. En realidad, pudo haber alegado tener pie plano, que también eximía del servicio militar. Poco tiempo después, en una entrevista le preguntaron cómo había hecho para librarse de ser reclutado, y su respuesta fue: “Le di un beso al médico”. Del mismo modo, en otra entrevista en la que le preguntaron si era gay, el actor tuvo la ocurrencia de responder: “No, no lo soy, pero tampoco voy por la vida andando con una mano atada detrás de mi espalda”. Rodando Rebelde sin causa, Nicholas Ray debió llevarle a una farmacia a comprarle un medicamento para combatir una infección que el actor padecía en sus genitales. Natalie Wood se quejaba que no paraba de rascarse, y eso la ponía enferma. También se dice que, en un descanso del rodaje, cuando el grupo se disponía a comer, tiró toda la comida al suelo sin motivo. Eran reacciones de un enfermo, y como tal se comportaba.

 

Temprano en la carrera del actor, después que hubo firmado contrato con la Warner, el Departamento de Relaciones Públicas del estudio comenzó a generar historias sobre las amistades de Dean con una variedad de jóvenes actrices, que mayormente procedían de la clientela de su propio agente, Dick Clayton. Los comunicados de prensa del estudio apuntaban a Dean y otros dos actores (Rock Hudson y Tab Hunter), identificados como solteros disponibles que todavía no han tenido tiempo para comprometerse con una sola mujer: “Dicen que sus planes cinematográficos están en conflicto con sus matrimonios”. La relación más recordada del actor con una mujer fue con la joven actriz italiana Pier Angeli, a quien conoció mientras ella filmaba El cáliz de plata de Victor Saville (1954) en un lote adyacente de Warner, y con quien intercambiaba costosas joyas como muestras de amor. La madre de Pier desaprobaba la relación, porque Dean no era católico. En su autobiografía, Elia Kazan descartó que Dean no tuviera éxito con las mujeres por su preferencia homosexual, refiriéndose paradójicamente al romance de Dean con Angeli, afirmando que había escuchado los gemidos de la joven haciendo el amor en el camerino del actor. Por corto tiempo, la historia de un romance entre Angeli y Dean fue promovida incluso por el propio actor, que alimentó a la prensa chismosa, y por su coprotagonista Julie Harris, quien en entrevistas informó que Dean le confesó estar locamente enamorado de Angeli. Sin embargo, en octubre de 1954 Angeli inesperadamente anunció su boda con el cantante ítalo-americano Vic Damone, causando profunda irritación a Jimmy.

 

Pier Angeli se casó con Damone al mes siguiente, y los columnistas informaron que Dean, o alguien vestido como él, fue captado vigilando la boda desde la carretera montado en su motocicleta. Sin embargo, cuando su amigo William Bast le preguntó acerca de esos informes, Dean negó que hubiera hecho algo tan tonto, y tanto Bast como Paul Alexander creen que la relación fue un simple ardid publicitario. Por su lado, Pier Angeli sólo habló una vez acerca de esta relación en su vida posterior, en una entrevista en la cual dio vívidas descripciones de las reuniones románticas que sostuvo con Dean en la playa. El biógrafo John Howlett, igual que Bast, calificó esas declaraciones como fantasías. También se dice que Dean, devastado por el compromiso de Angeli, se encontró con Vic Damone en un restorán en la víspera del casamiento y le dijo: “Tú te puedes casar con ella, pero ella no es tuya, nunca lo fue y nunca lo será”. Los dos hombres se habrían agarrado a golpes y los guardias de seguridad tuvieron que separarlos. Meses después, Dean se encontró con Damone nuevamente, la noche anterior del nacimiento del hijo de éste. El feliz padre tomó una botella de champagne y dirigiéndose hasta la mesa donde Dean estaba le dijo: “Brindemos por mi hijo”. Jimmy levantó su copa y respondió: “Brindaré por mi hijo en todo momento”. Damone confesaría más tarde que tenía dudas en cuanto a la paternidad de ese vástago.

DEAN ES JETT RINK. La siguiente y última película de Jimmy fue Gigante (Giant, George Stevens, 1956), poderosa adaptación de la novela de Edna Ferber sobre una familia de ganaderos en Texas durante tres generaciones, en la que acompañó nada menos que a Elizabeth Taylor, Rock Hudson, Carroll Baker y, como en Rebelde sin causa, a Sal Mineo y Dennis Hopper. Ahí Dean interpretó a Jett Rink, un arrogante y joven empleado de la familia Benedict, que tiene la suerte de encontrar petróleo en unas tierras que ha heredado, pero pese a su inmensa fortuna no consigue lo que realmente le importa: Leslie (Taylor), esposa de Jordan Benedict (Hudson). Tanto para Taylor como para Hudson esta película significó su gran oportunidad como estrellas protagonistas, y juntos comenzaron una famosa amistad que perduró a través de los años. Hudson se imponía como galán de moda de los años 50, alto, atlético y varonil. Sin embargo, también cargaba un secreto a cuestas: era homosexual, y tanto él como Dean hallaron en Liz a la mejor confidente de sus anhelos e inseguridades. Dean confesaba a la actriz sus inquietudes, preocupaciones y penas, aunque jamás siguió sus consejos: era un hombre libre, temperamental, inestable emocionalmente, y con una personalidad tan variable que sería un paciente francamente interesante para cualquier psicólogo. Tenía todos los perfiles del clásico esquizofrénico, y como tal se comportó durante su corta vida.

 

Gigante se rodó en la primavera de 1955 bajo un calor sofocante, acrecentado por la rivalidad absoluta entre Hudson y Dean, pese a existir una atracción mutua que traspasaba la misma cámara. Dean llegó hasta las manos en más de una ocasión, sintiendo celos del actor, al que llamaba cerdo y llegó a odiar por sentirse rechazado. Todo esto lógicamente fue muy incómodo para el equipo, sobre todo para Liz, amiga de ambos, pero gratificante por el resultado final, donde los personajes interpretados por ellos reflejan, mejor que en cualquier otra película, la rivalidad, el poder, el amor y el odio entre dos hombres por la conquista de la tierra, canalizada a través de la figura de una bella mujer. Hay una entrevista que le realizaron meses antes de fallecer, en la cual el periodista puntualizaba su labor como una de las peores experiencias de su vida. Durante su trabajo, cuenta el entrevistador, el carácter de Dean fue de lo más cambiante, desde quedarse mirándole fijamente sin pestañear, hasta responder con frases totalmente fuera de contexto, hacer cosas raras con los dedos o enmudecer, marcando pausas a su antojo. Ya en aquellos días la adicción a las drogas, el alcohol y demás sustancias habían marcado su vida de forma dramática. Fumó marihuana durante el rodaje de Gigante de forma constante. George Stevens tuvo que ordenar que retiraran sus primeros planos en el film, porque se veía perfectamente en sus ojos el halo de típico ausentismo producido por la droga.

 

El último interés romántico público de James Dean en 1955 fue la guapa Ursula Andress, actriz suiza que tenía entonces 19 años, y que comenzaba su carrera. Había intervenido en tres películas italianas en pequeños roles y recién llegaba a Hollywood, con un contrato firmado por Columbia, gracias al apoyo que le confirió otro de sus intereses románticos, Marlon Brando. Con James Dean tuvo una breve y agitada relación, antes de casarse con el actor John Derek en 1957. Por su lado, el siempre amigo William Bast escribe sobre su relación con el actor durante sus últimas semanas de vida: “El siguiente año y medio estuvo lleno de más trabajo en TV para mí y tres películas para Jimmy, que estuvo en locación de manera casi constante. Pero llegamos a pasar algún tiempo juntos entre las películas. Fue un periodo increíble. Jimmy repentinamente se volvió una estrella de cine, yo lentamente hacía más TV. Entonces, tan de repente, todo esto acabó. Al menos para Jimmy”. Y es que el 30 de setiembre de 1955, el rebelde encontró la muerte a los 24 años en un accidente automovilístico a bordo de su Porsche 550, cuando se encontraba en la cima de su fugaz carrera artística. Dean participaba en competencias de automóviles, pero el día que iba a debutar con el nuevo 550 ocurrió la tragedia.

MITO TRÁGICO. Jimmy casi había finalizado el rodaje de Gigante y tenía libre el día siguiente para participar de una competencia automovilística en el aeropuerto de Salinas, cerca de San Francisco. Por eso tenía su novísimo Porsche en los talleres de Competition Motors, donde su amigo y mecánico Rolf Wuetherich le daba los últimos ajustes antes de ponerlo en pista por primera vez. Al principio intentó llevarlo a Salinas sobre un tráiler enganchado a su Ford Station Wagon 55, pero finalmente decidió conducirlo para tener idea de cómo se comportaba, antes de encarar su primer desafío con el 550. La noche anterior le dejó su gato a Elizabeth Taylor para que se lo cuidara, ya que le habría dicho que temía que algo le podía pasar. Con respecto al nuevo Porsche, apodado por Jimmy Little Bastard (Pequeño Hijo de Puta), sus amigos le habían advertido el peligro que iba a correr de no manejar con prudencia su máquina, lo que constituiría una premonición acerca de lo acontecido el 30 de setiembre.

 

Por la mañana el actor telefoneó a Ursula Andress y le pidió ir con él a San Francisco, pero después de hablar con John Derek la actriz no se sentía dispuesta a abandonar a su nueva apuesta amorosa. Dean se percató que Ursula estaba enamorada de Derek, así que abandonó Los Ángeles sin ella y decidió viajar acompañado por Wuetherich. El ídolo de los jóvenes comenzó su periplo, pero antes se detuvo en Blackwells Corner para comprar una Coca Cola y una manzana. Reanudó la marcha y una hora después (llegando a la intersección de las rutas 41 y 46, cerca de la ciudad de Cholame, a 300 km al noroeste de Los Ángeles) vio un auto en dirección contraria. “Tiene que detenerse, tiene que vernos”, gritó Dean, pero no fue así: Dean chocó de costado con un Ford Custom Tudor Coupé 1950 manejado por el estudiante Donald Turnupseed, que venía en dirección opuesta y al parecer no advirtió al Porsche plateado en la mano contraria. Rolf salió despedido del auto, se quebró una pierna y tuvo múltiples contusiones y cortes, pero el actor sufrió fractura de cuello y heridas internas, por lo que murió instantáneamente, antes de llevarlo al hospital de Paso Robles. Entre los pliegues de su mítica campera de cuero rojo estaba la medalla de San Cristóbal que le había dado Pier Angeli. Dean solía asegurar con sonrisa triste que nunca le pasaría nada gracias a esa medalla. Turnupseed sufrió heridas menores y declaró que nunca vio el auto de Dean acercándose, hecho que parece entendible debido al reflejo del atardecer y el color plateado del coche de Dean. Los familiares de Dean no presentaron cargos contra el conductor del Ford, pero el asunto no quedó allí: en 1981 Rolf Wuetherich terminaría muriendo en Alemania en un accidente, mientras conducía un Honda por una autopista.

Con una carrera cinematográfica de sólo 16 meses Dean se había convertido en símbolo de toda una generación. Los fans se negaban a creer la desaparición del ídolo: se tejieron historias que lo daban por vivo, aunque terriblemente desfigurado luego del accidente, repitiendo lo especulado 29 años antes con Rodolfo Valentino. Los genios de promoción de Warner no lo habrían planeado mejor. Si el objetivo era vender la imagen de James Dean, ídolo juvenil en ciernes, pero con un futuro limitado por su espíritu autodestructivo, el destino les brindó la solución más imaginativa, incluso con unas gotas de grandeza épica: un accidente de tráfico. Y no un accidente cualquiera, sino el más famoso de la historia del cine. ¿La fecha? La ideal: cuatro días antes del estreno de Rebelde sin causa. Gigante estaba finalizando su posproducción. Para los fans, Dean había estrenado un solo film, Al este del paraíso, sin contar los que había sido extra. Por su interpretación en Gigante fue de nuevo nominado póstumamente al Oscar como mejor actor, compartiendo la terna con su compañero Rock Hudson. La película recibió diez nominaciones, pero únicamente obtuvo el Oscar al mejor director para George Stevens. Fue el año en que el ruso Yul Brynner ganó su estatuilla por interpretar el musical El rey y yo de Walter Lang, y que como mejor film venció la pintoresca y millonaria adaptación de La vuelta al mundo en 80 días de Michael Anderson, con producción de Mike Todd, esposo de Liz Taylor, y protagonizada por David Niven, Cantinflas y Shirley MacLaine. A la fecha Jimmy es el único actor nominado dos veces al Oscar de manera póstuma y consecutiva.

 

El 28 de julio de 1955, dos meses antes del fatal accidente, aprovechando una pausa del rodaje de Gigante, Dean y el actor Gig Young grabaron un publicitario del film en un plató contiguo, para su futura emisión en TV. Vestido como Jett Rink, Jimmy charló con Young sobre coches, sobre su éxito en las carreras y sobre los peligros de conducir rápido en la autopista, y remató la entrevista en forma lapidaria: “Me he vuelto más cauteloso en las autopistas. No tengo necesidad de correr tanto. La gente dice que correr es peligroso, y ahora me arriesgo sólo en los circuitos, no en las autopistas. Conduzcan despacio: la vida que salven puede ser la mía”.

 

Hoy día James Dean a menudo es considerado un icono debido a su experimental forma de vida, que incluyó una sexualidad ambivalente. El guionista Gavin Lambert, él mismo homosexual y parte de los círculos gay de Hollywood en los años 50-60, describe a Dean como homosexual, y Nicholas Ray dijo lo mismo. Sus biógrafos William Bast y Paul Alexander también lo aseguran, mientras que John Howlett concluye que Dean era ciertamente bisexual. Bast ha asegurado: “Habiendo probado ambos lados del banquete sexual, Dean estaba a punto de definir su sexualidad cuando murió”. Aseveraciones casi corroboradas por el propio actor en varias declaraciones, por ejemplo: “Un actor debe aprender todo lo que puede saberse. Experiencia: hay que experimentar todo o acercarse a ello lo más posible”. O: “No puedo cambiar la dirección del viento, pero sí ajustar mis velas para llegar siempre a destino”. O también: “Lo mejor de ser soltero es que te puedes meter en la cama por el lado que quieras”.

En las biografías televisivas que se han hecho sobre el actor, pocas exploran ese aspecto de su vida. Sin embargo, esto cambió ahora, ya que en 2012 el escritor y cineasta Matthew Mishory dio a conocer su ópera prima, el film Joshua Tree, 1951: A Portrait of James Dean, en el que muestra sin censura la vida sexual de Dean. Producida por Iconoclastic Features, en el rol principal de este film rodado en blanco y negro figura James Preston, joven modelo y actor conocido a través de la serie de TV The Gates. El resultado es una aproximación al lado más gay del actor. La película posee una fotografía bastante buena, al estilo de Buenas noches y buena suerte, y aunque no se ha buscado que los intérpretes tengan la apariencia física de los divos que retratan, esta producción independiente e intimista movilizó a los fans del fallecido actor. El título hace alusión al famoso parque nacional estadounidense, y 1951 permite adivinar la ubicación temporal de la trama: el momento en que Jimmy comenzó su trabajo televisivo en Nueva York y debutó como extra en cine. Además, mientras compartía habitación con William Bast, se involucraba con Roger Brackett, conocía a Lizzy Sheridan y se matriculaba en el Actor’s Studio.

 

Lo verdaderamente interesante de todo esto es que a 90 años de su nacimiento y 66 de su muerte Dean continúa tan vigente y lleno de fama como cuando expresaba que “no sólo quiero ser el mejor. Quiero llegar tan arriba que nadie pueda alcanzarme; y no para demostrar nada, sino para estar donde hay que estar cuando se le dedica toda la vida y todo lo que uno es a una sola cosa. Creo que sólo hay una forma de grandeza para el hombre, y es cuando puede salvarse la brecha entre la vida y la muerte. Quiero decir, si puede vivir después que ha muerto, entonces tal vez fue un gran hombre. Para mí el único éxito, la única grandeza, es la inmortalidad. Vivir rápido, morir joven y dejar un bonito cadáver”. Puede decirse que lo logró en forma total y absoluta.

https://www.youtube.com/watch?v=2C_jr5r57h4%20

10 AÑOS SIN JOHN BARRY: Emoción entre vientos, cuerdas y metales.

0

Por Amilcar Nochetti. Miembro de la Asociación de Críticos de Cine de Uruguay (filial Fipresci)

Cuando hace unos meses se cumplieron los veinte años del estreno de Danza con lobos hablé sobre la película en un programa de radio, y una semana más tarde un oyente me señaló un olvido que a su entender era injusto, porque al referirme a “la fuerza dramática de un convincente pasaje final” debí citar lo que en su opinión era un baluarte del film: el músico John Barry. Y tenía razón el oyente: fue imperdonable de mi parte no haberlo nombrado, ya que Barry es uno de los mejores músicos de la historia del cine, verdadero maestro de los vientos, las cuerdas y los metales.

BARRY. John Barry Prendergast fue hijo de madre inglesa y padre irlandés. Nació en el condado de York, Inglaterra, el 3 de noviembre de 1933, en una familia vinculada desde siempre al ambiente musical y cinematográfico, ya que su madre era pianista clásica, y su padre -que había sido proyeccionista durante el cine mudo- terminó siendo dueño de una cadena de cines en el norte de Inglaterra. Debido a ello afirmó que “sin duda ese trasfondo infantil influyó en mis gustos e intereses musicales, ya que prácticamente me formé dentro de las salas”. Educado en la St. Peter’s School de York, recibió lecciones de composición del famoso organista de la catedral, Francis Jackson. Por eso, aunque sirvió en el ejército británico en la época del conflicto por el canal de Suez, Barry contaba que la mayor parte del tiempo se pasó tocando la trompeta, ya que el lugar al cual fue destinado era Chipre, cercano geográficamente al conflicto, aunque lejos del peligro. En esa época además tomó un curso por correspondencia con el jazzista Bill Russo.

 

Esa fue la más temprana influencia del que luego sería uno de los mayores compositores de música para cine: el jazz. Debido a ello, cuando decidió dedicarse de lleno a la música, lo primero que hizo fue trabajar como arreglista para las orquestas de Jack Parnell y Ted Heath, hasta que en 1957 formó su propia banda, The John Barry Seven, que se alimentó de ese contagioso ritmo. Barry se reservó para sí mismo la trompeta, y rápidamente enroló al saxo tenor Mike Cox, el saxo alto Derek Myers, el baterista Ken Golder, el bajista Fred Kirk y los guitarristas Ken Richards y Keith Kelly. Ocasionalmente se convertían en un octeto cuando necesitaban un cantante: en esas ocasiones la voz era la de la joven Shirley Bassey. En algunos shows llegaron a ser nueve integrantes, al sumar al vibrafonista John Aris. Con su conjunto Barry comenzó a registrar numerosos éxitos en el sello Columbia, desde su filial británica EMI, desde 1959 a 1962. Entre ellos se contaron la melodía que compuso para el jurado del programa Juke Box de la BBC (“Hit and Miss”), una versión de la canción de Johnny Smith “Walk, Don’t Run”, y sobre todo la adaptación jazzística del famoso tema de Elmer Bernstein ·The Magnificent Seven” para Siete hombres y un destino, el western de John Sturges, jugando incluso con el título original, al relacionarlo con su propio conjunto.

 

Eran los años en que se formalizó el Free Cinema, con Lindsay Anderson, Karel Reisz, Tony Richardson y John Schlesinger a la cabeza. Pero en 1959 Barry estaba ganando licitaciones para componer música para TV, mientras intervenía en numerosos shows, comenzando con un trío joven en Decca que, casualmente, se llamaba The Three Barry Sisters, aunque no estaba relacionado ni con él ni con el famoso dúo de las Barry Sisters estadounidenses. El puntapié para su fama definitiva fueron los 22 episodios de la serie de la BBC Toque de tambor (Drumbeat, 1959), donde apareció como autor de la música junto a The John Barry Seven. Paralelamente, continuó en Columbia/EMI, arreglando acompañamientos orquestales para los cantantes de la compañía, incluido el por entonces famoso Adam Faith. Fue por esa labor que Barry tomó contacto directo con el cine, componiendo las partituras de varios films en los que Faith apareció. Barry debutó con el drama Beatgirl, la diablesa del striptease (Beat Girl, Edmond T. Greville, 1960), donde compuso, arregló y dirigió la banda sonora de la primera de sus 112 composiciones para cine. Con su música se lanzó el primer álbum de banda sonora del Reino Unido, y al ser un éxito fue llamado para musicalizar el policial Aunque me cueste la vida (Never Let Go, John Guillermin, 1960), el film de suspenso Pizarras de sangre (Mix Me a Person, Leslie Norman, 1962), la comedia Las amantes del ministro (The Amorous Prawn, Anthony Kimmins, 1962) y el film para TV Girl on a Roof (Chloe Gibson, 1961). Hoy esos títulos están olvidados, pero en aquel momento las partituras de Barry captaron la atención de dos productores obsesionados por llevar al cine las aventuras de un personaje que, mediante varias novelas, se había convertido en un best seller de las librerías.

JAMES BOND. Los productores eran Harry Saltzman (1915-1994) y Albert Broccoli (1909-1996), que lo contrataron para musicalizar al naciente 007. El resto es conocido: ambos quedaron tan conformes con Barry que, a lo largo de los años, lo convocaron para otros títulos de la serie. De esa forma, el músico conserva el record de haber musicalizado doce de las quince películas Bond existentes hasta el momento de su retiro de la saga: El satánico Dr. No (Dr. No, Terence Young, 1962), De Rusia con amor (From Russia with Love, Terence Young, 1963), 007 contra Goldfinger (Goldfinger, Guy Hamilton, 1964), Operación Trueno (Thunderball, Terence Young, 1966), Sólo se vive dos veces (You Only Live Twice, Lewis Gilbert, 1967), Al servicio secreto de Su Majestad (On Her Majesty’s Secret Service, Peter Hunt, 1969), Los diamantes son eternos (Diamond are Forever, Guy Hamilton, 1971), El hombre con el revólver de oro (The Man with the Golden Gun, Guy Hamilton, 1974), Moonraker (ídem, Lewis Gilbert, 1979), Octopussy (ídem, John Glen, 1983), En la mira de los asesinos (A View to a Kill, John Glen, 1985) y Su nombre es peligro (The Living Daylights, John Glen, 1987).

 

El papel que junto a la imagen tiene la música en los films de 007 es absolutamente insustituible en las escenas de créditos, porque utiliza las posibilidades emocionales de la imagen unida a la partitura, al punto que ésta forma parte indivisible de los títulos diseñados. Es decir: música e imagen concebidas como unidad total que psicológicamente prepara al espectador para lo que vendrá. De esa manera los títulos se transforman en una pequeña narración, en la que se utiliza un alto número de metáforas para adelantar la historia que se contará. Para lograr que esa intención se transforme en una demoledora realidad se necesitaba un músico de fuste. Saltzman y Broccoli no tardaron en hallarlo en Barry, aunque la música que se conoce como “Tema de James Bond” fue compuesta por Monty Norman (1928), un inglés que legalmente es el autor de la pegadiza tonada, ya que fue él quien la imaginó y la trasladó al pentagrama. Pero Saltzman y Broccoli no quedaron conformes con la musicalización obtenida por Norman de sus propias notas, que tan bien sonaban en teoría. Por lo tanto, lo despidieron. Fue entonces que Barry hizo aparición. Desde ese momento ha sido considerado popularmente el verdadero creador musical de aquello que en lo previo había escrito Norman, porque fue él quien terminó dando sonido y orquestación definitiva a un tema que desde entonces se ha convertido en el leitmotiv más universalmente reconocible de la saga. Incluso Barry fue el creador del famoso riff de guitarra eléctrica que se escucha en la versión original del tema, que no existía en la que originalmente había presentado Monty Norman.

Barry es normalmente conocido por tener un estilo que se basa en un extenso uso de los vientos y los metales, acompañados por cuerdas exóticas. Además, fue lo suficientemente innovador como para ser de los primeros músicos en utilizar sintetizador en una partitura para cine. Con esos elementos sus orquestaciones pueden ser fácilmente reconocibles aún para quienes no sean melómanos, porque el músico combinó como nadie la sección de cuerdas con la de trompetas, con lo que el sonido que obtenía realzaba enormemente la respuesta emocional del público hacia una película. Eso es particularmente reconocible a lo largo de la saga Bond. En 007 contra Goldfinger, por ejemplo, perfeccionó el “sonido Bond”, una seductora mezcla de metales, elementos de jazz y melodías sensuales. Incluso hay un elemento de las raíces del jazz de Barry en la música que sigue a los títulos de ese film, acompañando la imagen icónica de la lente acercándose al Hotel Fontainebleau en Miami. Un dato para seguidores del rock, y de Led Zeppelin en particular: el hoy legendario Jimmy Page -que por entonces tenía sólo 20 años- estaba trabajando como guitarrista en ese momento, y fue parte de las sesiones de grabación de la banda sonora de 007 contra Goldfinger. Para las películas de Bond, los músicos jóvenes como Page eran relegados a las versiones secundarias de los temas, mientras a los músicos famosos les daban las canciones principales para grabar. Por lo tanto, no se escucha a Page como guitarrista líder en el tema principal, sino como colaborador acústico de fondo de Vic Flick, quien también había sido el encargado de interpretar el mencionado riff de guitarra del tema de Norman, adaptado por Barry para El satánico Dr. No.

 

Otro elemento característico de la música de Barry es su amor por los compositores románticos rusos. En sus partituras para Bond unió eso al jazz, en base a la utilización de muchos metales. Su uso de cuerdas, buscando un cierto lirismo mediante acordes medio disminuidos y cambios complejos de tonalidad, proporcionan un contraste melancólico. En sus partituras eso se advierte a menudo en variaciones de las canciones principales, que se utilizan para subrayar el desarrollo de la trama. Quien sepa de música o tenga buen oído notará que a medida que Barry fue madurando, las partituras de Bond se volvieron más exuberantes y melódicas, como puede apreciarse en las cuatro que realizó en la etapa de Roger Moore (El hombre con el revólver de oro, Moonraker, Octopussy, En la mira de los asesinos) y en el primer film de Timothy Dalton (Su nombre es peligro), mucho menos agresivas que las de la etapa Sean Connery y el film de George Lazenby.

 

Otro punto importante es la claridad mental con la que Barry se acercaba al material que tenía entre manos porque, como dijo cierta vez, “hay que saber exactamente qué cantante será el encargado de la nueva canción Bond para resolver qué hacer con la música que las imágenes del film necesitan. No es lo mismo componer para voces poderosas como las de Shirley Bassey o Tom Jones, que idear melodías para gargantas románticas como las de Matt Monro, Nancy Sinatra o Rita Coolidge”. Ese nivel de adaptación al material específico se nota en la actitud inteligente de Barry en sus últimas labores para la saga. Su partitura para En la mira de los asesinos es la usual, pero su colaboración con Simon Le Bon y su conjunto Duran Duran para la canción principal del film fue renovadora. Tanto en ese título como en Su nombre es peligro, donde compuso la música del tema “Living Daylights” para el conjunto noruego A-ha, Barry combinó el estilo de música pop de esas bandas con sus propias orquestaciones. Tan bien lo llevó a cabo que en 2006 el guitarrista de A-ha Paal Waaktaar elogió las contribuciones de Barry diciendo que “me encantó el material que agregó a la pista, le dio un arreglo de cuerdas realmente genial. Fue entonces cuando para mí la canción comenzó a sonar como una música perteneciente a James Bond”. Esa fue su última banda sonora para la serie Bond, en la que el músico se dio el lujo de realizar un cameo como director de orquesta. Barry tenía la intención de proseguir su labor en 007 con licencia para matar, pero se estaba recuperando de una complicada cirugía de esófago y el productor consideró inseguro llevarlo a Londres para completar la partitura, por lo cual contrataron a Michael Kamen. Luego, por distintas razones, llegaría el hiato más largo de la serie (seis años sin Bond) y Barry quedaría definitivamente apartado del futuro 007.

JAZZ Y POLICIALES. Sólo por lo realizado en esa saga, Barry podría pasar a la mejor historia de la música para cine, pero lo suyo no termina ahí. Es cierto que no ha sido tan prolífico como Ennio Morricone, que alcanzó la monstruosa cifra de 519 partituras, pero la calidad del británico es idéntica. Si no fue tan fecundo se debió a su modo de vida, muy distinto al de Morricone. Lo suyo supo ser, en su juventud y primera madurez, bastante más movido a nivel personal. Para empezar, Barry se casó cuatro veces. Sus primeros tres matrimonios fueron con la docente Barbara Pickard (1959-1963), la actriz y cantante Jane Birkin (1965-1968) y el ama de casa Jane Sidey (1969-1978). Todos terminaron en divorcio. Fueron años en que Barry era definido como un auténtico donjuán. Luego se casó con su cuarta esposa, Laurie, en enero de 1978, y con ella permaneció hasta el final. La pareja tuvo un hijo, el actor Jon Patrick Barry. Antes, con su primera esposa Barbara tuvo a Suzy, con Jane Birkin fue padre de la célebre fotógrafa Kate Barry, y de su relación extra marital con la actriz sueca Ulla Larson tuvo una tercera hija, Sian, nacida entre sus matrimonios con Barbara y Birkin. Es lógico que con tanto ajetreo sentimental no tuviera tiempo para llevar a cabo una obra tan prolífica como la de Morricone. Más aún si le sumamos otros problemas, como el que tuvo en 1975 cuando se mudó a California, mientras un juez británico lo acusaba de emigrar para evitar pagar al fisco 134.000 libras esterlinas. El asunto se resolvería a fines de los años 80, y recién entonces Barry pudo regresar al Reino Unido, aunque siguió viviendo en Nueva York. La salud también le complicó las cosas, sobre todo en 1988 cuando sufrió una ruptura del esófago luego de una reacción tóxica a un tónico para la salud que había consumido. Ese incidente fue el que le impidió intervenir en la segunda película de Timothy Dalton para la saga Bond, además de convertirlo en una persona vulnerable a la neumonía. Barry murió de un infarto el 30 de enero de 2011 en su casa de Oyster Bay, Nueva York, a los 77 años de edad.

 

A pesar de esos avatares sentimentales, fiscales y sanitarios, Barry se prodigó como pocos en su área. En primer lugar, en el jazz, al cual nunca abandonó. Otorgó particular destaque al género en su vertiente más clásica, el swing, en dos policiales de época: Investigación en el Barrio Chino (Hammett, Wim Wenders, 1982) y en la espectacular banda sonora de Cotton Club (ídem, Francis Ford Coppola, 1984), donde llegó a utilizar un exótico instrumento africano para simular el sonido del tap que bailan los artistas negros en el tema “The Mooche”, mientras la imagen contraponía los pies de los bailarines al tableteo y las mortíferas ráfagas de las ametralladoras. Es que Barry solía pedir que le dejaran ver la película terminada sin sonido, para saber qué tipo de ritmo podía funcionar o no en el conjunto visual. Un jazz también antiguo, pero con sabor más evocativo, surgió en Como plaga de langosta (The Day of the Locust, John Schlesinger, 1975), en especial en la canción “Lonely Hearts”, compuesta junto a Paul Williams. Eso no le impidió redondear una música poderosamente siniestra para la antológica escena final del pánico general de la muchedumbre durante la premiere de un film de Cecil B. DeMille.

Formas mucho más modernas del jazz, claramente emparentadas con sus inicios en The John Barry Seven, se dan en dos comedias ambientadas en el swinging London, dirigidas por Richard Lester: El knack… y cómo lograrlo (The Knack… and How to Get It, 1965), donde por primera vez introdujo coros, y Petulia (ídem, 1968), que tiene gran variedad de sonoridades, que van desde lo trágico a lo romántico, y con un tema principal muy acertado. Una feliz unión de ambas vertientes -la moderna y la tradicional- resaltó las historias enlazadas de los personajes de una comedia dramática a redescubrir, Corazones apasionados (Playing by Heart, Willard Carroll, 1998). Allí mezcló su propia pista de sonido a fragmentos de trompeta del legendario Chet Baker, muerto diez años antes. Su mayor osadía en esa área, empero, puede oírse en el film de aventuras Abismo (The Deep, Peter Yates, 1977), donde ensambló una melodía de jazz con un ritmo de música disco.

 

Por otro lado, era inevitable que James Bond tuviera una lógica prolongación en una serie de films policiales y de espionaje. Hay media docena que no tienen desperdicio. En ese aspecto, muy jamesbondiana resultó la música para Plan siniestro (Séance on a Wet Afternoon, Bryan Forbes, 1964), aunque mucho más creativas fueron las bandas sonoras de Archivo confidencial (The Ipcress File, Sidney J. Furie, 1965), ¿Quién es Quiller? (The Quiller Memorandum, Michael Anderson, 1966) y El ángel de la muerte (Boom, Joseph Losey, 1968), en las que Barry presentó el címbalo húngaro unido a sintetizadores moog para lograr un efecto parecido al sonido de un inocente carrusel, lo cual contrastaba en forma inquietante con las imágenes que esos films presentaban. Fue más clásico al abordar Cuerpos ardientes (Body Heat, Lawrence Kasdan, 1981), canto erótico sensual y provocador, bien orquestado con el saxo como susurrador de hermosas y sugerentes melodías. En esta área se acercó en Jauría humana (The Chase, Arthur Penn, 1966) a lo que terminaría siendo su marca de fábrica: la aplicación de los metales más profundos y sonoros para dar un tono épico (en este caso, un tanto difícil de asimilar) a la historia de violencia y racismo propiciados por el poder corruptor del dinero que presentó el film.

BARRY SINFÓNICO. Más allá de la notoriedad de la saga Bond y el empleo del jazz y varios elementos exóticos en otros policiales, el compositor logró la cumbre artística en una larga serie de bandas sonoras que pueden agruparse bajo el cómodo término “sinfónico”. Quizás técnicamente no sea el calificativo adecuado, pero con él me refiero a la cualidad suntuosa de legendarias composiciones donde la épica y el lirismo se dan la mano, muchas veces en una misma suite. Barry no pasó de un estilo a otro, porque sus vertientes musicales coexistieron a lo largo de su carrera. De hecho, su primera obra “sinfónica” la compone temprano, en 1964. Ese año Barry inició su amistad con Michael Caine, quien iba a actuar junto al actor y productor Stanley Baker en una superproducción histórica que terminó siendo un gran éxito. Casualmente, el músico Lionel Bart había recomendado a Baker que contratara a Barry para esa banda sonora, y Caine reafirmó el pedido. El resultado fue el inicio de “la trilogía africana”, iniciada en Zulú (ídem, Cyril Endfield, 1964), seguida con Aventurero en Kenya (Mister Moses, Ronald Neame, 1965) y culminada en Una leona de dos mundos (Born Free, James Hill, 1966).

 

Zulú posee una partitura brillante, llena de colorido y excepcionales melodías dramáticas, sin perder de vista la necesaria percusión y esas tonalidades metálicas que serían tan evocadoras a lo largo de su carrera. La obra no pierde tampoco en ningún momento ese aire a marcha militar tan necesario para acompañar a los destacamentos británicos del África colonial, en esa sugerente historia en la lucha contra las tribus zulúes. Algo similar, aunque con un tono más inquieto, se advierte en Aventurero en Kenya, lo que repitió en el film bélico Caudillo de los desalmados (King Rat, Bryan Forbes, 1965), donde hay temas de marcado aire marcial, aunque también aparece alguna bella melodía orquestal. Pero nada puede compararse a Una leona de dos mundos, por la que logró los dos Oscar del apartado musical: mejor banda sonora y mejor canción. Era la primera vez que un compositor no estadounidense hacía doblete en Hollywood. Una gran música y una canción para el recuerdo, una maravilla donde la música majestuosa (épica) se une a una cadenciosa candidez (lírica), evocando a la perfección los maravillosos paisajes de África en la tierna historia de la zoóloga Joy Adamson, su esposo y la leona Elsa.

 

A continuación, llegaron dos films muy diferentes. La caja equivocada (The Wrong Box, Bryan Forbes, 1966) cuenta con una música precursora del estilo que tan famoso haría en los años 80 a Barry, ese lirismo arrebatador sinfónico y con todo tipo de cuerdas, desde el arpa a los violines. La partitura, típicamente inglesa, merece ser rescatada del olvido, al igual que Los susurrantes (The Whisperers, Bryan Forbes, 1967), melódica, pausada, intimista y acogedora, poseedora de cierto encanto que la hace ideal para ser recordada en días lluviosos. Y luego Barry se sumergió en “la trilogía histórica”, compuesta por El león en invierno (The Lion in Winter, Anthony Harvey, 1968), La espada y la rosa (The Last Valley, James Clavell, 1971) y María Estuardo, reina de Escocia (Mary Queen of Scots, Charles Jarrott, 1971).

El león en invierno le brindó el tercer Oscar y un Bafta, muy merecidos, porque es una obra maestra absoluta. Si en Una leona de dos mundos usó una música poética y lírica, en este caso recurrió a una partitura de fuerte carga dramática medieval, con protagonismo de la voz humana por medio de fenomenales coros en latín, dado que esta superproducción de época así lo requería. Tragedia y dramatismo se combinaban con temas más plácidos y rutinarios, logrando un equilibrio perfecto. Para La espada y la rosa utilizó nuevamente coros, pero huyó de la música medieval creando una composición que navegó entre lo dramático y lo íntimo, con excelentes melodías coronadas por un majestuoso tema romántico que mezclaba cuerdas, metales y percusión, redondeando una armonía de célebre nivel emotiv Pieza desconocida para el público, merece urgente revisión. Por último, con María Estuardo, reina de Escocia Barry regresó al género histórico con una melódica partitura y un tema principal sublime y melancólico, debido al lirismo bucólico de los violines y una hermosa canción cantada por la protagonista Vanessa Redgrave. Otra obra mayor que obtuvo sendas nominaciones al Oscar y al Globo de Oro, aunque inexplicablemente no ganó ninguno de ellos.

 

En medio de esa trilogía Barry profundizó en su vena más lírica con una desgarradora partitura para La cita (The Appointment, Sidney Lumet, 1969), y sobre todo con lo que sería otra de sus grandes obras maestras, Perdidos en la noche (Midnight Cowboy, John Schlesinger, 1969). La canción famosa del film, “Everybody’s talkin”, no es suya sino de Fred Neil, así como otras que se escuchan a lo largo de la historia, pero Barry compuso excelentes temas descriptivos de ambientación urbana, en especial la dramática melodía en base a armónica (interpretada por él mismo) para los momentos más angustiantes de un film feroz como existen pocos en Hollywood. Otro tipo de lirismo reveló el western Monty Walsh (Monte Walsh, William A. Fraker, 1970), que combinó música agraciada y melódica con sones tristes y patéticos. Hay un excelente tema de amor con armónica, y también una canción del propio Barry.

 

En los años 70 el músico pareció entrar en segundo plano. Visto en perspectiva, compuso músicas estupendas, sólo que para films menos valiosos. La leyenda del tamarindo (The Tamarind Seed, Blake Edwards, 1974) recuperó su estilo entre romántico y aventurero por exigencias del guion, pese a mostrar que es en ese género donde Barry se halló más a gusto a lo largo de su carrera. Otra joya prácticamente desconocida es Entre dos destinos (The Dove, Charles Jarrott, 1974), partitura de refinado romanticismo y extraordinaria belleza, que deja sorprendido al escucharla. La película no es buena, pero la música posee el más puro estilo Barry, recordando las mejores composiciones románticas de otro gran maestro, el francés Georges Delerue. En Robin y Marian (Robin and Marian, Richard Lester, 1976), en la que sustituyó a Michel Legrand componiendo la banda sonora en veinte días, construyó una música de romanticismo melancólico y triste, sin necesidad de recurrir a sonoridades próximas a la música medieval.

 

Barry parecía no poder vivir sin componer músicas para films de aventuras, y es así que entregó su banda sonora para King Kong (ídem, John Guillermin, 1976), de las menos valiosas de su carrera, y otra para El juego de la muerte (Game of Death, Robert Clouse, 1978), que muestra su particular incursión en el cine de artes marciales, con una música que va de lo melódico a lo descriptivo en las escenas de acción, momentos que recuerdan sus obras para Bond y alguna reminiscencia oriental ilógicamente camuflada. Este film contiene extensos pasajes rodados en 1972, que habían quedado archivados luego de la muerte de Bruce Lee. Ahora aparecían insertados en la historia para comercializar mejor la obra. Así intervenían Lee, Chuck Norris y Kareem Abdul-Jabbar, entre otros.

 

Gustos aparte, Barry sabía que su mejor vena se exhibía en el lirismo de soterrado tono épico, y a él volvió en Pasión y sacrificio (Hanover Street, Peter Hyams, 1979), que supone el éxtasis de la música melódica y romántica del maestro. De exuberante belleza, esta partitura prácticamente desconocida por el público es de las más logradas, y sólo se le puede reprochar un exceso repetitivo en su planteo temático. Similar sendero recorrió Pide al tiempo que vuelva (Somewhere in Time, Jeannot Swarc, 1981), bucólica partitura muy valorada en Estados Unidos, y desconocida en Uruguay, ya que la película aquí pasó sin pena ni gloria. Más dramática, aunque bella, resultó Frances (ídem, Graeme Clifford, 1982), con doloridas melodías acordes a la penosa historia de la actriz Frances Farmer.

Y luego Barry resurgió con su “tetralogía romántica”: África mía (Out of Africa, Sydney Pollack, 1985), Danza con lobos (Dances with Wolves, Kevin Costner, 1990), Chaplin (ídem, Richard Attenborough, 1992) y Propuesta indecente (Indecent Proposal, Adrian Lyne, 1993). Nada nuevo para decir sobre el sinfonismo de África mía y Danza con lobos: son sus labores más famosas en la actualidad, junto a los films de Bond. Sólo resta recordar que por ellas ganó sus dos últimos Oscar, y que son partituras que discurren de lo melancólico a lo dolorido, con la suficiente sonoridad como para establecer perfecta comunicación con los excelsos paisajes que surgen de la imagen. Chaplin une esa misma seriedad a momentos cómicos logrando que, si con el auténtico divo reímos y lloramos, también lo hagamos con la música de Barry, de gran calidad y riqueza instrumental, que le valió nominaciones al Oscar y el Globo de Oro. Igualmente acertada es la música de Propuesta indecente, que logró el milagro de provocar una inesperada química entre dos divos tan opuestos como Robert Redford y Demi Moore.

 

A nivel superior se hallan Mi vida (My Life, Bruce Joel Rubin, 1993) y El especialista (The Specialist, Luis Llosa, 1994), películas fallidas donde la música está en niveles de calidad más acordes a los títulos de los años 60. Especialmente la última, donde una música muy sensual y cálida atrapa al público en las tórridas escenas entre Sylvester Stallone y Sharon Stone: de nuevo piano y saxo son los protagonistas de una música erótica como hay pocas en el género. También de noble factura es La letra escarlata (The Scarlet Letter, Roland Joffé, 1995), donde Barry se atrevió a incluir instrumentación y sonoridades étnicas de la época, resaltando siempre sus melodías y la historia de amor de Demi Moore y Gary Oldman, frente a la acción y los contratiempos de la trama. Y luego, con Enigma (ídem, Michael Apted, 2001), Barry se despidió del cine. Tal vez no sea su mejor obra, pero por capricho del destino en ella están las claves y sonoridades utilizadas en toda su carrera: intriga, sonido Bond, melodías melancólicas, doloridas, líricas, con un tono épico en pequeñas dosis, como si fuera un testamento diez años adelantado.

Y en el final conviene hacer una reflexión. Los compositores geniales enriquecen desde el pentagrama lo que se ve en pantalla. El 90% de los westerns spaghetti son de regulares a horrendos, pero Ennio Morricone hace que mucha gente piense que son notables, y eso es por su música. Lo mismo sucedía en los peores títulos de Federico Fellini, rescatables sólo por las partituras de Nino Rota. ¿Causarían tanto terror El exorcista, La profecía y Tiburón sin los “Tubular Bells” de Mike Oldfield, el “Ave Satani” de Jerry Goldsmith o los sones iniciales de John Williams, respectivamente? Con John Barry pasa lo mismo, y no sólo en los títulos menos valiosos, sino en los mejores o más míticos: 007 disparando a la platea desde el gunbarrel en cada film Bond; Peter O’Toole despidiendo a Katharine Hepburn al final de El león en invierno; los cachorros de Elsa en el epílogo de Una leona de dos mundos; la miseria de Dustin Hoffman al morir junto al renovado Jon Voight de Perdidos en la noche; el delirio de amor de Michael Caine imaginando a Florinda Bolkan en La espada y la rosa; el inabarcable paisaje que desde el avión Robert Redford regala a Meryl Streep en África mía; o el dramático gesto de amistad que un indio lanza desde la colina a Kevin Costner y Mary McDonnell en el desenlace de Danza con lobos. Ninguna de esas instancias tendría tanta carga emocional si no fuera por John Barry, que al morir hace una década dejó un legado sublime, de excelente calidad rítmica y sonora, como hay pocos en la historia del cine. Para recordarlo o descubrirlo allí están todas sus bandas sonoras en YouTube. Basta con poner el nombre del compositor y el título original de cada film para que un universo nuevo se revele al oído del cinéfilo.

 

EL CINE Y PATRICIA HIGHSMITH: Todos tenemos dos caras.

0

Por Amilcar Nochetti. Miembro de la Asociación de Críticos de Cine de Uruguay (filial Fipresci)

ACERCAMIENTO. Quien mejor definió a la novelista Patricia Highsmith (1921-1995) fue el británico Graham Greene, creador de torturas psicológicas similares a las de su colega estadounidense. Sólo que en él esas torturas estaban ocasionadas por aquello que sentía como un continuo pecado, producto de su complejo de culpa, típicamente católico, mientras que en su colega femenina las raíces eran muy diferentes. Pero Greene dijo en cierta ocasión, sin equivocarse: “Uno no cesa de releer a Patricia Highsmith. Ha creado un mundo original, cerrado, irracional, muy opresivo, donde no penetramos sino con un sentimiento personal de peligro, y casi a pesar nuestro, pues tenemos enfrente un placer mezclado con escalofrío, el que nos provoca darnos cuenta que escribe sobre los seres humanos como una araña lo haría sobre las moscas”.

 

La obra de Patricia Highsmith se compone de veintidós novelas (cinco de ellas reunidas en torno a la “saga Ripley”), nueve libros de cuentos y dos ensayos, entre 1950 y 1995. De ellas se realizaron diecisiete películas que adaptan trece novelas, más una claramente inspirada en su literatura. El origen de ese cine se explica desde la propia obra de Patricia, corroborando que en su caso literatura y cine van de la mano. Lo de la araña y la mosca es muy certero, porque en Highsmith hay desapego a la hora de describir los crímenes humanos, pero la frialdad con que persigue las raíces de esos actos sugiere claramente el anhelo sigiloso de la araña, mientras registra las miserias de los hombres como haría un entomólogo: con curiosidad y sin emoción. El resultado es inquietante, porque en forma permanente cruza la línea que separa el bien del mal, revelando la fragilidad de la frontera, y llevando al lector en el viaje, haciéndolo empatizar con lo ilógico, lo irracional y lo caótico, e instándolo a descubrir que nada de eso le resulta tan ajeno, que puede entender al criminal, al loco, al retorcido. Y algo más inquietante aún: que podría serlo él mismo.

 

No es de extrañar entonces que, en vida, ni ella ni su obra fueran populares en Estados Unidos y, por ende, tampoco el cine que inspiró. Highsmith desobedecía los códigos del policial, en los que la corrección moral está rigurosamente respetada, por eso el lector no se siente seguro con ella. Como dijo una vez: “El trasgresor puede triunfar o ser atrapado por la justicia, pero se tiene la sensación que el orden es impuesto por la intervención de la suerte o las circunstancias, no porque los personajes vivan en un mundo racional gobernado por Dios”. En realidad, su literatura tiene mucho más de Dostoievski que de la serie negra, a la cual los editores -por motivos espurios- se empeñan en vincularla. Pero su obra y las películas que en ella se inspiran, se entienden mejor conociendo a la autora.

¿QUIÉN Y CÓMO ERA PATRICIA? Sobre su vida y su personalidad se supo poco hasta 2003, cuando se editó la biografía de Andrew Wilson Beautiful Shadow, la cual establece un tópico que en su caso fue real: tuvo una vida desgraciada. El biógrafo tuvo acceso a su diario íntimo, que la autora llevó religiosamente durante toda su vida. Patricia mantuvo una distancia huraña con el mundo, al que sólo salía para promocionar sus novelas. Las fotos la mostraban vieja, seca, descuidada, al estilo Marguerite Duras. Se sabían sólo tres cosas de Patricia: 1) era lesbiana; 2) había nacido en Texas; y 3) desde los años 60 vivía en Europa. El retrato que ofrecen esos diarios estará al alcance del lector este año, en lo que puede considerarse una traición a la intimidad de la novelista, a cambio de conocer en forma mucho más profunda y sofisticada su vida y sus pensamientos.

 

Patricia Highsmith nació en Fort Worth, Texas, el 19 de enero de 1921, con el nombre de Mary Patricia Plangman. Era hija de Jay Bernard Plangman y Mary Coates, que se habían divorciado nueve días antes de su nacimiento. Dos datos tempranos permiten entender la visión del mundo y la gente que tendría Patricia: no conoció a su padre hasta los doce años, y su madre intentó interrumpir el embarazo tomando aguarrás. Más maternal fue su abuela Willi Mae, con la que vivió durante su infancia. Esa mujer le enseñó a leer a los cuatro años, y desde entonces “tuve un amor físico por la palabra escrita. Mientras leía, a menudo ponía el diario cerca de la nariz para respirar el aroma de la tinta”. En 1927 su madre y ella se fueron a Nueva York con su padrastro Stanley Highsmith, por quien Patricia sintió odio inmediato. Recuerda haber tenido repetidas fantasías sobre asesinarlo cuando tenía ocho años: “Aprendí a vivir con un odio homicida y opresivo muy temprano, y aprendí a sofocar también mis emociones más positivas. Todo eso probablemente causó mi propensión a escribir sanguinarias historias de muerte y violencia”.

 

En la escuela era tímida y su acento tejano la delataba como extranjera en Nueva York, pero a los nueve años experimentó una revelación: leyó La mente humana del Dr. Karl Menninger, obra de divulgación psiquiátrica que se ocupaba de lo que por entonces se llamaban “conductas desviadas”. Lo que le atrajo del libro fue el rechazo de Menninger del concepto de normalidad. Allí leyó: “Es la ignorancia la que hace a la gente pensar en lo anormal sólo con horror, y les permite permanecer tranquilos en la proximidad de lo normal, como promedio y mediocre. De seguro, cualquiera que aspire a algo es a priori anormal.” Ella se sabía diferente y respiró más tranquila al absorber ese concepto. El libro le venía a mostrar que, tras apacibles fachadas, se esconden contradicciones y deseos perversos. Más tarde diría: “No puedo pensar en nada más apto para poner la imaginación en movimiento que la idea o el hecho que cualquiera que pasa a tu lado en la calle puede ser un sádico, un ladrón compulsivo, incluso un asesino”.
La entrada en la universidad fue para Patricia la mejor forma de desprenderse del clima opresivo de su casa. Su madre le insistía en que fuese “normal”. Se cuenta que ya a los catorce años le preguntó: “¿Vos sos una “lesbi”? porque te estás empezando a comportar como tal”. Luego escribiría en su diario cómo ese comentario vulgar y estremecedor la hizo sentir más rara e introvertida: “Me pareció como los que se hacen en la calle, del tipo ‘¡mirá ese jorobado! ¿no es gracioso?’ pero yo no era una lisiada en la calle, sino su hija”. Patricia no tenía un pelo de tonta, e íntimamente sentía que poseía una esencia masculina escondida bajo su cáscara femenina. Un adivino le había dicho a su madre: “Usted tiene un hijo. No, perdón, una hija. Debió ser un niño, pero es una hija”. Y era así como se sentía. Hallaba emocionantes las relaciones con las mujeres, pero no era fácil en esa época reconciliarse con una inclinación a la que se consideraba una enfermedad. El propio Menninger clasificaba el lesbianismo como “perversión del afecto y el interés”, ubicándolo a la par del fetichismo, la pedofilia y el satanismo. Patricia lo vivía con culpa, pero al independizarse decidió investigar. En su diario describe en detalle su despertar sexual, relatando con brutal franqueza sus relaciones con muchas mujeres. Reconocía que esa vorágine le hacía mal, pero se sentía incapaz de resistirla, por lo que se juzgaba a sí misma como una pervertida, aunque su timidez lograba que en sus citas se quedara callada y confusa. Pero la cara que mostraba al mundo no tenía rastros de sus tormentas interiores. Sabía lo que quería hacer con su vida y lo que quería ser. Era muy buena en pintura y escultura, pero tenía claro que lo suyo era la literatura. Para ella escribir era ordenar la experiencia en su cabeza. Eso le atraía porque podría encauzar su vida, que era caótica.

INTIMIDAD. La publicación de sus diarios íntimos en 2021 detallará mucha cosa sobre su vida, en especial un amplio abanico de encuentros y relaciones sexuales que retratan a una mujer áspera y tumultuosa. Narra un encuentro sexual fallido con el escritor Arthur Koestler como un “episodio miserable y triste”. Ataca la sexualidad reprimida de la época con una descripción del hombre americano, que “no sabe qué hacer con una chica cuando la tiene. No está realmente deprimido o inhibido por el control del puritanismo: simplemente no sabe qué hacer en la situación sexual”. También apunta su amor por sus propios personajes: “¿Qué mejor cosa se puede hacer que dedicar lo mejor de mi fuerza a su creación día a día? Y por la noche, estar exhausta. Quiero pasar todo mi tiempo, todas mis noches con ellos”. En otro pasaje describe cómo se obsesiona sexualmente con una mujer, cómo la sigue hasta la casa y cómo eso le despierta reflexiones sobre el amor y el crimen, porque “matar es una forma de hacer el amor, es una forma de poseer”.

 

Y aquí hay que volver a Graham Greene, que la entendió como pocos. Para él Patricia fue “la poeta de la aprensión, que creó un mundo sin límites morales. Es increíblemente moderna porque habla a la irracionalidad: era una lesbiana que odiaba a las mujeres, y era políticamente incorrecta, porque ciertamente nunca fue abanderada del movimiento feminista. Podía ser una mujer monstruosa, violenta y muy desagradable”. Según lo que se sabe de los diarios, de los que el New York Times ya ha revelado fragmentos, Patricia era una mujer con un pensamiento de encaje imposible al día de hoy: era antisemita y misógina, odiaba a mujeres y hombres, y nunca se preocupó en ocultarlo. Según la editora Anna von Planta, “la idea es mostrar cómo Patricia se convirtió en Patricia Highsmith, y que ella cuente con sus propias palabras su vida, pensamientos, preocupaciones, y la creación de su obra”. Quienes están en contra de la publicación se remontan a una carta suya de 1940, donde escribió: “Ningún escritor traicionaría su vida privada, porque sería como mostrarse al desnudo en público”.

 

Esté bien o mal publicar sus diarios, lo que ya se sabía es que su iniciación en la literatura se remonta a 1946, cuando se mantenía como redactora de guiones para comics y por primera vez prestó atención a los caracoles. Paseaba por un mercado cuando vio dos, unidos en un raro abrazo. Se los llevó a su casa, los puso en una pecera y los observó desarrollando una actividad que parecía ser sexual. Decidió describirla paso a paso, y en base a esa experiencia escribió su primer cuento, El observador de caracoles, que su agente literario juzgó “demasiado repugnante para mostrar a los editores”. Enterada de eso, los adoptó junto a sus mascotas preferidas, los gatos, porque “los caracoles me dan una especie de tranquilidad”. Ya en sus primeros cuentos se nota su predilección por lo extraño. No tenía interés en escribir sobre la salud, la felicidad o la gente equilibrada, porque para ella la satisfacción equivale a estupidez. En su opinión la locura, en lugar de ser normalizada, debería ser celebrada: “Me gusta la gente en la que las luchas internas son visibles. Por eso simpatizo con los delincuentes, me resultan muy interesantes, a menos que sean estúpidamente brutales. Pero desde un punto de vista dramático son atractivos, porque al menos durante un tiempo son activos, libres de espíritu, no se doblegan ante nadie. En un mundo en el que la mayoría de las personas intentan ser idénticas a las demás, los psicópatas y neuróticos se atreven a ser ellos mismos”.
Fue por entonces que le editaron su primera novela, Extraños en un tren (1950), donde aparece en primer plano uno de los asuntos fundacionales de toda su posterior literatura: cualquier persona es capaz de asesinar. Hacerlo es puramente cuestión de circunstancias. El éxito de este primer libro, elegido por Alfred Hitchcock para ser llevado a la pantalla, y el suceso que obtuvo la película (Pacto siniestro, 1951), decidieron el futuro de Patricia que, de la noche a la mañana, con apenas 29 años de edad, se convirtió en una novelista mundialmente conocida. También por esos años intentó convertirse en alguien “normal”. Se comprometió con un escritor inglés y realizó una terapia para encauzar su preferencia sexual. Durante meses osciló entre un deseo desesperado por casarse y la certeza que si lo hacía no sólo lo destruiría a él, sino también a sí misma. Cuanto más pensaba en el matrimonio, menos le gustaba: “Lo doméstico me repelía, y la idea de una vida de bebés, cocina, sonrisas falsas, vacaciones, cine y sexo, en especial lo último, me desagradaba”. La terapia no logró volverla heterosexual, pero tuvo un resultado imprevisto. Para poder afrontar sus gastos se empleó en el departamento de juguetes de la tienda Bloomingdale’s, y allí se inspiró para escribir una novela sobre un amor lésbico. Una tarde entró a la tienda una mujer elegante envuelta en un tapado de piel. El encuentro duró pocos minutos, pero tuvo un efecto dramático en Patricia. Luego de atenderla se sintió “muy rara y un poco mareada, al borde del desmayo, y al mismo tiempo exaltada, como si hubiese tenido una visión”. Al volver a casa escribió el argumento de El precio de la sal, publicada en 1952 con el seudónimo Claire Morgan, y reeditada con su nombre recién en 1990 como Carol.
El libro parecía una confesión autobiográfica. Carol amalgama todas las cualidades que Highsmith admiraba en la mujer: cabello rubio, ojos grises, graciosa, elegante, femenina y con la inaccesibilidad de una diosa. El otro personaje es una versión más joven e ingenua de sí misma. La novela es menor, pero tuvo algo muy original: la historia homosexual terminaba en final feliz. En esa época eso era una novedad, porque en Estados Unidos la ira de Dios castigaba a los trasgresores. Además, ese final optimista era sorprendente considerando el clima de miedo que existía con un maccarthysmo que había encauzado una caza de brujas dirigida inicialmente contra los comunistas, pero que pronto incluyó a los homosexuales. También era irónico que Highsmith hubiese escrito una historia donde el amor triunfaba, cuando ella sólo conocía la frustración. Para Patricia la naturaleza del amor es ilusoria, su esencia es “imaginación, porque está todo en los ojos del espectador. Nada que ver con la realidad. Cuando estás enamorado estás en estado de locura”. Sin embargo, lo perseguía como si creyera en él: como muchos románticos, ella era promiscua de a ratos, pero ese saltar de cama en cama indicaba una búsqueda infinita del ideal.

 

Y a partir de ese momento ya nada ni nadie la paró en su vida y en la literatura. Su tercera novela, El cuchillo (1954), es un tenso retrato de obsesiones enfermizas, algo frecuente en futuros grandes libros: Mar de fondo (1957), Ese dulce mal (1960), Las dos caras de enero (1961), El grito de la lechuza (1962), La celda de cristal (1964), Rescate por un perro (1972) y El diario de Edith (1977). En forma paralela logró inesperado éxito con la saga dedicada al estafador Tom Ripley, iniciada en El talentoso Mr. Ripley (1955) y continuada en La máscara de Ripley (1970), El juego de Ripley (1974), Tras los pasos de Ripley (1980) y Ripley en peligro (1991). Ninguna de esas novelas tiene la profundidad de las anteriores, pero fueron un notable éxito de ventas, y en forma injusta es por ellas que hoy más se recuerda a la autora. Pero aún en esas novelas comerciales Patricia exploró el sentimiento de culpa y los efectos psicológicos del crimen sobre los asesinos. Pese a la popularidad de sus obras, Highsmith pasó la mayor parte de su vida sola. En 1963 se trasladó a East Anglia (Reino Unido), luego vivió en Francia, y por último en una aislada casa en Locarno (Suiza), cerca de la frontera con Italia.

ENTENDER A PATRICIA. La saga de Ripley cimentó su fama como autora perversa. Su literatura refleja un fastidio por la moralidad, pero el tema le preocupaba, y se describía como una novelista que encontraba el asesinato muy bueno para ilustrar los problemas éticos. Su obra es potente porque muestra las fuerzas terribles que habitan en los hombres, y a la vez documenta la banalidad del mal. También opinaba que había mucha falsedad en las exigencias de una literatura edificante: “La pasión del público por la justicia me resulta aburrida y artificial, porque ni a la vida ni a la naturaleza les importa que se haga o no justicia. El público en general quiere ver el triunfo de la ley, y al mismo tiempo gusta de la brutalidad, pero cuando está del bando bueno. El héroe puede ser brutal, sin escrúpulos sexuales, puede pegar a las mujeres y seguir siendo héroe, porque se supone que persigue algo peor que él mismo”. Patricia pone al lector en una posición incómoda, enfrentándolo a su propia ambivalencia, porque en su universo el asesinato puede ser horrible, pero también algo nacido de una necesidad psicológica. Está descrito de forma tan lógica e imparcial que el lector es inducido a creer que es parte de la conducta normal. Patricia escandalizó con su obra, pero ella se defendía diciendo que reflejaba la realidad: “He leído que sólo el 11% de los asesinatos se resuelven, así que pienso: ¿por qué no escribir sobre unos pocos personajes que están libres?”. Era un tema espinoso.
Otro asunto complicado fue la forma en que encaró a la mujer en su obra: “Sin las mujeres no habría calma, reposo ni belleza en la vida, pero la idea que una relación mejore la existencia es una falsedad”. Lo dijo en 1948, y fue una premonición, porque sus vínculos amorosos fueron tormentosos o no correspondidos. La única vez que entabló una relación pacífica no soportó mucho tiempo: “Era demasiado fácil, confortable y segura para mí”. Aunque dijo que su obra era un monumento dedicado a la mujer, en sus novelas éstas no son muy dignas de ser amadas. No suelen ser protagonistas, no son asesinas y pocas veces son asesinadas, pero son el detonante de los crímenes. La opinión que tenía de las mujeres era mala: “La mayoría son trepadoras, dependientes, quejosas y manipuladoras”, dijo en 1975. En su vida privada tendía a embellecer el pasado, fantaseando con el retorno de sus amantes perdidas. Parecía estar enamorada de la idea de la mujer, y no de mujeres reales: “Es obvio que mis enamoramientos no son amor, sino la necesidad de unirme a alguien. Pero esas uniones me dejan más desamparada. El amor puede ser reducido a una desequilibrada ecuación: por un lado, días de exquisita felicidad del inicio, por otro el inevitable infierno final”. Consciente que se ligaba con mujeres que la dañaban y que le era imposible convivir con nadie, se refugió en la fantasía.
Cuando era cincuentona su belleza física hacía tiempo se había evaporado. Fumaba una cajilla y media de Gaulois sin filtro al día, y empezaba a beber antes de desayunar. Se volvía cada vez más retraída. El contacto con la gente la dejaba agotada. El trabajo se convirtió en la única cosa importante o disfrutable. Una joven periodista inglesa que había sido su amante declaró que su simbiosis con su arte era tal que “si miras sus personajes, verás que ellos son ella”. Cuando la conoció íntimamente, huyó horrorizada: “Era una ser extremadamente desequilibrado, hostil, misántropo, totalmente incapaz de cualquier tipo de relación, no sólo de las íntimas”. Siguió empero admirándola como novelista: “Su escritura la salvó. Ella sabía que eso estaba entre ella y la locura. Si no hubiera tenido su obra podría haber terminado en un manicomio o en un asilo para alcohólicos”.
El 5 de abril de 1985 le diagnosticaron cáncer de pulmón. El terror la hizo dejar de fumar. La operaron y el cáncer no volvió. Aun en los momentos más dolorosos de su vida Patricia desechó el suicidio, lo consideraba una cobardía imperdonable. En 1993 se le declaró la enfermedad que la llevaría a la muerte: la leucemia. Lo tomó con calma, y en sus últimos momentos pareció hallar la paz: cuando en 1995 publicó su novela Small G, un idilio de verano, no mostró crímenes, sino un bar en Zurich donde los personajes (homosexuales, bisexuales y heterosexuales) se enamoran de la gente más incorrecta. Un crítico pareció entenderla: “Uno tiene la sensación que, aunque no es una buena novela, Highsmith ha llegado al punto donde experimentó algo así como la felicidad”. Otro fue más egoísta: “Ha hecho la paz con sus demonios: la bondad gana a la maldad. Lástima por el lector”. Finalmente, murió el 4 de febrero de 1995 en el Ospedale La Caritá de Locarno.

 

EL CINE DE PATRICIA. Adaptar una novela al cine no es fácil, porque a nivel de metraje el libreto requiere capacidad de síntesis, y debe evitar quebrar la delgada tela de araña que el anecdotario proponga. La cuestión es igualmente traicionera a otro nivel: el material no puede perder interés frente a una posible clonación del texto, que desde el respeto absoluto podría desembocar en la obviedad. Lo que en el libro se explica a través de un número de páginas, en cine debe volcarse en instantes, ya que las descripciones exhaustivas de la literatura no son necesarias en cine: la imagen cumple axiomáticamente con esa función narrativa. Muy diferente es en cambio el estudio de personajes, cada uno con su psicología particular. Allí el buen libretista debe hundir el escalpelo con diversos grados de sutileza para volcar la entraña del personaje, evadiendo la falta de profundidad en el enfoque, e intentando comunicar en imágenes la importancia y el carácter que la obra literaria da a cada ser humano. Tanto en el traslado de la anécdota como en la visión de sus componentes, es importante que el espíritu literario respire en la pantalla. Por eso El tambor (Volker Schlöndorff, 1979, sobre Günter Grass) es un ejemplo mayor en la materia, y en cambio cuando se adapta a Dostoievski o Tolstoi los films se quedan en la cáscara visual y narrativa, fracasando al intentar internarse en las dudas existenciales de sus personajes, porque sus dudas no se llevan bien con la imagen.

 

El caso de Patricia Highsmith es en ese sentido una excepción. La temática de sus novelas daba para el fracaso en cine porque, aunque casi siempre se centra en un acto visual (el crimen), transporta el resto de la acción al terreno -invisible a los ojos- de la culpa, la mentira y la amoralidad. Para complicar más la cosa, Highsmith presenta personajes que suelen situarse cerca de la psicopatía, moviéndose en el límite entre el bien y el mal. La visión del mundo es deprimente, pesimista y oscura en ella, al igual que su concepto sobre la humanidad. Su genialidad mayor radica en que ese inquietante universo está expuesto por medio de un estilo muy económico. Es una notable creadora de seres marginales, envueltos en situaciones que revelan una alta dosis de ambigüedad moral. Turbios y con dobleces, esos seres explotan la falsedad para ascender en la escala social, pero aun así gozan de la simpatía y complicidad del lector, que se pone en su lugar, como si el factible asesino que llevamos dentro golpeara nuestra base moral intentando asomar al exterior. Por eso las mejores adaptaciones de Patricia al cine son europeas, ya que no hay nada más falsamente moralista que el cine de Hollywood.

En rara paradoja, fue la Meca del cine la que en 1951 brindó fama mundial a la autora, cuando Alfred Hitchcock adaptó su primera novela, Strangers on a Train. El resultado, conocido aquí como Pacto siniestro, es notable como cine. Como adaptación literaria en cambio debe alabarse a medias. Guy (Farley Granger) es un exitoso tenista profesional, y Bruno (Robert Walker) un hijo consentido de mamá. Ambos se conocen a bordo de un tren, conversan y descubren que sus problemas son similares: Guy quiere casarse con su actual pareja, pero su esposa no le da el divorcio, y Bruno ansía que su padre muera para heredarlo. Y se le ocurre intercambiar crímenes para no ser descubiertos, por falta de un móvil aparente. Del libro Hitchcock mantuvo la premisa del intercambio de asesinatos y la personalidad de los protagonistas, pero a partir de ahí construyó una historia diferente. La novela incide en el asunto del doble, ya que Guy acaba sintiéndose responsable del crimen que comete Bruno, aunque no lo provocó él. De hecho, en el libro Guy acaba matando al padre de Bruno en un estado de confusión, como si no fuera dueño de sus actos. En Hollywood era impensable que el héroe hiciera eso, por lo que el entramado psicológico de Highsmith se sustituyó por una historia de suspenso pura. Así como en la novela Guy tiene una coartada infalible que le exime de las sospechas de la policía, en la película debe demostrar su inocencia. Es decir: en el original la tensión se encuentra en el interior de los personajes (sus dilemas psicológicos), mientras que en el film anida en elementos externos (la policía, Bruno). Y aunque eso pudo ser un defecto, Hitchcock creó un suspenso tan sólido que acabamos entendiendo al film como una obra independiente de la novela, consiguiendo que tenga vida propia, sin ser una fotocopia descolorida del original. Para la historia quedan las dos escenas del parque de diversiones: el asesinato visto a través de los lentes, y el fragmento final que culmina en la calesita descontrolada.

ESTAFAS. Después fueron llegando las películas basadas en la saga de Tom Ripley, que Highsmith describiría como “el triunfo incuestionable del mal sobre el bien, y mi alegría por ello”. Ripley es el perfecto amoral, capaz de mentir, robar o matar sin conflictos de conciencia. Sin embargo, no es un personaje plano, porque hay en él un desesperado deseo de ser otro, y modela su vida como haría Miguel Ángel con un mármol. Ripley es un ser humano extraño, sin escrúpulos cuando algo o alguien se interpone en la obtención de sus objetivos, normalmente relacionados con el dinero, pero a la vez es sensible y vulnerable ante el desprecio y la indiferencia de la gente. Tiene enorme rencor social, pero se sabe talentoso, y Patricia siempre lo ayuda, porque pensaba que el hombre es una obra de arte en sí mismo. Ripley debe ser leído en esa clave.

 

El personaje ha ejercido una constante fascinación en cine. La primera novela tuvo dos adaptaciones. En A pleno sol (René Clément, 1960), con Alain Delon, el director cambió el final para que el asesino fuera atrapado, como dictaba el canon de la época. El talentoso Mr. Ripley (Anthony Minghella, 1999), con Matt Damon, es fiel al espíritu de la novela, e insinúa correctamente la subyacente atracción homosexual de Damon hacia Jude Law, que no existía en Delon, pero también incluye una moraleja edificante, porque señala que esquivar la responsabilidad no significa eludir a la justicia: Ripley, siempre en busca de aceptación, estropea su oportunidad de amar y ser amado. En cambio, para Patricia el triunfo de Ripley era total: “Él es mi venganza contra los privilegiados y los hermosos”.

 

Entre esas dos adaptaciones llegó la que en 1977 Wim Wenders realizó sobre la tercera novela, El juego de Ripley, rebautizada El amigo americano. El desprecio que le muestra un hombre honrado (Bruno Ganz) desde su superioridad moral desencadena el deseo de Ripley (Dennis Hopper) de darle una lección. Fragua una táctica matemática para que sepa que, en las circunstancias precisas, el también podrá cruzar la línea. La película es eficaz, pero da una mala versión de Ripley, porque Dennis Hopper no convenció a nadie en el rol. En cambio, la elección de Liliana Cavani en 2002 fue perfecta: John Malkovich entrega un Ripley refinado y afectado, pero capaz de arrebatos de violencia salvaje. La directora, empero, se distrae en la belleza del paisaje y los palacios renacentistas italianos, y de alguna forma simplifica el planteo de Highsmith, ya que en El juego de Ripley John Malkovich lleva a su antagonista al homicidio sólo porque lo trató de esnob en público.

 

Por último, La máscara de Ripley (Roger Spottiswoode, 2005) adaptó la segunda novela de la saga, donde el pintor Derwatt se suicida y sus amigos deciden ocultar su muerte para favorecer una exposición a punto de abrirse. Todo se complica cuando aparece un cliente que ofrece una millonada por más pinturas, pero pide conocer al artista. Entonces Ripley utilizará su talento para que el dinero siga llenando sus bolsillos. Una ágil edición y una bella puesta en escena no logran que el film adquiera el tono ominoso de la novela, debido a que está filmado pisando el acelerador a fondo, sin dosificar el suspenso. Es un ameno entretenimiento, pero no más que eso, mientras Barry Pepper ofrece un Ripley anodino y sin personalidad: no molesta, pero una vez terminada la proyección lo olvidamos.

Junto a la saga de este gran estafador hay que ubicar De amor y dinero (Hossein Amini, 2014), basada en Las dos caras de enero, desarrollada en Atenas en 1962. Chester (Viggo Mortensen) y su esposa Colette (Kirsten Dunst) pasan las vacaciones en el Egeo. Conocen a Rydal (Oscar Isaac), que se gana la vida como guía turístico. Entablan amistad, pero la noche antes de partir Chester mata accidentalmente a un detective privado, y Rydal ve sin querer el delito. Pensando obtener una tajada, los ayuda a escapar. La primera habilidad del film es la de revelar de a poco los dobleces de los personajes masculinos, que parecen distintos, pero son los dos rostros de Jano. Un segundo acierto es detallar una pausada cadena de sucesos en forma adecuada, porque no hay golpes de efecto: acá todo sucede de forma paulatina, el espectador se involucra con los personajes, participa de sus ansias, defectos, debilidades y carencias emocionales, hasta que estallan dos momentos tensos notables. Y un tercer acierto es la puesta en escena: Atenas y el Egeo son los escenarios perfectos, en especial la escena en Cnossos y la cacería en el Gran Bazar de Estambul.

OBSESIVOS. Así podría calificarse a los personajes que han generado las novelas más apasionantes de Patricia Highsmith, y las adaptaciones al cine más interesantes. En ese lote habría que incluir dos films que no vi. Uno es El diario de Edith (Hans W. Geissendörfer, 1983), donde una mujer casada e infeliz (Angela Winkler) sólo encuentra refugio en su diario, en el cual la diferencia entre ficción y realidad se va difuminando hasta lograr confundirse en su perturbada mente. El otro título es El temblor de la falsificación (Peter Goedel, 1993), la historia de un cineasta varado en Túnez que entabla amistad con un estadounidense con sospechoso interés por la URSS, y con un danés que desconfía de los árabes, en medio de un clima violento, tenso y moralmente ambiguo, a medida que todos se van obsesionando sin motivo aparente.

 

Tampoco vi El asesino de Claude Autant-Lara (1963), sobre El cuchillo con Gert Fröbe, Maurice Ronet, Robert Hossein y Marina Vlady. En cambio, accedí a la nueva versión de esa novela, Una forma de asesinato (Andy Goddard, 2016), película destruida por la crítica en forma tan brutal que debió ser lanzada por cable. Me pregunto por qué tanto encono porque, al igual que la novela (“The Blunderer”, “el que mete la pata”), el film estudia dos mentes obsesivas. Una es la del arquitecto y escritor Stockhouse (Patrick Wilson), la otra es la del librero Kimmel (Eddie Marsan). El primero quiere saber cómo el segundo cometió el crimen perfecto, ya que a la fecha nadie tiene idea de quién mató a su esposa: Stockhouse se convence que Kimmel es el asesino, y le encantaría aplicar ese método en su depresiva mujer (Jessica Biel). Kimmel, por su lado, quiere conocer cuánto sabe Stockhouse, porque su presencia en la librería empieza a resultar sospechosa. El tercer eslabón es el feroz policía Corby (Vincent Kartheiser), quien advierte varios puntos comunes entre esos hombres y comienza a atar cabos, aunque en definitiva tendrá razón sólo en uno de ellos, no en los dos. Lo logrado por Goddard es satisfactorio porque, más allá de un desliz comercial sobre el final y la inadecuación de Wilson como Stockhouse, el resto respira pura energía mental, en medio de una atmósfera opresiva, características siempre visibles en Highsmith. Es un film a revalorizar.

 

Dos peligrosos obsesivos sueltos aparecieron en La quiero con locura (Claude Miller, 1977), sobre la novela Ese dulce mal. Allí un hombre (Gérard Depardieu) está dispuesto a matar por una antigua novia a la que ama de manera enfermiza, aunque ella decidió rehacer su vida con otro hombre. Mientras tanto, una vecina (Miou-Miou) comenzará a acosarlo de similar manera a la que él practica con su antigua enamorada. Con todo ese condimento se erige uno de esos inconfundibles universos Highsmith en el que, sin tomar partido por ningún personaje, se muestra una galería de seres que, en sus obsesiones y oscuras conductas, larvadas por lastres psicológicos, lucen una cotidianeidad inquietante, por lo que es previsible que todo acabe en un turbio y funesto final. Un sensacional Depardieu y una exultante Miou-Miou levantan aún más los decibeles de esta propuesta.

Otra obsesión carcome al protagonista de La celda de cristal (Hans W. Geissendörfer, 1978), que sólo adapta la segunda mitad de la novela homónima. Allí, un arquitecto (Helmut Griem) iba preso en forma injusta, porque lo hacían responsable del derrumbe de una escuela con todos los niños dentro, y no podía probar su inocencia. Nada de ese período carcelario figura en el film, que comienza cuando el personaje recobra la libertad y vuelve con su esposa (Brigitte Fossey). El hecho de escamotear ese período carcelario es fascinante, porque el espectador siente sus años de aislamiento a medida que se va percatando que la vida de la esposa siguió siendo normal, lo cual hace mucho más terrible la injusta alienación que padece el marido, debido a un sistema que para llevar preso a alguien no busca culpabilidades, sino que exige demostrar la inocencia del inculpado. Aquí planea Dostoievski, con sus culpas y castigos, con víctimas masculinas que no son débiles sino sólo humillados y ofendidos, debatiéndose entre la angustia y la vergüenza. Todo lo que rodea al hombre es siniestro, porque vivimos en un mundo siniestro: sabemos desde el inicio que la esposa tuvo un romance con el abogado del esposo; éste sospecha, por lo que se entiende y parece justa la genuina alienación del personaje, su horror ante el hecho consumado. Pero si dijera algo pasaría por paranoico o enfermizamente celoso, ya que estaría acusando al único hombre que lo defendió e intentó salvarlo de sus años en prisión. De esa forma el título se refiere a la vida que este hombre vive hoy, sumido en la introversión, dentro de una campana en la que sigue atrapado, mirando hacia afuera, como si su vida y sus sentimientos fueran un error mayúsculo. Pocas veces el espíritu siniestro y misógino de Highsmith fue tan bien llevado a imágenes como en este film injustamente olvidado, que captura el sadismo e insensibilidad a los que la autora nos tiene habituados.

Más irónica en apariencia, pero igual de turbia es Mar de fondo (Michel Deville, 1981), donde Jean-Louis Trintignant e Isabelle Huppert son una pareja perfectamente integrada a la clase media alta de una isla. Padres de una niña, tienen todo para ser felices, y sin embargo parecen estar desintegrándose. Ella sobrelleva su aburrimiento coqueteando con gente joven bajo el ojo del esposo, quien deja que esos juegos perversos vayan con calma, divirtiéndose cuando amenaza a sus rivales: les dice que los hombres que rodean a su mujer no le dan celos, aunque si lo irritaran sería capaz de matarlos. ¿Broma o verdad oculta? Nadie lo sabe, hasta que un amante aparece ahogado en la piscina durante una fiesta. La investigación policial concluye que la víctima se ahogó, y el marido queda libre de toda sospecha… excepto las de su mujer. Deville nos guía en esta trama enigmática gracias al rigor de su puesta en escena, unos diálogos chispeantes y malintencionados, un milimétrico montaje y la brillante dirección de actores, logrando un film anti-realista, turbio, nunca confuso o aburrido. El suspenso consiste en preguntarse hasta dónde podrá llegar esa pareja en su relación de juegos y provocaciones. Película negra en el estudio de personajes, refinada, sutil, elegante y venenosa. Deville se separa de la ominosa novela y construye una comedia policial de elegancia implacable, sin traicionar el espíritu del libro. Armoniosa, compleja y límpida, vale la pena hundirse en esta delicia morbosa, en estas aguas turbulentas y profundas, que son la sal de un film insidiosamente encantador.

 

Una muy rara obsesión surge también en El grito de la lechuza (Claude Chabrol, 1987), donde un artista (Christophe Malavoy) se traslada a un calmo barrio de Vichy, intentando salir de la depresión que le causa el divorcio de su esposa (Virginie Thévenet). Aunque no es un voyeur, empieza a espiar a su vecina (Mathilda May), que parece llevar una vida tranquila y ordenada, motivos que quizás expliquen su conducta, al contemplar a alguien tan seguro y de existencia tan apacible. Chabrol vuelve a reírse de las taras burguesas, y Highsmith le da en bandeja la oportunidad para ahondar en el alma humana y conseguir sacar de ella ese lado oscuro y sorprendente que muchas personas reservan sólo hasta el momento en que se sienten bajo presión. Paradójicamente, aquel que pareciera ser el más perturbado, quizás dé la más interesante sorpresa. La trama se sostiene por la seductora personalidad de los protagonistas, y los hechos alcanzan gradualmente toques de thriller e intriga policial debido a la reacción de un amante celoso y una mujer despechada. El ritmo se mantiene en buen nivel, las actuaciones son correctas y el film, aun siendo menor que la novela, puede sumarse a las adaptaciones de Highsmith que merecen verse.

ATÍPICA E INESPERADA. La película atípica es Carol (Todd Haynes, 2015), que no trata sobre asesinatos ni psicopatías, sino que cuenta la historia de la relación del alter ego de Patricia (Rooney Mara), vendedora en Bloomingdale’s, con la elegante mujer madura que súbitamente la enamora (Cate Blanchett), un episodio real al que nos referimos con anterioridad. La película aborda su tema mediante sugerencias, en una coreografía de pequeños gestos llevada a cabo con la máxima precisión, elegancia y delicadeza, sin que el apabullante dominio y autocontrol de Haynes robe una sola gota de emoción al asunto, al orquestar los elementos que componen un film muy pulcro y mesurado. Por una vez alejada de toda patología inquietante, Highsmith revive su juvenil aventura, y espectador contempla cómo una mujer casada e íntimamente lesbiana escapa de su marido para deslizarse entre los pechos de una joven, en una escena tan ardiente como pudorosa, que tarda en llegar, sin que nos impacientemos, inmersos en la envolvente atmósfera de los recuerdos de una chica, a través de un diálogo repleto de tanteo y dobles sentidos en el que se ve empujada a confesar una infancia sin muñecas, más cercana a los juguetes masculinos. Al fin y al cabo, el tren eléctrico simboliza la impecable disposición circular del film, que acaba donde empezó. El director de fotografía Ed Lachman y el músico Carter Burwell contribuyen con sus preciosistas juegos de reflejos y melodías a construir una atmósfera onírica de romántica ensoñación, que evoca al cine clásico con un barniz de irreprochable modernidad. Haynes actualiza las confesiones que, en los años 50 por imperativo moral, Highsmith no hubiera podido llevar al cine. Film exquisito, contacta al director con su tema predilecto: la lucha del diferente contra el aislamiento impuesto por una sociedad que practica de continuo una rigurosa doble moral.

 

La película inesperada se llama Match Point (2005) donde Woody Allen dirige y escribe una historia que no se basa en Patricia Highsmith, pero la homenajea directamente. Una ex promesa del tenis (Jonathan Rhys-Meyers) va a Londres a dar clases, conoce a una joven rica con la que se casará (Emily Mortimer), pero se enamora de la novia (Scarlett Johansson) de su cuñado (Matthew Goode). La historia que de allí surge es absolutamente imprevisible, con una media hora final sorprendente, por lo que cuenta y por su enorme fuerza emotiva. Paradójicamente, en esa vertiente final Allen comete un error grueso: en un film absolutamente realista, aborda una escena con fantasmas, puesta para que dos personajes verbalicen lo que hacía rato estaba claro desde la imagen. Hasta ese momento (y luego) el cineasta hace todo tan bien que pese a la pifia el resultado no se resiente. Allen rodó enteramente en Londres, y logra hacernos respirar su esencia. Los actores ofrecen una labor de primera clase, con especial mención para Rhys Meyers: atención a sus miradas cuando está pensativo, y a sus expresiones cuando toma alguna decisión… es una interpretación de las que no se olvidan. Por otra parte, Allen inesperadamente nos sorprende rodando un par de secuencias de sexo, algo inhabitual en él. Luego prosigue el relato con sutiles y elegantes movimientos de cámara, no mostrando más de lo necesario, dotando al film de un ritmo impecable, por el cual el interés nunca decae gracias a un guion preciso, sin fisuras, donde no falta nada. Allen no moraliza ni emite juicio alguno, dejando esa difícil labor al abrumado espectador, como hacía Highsmith con sus historias. El resultado es un buen film de suspenso que homenajea a una novelista mayor.

 

Para este año se espera una nueva adaptación de Mar de fondo, aunque saber que estará realizada por Adrian Lyne, que hace dos décadas no filma, pone los pelos de punta. Ese perpetrador de engendros (Flashdance, Nueve semanas y media, Propuesta indecente, la cobarde versión de Lolita) y de la desequilibrada Atracción fatal sólo abandonó la banalidad dos veces: en Alucinaciones del pasado e Infidelidad, que eran satisfactorias. Sería bueno si algo de esos dos films se colara en esta nueva adaptación que protagonizará Ben Affleck y Ana de Armas, pero el tráiler hace temer lo peor: ¿alguien puede imaginar escenas con metralletas y explosiones en una historia de Highsmith? Sin querer pasar por profeta, pienso que sería mejor que el lector revisara sus mejores adaptaciones al cine, o se sumergiera en la obra literaria de una mujer que odiaba a los humanos y gustaba de la soledad. Patricia amó a muchas mujeres y a algunos hombres, pero no consiguió ser feliz. Su carácter pesimista, inseguro, malévolo y autodestructivo le hacía pensar que el mundo es una basura, lo que vino como anillo al dedo para una de las propuestas literarias más perturbadoras del siglo pasado. Y también para el de hoy, porque ¿alguien puede imaginar qué hubiera escrito esta mujer basándose en el confinamiento que impuso el coronavirus? Sólo pensarlo da escalofríos, aunque quizás fuera una experiencia gratificante. Al fin y al cabo, según Patricia todos tenemos dos caras.

 

 

HAYAO MIYAZAKI: Cumple 80 años el mayor poeta del cine de animación.

0

Por Amilcar Nochetti. Miembro de la Asociación de Críticos de Cine de Uruguay (filial Fipresci)

Hayao Miyazaki ha realizado una obra inimitable y personal, llena de acción y lirismo, ambientada en un universo fantástico poblado por seres muy queribles, que viven grandes aventuras poéticas, entre un apasionado romanticismo y dilemas morales orientados tanto a niños como a adultos: ése quizá sea su mayor triunfo. Su cine habla de amistad, amor, bondad, tolerancia, avaricia, odio, y también sobre la lucha inútil entre los hombres y la tecnología mal utilizada. Sus obras, humanistas y optimistas, han estado impregnadas de un fuerte sentimiento ecologista, con recomendaciones de protección a la naturaleza, cuya imparable destrucción por parte del hombre es uno de los asuntos que más preocupan a Miyazaki. Pero quien observe su labor en el largometraje verá que debutó a los 38 años, en la mitad de su vida. Sin embargo, no era un novato en el arte del cine, porque Miyazaki es bastante más que el director de once largometrajes multipremiados.

 

VIDA. Hayao Miyazaki nació en Tokyo, el 5 de enero de 1941. Katsuji Miyazaki, su padre, era director de Miyazaki Airplane, que construía timones para los aviones de combate A6M Zero durante la Segunda Guerra Mundial, en la que Japón había entrado en setiembre de 1940 al establecer el Eje Roma-Berlín-Tokyo con Hitler y Mussolini. ​ No todo fueron rosas para los Miyazaki en esos años, ya que en 1944 debieron ser evacuados, primero a Utsunomiya, luego a Kanuma, donde se hallaba Miyazaki Airplane. El cineasta ha dicho que su familia era adinerada y podían vivir con comodidades durante la guerra debido al trabajo del padre y de un tío en la industria bélica, pero también habló sobre cómo los bombardeos nocturnos sufridos a los cuatro años de edad le dejaron una gran impresión, recordando la retirada familiar de Kanuma en llamas, sin facilitar transporte a la gente necesitada. También narró cómo el fuego coloreaba el cielo nocturno, mientras huía con su familia a una distancia lejana al peligro. No es raro entonces que el Miyazaki adulto fuera y siga siendo un pacifista a ultranza.

 

Terminada la guerra, tras el profundo impacto que causó al Japón el desastre de Hiroshima y Nagasaki, Miyazaki cursó sus estudios primarios en cuatro ciudades distintas debido a las constantes mudanzas que padeció su familia. Fue también en esa época que su madre enfermó de tuberculosis espinal, debiendo permanecer en cama de 1947 a 1955, episodio que reprodujo en Mi vecino Totoro. La madre pasó los primeros años en el hospital, pero luego pudieron atenderla en la casa, se recuperó y sobrevivió, muriendo en 1980. Después de graduarse Miyazaki inició sus estudios superiores, porque desde niño intuía que iba a terminar dedicado al negocio de la aviación como su padre, pero recibió un fuerte impacto al asistir al estreno de La leyenda de la serpiente blanca (Shiro Toyoda, 1958), una coproducción de Toho con Shaw Brothers, de Hong Kong, que fue la primera película animada japonesa en color. Allí, según dijo, “quedé profundamente enamorado de la heroína, pero también supe que en esa área estaba mi futuro profesional”.

 

Miyazaki confesaría además que desde la pre adolescencia sentía que tarde o temprano se convertiría en algún tipo de artista. Sus intereses por entonces eran el anime y el manga, cuando recién empezaban a ser conocidos, y rápidamente advirtió que el mundo del cómic le acompañaría siempre. Comenzó leyendo historias ilustradas en revistas para niños y jóvenes, y en ellas reconoció las influencias de artistas como Tetsuji Fukushima (1914-1992), Soji Yamakawa (1908-1992), y sobre todo Osamu Tezuka (1928-1989), que sería famoso a escala mundial como productor de la serie Kimba, el león blanco (1965) y la trilogía compuesta por Las 1001 noches (1969), Cleopatra (1970) y la sensacional La tristeza de Belladonna (1973), primera obra maestra animada del cine japonés. Como director y libretista Tezuka alcanzaría la gloria con dos inolvidables series de Astroboy (1963, 1980). Años más tarde Miyazaki comentaría que, como resultado de la influencia de Tezuka, destruyó mucho de su arte temprano, convencido que era una forma incorrecta de copiar el estilo del maestro, lo cual le impedía desarrollar uno propio. Es que, para llegar a ser un animador independiente, Miyazaki tuvo que aprender a dibujar la figura humana, lo cual no le resultó fácil, según ha dicho repetidas veces. De todas maneras, no abandonó sus estudios, y terminó graduándose en ciencias políticas y economía en 1963.

​

INICIOS. A esa altura Miyazaki ya dominaba el arte del dibujo, y comenzó a trabajar en la compañía Toei, con el cargo de intercalador, que designa al encargado de los dibujos entre movimientos, tarea que realizaría en forma continua durante dos décadas. Debutó en 1963 en el largometraje Rock, el valiente de Daisaku Shirakawa, y logró establecerse definitivamente en el cargo con los 86 episodios de la exitosa serie Ken, el niño lobo (1963-1965), dirigida por Isao Takahata (1935-2018), de quien se haría amigo en forma inmediata. Por esa época Miyazaki fue líder sindical en un conflicto laboral, y terminó convertido en secretario del sindicato laboral de Toei. Otra muestra de su naciente talento tuvo lugar mientras trabajaba en Los viajes de Gulliver más allá de la Luna (Yoshio Kuroda, 1965), porque advirtió que el final del film no era bueno. Desarrolló su propia idea, la presentó y fue utilizada como cierre de la película terminada.

 

En 1968 jugó un rol fundamental como jefe de animación, artista conceptual y diseñador de escenas en La princesa encantada, icónico film de animación dirigido por Takahata. Siguió demostrando su notable nivel en todas las áreas de animación y diseño para El gato con botas (1969), también de Takahata. El éxito de ese film fue tan rotundo que el personaje terminaría siendo la mascota de Toei. En esa época ya comenzaba a hablarse más de Miyazaki como autor de los títulos en los que intervenía, que de sus directores. En 1969 también propuso escenas para el guion de La nave fantasma de Hiroshi Ikeda, en la cual tanques militares descendían a Tokyo causando histeria. Al ver el entusiasmo con que defendió su idea, los ejecutivos de Toei lo contrataron para elaborar el guion y la animación de esas escenas. También desempeñó un papel fundamental en el desarrollo de la estructura, la creación de personajes y el diseño de La isla del tesoro (Hiroshi Ikeda, 1971), y en la adaptación de Ali Baba y los 40 ladrones (Hiroshi Shidara, 1971), donde ayudó además con el storyboard y la animación de escenas.

Pero Toei parecía quedarles chica a Miyazaki y Takahata, y se fueron a la empresa A Pro en agosto de 1971, donde codirigieron 15 episodios de la serie Lupin III, germen de lo que ocho años después sería el primer largo de Miyazaki, El castillo de Cagliostro. En ese año además empezaron a preparar una serie sobre la adolescente Pippi Langstrump, dibujando storyboards extensos para el proyecto. Sin embargo, después de viajar a Suecia para conocer a la novelista Astrid Lindgren, no consiguieron el permiso para completar el proyecto, y la serie abortó. Después Miyazaki creó, escribió, diseñó y animó dos cortos de Panda Go Panda, dirigidos por Takahata, pero el fracaso sueco no los había dejado bien parados en A Pro, y decidieron mudarse a la Nippon. Esa fue una sabia decisión, porque en ese estudio lograrían sus mayores éxitos televisivos, conocidos en Uruguay, donde tuvieron amplia audiencia infantil: 52 episodios de Heidi (1974), sobre la conocida novela de Johanna Spyri; otros 52 episodios para Marco: de los Apeninos a los Andes (1976), basado en novela de Edmundo De Amicis; 26 episodios de Conan, el niño del futuro (1978), adaptación de novelas infantiles de Alexander Key; y 50 episodios de Ana de las tejas verdes (1979), basada en la serie de libros de Lucy Maud Montgomery. Todos dirigidos por Takahata, con Miyazaki en el departamento de animación. Debe destacarse la inteligencia revelada por los ejecutivos de Nippon, que durante ese quinquenio rodaron cuatro series basadas en material literario occidental, allanando el camino para establecer en forma definitiva la animación japonesa en los hogares de América y Europa, que sólo conocían los 52 episodios de la serie Meteoro (Tatsuo Yoshida, 1967-1968) y la mítica película El príncipe y el dragón de ocho cabezas (Yugo Serikawa, 1963). En ese momento Miyazaki abandonó Nippon y se mudó a TMS (Tokyo Movie Shinsha), para debutar en solitario como realizador. Una carrera magnífica estaba a punto de comenzar.

 

LUPIN, NAUSICAA Y GHIBLI. El punto de partida se llamó El castillo de Cagliostro (Rupan Sansei: Kariosutoro no Shiro, 1979), adaptación para el cine de las aventuras de Lupin III, uno de los personajes más famosos de la historia del comic japonés, que ya había sido protagonista de series para TV, una de ellas a cargo de Takahata y Miyazaki. Basado libremente en el Arsène Lupin de las exitosas novelas de Maurice Leblanc, Lupin III es uno de los mejores ladrones de guante blanco del mundo, un profesional elegante y socarrón, con sentido del humor, un dandy bohemio de carácter bondadoso, caballeresco y heroico, tan amante del dinero y la buena vida como de su oficio, que es la razón de su existencia. Visualmente es la película más artesanal de Miyazaki, con una animación que para la época resultó poseedora de una fluidez y un realismo encomiables. Básicamente parece un capítulo de las series de Lupin III llevado a larga duración, cargando la historia con nuevos personajes y apasionantes problemas que resolver. No hay sorpresas en El castillo de Cagliostro, pero tampoco Miyazaki pretendió darlas. El público obtuvo lo que esperaba encontrar, y el conjunto no decepcionó. Lupin y sus amigos (un pistolero y un samurái) pretenden hacerse con un tesoro oculto que parece existir en el laberíntico castillo de Cagliostro, en Europa Central. En su periplo deberán enfrentar a un malvado conde y sus secuaces, que guardan oscuros secretos en el interior de ese lugar, e incluso tendrán que rescatar a una bella y enigmática joven de sus garras. Por supuesto, también deberán luchar contra una eterna rival (a veces aliada), mientras huyen de un incansable inspector de policía. Eran 100 minutos de acción verdaderamente frenética, y diversión constante para el público infantil. En ese sentido no falta nada: persecuciones, disparos, explosiones, enigmas, humor, drama, romanticismo, e incluso una escena que ya presagia la futura brillantez del cineasta: la persecución de coches en los acantilados.

 

El segundo largo de Miyazaki resulta fundamental en su obra y en la historia del cine animado japonés. Nausicaä del Valle del Viento (Kaze no Tani no Naushika, 1984) se ambienta en un universo apocalíptico. Pasaron mil años desde una guerra terminal, y la humanidad sobrevive a orillas de un bosque contaminado con gases tóxicos e insectos mutantes gigantes, que cubren gran parte del planeta. El Valle del Viento es un minúsculo reino, rodeado de otros más poderosos y hostiles. Nausicaä es la princesa de ese lugar, gran piloto y guerrera, y también un ser compasivo que intenta hallar sentido al bosque contaminado, resistiéndose a ver a los insectos como enemigos, sobre todo a los Ohms, gusanos gigantescos y visualmente temibles, por quienes tiene una rara simpatía. La crisis estalla cuando el reino vecino de la princesa Kushana invade el Valle del Viento e intenta revivir a un dios de la guerra para vencer a sus enemigos y arrasar el bosque contaminado.

Nausicaä del Valle del Viento no es, como dicen, la primera película del Estudio Ghibli, porque fue realizada un año antes de la fundación de la empresa. Inspirada en un manga del propio Miyazaki, iniciado en 1982, su trama abarca sólo los dos primeros volúmenes de siete, que continuaron editándose hasta mediados de los años 90. Miyazaki declaró: “Hice la película para demostrar la ausencia de límites de la animación, y enseñar que el medio podía llegar más allá de la narrativa sin importar lo extravagantes o imposibles que fueran sus condiciones. Por eso el escenario contiene un paisaje de ciencia ficción que ninguna película de imagen real intentaba reproducir por aquel entonces en mi país, dado que los efectos especiales nunca podrían replicar la visión de este film en todo su esplendor, con tal magnitud de detalles y sin impedimentos, ya que tuve total libertad en ella”. Miyazaki da a la protagonista un nombre que proviene de la Odisea de Homero, el de la hija de Alcínoo, rey de los feacios. Nausicaä era un personaje humilde que hallaba en la playa al náufrago Odiseo y lo llevaba ante su padre. Miyazaki combina su carácter acogedor y su buen corazón con el de esta princesa que ama a los insectos, una chica que en cualquier otro momento o lugar sería rechazada por actuar incorrectamente, negándose a hacerse cargo de esas cosas femeninas que se supone debe hacer toda princesa.

 

Llama la atención la banda sonora de Joe Hisaishi, colaborador habitual de Miyazaki. Si este film es de los años 80, lo que más nos remite a esa década es la música. Partituras electrónicas estridentes acompañan la aventura de Nausicaä, mientras composiciones más melódicas ambientan los momentos calmos. Lo mejor es que la película muestra los dos ejes centrales que caracterizarían la futura obra de Miyazaki: el pacifismo y el amor a la naturaleza. Los personajes humanos se mezclan con animales, destacando la originalidad de los Ohms, que tienen 14 ojos, 14 pares de patas y viven en el bosque contaminado. Al ver ese esfuerzo de ambientación tan notable no extraña que la película recibiera el apoyo del Fondo Mundial de la Naturaleza. Su mensaje sugiere que el medio ambiente debe ser preservado, aunque la naturaleza no se componga de lindos animales, sino de una vida alarmante y precaria, pues cualquiera, por desagradable o raro que parezca, es un ser vivo. En ese sentido el film utiliza protagonistas femeninas fuertes, o villanas como la princesa Kushana, que termina viendo más allá de su limitada perspectiva, revelando finalmente sus verdaderos sentimientos. En este film que dura dos horas la naturaleza es lo primero. La humanidad viene después. La aproximación al ecologismo de Miyazaki empezó aquí, como resultado de la visión de un joven idealista a punto de cambiar la industria.

 

El clamoroso éxito de la película propició que la distribuidora Tokuma Shoten diera su apoyo a un proyecto que Miyazaki y Takahata manejaban desde hacía años: fundar un estudio propio. Así nació Ghibli, donde ambos cineastas seguirían produciendo películas de por vida. El nombre, elegido por Miyazaki, deriva del vocablo italiano que designa al viento cálido que llega a Sicilia desde el desierto de Libia, aunque también hace referencia al avión italiano Caproni Ca.309 Ghibli. Con los años el estudio tendría una incidencia tan espectacular en la industria animada que terminaría siendo llamado “el Disney de Oriente”. Más allá de etiquetas, lo valioso es lo conseguido en Ghibli, el resultado de una filosofía de trabajo en la cual la libertad del cineasta está por encima de todo. En el caso de Miyazaki tendrá suma importancia el sistemático rechazo del guion habitual en sus obras, desarrollando la narrativa mientras diseña los storyboards: “Nunca sabemos dónde irá la historia, pero seguimos trabajando en la película a medida que se desarrolla”, dijo. En cada obra empleó métodos de animación tradicionales, dibujando cada cuadro a mano. Las imágenes generadas por computadora recién se emplearían desde 1997, y sólo para “enriquecer el aspecto visual, siempre teniendo como lema retener la proporción correcta entre la labor con las manos y la computadora. Puedo sentirme muy satisfecho de seguir haciendo películas en 2D. Otro placer personal es, según mis amigos y colegas, una loca obsesión, y quizás lo sea: me gusta supervisar cada cuadro de mis obras”.

 

GHIBLI SE CONSOLIDA. En los hechos, la primera película del Estudio Ghibli fue El castillo en el cielo (Tenkû no Shiro Rapyuta, 1986). Todo comienza con una aeronave que se desliza sobre un mar de nubes en una noche de luna llena. Un agente secreto del gobierno acompaña a una joven, pero la nave es atacada por unos piratas que, al igual que el gobierno, buscan el secreto de la piedra que la chica lleva en su cuello. Esa piedra es la llave que abrirá las puertas de Laputa, una isla flotante en medio del cielo, creada por una antigua civilización desaparecida del planeta. Un joven se hará amigo de la chica, la ayudará a escapar y juntos querrán resolver el misterio de Laputa, provocando una cadena de acontecimientos irreversibles, porque en ese misterioso lugar hallarán un tesoro mucho mayor que el poder de gobernar al mundo. Laputa es un lugar ficticio de Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift, donde es una isla con base de diamante, que flota en el aire gracias a un gigantesco imán, por el cual sus habitantes pueden dirigirla hacia cualquier dirección. El castillo en el cielo comienza en un mundo de fantasía, que contrasta con el pintoresco pueblo industrial que ve interrumpida su vida por la aparición de la chica y su piedra. Pero al final, el mundo en el que se narra la acción sufre un cambio de dimensión, y eso es una evidente versión de nuestra realidad, porque la llegada a Laputa, olvidado lugar donde el dinero, la codicia y la lujuria no son motor de las decisiones de los pueblos, cambia el significado de nuestra existencia. La ciencia está muy avanzada en esa isla flotante, pero no para beneficio de la industria, sino para preservar la belleza natural, manifestando así el tema recurrente de la conservación del medio ambiente. Destacable es también que el film tenga conexión religiosa con la Biblia (uno de los villanos habla de cómo no fue Dios sino Laputa lo que destruyó Sodoma y Gomorra), y con el Corán, que dice cómo el Salvador regresará para derrocar a un monstruo de la sociedad enferma: en la película eso podría ser percibido como Laputa destruyendo el poder del ejército.

Y luego llegó la película que saca lo mejor del niño que nunca nadie debería perder. Mi vecino Totoro (Tonari no Totoro, 1988) tuvo enorme éxito en Japón: su impacto cultural fue tan grande que Totoro no sólo se convirtió en la mascota del estudio, sino que es tan popular entre los niños orientales como Mickey en Occidente. La película es un retrato de la vida rural japonesa en los años 50. Un profesor universitario se traslada junto a sus dos hijas a una casa cerca de un bosque, mientras su mujer se recupera de tuberculosis en un sanatorio rural. Un día la más pequeña de las niñas descubre a Totoro, espíritu guardián del bosque, que sólo los niños de corazón puro pueden ver. Junto a esta entrañable criatura y al sensacional Gatobús, las hermanas descubrirán el verdadero valor de la amistad, el amor y la familia, en una historia que parece muy externa, pero que resulta un verdadero viaje de descubrimiento interior. Esta no es una aventura sin cuartel, sino una anécdota de ritmo pausado y con espectaculares pero detallados aspectos visuales. A diferencia de cualquier film animado occidental, donde un niño que vaga solo por el bosque es sometido a múltiples temores y peligros, aquí la naturaleza es algo que debe explorarse y apreciarse. Todo se basa en la experiencia, la situación y la búsqueda, y no en conflictos o amenazas, y aunque a primera vista Totoro parece ser un monstruo, resulta ser un vecino. Miyazaki logra que esa gigantesca figura desconocida nos enseñe una bondad, encanto y armonía que se unen en una de las escenas más lúdicas de Miyazaki. En una noche de lluvia, las hermanitas comparten un paraguas esperando que el padre llegue desde su trabajo. Totoro aparece de la nada al lado de ellas, y le dan un paraguas. Tras un rato de torpeza, Totoro finalmente lo pone sobre su cabeza. Encantado al oír las gotas de agua golpeando encima suyo, salta alegremente, derramando la lluvia de los árboles: es un momento de perfecta magia en la comunión entre los personajes. A diferencia de Disney o Pixar, Mi vecino Totoro bordea un territorio puramente abstracto, porque no es una historia que posea el orden clásico de inicio, desarrollo y fin, sino que serpentea a lo largo de una caprichosa serie de episodios, capturando las emociones primarias que las niñas nunca entienden por completo. Estructuralmente es un collage de fugaces sentimientos unidos en un retrato que termina siendo majestuoso. La hermosa animación hace que los espíritus del bosque cobren vida, y la forma en que respiran, la textura de su piel y las sutiles expresiones faciales ayudan a erigir criaturas fantásticas, pero muy verosímiles. Hay gran inocencia en todos, y el hecho que sólo los niños puedan verlos y comunicarse con ellos hace que miremos ese mundo a través de los ojos y la imaginación infantil.

La aparente sencillez de Mi vecino Totoro, que oculta una visión hondamente humana del amor y la existencia, hizo que Miyazaki se tomara una vacación intelectual, y en sus dos siguientes films se mostrara más juguetón. El delivery de Kiki (Majo no Takkyûbin, 1989) muestra el pasaje de la adolescencia a la adultez con la responsabilidad que ello conlleva, alrededor de Kiki, joven brujita a punto de iniciar su entrenamiento. Como todas a su edad, tendrá que pasar un año entero lejos del hogar, en un lugar donde pueda ayudar a la gente con su magia. Montada en su escoba voladora, y en compañía de su divertido gato negro, emprende un viaje donde descubre el poder y sentido verdaderos de la magia. La historia es simple, pero está repleta de una riqueza visual fascinante, y se desarrolla en un mundo elaborado de manera tan realista que es difícil pensar que no exista. Las escenas de vuelo y el paisaje de esa ciudad son totalmente creíbles, logrando que experimentemos la clara sensación de cómo sería volar en una escoba. Si algo destaca en la película es la sencillez: aquí no hay robots, monstruos ni superhéroes, no hay niños más listos que los adultos, no hay adultos malvados ni escenas de lucha. Pese a que el film se centra en una bruja, los únicos actos sobrenaturales son los de Kiki volando en su escoba hablando con su gato, porque es una historia acerca de salir de casa y recomenzar, de conocer gente y ayudar al prójimo. Como heroína Kiki es simpática, y su determinación y optimismo son contagiosos. De a ratos la historia revela una belleza silenciosa, como cuando su amigo la espera bajo la lluvia y ella no llega; o cuando la mujer del panadero la invita a vivir en el segundo piso, dando la impresión que el marido no se preocupa por Kiki, aunque más tarde lo veamos horneando pan con la forma de una chica montando una escoba. Miyazaki nunca dice explícitamente nada: en él todo se aprecia en los detalles y los silencios.

Su siguiente film, Porco Rosso (Kurenai no Buta, 1992), relata la historia de un aviador inusual. Su nombre le viene por una maldición que sufrió, y que lo transformó de humano en un cerdo gigante. Desde entonces Porco trabaja como caza recompensas y protector de los barcos que sufren el ataque de los piratas del Adriático. Dado el espacio geográfico en el que se ambienta la historia, Miyazaki no evitó mostrar la situación política y social vivida en Europa en 1992 (la guerra de los Balcanes), y muestra a los militares fascistas con el uniforme que llevaban, ya que el objetivo aquí no es una crítica hacia el fascismo, sino al totalitarismo en general. Porco Rosso es una película que habla por sí misma, una divertida aventura que nunca se toma demasiado en serio, pero que está bien desarrollada. Miyazaki siente pasión por los aviones y lo muestra en multitud de diseños mecánicos con su habitual cuidado y atención al detalle. Pese a las elegantes maniobras de combate aéreo, o la frenética actividad de la construcción de aviones, la película emana alegría, limitando la violencia, aunque se sitúe en la Primera Guerra Mundial. Algo a destacar es que Miyazaki abandonó la costumbre de tener una protagonista femenina. El nombre real de Porco como humano era Marco Pagot, homenaje a los famosos dibujantes italianos, creadores de la serie Calimero. También hay un giro en el prototipo del protagonista, pues cambia la tendencia habitual de tenerlos muy jóvenes: Porco es un adulto que bebe, fuma mucho y es un playboy. De todas formas, como siempre en Miyazaki, hay amor por la naturaleza, dudas, hastío vital y realismo, rasgos encarnados por protagonistas femeninas. Aquí hallamos a la dueña de un restorán que ha conocido a Marco desde la infancia, una mujer segura de sí misma e independiente, que también conoce el sufrimiento y la tristeza. La joven en cambio es una adolescente pelirroja, nieta de un amigo de Marco, impetuosa mecánica experta que reconstruye el avión mientras soporta sus bromas. La historia se desbalancea en la colección de quienes fueron anunciados como los malvados piratas del aire, que son más rivales que villanos, y cuyas payasadas disparatadas llevan al film hacia la comedia. El culminante duelo aéreo entre Marco y el villano sólo es destacable porque es la única escena de acción relevante del film. Pese a ello, Porco Rosso no desentona.

LA PRINCESA MONONOKE. Miyazaki tardó cinco años en volver, y esa espera valió la pena. La Princesa Mononoke (Mononoke-hime, 1997) nos traslada al Japón medieval y la lucha entre los guardianes sobrenaturales del bosque y los humanos que necesitan sus recursos, temática que la emparenta con Nausicaä del Valle del Viento. La película fue un gran éxito en Japón, pero curiosamente en Hollywood enfrentó a Miyazaki con el productor Harvey Weinstein, que se enfureció al ver que el film duraba dos horas y cuarto, y exigió recortarle 45 minutos. El acuerdo firmado previamente con Disney por Miyazaki permitió al japonés vencer a su rival americano, que amenazó con despedir al antiguo ejecutivo de Ghibli Steve Alpert. La respuesta japonesa a Weinstein no tardó en llegar: un paquete con una katana y el mensaje “Sin cortes”. La revancha occidental fue la casi nula publicidad para el estreno en USA, lo cual redundó en un notorio fracaso de taquilla.

 

Forcejeos aparte, la historia presenta al príncipe Ashitaka que, al defender su poblado de un jabalí poseído por un espíritu demoníaco, es herido por éste, de forma que morirá a no ser que viaje al Este, de donde procede el animal, para dar con una cura. En ese viaje acabará en Ciudad del Hierro, gobernada firmemente por la carismática Lady Eboshi, enfrentada a los animales del bosque, ya que el objetivo humano es obtener materia prima del lugar para mantener una situación de mínimo bienestar e igualdad entre la población, incluso entre gente discriminada, como leprosos y prostitutas. En el bosque los animales, liderados por el clan de los lobos, son capitaneados por San, princesa salvaje que vive junto a una gigantesca loba, y cuyo amor hacia los suyos le hace defender su hogar a toda costa. San y Ashitaka acabarán conociéndose y buscarán una forma de detener una guerra inevitable, que promete arrasar con todo a su paso. Como animación, La princesa Mononoke era hasta esa fecha la labor más adulta, profunda y compleja de Miyazaki. No sólo hay personajes distintivos y únicos, tanto humanos como animales, sino que la trama tiene detalles bestiales y terriblemente explícitos sobre el horror bélico y la destrucción del medio ambiente. Incluso otros elementos, como la existencia de prostitutas o diálogos muy reflexivos, la ubican como un punto de inflexión en su carrera. Cada personaje es un mundo y cumple su rol a la perfección. Quizás el más impactante sea Lady Eboshi, mujer de armas tomar, muy firme, inflexible y preocupada por el bienestar de los suyos, aunque sus métodos no sean muy ortodoxos. Su retorcida y genial personalidad es brutal, y planea incluso por encima de los protagonistas, que forman un tándem destacado por el choque de personalidades antagónicas a la hora de conocerse.

 

La acción también forma parte del universo del film. La guerra es mostrada de forma salvaje y sin retoques, y la violencia explícita no se corta a la hora de hacer su aparición, especialmente cada vez que Ashitaka se enoja, ya que la herida en su brazo, a la vez que lo mata lentamente, le otorga una fuerza bestial con la que hará pedazos literalmente a los enemigos. Por su parte, la imaginación de Miyazaki vuelve a alcanzar cotas inigualables, con invenciones como los curiosos kodama, o el Gran Espíritu del Bosque. Pero lo mejor es su concienciación sobre el peligro de la guerra y la destrucción del patrimonio natural. Como film ecologista, es una denuncia terrible acerca de la barbarie humana, y sabe adaptarla para que el mensaje llegue a todo el público. Todo acompañado de una gran puesta en escena con una animación portentosa, brillante, detallista, visible en las terribles batallas de animales y hombres, el pacífico y mágico interior del bosque o la ambientación de Ciudad del Hierro. Fue la primera película de Ghibli que empleó técnica digital: diez minutos de dibujo y coloreado, más otros cinco con diferentes técnicas, que permitieron ilustrar la maligna marca del brazo de Ashitaka, o la mutación del dios jabalí en un ser destructivo. Gracias a la fusión del diseño clásico y el toque por ordenador, la naturaleza se vuelve majestuosa, y las misteriosas apariciones del Gran Espíritu del Bosque, que de día es un ser noble y de noche una resplandeciente luz, alcanza cotas de imaginación desbordada. La princesa Mononoke no habla sobre el bien y el mal, sino sobre cómo los seres humanos, los animales del bosque y los dioses de la naturaleza luchan por participar en un nuevo orden, consiguiendo Miyazaki su primera obra mayor.

EL VIAJE DE CHIHIRO. Otros cuatro años de espera para una segunda obra maestra, ganadora de 58 premios internacionales, incluidos el Oscar y el Oso de Oro de Berlín. El viaje de Chihiro (Sen to Chihiro no Kamikakushi, 2001) es una deslumbrante epopeya en la que una niña se ve inmersa en un mundo de fantasía al que habrá de acostumbrarse. Sus padres, transformados en cerdos por invadir un recinto exclusivo de dioses y espíritus, no la podrán ayudar a superar un reto que desborda cualquier fantasía que ella haya podido imaginar. El espectador va introduciéndose poco a poco en la peculiar casa de baños que forzosamente se convertirá en el nuevo hogar de la niña, donde irán desfilando una serie de estrafalarios personajes que provocarán llanto, amistad, amor y pasos de comedia, elementos que se suceden a través de hermosas estampas cobijadas en una historia compleja, debido a la densidad de sus propuestas. Sin necesidad de muchas explicaciones, uno comprende los sentidos que Miyazaki da a su obra. El sentimiento de desprotección que ahoga a Chihiro al verse sin el cálido amparo de sus padres pronto se disipa, cuando la pequeña va ganándose el respeto y cariño de los seres que pueblan la casa de baños. La tolerancia se descubre con fuerza según avanza la película. El materialista afán de los trabajadores de la casa, que se vuelven codiciosos al ver oro, se derrumba ante el amor, que será quien logrará apaciguar la ansiedad del dios Sin Cara. Y la amistad, representada en el único lugareño dispuesto a socorrer a Chihiro, hallará inesperada correspondencia cuando la niña ponga todo su empeño en salvarle la vida. Además, la banda sonora de Joe Hisaishi, hermosa y dulce, es responsable de la sensación de meditación que invade al ver el film. Fiel a su estilo, el músico subraya con brillantez los mejores momentos, como la presentación de Chihiro y sus padres, la llegada a la casa de baños, o los primeros trabajos que ha de realizar la niña. Esa es una manera de “leer” el film, pero hay otra.

 

La reveló el propio director, que detalló una forma muy peculiar de simbolismo en la historia, aunque para hablar de ello sea necesario dar detalles, por lo cual lo que sigue no debería ser leído antes de ver el film. Para Miyazaki, “el pueblo fantasma representa la vida ordinaria, la casa de baños sería el cuerpo, y su regenta Yubaba, el ego. Yubaba cuida de un enorme y caprichoso bebé al que mantiene aislado del exterior en una habitación llena de juguetes. Ese bebé representa las emociones. En los aposentos de Yubaba, en lo alto de la casa de baños (es decir, en el cerebro), hay un pájaro malévolo y varias cabezas saltarinas, que ilustran los niveles evolutivos reptílico (ave), mamífero (bebé) y humano (Yubaba), y el instinto primario de supervivencia -sexo y comida-, las emociones y la inteligencia”. Detrás de un vidrio oscuro Miyazaki estaría reflejando nuestra existencia en el pueblo fantasma: “La vida cotidiana durante el día se expresa en la actividad frenética del pueblo de noche. Y viceversa: cuando nos acostamos cada noche es cuando amanece en el pueblo, por eso Yubaba (el ego) abandona volando la casa de baños”. Esa es una magnífica metáfora de lo que pasa al dormirnos: la sensación que nuestro ego nos abandona y sale volando.

 

Esa interpretación continuaría en la masa de empleados que trabajan en la casa de baños, “que serían la multitud de pensamientos y actividades mentales que realizamos de día para exorcizar nuestros fantasmas. Por otro lado, Yubaba contrata a regañadientes a Chihiro, pero le roba su nombre, porque supone que la dureza del trabajo hará que lo olvide. La primera labor de Chihiro es bañar a un enorme fantasma pestilente: llegó la hora de arremangarse y limpiar lo más apestoso de nuestra personalidad, revelándose así la auténtica naturaleza del ser: un brillante espíritu del río que recompensa a la niña con una bola mágica. El episodio representa la más dura labor espiritual: limpiar la mente y corregir los malos hábitos”. El otro fantasma, el dios Sin Cara, es una sombra negra con careta que no parece desagradable, pero tiene el poder de generar pepitas de oro, a cambio de las cuales los sirvientes se desviven por atenderlo: “Conforme el dios devora los manjares y comienza a aumentar su tamaño, se descontrola y amenaza con destruir la casa de baños. Pero Chihiro siente pena por él y le da la mitad de su bola mágica, con lo cual Sin Cara comienza a vomitar, purificándose, hasta volver a su físico inocuo, una sombra sumisa. Esto representa el control de impulsos, codicias y apetitos”.

 

Hay otro personaje clave en el film, la hermana gemela de Yubaba. Idénticas físicamente, rigen sus vidas por principios opuestos: “La hermana de Yubaba es el reverso del ego, porque transformó su inteligencia en sabiduría. La sabiduría entra en los aposentos del ego guiada por el anhelo espiritual, o sea Chihiro”. De resultas de esa intromisión sucede una aventura que culmina en la ruptura del maleficio de Yubaba: “El episodio representa el momento en que nosotros, en total dominio de emociones y apetitos, y en contacto con la sabiduría, reconocemos nuestra verdadera naturaleza, esencial, innata”. Pero Yubaba tiene preparada una última prueba: antes de dejar ir a Chihiro le pide que identifique a sus padres entre un grupo de cerdos, y ella contesta que allí no están, porque todos esos cerdos son sirvientes transformados: “Es el instante en que nuestro anhelo espiritual logra su objetivo: nunca más ser engañados por el ego. Ahora sí somos libres. Chihiro regresa a la entrada del pueblo, donde aguardan sus padres, que no se han enterado de nada. En apariencia somos los mismos, pero íntimamente tuvo lugar una profunda e irreversible transformación”. Basada en arraigados dogmas japoneses y aceptando esa interpretación, viajar con Chihiro significaría perderse en los frondosos bosques de magia que Miyazaki mece con su arte, una rara experiencia que nos recuerda qué importante es la imaginación humana para saciar las quimeras e inquietudes olvidadas desde la más lejana infancia.

EL INCREÍBLE CASTILLO VAGABUNDO. Una tercera obra mayor logró Miyazaki con El increíble castillo vagabundo (Hauru no Ugoku Shiro, 2004), un film de anécdota frondosa. Sofi tiene 18 años y trabaja en la sombrerería de su padre fallecido. En la ciudad conoce al mago Hauru, joven seductor con poderes extraordinarios, pero Sofi supone que esconde algo. Ese encuentro no ha pasado desapercibido para la Bruja de las Landas, que odia visceralmente al mago. Cuando Sofi vuelve a la tienda la Bruja, haciéndose pasar por clienta, la hechiza, transformándola en una anciana de 90 años que no puede revelar su verdadera identidad. Sofi se ve obligada a abandonar su casa y decide buscar a Hauru para que la ayude a romper el hechizo. Éste vive en un castillo mágico que se traslada a voluntad del dueño. Sofi busca al castillo vagabundo, se pierde, pero el espantapájaros Cabeza De Nabo la lleva a la residencia de Hauru. Allí conoce a un joven aprendiz y al encargado de mantener el castillo, el demonio del fuego. Sofi logra que la contraten como asistenta. Esa anciana tan misteriosa y dinámica dará un nuevo aspecto a la descuidada residencia, consiguiendo que parezca un hogar. Pero ahí la aventura recién comienza, porque habrá que solucionar el destino de Sofi y saber los secretos que esconde Hauru.

 

La película es una muestra de maestría a la hora de mezclar su desbordante fantasía con una realidad inspirada en sociedades de diversos períodos históricos. Es un film animoso y esperanzador, por más que su historia podría calificarse como excesivamente abstracta, cobrando más importancia la forma que el contenido. Los personajes devoran con su sola presencia física al argumento, lo que tiene explicación en el conocido interés de Miyazaki por explayarse a la hora de dibujar determinadas imágenes que le vienen a la mente. Más allá del interés visual, los personajes son complejos, la mayoría desprenden contagiosa luminosidad, pero no son pocos los pasajes en los que se manifiestan los tormentos de sus almas. Por el contrario: quienes a priori parecían odiosos o repulsivos son seres atrapados por sus caprichos, envidias y egoísmos, siendo finalmente capaces de aceptar sus defectos gracias a Sofi. Pero donde en verdad triunfa El increíble castillo vagabundo es en su deslumbrante preciosismo técnico, apabullando al espectador con sus detalles animados. Paredes desvencijadas, estancias repletas de objetos, calles atestadas de gente por las que circulan auténticas antiguallas, hermosos campos en los que los cielos se fusionan con los lagos que los reflejan, son un ejemplo de la fuerza visual de este largo que, al igual que El viaje de Chihiro, sólo es para gusto del público exigente o entrenado en el cine arte.

ETAPA FINAL. Con Ponyo en el acantilado (Gake no Ue no Ponyo, 2008) Miyazaki logró volver a las raíces establecidas en Mi vecino Totoro. Esta película presenta una visión muy particular del clásico cuento de la sirenita, donde la tradición que envuelve la magia y los dioses japoneses se fusionan con una historia infantil llena de sentimientos. Inocente es el calificativo que le daría al film. Después de las complejas La princesa Mononoke, El viaje de Chihiro y El increíble castillo vagabundo Miyazaki, inspirado por el nacimiento de su primer nieto, vuelve al minimalismo, a los gestos y colores más sencillos, para inventar un mundo calmo y armónico, sin excentricidades. Es cierto que técnicamente parece un paso atrás, no por la ausencia de ordenadores, sino por el diseño de personajes, más acordes a los años 70 que al último Miyazaki. Ese detalle, mal visto por los fans del cineasta, es para mí la mayor virtud de esta película. La creación del mar de forma artesanal es magistral, y allí se destaca la introducción, donde vemos medusas y demás seres marinos moverse con una facilidad sólo lograda gracias a la labor rústica del japonés. En todo momento hay seres en pantalla, no sólo en primer plano, sino junto a la sirenita y el niño en sus aventuras, algo vital para la sensación natural que se quiere transmitir. El resultado es una sencilla historia, tierna y detallista al extremo, que en cierto momento no teme pisar el acelerador (la escena de la tormenta marina es absolutamente magistral), y en otros utiliza juegos visuales que le permiten desplegar el subconsciente, como la diosa de los mares, las olas creadas con bancos de peces, o las arrebatadoras hermanitas de Ponyo. Pero es el estilo sencillo del dibujo y la suavidad de la animación convencional las que completan este pequeño milagro infantil, en el mejor de los sentidos.

Hasta ahora, el último film de Miyazaki es El viento se levanta (Kaze Tachinu, 2013), y como despedida no sería lo más deseado. Narra la historia real de Jiro Horikoshi, un diseñador japonés de aviones de combate durante la Segunda Guerra Mundial, espinoso tema con el cual el cineasta pretendió rodar su film más maduro y adulto, aunque funciona sólo cuando toca temas de imaginación e inocencia, cuando se deja llevar por los encantos de las fantasías juveniles y el primer amor. En la narración juegan un papel destacado los sueños que el protagonista tiene de niño, cuando se imagina pilotando naves increíbles junto a su ídolo Caproni. Allí la meticulosidad y el ingenio del autor explotan de manera apabullante, contraponiéndose a la estética más sobria del resto del metraje, aunque en él tampoco falten escenas visualmente elocuentes, como la recreación del terremoto en Tokyo. En cuanto al asunto romántico, sortea la cursilería debido a que en él sentimos que el protagonista vuelve a ser niño, como en sus sueños, abandonando sus ocupaciones profesionales. Mi problema con la película surge en torno a la trama principal, al diseño de aviones. No es atractiva ni está bien narrada: las escenas funcionan individualmente, pero falta una dirección más precisa al conjunto. Aquí el mensaje sería que el protagonista no diseña aviones con propósito bélico, sino por amor a la aeronáutica, por lo que debería debatirse entre materializar esa ilusión mostrándose contrario al violento uso al que se destinarán sus aviones. Ese sería el conflicto buscado por Miyazaki, pero falta claridad en el motivo y en las consecuencias de los actos del protagonista. Además, el metraje está descompensado, no sólo por no armonizar bien esa parte de la historia con los elementos del sueño y el romance, sino porque hay segmentos que no aportan nada, en particular el viaje a Alemania. El viento se levanta no logra unir o equilibrar correctamente la parte más libre y alegre de la historia con la otra, tan formal y melancólica.

 

El 1º de septiembre de 2013 Miyazaki anunció su retiro del Estudio Ghibli, aunque no del Museo, fundado como atracción comercial y turística el 1º de octubre de 2001. En agosto de 2014, la Academia de Hollywood informó a la prensa la concesión a Miyazaki del Oscar honorífico como reconocimiento a su carrera. ​El cineasta acudió a recibir el premio, cosa que no había hecho al ganar con El viaje de Chihiro, molesto aún por el episodio con Weinstein y Disney. Sin embargo, no era un buen momento para Miyazaki, porque el 3 de agosto de 2014 el productor de Ghibli Toshio Suzuki había anunciado que se clausuraba la producción de largos. Uno de los factores que provocaron esa decisión era el retiro de Miyazaki que, según Suzuki, “es un duro e inesperado golpe para todos”. De todas formas, también se especula con que ese retiro no fue la única causa del cese de fabricación de largos en Ghibli, sino que habría tenido mucha incidencia la baja recepción de taquilla de El cuento de la princesa Kaguya, la última obra dirigida por Isao Takahata antes de morir. Tampoco El recuerdo de Marnie (Hiromasa Yonebayashi, 2014) rindió lo esperado, y Ghibli siguió con sus licencias en el área hasta acabar una reestructuración culminada el 10 de agosto de 2017, cuando reabrió sus puertas tras el anuncio de Miyazaki de volver a dirigir un largo, cuyo título provisional es ¿Cómo vives? Debió estrenarse en 2020, pero su rodaje se atrasó debido al coronavirus. Eso no impidió a Miyazaki rodar un corto en 2018 llamado Boro, la oruga, que no he visto. Según IMDb en 14 minutos cuenta el romance entre dos seres marítimos: una araña y la oruga del título. Más allá de un (hasta ahora) último film no del todo logrado, y seis años de idas y vueltas en torno a Ghibli, la estatura creativa de Hayao Miyazaki está fuera de duda. Si alguien la tuviera, no tiene más que echar un vistazo al documental El reino de los sueños y la locura (Mami Sunada, 2013) para acceder de primera mano a las formas de trabajo y el talento de un artista cuyo nombre debería ser tallado en mayúsculas en la historia del cine de animación.

https://www.youtube.com/watch?v=Hjj1PQORNKg%20%20

BALANCE 2020 – AÑO PANDÉMICO

0

Las 10 mejores películas estrenadas en 2020 según MARCOS ALTAMIRANO. 

(Sin orden de mérito)

Family Romance, LLC de Werner Herzog

Largo viaje hacía la noche de Bi Gan

5 sangres  de Spike Lee

Parásitos de Bong Joon-ho.

Planta Permanente de Ezequiel Radusky

Las motitos, de Inés María Barrionuevo y María Gabriela Vidal

El sol que abrasa  de Chung Mong-Hong

Pienso en el final  de Charlie Kaufman

Las Mil y una  de Clarisa Navas

Con nombre de flor de Carina Sama

 

Series 2020

 

Gambito de Dama (Miniserie) de Scott Frank y Allan Scott

Ozark (Temporada 3)  de Bill Dubuque y Mark Williams

The Umbrella Academy (Temporada 2) de Steve Blackman y Jeremy Slater

Sex Education (Temporada 2) de Laurie Nunn y Mawaan Rizwan

The Boys (Temporada 2) de Eric Kripke

Carmel: ¿Quién mató a María Marta? de  Alejandro Hartmann.

 

 

 

Las 10 mejores películas estrenadas en 2020 según MATÍAS CARRIZO.  

Sin orden de preferencia:

Historia de lo oculto de Cristian Ponce

Mi maestro el pulpo de Philippa Ehrlich, James Reed

Mañana tal vez de Florencia Wehbe

Mank de David Fincher

Azul el mar de Sabrina Moreno

Soul de Pete Docter

Bosquecito de Paulina Muratore

Kiss the ground de Joshua Tickell, Rebecca Harrell Tickell

Toto de Marco Baldonado

 

Las 10 mejores series estrenadas en 2020 según ALEXIS GUTIERREZ BLANCO.  

(sin orden de mérito)

 

1.Ozark (Temporada 3)

2.The Mandalorian (Temporada 2)

3.Devs

4.Tales from the Loop

5.The Boys (Temporada 2)

6.Sex Education (Temporada 2)

7.Better Call Saul (Temporada 5)

8.The New Pope

9.Westworld (Temporada 3)

10.Raised by Wolves

Las mejores estrenadas en 2020 según CAMILA ADARO LILOFF.

(Lo que pude ver)

Sin orden de mérito

 

Planta Permanente de Ezequiel Radusky

El cazador de Marco Berger

Lina de Lima de María Paz González

Family Romance, LLC de Werner Herzog

Largo viaje hacía la noche de Bi Gan

Los perros no llevan pantalones de Jukka-Pekka Valkeapää

Waves de Trey Edward Shults

 

Muy increible: Diablo Rojo de J. Oskura Najera, Sol Moreno

Metrópolis: 20 años de balance.

0

Por Marcos Altamirano

En el año 2000 me invitan a participar de un programa radial sobre cine, Metrópolis (ciudad de cine), por Radio Universidad FM 97.7. A partir de ese momento, y cada cierre de año,  un ejercicio recurrente fue el armado de  listas de lo mejor y lo peor del año en cuanto a estrenos cinematográ¡ficos. El criterio siempre fue el mismo,  elegir pelí­culas estrenadas comercialmente en Argentina; y especialmente las pocas que llegaban a nuestra ciudad.

En 2005 aparece la versión en lí­nea de Metrópolis, un  sitio web dedicado í­ntegramente al cine que recupera la esencia del programa de radio, y se suman otras miradas al trabajo de pensar desde la crí­tica y el comentario el espectro de pelí­culas que se estrenan año tras año.

El ejercicio invita al/la cinéfilo/a a repensar su propia prá¡ctica, a poner en conflicto el elemento necesario pero nunca suficiente del gusto y a moldear una visión del cine (y del mundo).

A modo de iniciativa personal decidí­ recuperar cada año de balance, 20 años de realizar sistemá¡ticamente un ejercicio  que nos permita  seguir pensando el mundo crí­ticamente desde el cine. No lo hice solo, en  este mismo sitio encontrarán  listados con todos los estrenos comerciales en Argentina, de 2000 en adelante, y muchos años de balances y recomendaciones de amigues que a partir de sus selecciones, comparaciones, se posicionan, cuestionan y reflexionan sobre las miradas críticas y  estereotipadas del cine.

Descargar pdf con el balance 2000-2020 (Aquí

)

KIM KI-DUK (1960-2020): Autor violento, perturbador, discutido y acusado.

0

Por Amilcar Nochetti. Miembro de la Asociación de Críticos de Cine de Uruguay (filial Fipresci)

 

RASGOS. Kim Ki-duk hubiera cumplido 60 años el 20 de diciembre de no haber muerto por complicaciones del coronavirus nueve días antes en Riga, Letonia, lugar al que había llegado el 20 de noviembre para tramitar un permiso de residencia permanente e iniciar los preparativos para el rodaje de una nueva película. En la actualidad el cine surcoreano está dominado por directores como Lee Chang-dong (Oasis, Poesía para el alma), Park Chan-wook (Oldboy, La doncella), Hong Sang-soo (el Woody Allen asiático, que filma una comedia por año) y Bong Joon-ho (Memorias de crímenes, The Host, Parásitos). Sin embargo, en la primera década del siglo 21 el único cineasta surcoreano ampliamente reconocido en festivales occidentales era Kim Ki-duk, que fue para el cine de su país lo que en los años 50 había sido Akira Kurosawa para Japón: un auténtico referente fuera de sus fronteras, cuyas historias y personajes conectaron con la platea occidental, ávida de cinematografías distintas. Hay tres claras etapas en la obra de Ki-duk: un período inicial, con cinco películas entre 1996 y 2000; un período de gloria, con diez títulos que oscilan de lo valioso a lo notable, entre 2001 y 2008; y, luego de tres años de retiro, una década final (2011-2020) con nueve films que lo mostraron como un artista absolutamente radical e ingobernable. Esa vertiente despareja, llena de gratuidades visuales y alarmantes vacíos de contenido, lo apartó del circuito festivalero, del aprecio crítico, de las salas comerciales y del público. De todas formas, es innegable que fue él quien proyectó al cine surcoreano a escala mundial, y por lo menos por eso deberá ser recordado siempre.

 

Hijo de campesinos, Kim Ki-duk había nacido en Bonghwa el 20 de diciembre de 1960. Inicialmente fue albañil y luego perteneció a los marines: no hay que olvidar que Estados Unidos y Corea del Sur son los dos únicos países que poseen ese cuerpo militar. Pero Ki-duk tenía inquietudes artísticas, y entre 1990 y 1992 estudió pintura y escultura en París, antes de dedicarse de manera autodidacta al cine: “Yo no estudié en ninguna academia. Decidí hacer cine después de un viaje por Europa. Algo cambió sobre mi percepción de la vida, empecé a cuestionarme muchos prejuicios con los que me habían criado. Al volver a mi país empecé a rodar. Porque para hacer películas lo importante es vivir la vida. Para mí ha sido la mejor escuela”. En líneas generales hay que decir que el cine de Kim Ki-duk conmueve, inquieta, espanta o deja perplejo al espectador, despertando pasiones contrapuestas, por las que el público terminó dividido entre quienes lo aman y quienes lo odian. Es un cine en el que se despliega silenciosamente una interrogación ética centrada en personajes marginales, atravesados por pasiones que en muchos casos los llevan al crimen, en una sociedad cuya antigua cultura va quedando arrasada por la larga presencia americana, la seducción del dinero y el empuje al consumo. Con escasos recursos técnicos (siendo a la vez director, guionista y coproductor de sus films) su arte encuentra su raíz en su “saber hacer” con la mirada, que a veces se esconde como marco de cuadros bellísimos, y por momentos se vuelve voyeurista, perturbando la comodidad del espectador al devolverle un espejo de su propio goce, y encontrando siempre en estos vaivenes el instante de la creación de un espacio de intimidad absolutamente original.

 

Nadie mejor que el propio Ki-duk para reflexionar sobre una obra tan fermental: “Mi cine está menos cerca del realismo que del surrealismo, porque no se apoya sólo en la narración, sino en las imágenes, que amplían el horizonte dramático. Mis films son como cuadros. Incluso las pinturas más figurativas se apoyan en estrategias de representación abstractas. Yo solía pintar, y me fascinaba el trabajo de pintores figurativos abstractos como Schiele, Klimt, Dalí. Como ellos, siempre traté de explorar la diferencia entre el realismo y lo fantástico”. Respecto al fervor causado por su obra en los festivales entre 2000 y 2008, el cineasta fue siempre muy claro: “Supongo que las grandes producciones son una tentación para muchos directores. No es mi caso, yo quiero preservar mi idea del cine y aceptar un gran presupuesto significaría asumir una serie de condiciones que no me interesa aceptar. Prefiero trabajar con medios limitados, y quizás ese aspecto independiente de mi obra sea el que atrae a los festivales y los jurados de los mismos”. Ki-duk, de físico potente gracias a su pasado militar, recorrió durante años el continente europeo. Su cine se basa tanto en la belleza como en una sexualidad que suele derivar directamente en violencia. Encontraba su mejor material en la sordidez, tensando el alma del espectador con la idea de dinamitar tabúes. De la misma forma fue también muy claro al referirse a sus obras del período final: “No creo que mis películas sean especialmente difíciles. Si no se entiende algo quizá es que debe verse una segunda vez. Si la segunda vez tampoco queda claro, dele una nueva oportunidad. Todas las películas encierran secretos, y esos secretos se van descubriendo poco a poco”.

RÁPIDO ASCENSO (1996-1999). La carrera del desconocido de 36 años que se jactaba de no haber realizado un solo curso de cine no comenzó tan mal como podía esperarse dada la falta de base teórica y experiencia que revelaba. Cocodrilo (Ag-o, 1996) es la historia de un marginado de insoportable carácter que vive bajo un puente junto a un niño y su abuelo. Cada uno obtiene dinero y comida empleando sus propios métodos: él es un gran buceador, por lo que recoge las carteras de los suicidas que se arrojan al río desde el puente; el niño vende chicles, y el abuelo tiene talento natural para la mecánica. Sus vidas comenzarán a cambiar el día en que decide salvar la vida a una joven que intenta matarse. Hay que reconocer que este debut estuvo por encima de la media profesional. Se trata evidentemente de una película de bajo presupuesto, pero aquí quedó perfilado el estilo entre efectista y poético, violento y delicado, de un cineasta muy agresivo y creativo desde el principio. El espectador ya supo aquí que su cine no sería para todos los gustos: quien quiera disfrutar mínimamente con la historia deberá estar dispuesto a soportar violencia, machismo y varias salidas de tono no demasiado atractivas para los paladares delicados.

 

Algo inferior fue Animales salvajes (Yasaeng Dongmul Bohoguyeog, 1997), historia con detalles autobiográficos sobre la extraña amistad que nace entre dos coreanos inmigrantes en París. El amor (y la necesidad de dinero para obtenerlo) les llevará a introducirse en el peligroso mundo de la mafia. Obviando una ridícula banda sonora, el guion es bastante bueno (uno de los que más se acerca al cine occidental), aunque no termina de estar bien pulido, porque se empeña en meter su violencia grotesco-poética en una historia que no la necesitaba, e introduce pistas que hacen que algunos sucesos de la excesivamente larga y enrevesada parte final sean totalmente predecibles. En cambio, hay algo curioso: aunque este film tiene más sangre y erotismo que otros de Ki-duk, no lo parece, porque todo tiene una justificación menos extravagante. El resultado tiene buenos momentos, algo muy encomiable si tenemos en cuenta el casi inexistente presupuesto manejado.

 

La puerta azul (Paran Daemun, 1998) ya fue un temprano logro. Todavía no hay poesía visual como la que se verá en algunos de sus futuros trabajos, aunque camina lento pero seguro rumbo a ello. Una joven prostituta llega a La Puerta Azul para reemplazar a la anterior, que se fue. La propiedad es de una pareja, y es el único medio de supervivencia de ellos, su hija y su hijo, protegidos para un futuro mejor. Esa recién llegada transformará la rutina, provocando el erotismo del adolescente y la molestia de su hermana, quien no lleva una vida normal, avergonzada y ocultando el trabajo de sus padres. El film desarrolla un tema controvertido y proporciona un sagaz estudio de las dos jóvenes protagonistas, colocando la historia en un ámbito dramático, lo cual es raro en el director. De todas formas, hay espacio para el bello simbolismo representado por la pequeña tortuga y el pez dorado, que pasan la vida en acuarios cerrados o peligrosas bolsas de plástico que se pueden romper. Esa metáfora sugiere la adaptación al medio ambiente como condición existencial. Es en ese sentido que debe interpretarse el personaje de la prostituta: el objeto sexual, la “mujer sucia” a ojos de la sociedad, una persona sin oportunidades, adaptada a situaciones en nombre de su subsistencia, porque sólo busca su lugar en el mundo. El personaje respira buenos sentimientos, y debe compararse con la hija de los propietarios, puritana, virgen y de mal carácter. Del choque entre la pureza imperfecta y el libertinaje encantador surge el hilo de la historia, la hipocresía, tema actual y siempre pertinente.

 

Y después de tomarse un año sabático, Ki-duk rodó en forma simultánea dos films muy diferentes entre sí. Ficción real (Shilje Sanghwang, 2000) es su peor película anterior a 2011. A Ki-duk lo mató la ambición de hacer algo distinto: la forma teatral vanguardista de plantear la locura es una masturbación mental de poca consistencia, pero está también la insoportable cámara testigo, y un final que quiso ser innovador, pero ya había sido ensayado antes por otros cineastas, Kiarostami incluido. En medio de esa pedantería hay una historia de venganzas violentas, en la que un dibujante callejero enloquece y decide vengarse de todos los que le han vejado en algún momento de su vida. Sobraron víctimas y faltaron explicaciones para el origen de tanto rencor en este feo paso en falso.

Ki-duk se repuso con la película más importante de su carrera en sentido histórico, ya que lo reveló al mundo, le dio merecidos premios y abrió paso a la mejor etapa del cineasta. La isla (Seom, 2000) es una bisagra entre el autor primerizo y el verdadero artista que llega a su madurez. Narra la historia de un ex policía que, atormentado por un pasado oscuro y violento, se refugia física y emocionalmente en una de las cabañas flotantes de un lago dedicado a la pesca. El negocio de cabañas del lago está regenteado por una chica sentimentalmente aislada y cerrada en sí misma, que se prostituye con los pescadores. Entre ambos nace, después que ella evita el suicidio de él, una necesidad de acercamiento, un afecto que se torna en amor extremo en todos los sentidos, que les lleva al masoquismo y aparece como forma de expurgar el dolor causado y alcanzar la redención. Esta relación destructiva les libera de la pesada culpa que cargan por un pasado en el que destrozaron otras vidas, y les encamina al perdón y la paz interior, fusionándolos con la naturaleza más indómita (el simbólico desenlace entre los juncos es sensacional). El ritmo surge delicado, pausado, contemplativo, porque los amantes hacen del silencio su reino. Sus actos los delatan, y también esos silencios cargados de tensión, que parecen a punto de estallar. Los paisajes naturales del lago aparecen en todo su esplendor, pero ellos y el ritmo leve se contraponen a la brutal y sádica violencia que inunda al film y exorciza a los amantes. Los símbolos y metáforas visuales se relacionan al dolor redentor y los mitos de la cultura coreana: los anzuelos que los personajes se enganchan en la garganta o en los genitales (lo más fuerte y angustioso que vi en años), los peces cortados y devueltos a la vida, o los bucólicos vegetales en el cuerpo desnudo simbolizando una curación que pasa por el retorno a los orígenes y la naturaleza. El film es un cuento feroz y minimalista, cautiva tanto como repugna, y es tan terrible como esperanzador. Suscitó polémicas por su extremísima violencia y por los maltratos a los animales reales que muestra, pero ello no impidió a Ki-duk y su actriz Jung Suh ganar premios en Venecia, Bruselas, Oporto y Sitges. Occidente abría las puertas a un talentoso cineasta que infringía las normas tres años antes que Park Chan-wook en Oldboy y Bong Joon-ho en Memorias de crímenes.

 

EN LA CIMA (2001-2008). Las obras de la primera década del siglo 21 convirtieron a Kim Ki-duk en uno de los diez mejores cineastas del mundo. Destinatario desconocido (Suchwiin Bulmyeong, 2001) abre este período, una de las películas más duras sobre la guerra, el desamor y la miseria humana. Una madre soltera envía cartas al padre de su hijo (soldado americano del que desconoce el domicilio) y se cruza con la historia de una familia campesina cuya hija entabla una relación amorosa con un marine estadounidense. Lírica y dolor, fusionados en imágenes oníricas y a la vez reales, en un mapa de violencia oriental mutada a la dominación occidental, con personajes marginales, carentes de amor, que buscan redención en lo que perdieron y saben que no hallarán. En una jugada maestra, Ki-duk provoca constantemente con la imagen, pero deja fuera de campo la violencia explícita, aunque manteniendo lo implícito en el campo visual, donde la tensión y el nerviosismo de cada personaje provoca un estado de rigidez constante en el espectador. Una puesta en escena estructurada, donde cada movimiento, cada plano, cada encuadre, cada secuencia, se halla controlada milimétricamente. Ese rigor está compensado por las inclinaciones de la cámara, el excelente manejo de la iluminación y la utilización de una banda de sonido adaptada a cada escena clave. Ki-duk se centra en el mundo interior de seres cuyas almas están libradas al azar y la suerte que, como en toda tragedia, nunca llega. Fue la primera película de Ki-duk exhibida en Uruguay, en 2004, en Cinemateca.

Y un día después los uruguayos accedíamos a Mal chico (Nabbeun Nanja, 2001), uno de los más discutibles títulos de su carrera, y el más exitoso debido a la popularidad del actor, protagonista de telenovelas. La simple mención de su retorcido argumento (la historia de una estudiante virginal forzada por un proxeneta a ejercer la prostitución, redimiéndose ambos a través del amor mutuo) la conecta con el resto de la obra del autor. Es otra vuelta de tuerca al arrebatado relato de desasosiego, crueldad, expiación, liberación y amour fou al que nos acostumbró Ki-duk, al límite no sólo de lo físico y lo moral sino de lo verosímil. La película discurre en escenarios urbanos, aunque subsisten las obsesiones visuales del autor (el agua, la violencia, el sexo, la prostitución, el silencio, los espejos y vidrios) como elementos cotidianos y naturales de lo inexplicable o lo irracional. Es su película más influida por el surrealismo de Buñuel. Precisamente, lo excesivo del tema y el voluntario desdén por los cánones narrativos y la credibilidad es lo que convierte a la película en irritante, levantando un muro infranqueable de frialdad y rechazo. Es incoherente que la narración sea naturalista, convencional y nada barroca, porque quiebra la atmósfera que debió haber tenido un relato surrealista. Por la dificultad que plantea la premisa inicial, lo turbulento de la historia, lo excesivo del melodrama, lo ininteligible de las actitudes y comportamientos de los protagonistas, y lo onírico y sórdido de la epifanía final, es uno de los films más gratuitamente desbordados del director.

 

Guardia costera (Hae Anseon, 2002) es otra cosa, aunque vuelve a transitar una espiral interminable de violencia ilógica, que deja huellas imborrables en los personajes. En una noche de patrulla militar, un soldado dispara a un civil que mantenía relaciones sexuales con su novia. El suceso provocará que ese soldado comience un descenso hacia la locura, transformándose en un fantasma incapaz de adaptarse a la vida en sociedad. Por su lado la chica, alma errante, elige la locura para superar el hecho violento que la dejó marcada. Es difícil averiguar si el film, aparte de su mensaje antibelicista, denuncia la separación de las dos Coreas, como la de la madre con su hijo, como la del amor con el abandono, como la del raciocinio con la locura. Lo mejor es el memorable final, donde la violencia salta a la calle (la sociedad) y se la percibe como un show (la barrera entre el televidente y la realidad), hasta que se clava en la audiencia y rompe esa invisible muralla. Es cuando lo aparentemente irreal y lejano se transforma en algo serio y amenazante. Ese fragmento constituye una de las metáforas más acertadas de toda la obra de Kim Ki-duk, y un digno final para una película dura con las guerras, y con la violencia que engendran.

Y después llegó su primera obra exhibida en el circuito comercial, la del título larguísimo: Primavera, verano, otoño, invierno… y otra vez primavera (Bom Yeoareum Gaeul Gyeoul Geurigo Bom, 2003), ganadora de 15 premios internacionales. Sobre la laguna serena de un valle paradisíaco flota un templo que refugia a un ermitaño y su discípulo. En sus correrías, el niño ata al cuerpo de varios animalitos sendas piedras que les impiden desplazarse con facilidad, divirtiéndose con su ataque a la naturaleza. El maestro lo castiga, ordenándole que libere a sus víctimas del peso, pero si alguna de ellas muriera, él cargará esa piedra sobre su corazón durante toda la vida. La película narra de qué forma ese niño cumplirá el karma que él mismo sin quererlo se pronosticó. Resultó curiosa esta elección de Ki-duk por una variante mística y lírica, para hablar de su tema recurrente: la violencia del hombre y de las relaciones humanas. Apela acá a la tradición oriental y realiza una película budista, cada una de cuyas escasas líneas de diálogo contiene una enseñanza. Narra el camino del discípulo junto al hombre sabio, consultado por quienes han perdido la salud: él les cura el alma, para sanarles el cuerpo. Como en la naturaleza, el proceso de aprendizaje es cíclico, y atraviesa diversas estaciones: el encuentro con el dolor, la pérdida de la inocencia, el nacimiento del sexo y el instinto de posesión, la admisión de la caída, purgación y ascesis. Las distintas etapas evolutivas del protagonista, separadas por años, están interpretadas por distintos actores, reservándose Ki-duk la fase final de superación y dominio del cuerpo en soledad. El film habla de evolución personal, de circularidad temporal, de marginalidad, de cómo la violencia subyace de maneras impensables. Los personajes son gente de pocas palabras, que han sufrido alguna herida muy profunda o una decepción muy grande que ha matado su fe y su confianza. La violencia es su medio de comunicación. Esas escenas violentas son las más expresivas de un film que de a ratos puede distraer, engañar, subyugar con su placer visual, porque aquí cada plano es una obra pictórica, tanto en lo compositivo como en lo cromático. Hay tanta belleza que puede resultar abrumadora: es evidente la búsqueda de la imagen perfecta y el deseo de impactar. Frente a la escasez de diálogos, las imágenes resultan elocuentes. Sus composiciones reflejan la comunión de hombres y animales, sugieren la apertura del alma a la reencarnación y lo irreversible del destino. Una obra mayor del cine surcoreano.

La siguiente película, Chica samaritana (Samaria, 2004), permitió a Ki-duk alzarse con el Oso de Plata al mejor director en el Festival de Berlín.  Dos chicas amigas se meten en la prostitución para pagar dos pasajes de avión hacia un destino que nunca conoceremos. Una de ellas presta su cuerpo a la causa, y la otra se encarga de arreglarle las citas por internet con hombres maduros que reclaman sus servicios, maquillarla y custodiarla en el lugar de encuentro. Es decir: es la proxeneta de su compañera de clase. Paradójicamente, la primera se toma todo como un juego inocente, mientras que la segunda carga con celos y sentimientos de culpa derivados de estar realizando un acto sucio que podría dejarlas marcadas. No en vano baña a su amiga después de cada cita, y manifiesta odio contra los clientes y el género masculino en general. Todo cambia con una inesperada tragedia, que llevará a esa hija de un policía viudo a ejercer de samaritana con los antiguos clientes de su amiga, para resarcir resquemores, al tiempo que su padre descubrirá sus actividades, y en un descenso a los infiernos se lanzará a purgar la situación a su manera. Con semejante tema al principio la película desconcierta, pero gana cohesión conforme avanza, hasta que termina con una notable metáfora. El film posee una visión pesimista de la vida urbana, asociada al delito, la soledad, la deshumanización y la importancia de la nueva tecnología: decisivos son aquí los chats y los celulares. No obstante, la naturaleza como contrapunto de serenidad sigue estando presente en el parque que visitan las jóvenes, en la hojarasca amarilla como nota de color, o en el escape final que conduce a padre e hija al campo, que sirve para acortar distancias y prepararse para saldar culpas. También reaparece la otra obsesión de Ki-duk, la prostitución, y lo que conlleva: una sociedad enferma, poblada por intachables padres de familia que se acuestan con chicas más jóvenes que sus hijas, personajes heridos y marginales, incomunicación y amoralidad. Otra cosa llamativa es la forma particular en que Ki-duk mezcla los componentes truculentos y “pornográficos” con elementos religiosos y espirituales, y sorprende la convivencia de los puntos de vista más morbosos con los más pudorosos, para construir un discurso hondamente espiritual, pero de turbia moralidad. Esta es una película con varias escenas de cama, pero nulo sexo explícito, donde el hecho de prostituirse es presentado con insólito candor e ingenuidad, aunque no titubea a la hora de dar una relación de tinte lésbico que explota el tópico de las colegialas uniformadas que comparten intimidad en la ducha; o que magistralmente resuelve un abrupto suicidio mediante un decoroso fuera de campo; o la clara búsqueda de raíces cristianas, donde la absolución se busca a través del pecado. Como si Alberto Olmedo se abrazara con Martin Scorsese, aunque estemos ante una conmovedora historia de entrega, renuncia y tutelaje paterno-filial, ejecutada con inusual osadía.

Hierro 3 (Bin-jip, 2004) fue otra obra mayor, ganadora de 15 premios internacionales, dos de ellos en San Sebastián y Venecia. Es un film clave para entender la forma en que el director desarrolló su cine, afianzando la elaboración de elementos que a esa altura ya le eran propios y conformaban un estilo y una puesta en escena absolutamente personales. Acá llegó a un nivel óptimo de estilización, centrado en el ritual. La ocupación temporaria de casas ajenas funciona como forma de vida para el solitario protagonista, que en sus domicilios fugaces ejecuta gestos y ritos propios de la vida cotidiana: cocinar, lavar la ropa, reparar objetos que no funcionan, escuchar música, sacarse fotos, apropiándose del terreno, “haciendo su hogar”. Sin embargo, todo es fugaz, y después de pocos días debe salir en busca de otro domicilio, hasta que el destino ponga a una mujer en su camino e imprima una alteración fundamental en sus gestos cotidianos. Allí inicia un proceso de aprendizaje. Al principio, el hombre no medía las consecuencias de sus actos, que a veces pueden resultar fatales, aunque el encierro y el aislamiento significarán la oportunidad de evolución, el acceso a otro estadio, realizado a través del adiestramiento físico. Otro dato es el mutismo: el joven sin nombre nunca dice una palabra, él y la mujer no intercambian una sola frase en todo el film, pero ese silencio no opera como señal de recogimiento, ya que la comunicación se realiza por vías que no son las del habla. Una vez más la cámara elabora imágenes exquisitas, con amplia variedad de planos: detalles con acción fuera de campo, cámara subjetiva, fotos dentro de fotos. Así las posibilidades se multiplican y se enaltece el valor del objeto, como termina sucediendo con el palo de golf, poderoso y de precisión, que termina siendo un instrumento de venganza. Lo cual lleva a la violencia, esa constante de Ki-duk, que asoma entre los verdaderos dueños de casa y se relaciona con el juego, en un film donde el elemento lúdico establece las reglas. La película es una cebolla con capas de contenido, una labor de orfebrería intelectual apasionante.

 

Usando una similar estilización para elaborar símbolos y rituales, El arco (Hwal, 2006) resulta un film menor. Es la historia de un anciano que tiene secuestrada en su barco a la joven que ama, con la que espera casarse llegada su mayoría de edad. El uso que ese anciano hace de un arco, tanto para crear una música bellísima como para lanzar flechas amenazantes, es la metáfora de esa relación prohibida, llena de amor y devoción hacia la joven, pero basada en una situación desigual, con un claro desequilibrio cimentado en la cautividad de la chica, recogida de niña, y su desconocimiento total del mundo exterior. De nuevo al límite de lo socialmente aceptable y lo políticamente correcto, el machismo exacerbado parece claro, porque la visión de la sociedad coreana que llega a través de las películas de Ki-duk parece sugerirlo, con su conjunto de heroínas que sólo se liberan por medio del sexo o padeciendo una sumisión sublimada por el amor. A favor o en contra de estas opciones, las películas previas de Ki-duk tenían interés por la fuerza de sus imágenes y la originalidad de las propuestas, pero aquí todo luce falso. Como si a Ki-duk le preocupase reafirmar su estilo y lucir una marca de fábrica, pero sin ser provocativa, sino carente de imaginación. Hay buenas ideas, como el inocente engaño al que se somete el anciano tachando días del calendario para acercar la fecha de la ceremonia nupcial, o el enfrentamiento simbólico del instrumento milenario y el MP3 del joven, o la curiosa ceremonia de adivinación basada en lanzar flechas hacia la joven en el columpio. Empero, ese manierismo es excesivo e innecesario, porque la trama es decepcionante, más que irregular. La cuerda de este arco se le aflojó demasiado al desarrollar su historia.

La recuperación llegó enseguida con la notable El tiempo (Shi Gan, 2006). La identidad es siempre un enigma en el cine de Ki-duk, y aquí el director abordó la historia de una mujer para quien dejarse amar es tan difícil como aceptar su propio rostro. Insatisfecha consigo mismo, vive presa de los celos y le hace la vida imposible a su novio, quien pese al acoso que sufre insiste en amarla. Ella siempre le repite lo mismo: «Te cansaste de mi cara». Para la joven no hay yo detrás de su nombre, así como no ve seña particular alguna cuando se mira al espejo, nada que no pueda ser transformado en otra cosa por una buena cirugía, sin que ello afecte el habitual desenvolvimiento del mundo. Entonces se opera para ser otra, desaparece durante seis meses de la vida de él e intenta enamorarlo de nuevo, pero bajo apariencia distinta, convertida en otra y ella misma a la vez. No sabe que el alienado camino escogido para buscar el reconocimiento la volverá irreconocible incluso para sí misma, pero acá el problema no es la cirugía estética, sino el avatar que involucra cuerpo y mente en la conformación del sujeto. Hay dos ocasiones en las que el cineasta alude sin disimulo a su obra: en ambas se ve un afiche de Animales salvajes pegado en la pared del cuarto donde el novio edita imágenes de Hierro 3. La reflexión sobre la identidad de ese cine corre paralela a la historia de la mujer que cambia cara y nombre, denotando fragmentación y familiaridad, transformación y permanencia. A estas alturas cada vez era más común hallar en los films de Ki-duk una puesta en escena fuertemente material de seres, objetos y situaciones de su universo, junto a la paulatina desintegración del punto de vista. Aquí hay por lo menos tres puntos de vista diferentes: el clásico del narrador omnisciente, el subjetivo de los personajes, y un tercero, ambiguo y perturbador, que se presenta cámara en mano, y que cuando aparece correspondería a los personajes que recién se operaron el rostro y andan por la calle con la cara tapada, irreconocibles. Ese punto de vista es el punto ciego, el enigma de la identidad, la instancia que inquieta al espectador, porque durante unos segundos lo ubica en la piel de quien cambió la suya, en la carne de quien ya no la tiene porque no la soporta, y en los ojos del que está afuera de todo, afuera del mundo, afuera de sí mismo.

Un nuevo acierto fue Aliento (Soom, 2007). Un hombre preso, a punto de cumplir la pena de muerte que le ha sido impuesta, intenta suicidarse. Un ama de casa ve la noticia en la TV y comienza a seguir el caso. Esa mujer pasa por una crisis, porque su esposo tiene una amante, su hija le es indiferente, las esculturas que realiza no la satisfacen y su vida parece no tener razón de ser. Va a la cárcel, se anuncia como ex novia del condenado y consigue que la dejen pasar. Esas visitas se convertirán en un intento de rever su vida y encontrar las ganas perdidas, el aliento del título. Ki-duk conservó sus nobles formas en un film que emparenta su visión de la mujer y del perdón con el paso de las estaciones, con raras e imposibles historias de amor, con personajes fantasmagóricos, característicos de su obra. Centra su narración en los deseos femeninos, inalcanzables e inexplicables, y los expone sin cerrar sentidos. Simplifica espacios, volviéndolos casi alegóricos. El ámbito carcelario se ve filmado tras las rejas, barrotes y ventanas de las puertas de la prisión, y la vivienda familiar también se mira a través de las persianas y barandas de los balcones, como si no hubiera diferencias entre el mundo de la libertad y aquél en donde falta. Se recurre de nuevo al silencio y la parquedad, que pueblan al film de ambigüedades y multiplican sus significados. Pero la violencia acecha impiadosa y se ejerce psicológica y físicamente, e incluso se disfraza de cariño y afecto. Por si fuera poco, hay una maquinaria visual que funciona a la perfección. Cada visita que la mujer realiza a la prisión es una puesta en escena hecha como un encantamiento, para romper la distancia de un hombre solitario y la posibilidad catártica de encontrarse nuevamente en su decir. Porque ella quiere volverse a descubrir, salir del limbo en el que se internó, quiere recuperar la pasión, las ganas, el impulso vital, la vida que parece habérsele estancado en la costumbre. “Aunque te llamo con tristeza, sólo veo la nieve caer”, dice una canción, y uno se pregunta si la felicidad es esa nieve sucia, mientras la melancolía se apodera del aire y el aliento cuando uno se pone a pensar en la respuesta. Fue el último film del director exhibido en Uruguay.

 

El período de oro de Kim Ki-duk cerró con Sueño (Bi-mong, 2008), comedia romántica con toques fantásticos y evocación policial, con un hombre cuyos sueños son ejecutados por una chica sonámbula. Cuando ambos se dan cuenta de su conexión, evitarán dormir, pues las consecuencias de sus pesadillas pueden ser devastadoras. No es fácil ubicar al film en un género específico: tiene humor, pero su romanticismo es trágico, y pese a la premisa fantástica, la película se mantiene en un tono realista en los primeros minutos, para luego dejarse llevar por una meditación poética en una escena exquisita que ocurre en un pasto nevado, y cuya interpretación sólo puede ser onírica o simbólica. A partir de ese momento, la convivencia de ambas propuestas se convertirá en una mezcla de fábula filosófica e historia de amor. El film gana un aire de atemporalidad que se conjuga con el onirismo de su premisa. El juego con los colores tiene gran significado porque, como dice una adivina, “ustedes dos son polos opuestos de un mismo ser, y el blanco y el negro son el mismo color”. Y ellos visten siempre así: ella es la reina blanca, y él parece un alfil negro, pero la pérdida de la inocencia y la falta de interés en los hechos del joven hará que sus ropas se tornen oscuras. Con más diálogos que lo usual, de enorme intensidad de sentimientos e indiscutible componente poético, no es una película fácil de digerir. Por eso fue un fracaso de taquilla, y los coproductores del cineasta huyeron despavoridos. Así se cerraba el mejor periodo de la obra de Kim Ki-duk, que se auto exiló durante tres años, durante los cuales vivió como un completo ermitaño.

 

CAÍDA (2011-2019). Los últimos nueve films del director son, casi todos, una locura, una suerte de tarea delirante con un solo motivo loable: reafirmar la libertad artística frente a la dictadura del sistema de producción. Desde ese punto de vista, el esfuerzo es respetable. El problema son los resultados obtenidos. El retorno lo marcó Arirang (ídem, 2011), donde Ki-duk fue guionista, director, productor, fotógrafo, montajista y actor, algo no tan complicado como parece, cuando lo que ha hecho es filmarse a sí mismo en su casa, haciendo cosas tan poco seductoras como tomar café, peinarse, comer, pasear, cagar en la nieve, mirar el horizonte, enfocar al gato, cantar y hablar solo. Nula experiencia cinematográfica, disfrazada de presunta intensidad. Ejercicio narcisista extravagante, y nada más. Pero lo peor viene cuando el autor se desdobla y empieza a liberar lo que lleva dentro, lo que le llevó a hundirse en esa fuerte depresión. Ki-duk se interroga a sí mismo, reflexiona en voz alta, aclara sus ideas sobre qué es el cine, quién es él, por qué no está haciendo películas, por qué vive solo en esa cabaña en la solitaria colina. Todo mezclado de tal manera que uno no sabe si el planteo es honesto o fue preparado de antemano. Él quiere convencernos que es un salto al vacío sin paracaídas por parte de alguien que tocó fondo, pero este es un plato especial, no apto para todo paladar. A mí me indigestó.

 

Su siguiente película, Amén (ídem, 2011) es absolutamente marciana, dado su carácter experimental y provocador. Una chica coreana deambula por Europa buscando al novio, mientras es seguida por un desconocido con escafandra. Un itinerario a golpes de tomas frenéticas tan intercambiables que, en su constante desplazamiento de la perspectiva visual, uno acaba abandonando el seguimiento del punto de vista, dado que la enloquecida combinatoria neutraliza la idea que exista un eje visual que regule este film descoyuntado, errático y disperso. El argumento es ridículo en su planteo, aunque hay mucha dosis de humor absurdo para dinamitar las convenciones de la dramaturgia, como el hecho que siempre sea la misma señora la que responde al celular, esté la vivienda en la ciudad que sea. Todo muy gratuito.

De esos desastres Ki-duk se recuperó con Pietà (ídem, 2012), aunque no se justifican los 25 premios obtenidos, incluido el disparatado León de Oro de Venecia. Es una alegoría religiosa que sigue las hazañas de un inescrupuloso que trabaja para un prestamista, cuyo cometido es cobrar los intereses a desesperados deudores en situación de precariedad económica total. Los métodos de cobro son de una violencia y degradación aterradoras. Un día aparece una mujer diciendo que le abandonó cuando nació, y asegura ser su madre. El joven, reticente al inicio, se ve obligado a recapacitar sobre su violento modus operandi laboral. Ki-duk presenta un duro drama urbano sobre las perversiones a las que nos lleva el capitalismo salvaje, y sus consecuencias en las relaciones humanas. El coreano retrata sin concesiones una historia de odio y venganza tan excesiva como desmedida. Hay un par de escenas típicas del Ki-duk más enfermizo y repudiable: la violación de su madre, y un momento en que el hijo corta un pedazo de carne, que puede ser un dedo de su pie, y ordena a la mujer que se lo coma para probarle su amor. Al final la obra adquiere un tono sutil mediante un lirismo a cuentagotas. Pese a sus reparos ofrecía un atisbo de fe en la recuperación definitiva del cineasta.

 

Pensar eso fue un enorme error, porque Moebius (Moebiuseu, 2013) mostró el incesto explícito de una madre y un hijo, y mutilaciones genitales, escenas responsables de atrasar el estreno en Corea del Sur. La reacción de las autoridades era tan demencial como el film, porque resulta mucho más irrisorio y paródico que dramático y aterrador. Entre el exceso y la ridiculez, la película no violenta ni sacude nada. Es la historia de una mujer que enloquece por la infidelidad de su marido y decide cortarle el pene al hijo. Es la historia de un marido culposo que intenta redimirse haciendo lo posible para conseguirle un nuevo pene al nene. Y es la historia del nene que debe soportar la humillación y violencia hogareña, además de sufrir el consabido acoso de sus compañeros de clase. Por si todo ese delirio fuera poco, la película es muda, pero esto no es Hierro 3. Aquí todo es tan abrupto, tosco, explícito y ridículo que uno acaba por tener la sensación que está ante una desbocada parodia, no ante el perturbador drama que Ki-duk vendió a la prensa. Hay que tomarse todo para la chacota, porque el coreano a estas alturas parecía estar loco.

 

También quería transitar el camino de la polémica sí o sí, y siguió demostrándolo en Uno a uno (Ildaeil, 2014). Una niña es brutalmente asesinada, pero no será la única víctima de este oscuro thriller, porque uno de los responsables del hecho es raptado, torturado y obligado a escribir una confesión. Ya libre, descubre que sus seis compinches han corrido la misma suerte. Decide así encontrar y vengarse de los torturadores. El tema daba para mucho (el victimario que pasa a ser víctima) y las sectas siempre son llamativas, pero el problema es que aquí todo está enfocado como si fuera una broma. Nada encaja, todo luce incoherente, sin sentido. Como dijo un colega: “Es como si a un coche de Fórmula 1 le pusiéramos ruedas de bicicleta”. Ki-duk ya era sólo un producto para incondicionales.

 

De las últimas películas realizadas por el coreano, vi sólo una. Stop (Seu-top, 2015) es imposible hallar en las plataformas. Cuenta la historia de una joven pareja japonesa que ha sido expuesta a la radiación durante el desastre del reactor nuclear de Fukushima. El tema es interesante, pero las críticas asiáticas fueron muy severas con el resultado. En cambio, La red (Geumul, 2016) fue lo mejor de Kim Ki-duk en sus últimos doce años de vida. Historia de un pescador norcoreano que una mañana deja su choza, su esposa y su hija para salir a pescar como siempre, pero la hélice de su bote a motor se engancha en la red de pesca, y queda del lado de Corea del Sur sin poder moverse. El río es tan estrecho como una avenida y el bote alcanza la costa surcoreana, donde el hombre es tomado por espía, oscilando entre interrogatorios de rigor y ofertas de trabajo, casa y comida, con intención de “convertirlo”. Pero lo único que él quiere es volver a su casa. El resultado es una sátira desalmada, una pequeña y kafkiana odisea. El pescador se revuelve furioso contra su destino y contra unos antagonistas que lo hartan de ambos lados de la frontera. Son su cuerpo y su psiquis los que padecen, frente a agentes paranoicos preparados para enfrentar espías del otro lado y quebrarlos mediante el acoso y la tortura. El plano fijo en el que el hombre llega en bote de una costa a la otra tal vez sea la moraleja de esta fábula: dos regiones tan cercanas y tan irreconciliablemente enemigas. Lamentablemente Ki-duk perdió una vez más el tino en Humano, espacio, tiempo y humano (Inkan, Gongkan, Sikan, Grigo Inkan, 2018), que encontré en internet, aunque sus subtítulos no funcionaron correctamente… y no sé coreano. El film muestra un montón de personas de distinto nivel social reunidas en un barco. Beben, se drogan y hacen el amor hasta que se duermen. Al despertar descubren que entraron a una niebla que los lleva hacia un espacio desconocido. Dicho así todo parece sugestivo, pero una vez más las críticas fueron feroces con el film.

ESCÁNDALO. De todas formas, a esa altura a Ki-duk le habían llovido otros problemas, porque el movimiento MeToo había llegado a Corea del Sur, y un importante número de mujeres comenzaron a denunciar supuestos abusos sexuales. Durante el programa PD Notebook, emitido por la cadena MBC, una ex actriz afirmó que Ki-duk la había acosado sexualmente durante la preproducción de un film. La mujer prefirió no revelar su nombre, pero aseguró que cuando el elenco y el equipo se hospedaron juntos, Ki-duk consiguió violarla en su habitación después de varios intentos fallidos. No es la única que denunció al cineasta por supuestos abusos sexuales, porque antes de la emisión del programa el director ya ocupaba las portadas de los medios locales por otras denuncias que iban desde el acoso a la violación. Esa mujer afirmó además que no sólo fue violada por él, sino que el actor Chao Jae-hyun también abusó de ella: más o menos como si en Occidente alguien acusara conjuntamente a Tim Burton y Johnny Depp. De más está decir que las denuncias causaron gran polémica en el país. Tras el escándalo, el actor se declaró culpable y decidió renunciar al comité organizador de un festival de cine, y a su plaza en la universidad local con la que colaboraba. El actor habría ofrecido un papel principal a la mujer a cambio de sexo. Ella afirmó que no pudo evitarlo, y después tuvo que recibir terapia psiquiátrica por trastorno de pánico. “Busqué el consejo de una actriz después de las violaciones, pero ella me dijo que así es la industria del cine”. Afirmó también que se estremeció al ver cómo las carreras de ellos florecían, mientras las víctimas renunciaban a sus sueños.

 

Otra actriz ya había denunciado a Ki-duk por abofetearla durante el rodaje de Moebius, y afirmó que fue despedida por negarse a mantener relaciones sexuales con él. El cineasta habría intentado obligarla a tener sexo con él y otra mujer. Tras negarse, Ki-duk la habría despedido diciéndole: “No puedo trabajar con alguien que no confía en mi”. La mujer tardó cuatro años en iniciar acción legal contra Ki-duk porque los demás miembros del reparto y del equipo tenían miedo de presentarse como testigos, al temer repercusiones en sus carreras si declaraban contra el artista más famoso del país. Un miembro masculino del elenco decidió declarar, después de asegurarse un total anonimato. Ese hombre alegó que incidentes horripilantes ocurrían en el set, pero que nadie se atrevía a denunciar a un hombre tan poderoso como Ki-duk. Una tercera actriz afirmó que decidió no participar en un proyecto del director tras sufrir acoso verbal y preguntas de contenido sexual acerca del color de su sexo: “Mi agencia estaba profundamente decepcionada”, dijo la actriz, “y aun no puedo olvidar esa amarga hora en el café”.

 

El director no atendió llamadas, pero envió una carta a los productores de PD Notebook. “Yo hacía películas protagonizadas por hombres, y pensaba como un hombre. Pero rápidamente intenté dirigirme hacia personajes femeninos, porque es necesario que el cine coreano sea más sensible y certero en su estudio de la mujer. En mi país el hombre siempre ha estado en el centro de la sociedad. Desde que comprendí hasta qué punto se maltrata a la mujer, decidí centrar mi atención en ese problema. Pero ahora surge MeToo, que continúa siendo cada vez más drástico, porque entierra a la gente viva, incluso antes que la verdad haya sido revelada. He robado algún beso, pero nunca hice nada más sin el consentimiento de una mujer, y he estado involucrado en relaciones íntimas, pero siempre consensuales. Como hombre casado me avergüenzo de esos episodios, pero no de haber abofeteado mujeres en los rodajes. Eso es parte de mi forma de trabajo, una manera de incentivarlas para que den todo de sí mismas. Eso es muy oriental, pero estamos siendo juzgados por Occidente. Ése es el error. Como cuando me acusaron de haber matado peces y ranas al rodar La isla. Sí: lo hice para dar mayor realismo al film, y porque en Oriente no se ve a los animales de la misma manera que en Occidente. Aquí hay hambre, hay que matar para comer, no nadamos en riqueza”. Sutil como un elefante dentro de un bazar. Lo cierto es que por los cargos de violencia sexual Ki-duk fue declarado inocente por falta de pruebas en enero de 2019. No así por el de asalto, que le supuso una pena de 4.000 euros. Al ser exonerado, el cineasta demandó a la actriz que lo acusó por daños a su imagen, pero perdió en los tribunales. A causa de esas incidencias judiciales, sus coproductores volvieron a abandonarlo, y sólo pudo rodar en Kazajstán el que sería su último film, Din, que tampoco se halla por ahora en ninguna plataforma de internet.

 

Escándalos aparte, en el cine de Kim Ki-duk hay una voluntad autoral manifiesta en la creación de un universo compacto y coherente, lleno de recurrencias y lugares comunes. Sus personajes casi siempre se mueven al margen de la sociedad, y sus historias se fueron desplazando progresivamente hacia un espacio entre lo real y lo onírico, hasta llegar a extremos (como en Sueño) donde la lógica de las pesadillas anula por completo todo atisbo de realismo. No obstante, sus personajes marginales no se sienten parte de una minoría, sino personas que se han visto volcadas al retraimiento al no encajar en el ritmo contemporáneo. Por eso es tan visible la misantropía en el anciano de El arco o el monje budista de Primavera, verano, otoño, invierno… y otra vez primavera. Y por igual razón cuando la protagonista es femenina se recurre a la figura de la prostituta para hacerla eje de las historias, como en La puerta azul, La isla, Mal chico y Chica samaritana.

 

Otro punto importante de las películas del director es la concepción de sus atmósferas, que fascinan por la vía del contraste. El silencio, la quietud y el carácter contemplativo del cine oriental chocan con la violencia, la incomunicación y los temas truculentos que enfoca: auto mutilaciones, prostitución, canibalismo, violaciones, maltrato animal. En ese aspecto, Destinatario desconocido es una película muy difícil de digerir, por no volver a referirnos a la famosa escena de los anzuelos en La isla. Y es que, si algo caracteriza su universo personal, es el extremismo con el que se vuelca al drama, forzando los límites de lo verosímil, mientras enfoca los mecanismos de poder en las relaciones personales, como puede verse en Hierro 3 y El tiempo. En sus personajes siempre hay un oprimido y un tirano, el sexo y la violencia son problemáticos, y debido a esos desniveles surgen conflictos que desembocan en explosiones viscerales de rabia. Kim Ki-duk murió entre escándalos personales, en medio de una etapa autoral discutible, pero su obra anterior a 2008 es insustituible en el cine contemporáneo. Para bien o para mal, se lo va a extrañar.

JEAN-LOUIS TRINTIGNANT: La tragedia de cumplir 90 años sin poder morir.

1

Por Amilcar Nochetti. Miembro de la Asociación de Críticos de Cine de Uruguay (filial Fipresci)

Hay notas que dan pena tener que escribirlas, y esta es una de ellas. El 11 de diciembre una leyenda viviente del cine francés, Jean-Louis Trintignant, cumplió 90 años, muy lejos de todos los focos de la atención pública, en su finca del sur de Francia. “Llegar a viejo no es para todos, hay que ser valiente para soportarlo”, decía Bette Davis, y la reflexión se aplica al caso de Trintignant, que entre 1956 y 2003 vivió con enorme intensidad, acariciando la gloria artística, amando a varias esposas y a muchas mujeres, padeciendo un momento de congoja familiar y gozando del riesgo aventurero de gustarle las carreras de coches y motos, con el constante peligro que ello conlleva. Pero en 2003 su vida acabó de la noche a la mañana, como el propio actor ha manifestado en varias ocasiones. En su caso se dan la mano, por partes iguales, una vida llena de luces y sombras, y una carrera de 143 películas a lo largo de seis décadas intensas como pocas.

 

EN EL PRINCIPIO. Todo comenzó el 11 de diciembre de 1930 en Piolenc, Cantón de Vaucluse, Francia, fecha y lugar en el que nació Jean-Louis, hijo de Claire Tourtain y Raoul Trintignant, un industrial de clase alta que oficiaba de alcalde de Pont-Saint-Esprit y consejero general del cantón del mismo nombre. Tenía además dos tíos que lo marcarían desde su más tierna infancia, Louis y Maurice Trintignant. Ambos se habían destacado en el automovilismo, y aunque el primero de ellos había muerto en un accidente durante el entrenamiento de una carrera teniendo Jean-Louis sólo dos años de edad, el segundo llegaría a ser piloto de Fórmula 1 y dos veces vencedor de las 24 horas de Le Mans. No parece raro entonces que el inquieto Jean-Louis eligiera desde niño seguir ese camino, pero tras la liberación de París en 1944 descubrió la poesía de Jacques Prévert, Guillaume Apollinaire y Louis Aragon, autores que lo marcaron a fuego y lo encaminaron por la vía de las letras. De todas maneras, la afición por la velocidad no lo abandonaría jamás, al punto que, en 1972, declaró que “yo hice cambiar de idea a Claude Lelouch cuando me dio a leer el guion de Un hombre y una mujer. Allí el protagonista era un médico, y yo le propuse convertirle en piloto y utilizar para las escenas mi propio coche de carreras. Y él aceptó, porque yo ya tenía entonces una licencia especial, había participado en el Rally de Montecarlo y estaba habituado a correr a bastante velocidad con mi Mercedes”. Poco después de esa declaración Trintignant tuvo un serio accidente, del que le quedaron secuelas físicas por las que los médicos le prohibieron seguir participando en carreras automovilísticas. Entonces comenzó a dedicarse a las motos, hasta que en una etapa ya avanzada (a los 76 años) terminó quebrándose una pierna y luxándose la cadera al perder el control de su Honda. A partir de ese momento debió ayudarse con un bastón para poder desplazarse sin dificultad, y eso se nota en una escena de la película Amor de Michael Haneke, en la que tiene que agarrar una paloma que se cuela en su apartamento: el director obligó al actor a realizar el esfuerzo en una sola toma, y el espectador atento podrá advertir cómo le cuesta levantarse del suelo una vez que atrapa al ave.

 

Pero nos hemos adelantado toda una vida, como si la velocidad que tanto amó también me dominara a mí. Lo cierto es que, pasiones apartes, el descubrimiento de la literatura llevó al joven Jean-Louis a estudiar Derecho en la Facultad de Aquisgrán, y fue allí que en 1949 vio una representación de El avaro de Molière dirigida por Charles Dullin, lo cual fue una verdadera revelación. Decidió abandonar sus estudios para seguir los cursos que Dullin y Tania Balachova daban en París, lo que le ayudaría a superar con bastante lentitud, según ha repetido hasta el cansancio, su extrema timidez. En 1951 comenzó su labor en teatro en la compañía de Raymond Hermantier, y luego continuó en la Comédie de Saint-Etienne, interviniendo como actor de reparto en un celebrado Macbeth dirigido y protagonizado por Jean Dasté. Inquieto como pocos, se sintió atraído también por el cine, y siguió el curso de director en el IDHEC (Instituto de Estudios Cinematográficos Avanzados). Sin embargo, su interesante fotogenia, su juvenil porte -mezcla de factible galán y temeroso chico de los mandados- y la simpatía que provocaba en las jóvenes de los estudios le llevaron a probarse como actor. Debutó en un film menor, Si todos los hombres del mundo (Si Tous les Gars du Monde…, Christian-Jaque, 1955), y repitió la experiencia en el policial negro Pasiones sin ley (La Loi des Rues, Ralph Habib, 1955), donde tuvo mayor participación. Allí también pueden verse en roles de reparto a Lino Ventura y Louis De Funes. Y luego su vida dio un vuelco total, porque el escándalo que causó su tercer film, donde ya fue coprotagonista, lo catapultó a una inesperada fama.

ESCÁNDALO Y FAMA. El escándalo tuvo dos nombres: el de la película que lo causó, Y Dios creó a la mujer (Et Dieu… Créa la Femme, Roger Vadim, 1956), y la mujer que lo precipitó, una chica de 22 años casada con el director del film, que se llamaba Brigitte Bardot. Es a partir de esta película que B.B. se convirtió en un verdadero mito erótico, sobre todo gracias a una escena de feroz baile sobre una mesa, rodeada de hombres morenos. Trintignant era el tímido enamorado que se casaba con ella, aunque esa bomba sexual en realidad estaba encandilada por su cuñado (Christian Marquand), mientras era cortejada por el dueño de un astillero (Curd Jürgens): Tres hombres obsesionados por una misma mujer, que lucía bastante ligerita de cascos y de ropa, era mucho para la Iglesia Católica y las ligas de la moralidad, que llevaron a cabo una verdadera guerra contra el film. Lo único que consiguieron fue hacer ganar millones a Vadim y convertir a B.B. en uno de los animales sexuales más potentes de la historia del cine. Montevideo no podía permanecer ajeno al escándalo, y hay un dato revelador de la pacatería que padecíamos. Los espectadores montevideanos contábamos con carteleras completas en los diarios, y en ellas las películas tenían un número entre paréntesis. Era la calificación de Acción Católica, que sólo El Día se negaba a publicar. Esa calificación marcaba: “1A, para todo público; 1B, para mayores de 11 años; 2A, para mayores de 15 años; 2B, con reparos para mayores de 21 años; 2C, con graves reparos para personas mayores de sólido criterio; 3, recomiéndase encarecidamente no ver; 4, prohíbese ver”. Por supuesto que a la película no la salvó ni siquiera la invocación divina del título, y se llevó un rotundo 4.

 

Pero hubo un segundo escándalo en torno al film, y fue que durante su rodaje Jean-Louis y Brigitte mantuvieron un tórrido amantazgo, que derivó en dos divorcios y una huida. Por un lado, llegó la ruptura definitiva entre Vadim y B. B. Por otro, hay que decir que desde 1954 Trintignant estaba casado con la joven actriz Stéphane Audran, que más tarde sería la esposa y musa del director Claude Chabrol, y que de la mano del danés Gabriel Axel lograría una imborrable labor en La fiesta de Babette. Obviamente, el matrimonio de Jean-Louis y Stéphane tampoco sobrevivió al escándalo. Pero como la prensa seguía acosando al actor mientras rodaba un par de películas más, el joven decidió no demorar más el servicio militar obligatorio y estuvo sirviendo hasta 1959 en Argelia. La jugada era peligrosa, porque su carrera recién despuntaba y pudo venirse a pique sin remedio. Sin embargo, a la larga fue una decisión muy inteligente. La estadía en Argelia no sólo le sirvió para darse cuenta que debería formar una familia si quería sobrevivir a la mundana falsedad del cine, sino que también le mostró que en el panorama mediterráneo se gestaba una nueva realidad política, la cual lo haría vincular a películas comprometidas a lo largo de los años 60 y 70. Pero empezó por lo primero: en 1961 se casó con la hermana de los actores Christian y Serge Marquand, Nadine, que con el apellido Trintignant luego desarrollaría una estimable carrera como directora. Esa mujer le dio tres hijos al actor: Marie (1962), Pauline (1969) y Vincent (1973), hasta que se divorciaron en 1976.

 

Una segunda señal de inteligencia fue la manera en que retornó a la profesión. Como para minimizar el escándalo anterior, aceptó el rol secundario que Roger Vadim le ofreció para su adaptación a época actual de Las relaciones peligrosas (Les Liaisons Dangereuses, 1959), con Gérard Philipe, Jeanne Moreau y Annette Stroyberg (nueva esposa de Vadim), donde a Trintignant le tocó en suerte el rol del joven Danceny, que en 1988 encarnaría Keanu Reeves en la versión de Stephen Frears. Y de inmediato, un nuevo acierto: se fue a Italia y protagonizó la estupenda Verano violento (Estate Violenta, Valerio Zurlini, 1959), historia ambientada en 1943, con un joven y sus amigos pasando el verano entre bailes, excursiones y escarceos amorosos, mientras sus influyentes padres los libraban de entrar en el ejército, aunque a la larga les será imposible evitar los desastres de la guerra.

Los años 60 fueron muy productivos para el actor. Aparte de un memorable Hamlet realizado en teatro, Trintignant intervino en 42 películas en sólo diez años. Conviene recordar brevemente las doce más importantes para su carrera:

 

Los crímenes del castillo (Pleins Feux Sur l’Assassin, Georges Franju, 1961), policial rocambolesco con varios herederos desesperados por hallar el cadáver de un conde, ya que si no aparece tendrán que esperar cinco años para cobrar la herencia.

Ana (Le Combat Dans l’Ile, Alain Cavalier, 1962), con la doble vida de Trintignant como miembro de una organización terrorista de ultraderecha, vinculando a su esposa (Romy Schneider) en los atentados.

Il Sorpasso (ídem, Dino Risi, 1962), donde es un responsable estudiante de Derecho, extremadamente tímido, que se deja llevar por un vividor (Vittorio Gassman) para iniciar un alocado viaje en automóvil. Pese al capolavoro de Gassman, Trintignant estaba a la altura de las circunstancias.

Mata Hari (Mata Hari, Agent H21, Jean-Louis Richard, 1964), con Jeanne Moreau como la mítica espía alemana intentando seducir al enamorado capitán francés Trintignant.

Crimen en el coche-cama (Compartiment Tueurs, Costa-Gavras, 1965), policial que se ambienta en un tren de Marsella a París: un cadáver, seis sospechosos y un policía (Yves Montand) a cargo de la resolución del asesinato. Trintignant es uno de los sospechosos.

¿Arde París? (Paris Brûle-t-il?, René Clément, 1966), coproducción franco-americana sobre los últimos días de la ocupación nazi. Medio centenar de estrellas apareciendo cinco minutos cada una, entre las cuales Trintignant es un traidor a la resistencia.

Un hombre y una mujer (Une Homme et une Femme, Claude Lelouch, 1966): el mayor éxito del cine galo hasta el momento consagró a Trintignant en el mercado internacional. El romance de dos viudos (Anouk Aimée y él) que se conocen al llevar a sus hijos a la escuela. El resultado es un caramelo, y demostró que como cineasta Lelouch es un notable fotógrafo. Al exitoso combo ayudó mucho la banda sonora de Francis Lai, Baden Powell y Vinicius De Moraes. Dos décadas después Lelouch, Aimée y Trintignant se reunirían en una fallida continuación de la historia, y en 2018 llegarían a realizar una tercera parte.

El hombre que miente (L’Homme qui Ment, Alain Robbe-Grillet, 1968), film exhibido en Uruguay con retraso y en el circuito cultural, que valió a Trintignant el Oso de Plata en Berlín. Historia ambientada en Checoslovaquia luego de finalizada la guerra, de tintes surrealistas eróticos, entre un hombre y tres hermanas solitarias y neuróticas.

Las dulces amigas (Les Biches, Claude Chabrol, 1968), con una lesbiana rica y apática (Stéphane Audran) que recoge en la calle a una joven artista (Jacqueline Sassard) y viven felices, hasta que un arquitecto seduce a la chica y enfurece a la mujer mayor.

El gran silencio (Il Grande Silenzio, Sergio Corbucci, 1968): insólita participación de Trintignant en un spaghetti-western, aunque aceptó el rol sólo porque su personaje no hablaba. Allí encarnó a Silenzio, un pistolero a sueldo, mudo desde que le cortaron la garganta siendo niño. El temible Klaus Kinski era el villano de turno.

Mi noche con Maud (Ma Nuit chez Maud, Eric Rohmer, 1969): el ingreso de Jean-Louis al cine intelectual. Un ingeniero católico a la salida de la misa descubre a la rubia Marie-Christine Barrault, con la cual intuye que algún día se casará, pero la pierde en la multitud. Poco después conocerá a Maud (Françoise Fabian), bella divorciada marxista que quizá pueda alterarle sus convicciones.

Z (Z, Costa-Gavras, 1969), otro de los mayores éxitos del cine francés y del actor, que ganó el premio en Cannes encarnando al juez que debe investigar la muerte de un político ecologista (Yves Montand), en una Grecia convulsionada ante el advenimiento de la dictadura de los coroneles.

PRIMER DOLOR. Pero de un zarpazo la vida le cobró a Trintignant los galardones recibidos en Berlín y Cannes. En 1969 había nacido su segunda hija, Pauline, pero a los nueve meses de edad falleció, para desazón de Jean-Louis y su esposa Nadine. La causa fue lo que usualmente se llama “muerte de cuna” o “muerte súbita”, que es la muerte fortuita de un bebé aparentemente sano. Se produce durante el sueño. El síndrome de muerte súbita de un bebé no es una enfermedad ni una dolencia, y ha sido motivo de intensas investigaciones, pero desafortunadamente aún se desconocen las causas exactas que lo provocan. Los bebés simplemente dejan de respirar. El término se aplica cuando un niño menor de un año muere repentinamente y no se puede determinar la causa exacta del fallecimiento. Algunos expertos suponen que la muerte súbita sucede cuando un bebé tiene una vulnerabilidad subyacente (el desarrollo inmaduro del corazón o de su aparato respiratorio) o cuando está expuesto a ciertos factores de riesgo, como dormir boca abajo o con ropa de cama suave o acolchada durante ese período del desarrollo.

 

Cabe aclarar que, aunque la obligación de los padres es estar constantemente pendientes del bebé, el síndrome no se puede diagnosticar, y tampoco es resultado de un descuido, sino que puede ocurrirle a cualquier bebé. Empero, Trintignant siempre se sintió culpable de esta pérdida, como dijo a la prensa luego del divorcio de su esposa Nadine: “Mi segunda hija murió asfixiada a los nueve meses en un desgraciado accidente doméstico. Fue en Roma, donde me encontraba por razones de trabajo. Y aunque los médicos dijeron que fue un síndrome, siempre he creído que la culpa fue por la regurgitación de leche cuando tomaba el biberón. Si hubiéramos estado más atentos quizás esto no hubiera sucedido. Lo cierto es que fue un duro golpe para nosotros”.

DE 1970 A 1998. La actividad de Trintignant durante las décadas siguientes continuó de manera infatigable: 75 películas en 29 años, en las que se vinculó a los mejores cineastas del período, a lo que hay que agregar un progresivo alejamiento de la pantalla y una notoria dedicación al teatro, a partir de 1988. En ese lote extenso y heterogéneo hay diecisiete películas que convendría no olvidar.

 

El conformista (Il Conformista, Bernardo Bertolucci, 1970), notable radiografía del fascismo mussoliniano y una de las mejores labores del actor, en una exploración amarga de la culpa de un país que no puede reponerse a sus miserias humanas.

Sin motivo aparente (Sans Mobile Apparent, Philippe Labro, 1971), intenso policial con un asesino sembrando el terror en Niza y un inspector (Trintignant) investigando el caso.

El atentado (L’Attentat, Yves Boisset, 1972), thriller político basado en el asesinato del líder marroquí Ben Barka (Gian María Volontè), torturado hasta la muerte por agentes secretos franceses dirigidos por el ministro del interior marroquí (Michel Piccoli). Jean-Louis es un amigo íntimo de Ben Barka que, sin darse cuenta, es utilizado por los futuros asesinos. Uno de sus roles más despreciables, en uno de sus films más comprometidos.

El último tren (Le Train, Pierre Granier-Deferre, 1973), una clandestina historia de amor entre Jean-Louis y Romy Schneider, en el marco de la ocupación nazi de Francia.

El cordero enardecido (Le Mouton Enragé, Michel Deville, 1974), comedia satírica sobre un modesto empleado bancario que consigue hacerse rico y de esa forma conquista a sus mujeres soñadas (Romy Schneider, Jane Birkin, Florinda Bolkan)

La mujer del domingo (La Donna della Domenica, Luigi Comencini, 1975), mezcla de drama y policial, con un comisario (Marcello Mastroianni) que investiga el asesinato de un arquitecto y sospecha de una dama rica (Jacqueline Bisset) y su amigo (Trintignant).

Desafío a la ley (Flic Story, Jacques Deray, 1975), thriller basado en el caso real de la cacería que el detective Roger Borniche (Alain Delon) llevó a cabo para capturar a Emile Buisson (Trintignant), el enemigo público nº 1 de los años 40 y 50.

Desierto de los tártaros (Il Deserto dei Tartari, Valerio Zurlini, 1976), la película más perfecta sobre la espera inútil, con una serie de personajes aguardando en un fuerte una revolución que nunca llega. Trintignant es el médico del lugar.

La terraza (La Terrazza, Ettore Scola, 1980), cuatro amigos (Vittorio Gassman, Ugo Tognazzi, Marcello Mastroianni, Trintignant) y sus familias, en el marco de una fiesta reveladora de una serie de miserias ocultas.

Mar de fondo (Eaux Profondes, Michel Deville, 1981), adaptación de novela de Patricia Highsmith, sobre esposa casquivana (Isabelle Huppert) y marido que parece soportar con estoicismo la situación, aunque a veces las apariencias engañan.

La noche de Varennes (La Nuit de Varennes, Ettore Scola, 1982), drama histórico que se ambienta en el momento en que Luis XVI intenta huir de Francia a Alemania. En medio de un lustroso elenco, Trintignant tiene una aparición breve pero fundamental.

Golpear al corazón (Colpire al Cuore, Gianni Amelio, 1983), el abismo entre la relación de un padre (Trintignant), un profesor de izquierdas, y su introvertido hijo (Fausto Rossi), ambientada en la convulsionada Italia de las Brigadas Rojas.

Confidencialmente tuya (Vivement Dimanche!, François Truffaut, 1983), comedia que homenajea a la serie negra, con un hombre (Jean-Louis) acusado del asesinato de su esposa, y su joven secretaria (Fanny Ardant), enamorada de él, que investiga por su cuenta para descubrir al verdadero culpable… si es que lo hay.

Bajo fuego (Under Fire, Roger Spottiswoode, 1983), único film rodado en Hollywood por Trintignant, sobre periodistas en Nicaragua (Nick Nolte, Gene Hackman, Ed Harris, Joanna Cassidy) durante la victoria sandinista. Trintignant es un francés sibilino que trabaja para cualquier bando. Aparece poco, pero recita el mejor parlamento del film: “Ustedes los periodistas me encantan, aunque son unos sentimentales de mierda. Aman a los poetas, los poetas aman a los marxistas, los marxistas sólo se aman a sí mismos, y el país ama esa retórica. Pero al final todos caemos bajo las garras de la tiranía”.

El próximo verano (L’Été Prochain, Nadine Trintignant, 1985), una sensible historia con padres (Philippe Noiret, Claudia Cardinale), hijas (Fanny Ardant, Marie Trintignant) y amantes (Jean-Louis), acerca de las cosas fáciles y difíciles de la vida.

Mira a los hombres caer (Regarde les Hommes Tomber, Jacques Audiard, 1994), la historia de un hombre (Jean Yanne) que persigue a los asesinos de un amigo. Cuando da con ellos comprueba que son dos seres muy peculiares (Trintignant, Mathieu Kassovitz).

Rouge (ídem, Krzysztof Kieslowski, 1994), una cumbre interpretativa de Trintignant, en el rol de un juez retirado que oficia como una suerte de dios profano en la vida de quienes le rodean, en especial de una joven (Irène Jacob) con la que entabla una relación que oscila del rechazo inicial a un irresistible magnetismo paterno-filial.

MARIE Y EL TERRIBLE 2003. Durante parte de los años 80 y toda la década del 90 Trintignant se había dedicado más al teatro que al cine, llegando a obtener un resonante suceso con su espectáculo Apollinaire, que paseó por varios países de Europa Occidental. En forma paralela, esos años fueron los que dieron fama a su hija Marie. La joven había aparecido desde niña en algunos films dirigidos por su madre, e incluso tuvo un rol breve pero interesante en Serie negra de Alain Corneau, su padrastro (1979). Sin embargo, su debut verdadero fue junto a su padre en La terraza de Ettore Scola (1980), y a partir de entonces se forjó una sólida carrera por sí misma, con grandes papeles en títulos como Un asunto de mujeres de Claude Chabrol (1988), con Isabelle Huppert, o la cautivadora Ponette de Jacques Doillon (1996). Marie tuvo cuatro hijos: uno en 1986 con el baterista Richard Kolinka, otro en 1993 con el actor François Cluzet, y un tercero en 1996 con una persona no pública, hasta que se casó en 1997 con el cineasta Samuel Benchetrit, once años menor que ella. Con él tuvo su cuarto hijo en 1998, y se separaron en muy buenos términos en 2000, sin divorciarse. A principios de 2002 Marie inició una fuerte relación sentimental con el rockero Bertrand Cantat, que desde 1997 estaba casado con la escritora Krisztina Rády, con quien ya tenía dos hijos. Cantat abandonó a su familia para vivir con Marie, hasta que llegó el fatídico 27 de julio de 2003, en que la joven fue brutalmente golpeada por su pareja en Vilna, Lituania, mientras rodaba una película sobre la vida de Colette, bajo las órdenes de su propia madre. Moriría cinco días más tarde, luego de dos operaciones, cuando la familia pidió que la desconectaran.

 

El siguiente testimonio es de Nadine Trintignant: “En muchas de las crónicas negras de Francia el verdugo se convierte en la víctima. Los hechos fueron los siguientes. Primera versión de Bertrand Cantat: ‘En medio de una disputa Marie resbaló golpeándose contra el radiador de la calefacción’. El cirujano lituano que operó a Marie, por su parte, informa que fue golpeada. El asesino da una segunda versión: ‘Sí, le di dos golpes en la cabeza’. Resultado de la autopsia francesa: 14 golpes, de los que cuatro fueron muy violentos, sobre el cráneo y el rostro, aunque según la autopsia lituana eran 17 los golpes. Mi hijo Vincent, mi nieto Roman y yo vimos a Marie irreconocible, con huellas de estrangulación en el cuello. En el proceso el asesino explicó que ella no quería salir del cuarto de baño (tuvo miedo, creo yo, por primera vez en su vida). Cuando salió, él la atrapó, la sacudió y le golpeó la cabeza cuatro veces contra el quicio de la puerta. Según el cirujano francés que intentó una segunda operación, Marie recibió golpes que tenían la fuerza de una moto que se estrellara contra un muro a 150 kilómetros por hora. Prosigue la versión de Cantat: ‘Después ella resbaló’. Él pensó que ella estaba actuando y continuó golpeándola. Marie quedó sin conocimiento, pero todavía con posibilidades de salvarse. Pero Cantat, durante cuatro horas, se dedicó a telefonear a su abogado y a mi yerno Samuel Benchetrit. Los policías comprobaron las llamadas en su móvil. A las cinco de la mañana llamó a mi hijo. Cuando éste vio a su hermana ella estaba en la penumbra, con una toalla encima del rostro. Cantat arrastró a Vincent al cuarto de al lado, donde estuvieron 15 minutos. Súbitamente, Vincent volvió al cuarto donde estaba Marie, encendió la luz, quitó la toalla que tapaba a su hermana, corrió escaleras abajo y pidió a la recepción que llamara con toda urgencia a una ambulancia. Cantat decía que no valía la pena. He aquí la verdad, que ha sido escrita en los periódicos, pero cada cual retiene lo que le conviene». Hasta aquí, el testimonio de Nadine.

 

En forma insólita Cantat fue condenado a ocho años de prisión, de los cuales sólo cumplió la mitad, por buena conducta. Fue liberado en medio de una gran polémica en octubre de 2007. En ese momento Jean-Louis Trintignant declaró a la prensa: “La versión de una muerte accidental, resultado de una imprevista caída, fue la primera que dio Cantat antes que los médicos hicieran públicas sus observaciones. Pero la muerte de Marie no tuvo nada de accidental, fue consecuencia de un impulso colérico de Cantat. Según el asesino, Marie estaba encerrada en el baño, temiendo por su vida, aterrorizada ante el peligro que le esperaba. En vez de ir a dar una vuelta para calmarse, el hombre la esperó, como una fiera. No se sabe cómo la hizo salir del baño, quizás haciéndole creer que se había alejado, pero se demostró que no fue al caerse contra un radiador como Marie murió. Fueron 14 o 17 golpes, entre los cuales un mínimo de cuatro violentísimos contra el canto de la misma puerta del baño, que destrozaron su cráneo. Por favor, no se puede insinuar que fue un accidente: Marie fue brutalmente golpeada. Luego su asesino la dejó morir. Tal vez para que nunca se hiciera la luz sobre lo sucedido. Pasó cuatro horas al teléfono con su abogado. Empezó por decir a mi hijo que Marie estaba durmiendo; más tarde intentó disuadirle de llamar a una ambulancia. En todas esas horas perdidas quizá se hubiera podido salvar a Marie. Sus cuatros hijos no serían huérfanos y mi ex esposa y yo no estaríamos destrozados de dolor. La tierna benevolencia sobre los presuntos esfuerzos de reinserción social de Cantat, lo bien que se portó en la cárcel y sus estudios por correspondencia en la Universidad de Toulouse, no deberían ser aceptados como pretexto de una posible curación. Sólo si fuera un idiota Cantat no se comportaría de forma ejemplar, precisamente para que la prensa se pueda maravillar hoy de lo buen chico que terminó siendo. Que el cantante y guitarrista haya sido objeto de atención psicológica durante sus años de encierro y se haya comprometido a seguir acudiendo a un psiquiatra no tiene nada de heroico: es lo lógico en este tipo de casos. Pero Marie está muerta, y este hombre ganó incluso una cierta fama a causa de este asesinato. Antes era un cantante de rock poco conocido, una imitación mediocre de Jim Morrison en un grupo cuyo nombre arroja un eco siniestro sobre su personalidad: Deseo Negro. Pero ahora algunos grupos de rap de orientación abiertamente machista y violenta saludan y exaltan a Cantat. Y ya se habla, de un posible nuevo disco suyo. Parece profundamente errado presentar la muerte de mi hija como un caso único, aislado y accidental, entre artistas borrachos, drogados o sadomasoquistas. Cada cinco días muere en Francia una mujer a golpes de su compañero. En la gran mayoría de los casos, esas muertes no son fruto de explosiones accidentales de cólera, sino el epílogo terrible de un proceso de verdadera tortura afectiva, que aísla a las víctimas de su familia y de sus amigos mediante crisis de celos terribles e irrupciones cada vez más fuertes de violencia física. También en esto, desgraciadamente, la muerte de Marie correspondió a la norma, y confirmó que las brutalidades hacia las mujeres se ejercen en todo tipo de clases sociales. Nadine me ha contado que había recibido un SMS de Marie firmado ‘Tu hijita golpeada’, y que se culpa porque en su momento fue incapaz de descifrar”.

Sea como sea, a Cantat le ha sido imposible reinsertarse totalmente a su profesión, sobre todo después de lo sucedido en 2010: “Puede que sea porque Francia no es Estados Unidos, que gusta de perdonar a sus héroes caídos. Puede también que sea el momento, en pleno auge del movimiento feminista MeToo, que en Francia ha tenido especial eco. O que, sencillamente, su crimen sea demasiado terrible como para borrarlo”, apunta la periodista Anne-Sophie Jahn, autora del libro Los siete pecados capitales del rock, sobre los excesos de las estrellas de la música, donde Cantat tiene capítulo aparte. “En el rock anglosajón tenemos a Phil Spector (que cumple 19 años de cárcel por matar a una actriz de un disparo en 2003) o Sid Vicious, que apuñaló a su novia en el Chelsea Hotel. Pero en Francia es la primera vez que vimos un caso como este”, dice, y agrega: “Pero Marie no fue la única víctima, porque en 2010 tuvo lugar el suicidio de la esposa de Cantat, Krisztina Rády, la gran olvidada de esta historia”. Al centrarse en Rády, que se ahorcó en la casa donde dormía Cantat (a quien ella cobijó cuando el músico salió de la prisión), el libro transmite una inquietante imagen del artista. El asesinato de Marie deja de parecer, como hicieron pensar Cantat y los suyos en el juicio, una trágica anormalidad. En el libro los testimonios indican que es un hombre con un largo historial de maltratos, versión que apuntalan nuevos testigos que presenta la autora: el amante de Rády hasta poco antes de su muerte, algunos vecinos, y un miembro de Deseo Negro que en forma anónima asegura que hubo un auténtico pacto instigado por Rády durante el juicio, para rebajar los 15 años de cárcel que reclamaba la fiscalía: “Yo sabía que él había pegado a una mujer con la que estuvo antes de Kristina. Sabía que había intentado estrangular a su novia en 1989. Sabía que había golpeado a Kristina. Pero ese día, todos mentimos”, declaró el músico.

 

Pese a esas revelaciones, Cantat sigue siendo defendido por un sector fiel del público. “Es la estrella típica que vive por encima de las reglas y fascina, porque forma parte del mito del rock”, dice Anne-Sophie Jahn, “pero la presión se mantiene. Aunque la ministra de Cultura dijo que la justicia se ha pronunciado y Cantat tiene derecho a seguir viviendo, su colega de Igualdad puntualizó que, como todo el que sale de prisión, tiene derecho a trabajar, pero lo problemático es que se haga de él un héroe porque, ante todo, hay que acordarse de Marie Trintignant”. La salida del libro propició que, en 2018, con la ayuda de la alcaldía de París, y pese a su avanzada edad (84 años), Nadine organizara una manifestación contra la violencia en las parejas. Uno de los temas centrales fue la gran tolerancia penal que existe en Francia en relación a los crímenes entre cónyuges. Efectivamente, como indica Nadine, “la ley francesa dice que un hombre que mata a su compañera puede ser condenado a 20, 25 años o perpetuidad, pero en realidad nunca es condenado a más de ocho años, y siempre cumple tan sólo la mitad de ellos. Sería importante, como medida de disuasión, que este tipo de penas se cumplieran hasta al final. Cumplir tan sólo cuatro años es casi una forma de excusar un crimen horrible. Por planear un robo a un banco, unas personas fueron condenadas recientemente en Francia a 15 años de cárcel. Es muy probable que un chico que queme un coche en un suburbio de París sea condenado a cuatro años. En cambio, Cantat fue liberado después de haber estado recluido cuatro años por haber matado a mi hija”. La mencionada manifestación delante del Hôtel de Ville de París fue un acto público de impacto mediático, pero también un momento político de gran fuerza emotiva. Hablaron mujeres y hombres, y muchos indicaron que el núcleo de la vida en la sociedad residía en la pareja, que ahí empezaba la justicia, el respeto y la democracia. Está claro que la lucha contra la violencia conyugal no es una cuestión de mujeres contra hombres, es una lucha que importa y moviliza a todos por igual. Y lanzaron una duda inquietante: si Cantat no hubiera sido una luminaria del mundo del rock, siempre tan lleno de excesos, ¿se le habría perdonado tanto?

SIN MARIE. Ya nada fue igual para Trintignant después de la horrenda muerte de su hija. Primero se aisló, en una etapa que duró un tiempo largo y puso nerviosos a su hijo Vincent, a sus nietos, a su ex esposa Nadine e incluso al marido de ésta, el cineasta Alain Corneau. Consciente de ello el actor se encargó de aplacarlos con una calma declaración pronunciada en 2005, cuando Cantat aún estaba en prisión: “Quiero que aquellos que me aman estén tranquilos. Quiero que sepan que mi vida sin Marie vale poco y nada. Que me quedé sin ansias de continuar. Sepan que quiero morir, pero estén seguros también que mis convicciones religiosas me impiden suicidar”. Pese a ello, Trintignant se retiró virtualmente de casi toda actividad artística: nada de cine, apenas alguna obra de teatro o unos recitales de poesía. Nada más durante nueve años. En ellos, el único emprendimiento importante fue invertir algunos ahorros, junto a varios amigos, en unos viñedos cercanos a Avignon, donde produce 20.000 botellas anuales de vino tinto. Se dice que él mismo fue quien diseñó la etiqueta del vino que inauguró su bodega.

 

De ese exilio auto impuesto vino a sacarlo el cineasta Michael Haneke, que le brindó el otro papel cumbre de su carrera en la película Amor (Amour, 2012), historia de dos octogenarios profesores de música clásica jubilados (Emmanuelle Riva y él), cuya vida se desploma cuando la mujer sufre un ACV que le paraliza poco a poco todo el cuerpo. El amor que unió a la pareja durante toda la vida será puesto a prueba en esa instancia, ante los asombrados ojos de la hija de ambos (Isabelle Huppert). Amor no es una película de fácil visión, porque registra los dolores del cuerpo, la mente y el alma con una precisión y un detallismo quirúrgicos, y eso impactará emocionalmente al público, en especial a quienes hayan sufrido una experiencia similar en carne propia. Pero si se enfrenta con valentía al film, podrá descubrirse en él un memorable estudio sobre la eterna confrontación entre envejecimiento y muerte, a un nivel de brillantez conceptual que sólo algunos genios del cine han logrado. Amor es hermana de Vivir de Kurosawa y Cuando huye el día de Bergman, de Grupo de familia de Visconti y Tres hermanos de Rosi, de Historias de Tokio de Ozu y Magnolia de Anderson. Al igual que esos films, Amor combina con enorme sabiduría un duro realismo visual con pasajes de extrema delicadeza para tratar piadosamente a sus difíciles personajes. Con esa mixtura se desarrolla ante nuestros ojos una de las más puras historias de amor, en la cual no hay una sola escena que suene falsa, ni una palabra que sobre, ni un movimiento que no concuerde con la tranquilidad y la sutileza con que se nos revela ese feroz drama familiar. Incluso un par de alucinaciones, que a primera vista podrían desorientar al espectador, analizadas desde el final revelan una gama de sugerencias altamente significativa. Haneke consigue este milagro ayudado por dos labores superlativas de Riva y Trintignant (que ganó el César por su labor), a los que hay que sumar tres conmocionantes apariciones de Huppert.

Y después de esta maravilla Trintignant se llamó nuevamente a silencio. Cinco años más tarde aceptó una nueva oferta de Michael Haneke, pero en Final feliz (Happy End, 2017) el actor tenía un papel breve, por lo general se lo veía sentado y visiblemente deteriorado. Era la imagen viva del desánimo, y por entonces contó a los medios que acababa de rechazar una propuesta del director Bruno Dumont porque “tuve miedo de no dar la talla físicamente. Ya no logro desplazarme solo”. Sin embargo, su nombre recobró actualidad por haber vuelto al cine en Los años más bellos de una vida (Les Plus Belles Années d’une Vie, 2019). Claude Lelouch, su director, ha vuelto a reunir a Trintignant con Anouk Aimée, en lo que es la tercera parte de la exitosa Un hombre y una mujer. La película es muy menor, pero cobra desusada importancia porque casi seguramente sea la última labor del actor para la pantalla. Y quizás también para su partenaire, que ya tiene 88 años de edad, aunque luzca espléndida. Jean-Louis aparece como un enfermo de alzhéimer, decrépito y encerrado en una residencia de ancianos de la que sueña con escapar junto a Anouk, que le visita de vez en cuando para recordarle sus años de sex symbol, de amante de las mujeres y del riesgo. Todo luce como una despedida, y lo dijo él mismo al concluir el rodaje: “Me retiro, ya no tengo fuerzas para más y, además, me estoy muriendo”.

 

Dramática confesión de un hombre que está convencido que su final está cerca. Con una vida de éxito en el cine, de amores que le hicieron feliz en distintas etapas de su existencia, y también con una dramática biografía en la que dos episodios dolorosos le produjeron una pena infinita. Todo eso ahora, cumpliendo en soledad y a pesar suyo 90 años, en un presente que le va acercando al adiós: se está quedando ciego, pero además padece cáncer de próstata y ha decidido suspender el tratamiento al que se había sometido, “porque ya está, ya no vale la pena continuar así, hace años estoy preparado para irme”. Y así llega la hora del descanso, cuando las huellas de sus enfermedades le tienen medio consumido, ya sin pisar las calles ni dar paseos por la playa de Deauville como en sus buenos tiempos, del brazo de la fascinante Anouk Aimée, esa belleza de perfil helénico de la que tantos hombres supimos enamorarnos. De todas maneras, como si tratara de pagar una deuda con su hija Marie, poco antes del rodaje del film de Lelouch el actor había vuelto a pisar las tablas, también por última vez, en un show llamado Trintignant-Mille-Piazzolla, exhibido en mayo de 2018 en el Théâtre des Célestins en Lyon. Allí el cadavérico anciano monologa sentado frente al público, rodeado del sexteto del acordeonista Daniel Mille (él más sus cinco violonchelistas), que lo acompañan con una música pausada, adaptándose de maravillas al intimismo que la situación requiere.

 

Ese monólogo es una sucesión de reflexiones sobre la vida, el amor y la muerte, que el actor, dueño de una voz pausada que aún permanece invicta, enmadeja una filigrana de recuerdos y pasiones, goces y dolores. Sobre el final, con congoja, pero sin caer en la autocompasión, cierra el unipersonal con un fragmento que es también el fin de una vida agitada. Mirando fijamente al público en penumbras, Trintignant dice: “Mi hija Marie tenía los ojos cambiantes de un campo de rosas, tenía los ojos aventureros, como si se ubicara a años luz de los demás, y a la vez era tan cotidiana como la brisa primaveral del mes de mayo. De esa manera llenaba mi vida, que comparada con la suya era un páramo, porque Marie era cálida, y ese calor te hacía sentir como supongo deben sentirse los pájaros cuando se acurrucan en las manos que los acunan. Por eso desde que falta ya no tengo rostro alguno para el amor. En realidad, no me quedan rostros para nada. Algunas veces ni siquiera tengo un rostro para mí mismo. En esos momentos sólo me queda rendirme al sueño, y es entonces que mi cuerpo se asemeja a una amplia red de diques de amor, y sólo por medio de mis sueños accedo a revivir los recuerdos perdidos. Yo no te espero mañana, Marie, te espero siempre. Yo no te espero en el fin del mundo, Marie, te espero acá, despojado de mis fuerzas porque no estás, y eras tú la verdadera fuerza de mi vida. Te espero, Marie, te espero… siempre”.   

https://www.youtube.com/watch?v=wASYQYCg8CY%20%20

Comenzó el Festival Audiovisual Bariloche 2020 online

0

Agenda completa para el #FAB2020 🎬 ¡No se pierdan el cronograma completo de actividades!

👉 Sigamos compartiendo el #FestivalAudiovisualBariloche juntos, online + presencial. Con las voces de los protagonistas, obras seleccionadas y mucho más.

🔎 www.festivalfab.com.ar

#CulturaRíoNegro #FABonline

ED HARRIS: INTENSIDAD Y ECONOMÍA DE RECURSOS.  

0

 

El sábado 28 de noviembre cumplió 70 años uno de los mejores actores del actual cine estadounidense. También uno de los que más bajo perfil cultiva. Ed Harris es un modelo en todo lo que tiene que ver con economía de recursos, aunque de tanto en tanto no pueda evitar exhibir ciertos ramalazos de fuerte intensidad.

Por Amilcar Nochetti. Miembro de la Asociación de Críticos de Cine de Uruguay (filial Fipresci) 

MÉTODO. El lector se preguntará qué será la economía de recursos, y como pueden convivir “economía” e “intensidad”. No es difícil explicarlo, sobre todo para quien tenga buena memoria o haya visto cine clásico. Dos modelos de economía de recursos han sido Spencer Tracy y Henry Fonda, pero no debe confundirse ese concepto con cortedad dramática. Son cosas muy distintas. Tracy y Fonda era maestros en economía de recursos. Gary Cooper o Humphrey Bogart, en cambio, tenían cortedad dramática. Hoy son figuras legendarias. ¿Quién puede negar el máximo sitial de cowboy a Gary Cooper, o arrebatar a Bogart el puesto de arquetipo de investigador privado en la serie negra? Son iconos indiscutibles, pero eso no los convierte en grandes actores, sino en divos que han marcado el inconsciente colectivo de generaciones enteras: Cooper caminando solo ante el peligro al mediodía por las calles vacías de un pueblo de cobardes, para enfrentar a la pandilla de A la hora señalada. Bogart encaramado en el tren que se va del lluvioso París, enfundado en su gabardina y esperando en vano la llegada de Ingrid Bergman en Casablanca. Son figuras imborrables, pero tenían una marca de fábrica, y no podían (o no sabían, o no los dejaron) variar. Habían patentado un “tipo” y lo repetían. Lo hacían bien, pero no salían de ese arco dramático, y al pasar los años sus labores fueron eficientes, pero mecánicas.

 

Lo de Tracy y Fonda era diferente, como lo de muchos actores europeos: los suecos Max von Sydow y Erland Josephson, el italiano Marcello Mastroianni, el español Fernando Rey, el francés Jean Gabin, los polacos Daniel Olbrychski, Zbigniew Zapasiewicz y Wojciech Pszoniak, el inglés Ralph Richardson. Esta gente tenía economía de recursos, construían para cada película un personaje diferente, no un prototipo, y lo hacían desde adentro, con mínimos gestos visibles, pero con verdadera comprensión del alcance y los límites de cada personaje. Eran actores introvertidos que terminaron edificando un nicho aparte, porque se distinguían del prototipo marcado por el star system de la era de oro de Hollywood, y también del psicologismo exagerado que el Actor’s Studio impuso a sus figuras. Ellos no necesitaban estar un mes en un psiquiátrico para actuar en Atrapado sin salida, ni renguear dos meses para emocionarnos en Perdidos en la noche. Simplemente estudiaban el libreto, investigaban en libros cuando sus personajes eran históricos, hacían caso a sus directores y se lanzaban a actuar desde el alma.

 

Eso no es parquedad dramática, sino comprensión íntima de la labor a ejecutar. Ejemplos: la sobriedad de Tracy como juez, en medio del disímil elenco de El juicio de Nuremberg, la cálida estampa de Fonda en Viñas de ira o su gélida villanía para Érase una vez en el Oeste, la sutileza de Pszoniak como Robespierre en Danton, la melancolía oculta debajo de cada rudo gangster que compuso Gabin en su carrera, todo lo que Sydow y Josephson hicieron para Bergman, las visibles diferencias de Richardson con sus compañeros de generación, Laurence Olivier y John Gielgud. Es verdad que a veces estallaban: Tracy buscando venganza al final de Furia de Fritz Lang es un ejemplo de ello. Pero aún esos estallidos parecían signados por una oculta contención.

 

De esas aguas bebió siempre Ed Harris, el actor más introvertido que Hollywood nos ha brindado en las últimas décadas. Él también de tanto en tanto estalla, como en algún momento de Pollock o Las horas, pero lo ha hecho siguiendo la lección de Tracy, Fonda y los europeos: ese desborde era lo que requería el personaje, no su divismo personal. Por eso aquellas palabras que parecen reñidas (economía e intensidad) se pueden dar la mano y edificar una de las carreras más notables de los últimos tiempos. Claro: ese método de actuación no es vistoso, y quizás por eso la figura de Harris no sea todo lo mediática que merece. Pero eso también tiene que ver con la propia manera de ser del actor, que en cierta medida conjuga en su vida real muchas características de sus propios personajes.

JUVENTUD. Edward Allen Harris nació el 28 de noviembre de 1950 en la ciudad de Tenafly, Nueva Jersey. Margaret, su madre, era una agente de viajes, mientras que su padre, Robert, era cantante y también ofició, durante varios años, como bibliotecario del Instituto de Arte de Chicago. Ed tenía dos hermanos, y desde pequeños pasaban todo el tiempo jugando y lidiando entre sí, motivo por el cual Ed desarrolló un nivel muy alto de competitividad, que supo explotar muy bien en la secundaria. Lo de Harris es curioso, porque ha sabido mantener su vida privada muy lejos del frenesí mediático que provoca su profesión (mucho más en ese planeta aparte que es Hollywood), y sin embargo siempre ha sido muy abierto para contar todo lo que tiene que ver con su infancia, su adolescencia y su formación profesional. Por eso sabemos que fue un destacado atleta adolescente: en la Tenafly High School jugó béisbol, siendo uno de los mejores quarterbacks, miembro del equipo situado justo detrás del centro, en medio de la línea ofensiva y, como tal, responsable de decidir la jugada que debe realizarse. Desde esa posición Harris llegó a ser capitán de su equipo. Debido a ese destaque, al egresar en 1969 le ofrecieron una beca deportiva en la Universidad de Columbia, en Nueva York, aunque dos años más tarde su familia se trasladó a Oklahoma y Harris los acompañó.

 

Fue en esos momentos cuando descubrió su futura profesión. Nadie mejor que él para contarlo: “Es cierto que fui un buen estudiante, pero no puedo negar que mi pasión era el béisbol. Pero un verano vi a un mismo actor hacer de Tartufo en la obra de Molière, y de Sancho Panza en Don Quijote de La Mancha, y fue tan diferente y divertido en ambos papeles que me dije a mí mismo: ‘yo quiero hacer eso’. También advertí que la ovación que recibió el actor en ambas ocasiones era equivalente a la de un estadio cuando marcabas un tanto en el béisbol. Pero no se equivoquen: no son los aplausos lo que realmente me ha interesado de esto. El objetivo, una vez empecé a estudiar, ha sido siempre ser el mejor actor posible, no dejar de aprender y evolucionar. El día que sienta que he dejado de aprender será el día que me retire”.

 

INICIOS. Fue en la Universidad de Oklahoma donde se anotó en arte dramático. Poco tiempo después de haberse destacado en algunas obras en el entorno local decidió que estaba listo para probar algo mejor y se mudó a Los Ángeles, donde terminó enrolándose en el Instituto Californiano de las Artes. Dos años más tarde (1976) comenzó a cosechar éxitos, como el agente del FBI de la obra de Thomas Rickman Baalam, o uno de los roles protagónicos en el estreno de la pieza de Tennessee Williams El reino de la tierra. Esa visibilidad le permitió acceder a algunos roles en la TV, en seriales que no han llegado al Uruguay, pero que cosecharon muy buena audiencia por entonces en la Costa Oeste. Fue después de todo eso que Harris hizo su primera aparición en cine, en el film de suspenso Coma (Michael Crichton, 1978), protagonizado por Geneviève Bujold, Michael Douglas y Richard Widmark, donde tiene un par de breves escenas como ayudante del forense en el hospital donde ocurre la acción. Dos años después conseguiría un rol más importante en Borderline, film protagonizado por Charles Bronson, nunca exhibido en Uruguay.

 

Pero ya su tercera participación en cine lo pondría en contacto con el director George A. Romero, en un film atípico que lo tendría de protagonista. Caballeros de acero (1981) contó las aventuras de una peculiar banda de motoqueros que viajan por pequeños pueblos estadounidenses vestidos como si fueran los Caballeros de la Tabla Redonda. Organizan fiestas medievales en las que la gente puede comer y beber, comprar artesanías y disfrutar de torneos montando espectaculares motos. Su vestimenta, sus reglas y su estilo de vida procuran mantener los parámetros de los héroes medievales de Camelot, hasta que se hacen famosos a través de la prensa, y debido a ello las cosas se complican. A partir de entonces la carrera de Ed Harris ha sido un modelo de adaptación a todos los géneros y roles que le ha tocado desempeñar. 85 títulos para la pantalla grande y seis miniseries en los que ha dejado claro que ser actor es una profesión transformadora: “Actuar es para mí una forma de vida, una manera de ver el mundo y existir en él. Empecé a los 21 años, hace ya mucho tiempo, y lo sigo disfrutando como el primer día, con todos mis sentidos, y siendo consciente del mundo que me rodea. Ser actor no sólo te hace crecer como profesional, sino como ser humano. Meterse en la piel de otros personajes, vivir vidas ajenas, puede ser algo inolvidable. En mi carrera ha habido dos papeles que jamás olvidaré, el de Pollock y el de Beethoven, porque en ambos casos tuve que interpretar a una persona real, por lo que el reto fue mayúsculo”.

 

SINCERIDAD. Sin embargo, la fama adquirida durante las cuatro décadas siguientes no lo han cambiado como persona. Reconocido demócrata del ala más radical (fue uno de los muchos que no se levantaron a aplaudir a Elia Kazan cuando la Academia le otorgó un Oscar honorífico), habla de todo lo que le preguntan. Cuando la prensa quiso saber cuál fue su compañero de reparto favorito, no dudó un instante en decir “mi esposa”, refiriéndose a la actriz Amy Madigan, con la cual está casado desde 1983, y con quien tiene una hija llamada Lily Dolores, nacida en 1993. Pero ha sido igualmente llano al responder sobre cosas más urgentes, como el cambio indiscutible que han traído las redes sociales e internet, especialmente en la evolución del star system: “Creo que cuando empecé el star system ya era una cosa antigua. Hoy día no es habitual cobrar millones de dólares por hacer películas, aunque hay algunas excepciones. Confieso que sigo sintiéndome parte de esa cosa tan abstracta llamada Hollywood, aunque viviendo en mi casa sobre la costa, alejado del ruido mediático. Y alejado del mundo virtual, donde es cierto que cualquiera tiene derecho a grabarse en su habitación, pero eso no quiere decir que yo tenga que verlo. Está claro que quien lo hace y quien lo ve están relacionados, pero mi intención no es juzgar, y mucho menos censurar, porque al fin y al cabo ver esta clase de contenidos es una cuestión de gusto personal”.

 

Harris tampoco duda a la hora de opinar sobre un tema tan candente como los cambios en la industria originados por la irrupción de las series televisivas, “si es que puede seguir utilizándose ese término en la era de las plataformas online”, aclara. Y sin tapujos ha dicho: “Estaría bien que en las salas comerciales las pequeñas películas tuvieran más espacio y tiempo. A falta de esa ventana de distribución, que sigue lidiando con sus problemas, las plataformas como Netflix se presentan como una opción no sólo deseable para los espectadores. La cuestión es en dónde quieres que acabe tu película: en un cine durante dos semanas y que luego desaparezca, o que viva en internet tanto tiempo como el público quiera disfrutarla. Porque al fin y al cabo el objetivo de cualquier artista es que su trabajo se vea”. Por último, su sinceridad se dio la mano con la contundencia cuando debió opinar por la actual situación que vive su país: “Estados Unidos debería pedir disculpas al mundo por las miserias de la gestión de Donald Trump”.

 

ROLES. Es imposible referirnos en una nota a todas las labores de Ed Harris, aunque parece oportuno detenernos en aquellas que por una u otra razón lo han destacado.

 

Bajo fuego (Roger Spottiswoode, 1983): Nicaragua y el sandinismo a punto de derrocar al dictador Somoza. Ed Harris es uno de cuatro periodistas estadounidenses cubriendo las noticias, junto a Nick Nolte, Gene Hackman y Joanna Cassidy.

Elegidos para la gloria (Philip Kaufman, 1983): Los avances de la aeronáutica, desde la ruptura de la barrera del sonido a la conquista del espacio. Notable película con un gran elenco en el cual Ed Harris destacó en el rol de John Glenn, el primer astronauta estadounidense en orbitar la Tierra, y la quinta persona en el espacio.

 

En un lugar del corazón (Robert Benton, 1984): Texas durante la Gran Depresión, una madre viuda (Sally Field) con dos hijos, y varios secundarios de lujo (John Malkovich, Danny Glover), en medio de los cuales Ed Harris conoció y se enamoró de Amy Madigan.

 

Walker (Alex Cox, 1987): La historia de un médico y abogado que en 1853 invade Nicaragua a petición del millonario Cornelius Vanderbilt, y apenas logrado su objetivo se autoproclama presidente de ese país. Una visión muy dura del precio del poder.

 

Complot contra la libertad (Agnieszka Holland, 1988): El asesinato del sacerdote polaco Jerzy Popieluszko (Christopher Lambert). Ed Harris es el encargado de llevar a cabo el crimen, en una dura denuncia del comunismo en Europa Oriental.

 

El secreto del abismo (James Cameron, 1989): Ciencia ficción ecológica, y el rescate de un submarino nuclear al borde de una grieta abisal. Harris es el líder de los científicos rescatistas, pero el film tiene una historia aparte. Durante una secuencia en la que el actor debía aguantar la respiración bajo el agua, una serie de malentendidos hizo que Harris no recibiera oxígeno y casi muere ahogado. Cameron siguió rodando mientras ocurría el incidente, por lo que Harris le dio un puñetazo en la cara al salir del agua. Hasta el día de hoy el actor se niega a hablar sobre este film, traumatizado por la experiencia.

 

Tiro de gracia (Phil Joanou, 1990): Sean Penn, policía encubierto, vuelve al barrio a desenmascarar una banda de irlandeses liderada por Ed Harris. En medio se interpondrán sus sentimientos por los hermanos menores del gangster (Gary Oldman, Robin Wright).

 

El precio de la ambición (James Foley, 1992): Adaptación de la obra teatral de David Mamet sobre un grupo de desesperados vendedores inmobiliarios. Harris se luce junto a Al Pacino, Jack Lemmon, Alan Arkin, Kevin Spacey, Alec Baldwin y Jonathan Pryce.

 

Apolo 13 (Ron Howard, 1995): Aunque los astronautas de esta dramática expedición son Tom Hanks, Kevin Bacon y Bill Paxton, Harris se destaca como el científico que deberá intentar devolver a esos hombres sanos y salvos a nuestro planeta.

 

Nixon (Oliver Stone, 1995): La extensa biografía del controvertido presidente tenía una labor estupenda de Anthony Hopkins y un elenco de campanillas. Ed Harris es uno de los espías atrapados en el Edificio Watergate, que desencadena la caída del mandatario.

La Roca (Michael Bay, 1996): Harris es un general que pretende que se indemnice a las familias de los soldados muertos en combate. Roba 16 misiles con gas venenoso, toma Alcatraz y amenaza con lanzarlos sobre San Francisco. Sean Connery y Nicolas Cage intentarán impedirlo, en una aventura de buen nivel y con mucha acción.

 

Poder absoluto (Clint Eastwood, 1997): Clint, ladrón de guante blanco, presencia el asesinato de una mujer perpetrado por el mismísimo presidente (Gene Hackman). Harris es el policía que persigue a Clint desde hace años, aunque terminará defendiéndolo.

The Truman Show (Peter Weir, 1998): Truman (Jim Carrey) es un ingenuo que vivió toda su vida en un pueblo donde nunca pasa nada, pero advierte que algo anormal sucede. Al final sabrá que toda su ciudad es un plató y que su vida está siendo emitida como el reality show más ambicioso de la historia. Ed Harris es el inventor de esa enorme locura, una suerte de demonio vestido con los ropajes de un dios profano.

Pollock (Ed Harris, 2000): El proyecto más personal y ambicioso del actor, en una labor cumbre personificando a Jackson Pollock, el principal pintor del expresionismo abstracto, pero también un ser aislado, de personalidad volátil, que sufrió graves problemas de alcoholismo y bipolaridad. Un verdadero tour de force de Harris-actor.

Las horas (Stephen Daldry, 2002): Rodeado de tres mujeres de hierro (Meryl Streep, Nicole Kidman, Julianne Moore) en torno a la figura de Virginia Woolf, Harris compuso a un poeta que padece las instancias terminales del sida. Su personaje daba para el clisé o la sobreactuación, pero el actor lo encara de manera profundamente emotiva, con dosis de dramática nitidez, austeridad y equilibrio. Otra cumbre en la carrera de Harris.

 

Una historia violenta (David Cronenberg, 2005): Viggo Mortensen vive tranquilo con su familia en un pequeño pueblo, un día evita un robo en su restorán, se vuelve mediático y atrae a la atención del siniestro Ed Harris, que asegura conocer su turbio pasado.

 

Empire Falls (Fred Schepisi, 2005): Miniserie sobre un pueblo de Nueva Inglaterra y sus habitantes. Harris es el protagonista, que olvidó sus ansias de juventud para atender sus obligaciones familiares, en especial a su padre cascarrabias (Paul Newman).

 

La pasión de Beethoven (Agnieszka Holland, 2006): La tormentosa relación entre el genio de la música y una joven alumna (Diane Kruger) a la que decide aceptar como copista. Una gran labor de Harris, llena de temperamento y comprensión por el personaje.

 

Desapareció una noche (Ben Affleck, 2007): Una pareja de detectives (Casey Affleck, Michelle Monaghan) es contratada para dar con el paradero de una niña desaparecida. Eso no hace feliz al capitán de policía (Morgan Freeman), pero la pareja termina haciendo amistad con un detective (Ed Harris), que quizás esconda más de un secreto. La cohesión del elenco es el punto más fuerte de este policial atípico y bastante oscuro.

 

Entre la vida y la muerte (Ed Harris, 2008): Segundo proyecto personal del actor, un western atípico donde Harris y Viggo Mortensen deben enfrentar al malvado Jeremy Irons. Harris compone a un hombre de pocas palabras, incorrectamente pronunciadas, y lo hace con personalidad y sutileza para combinar un pragmatismo casi determinista con inesperados ribetes de escondida ternura. Lo suyo es hipnótico.

 

El expreso del miedo (Bong Joon-ho, 2013): Un fallido experimento para solucionar el problema del calentamiento global casi acabó destruyendo la vida sobre la Tierra. Los únicos supervivientes son los pasajeros de un tren que recorre el mundo impulsado por un motor de movimiento eterno. Harris es el amo y señor de ese micro universo.

 

Una noche para sobrevivir (Jaume Collet-Serra, 2015): Historia de un asesino a sueldo (Liam Neeson) de la mafia irlandesa, liderada por Ed Harris. Un policial de tenso guion con una fantástica química entre los dos veteranos protagonistas masculinos.

 

Madre (Darren Aronofsky, 2017): Joven embarazada (Jennifer Lawrence) y escritor en pleno bloqueo creativo (Javier Bardem) reciben a dos intrusos (Harris, Michelle Pfeiffer) que harán imposible la supervivencia de la joven pareja. Un film fracasado y pedante, en el que lo único valioso es el cuarteto protagónico.

 

Westworld (Lisa Joy y Jonathan Nolan, 2016-2020): Historia de un parque de atracciones futurista controlado por alta tecnología. Las instalaciones tienen robots de apariencia humana, y gracias a ellos los visitantes dan rienda suelta a sus instintos y viven cualquier tipo de aventura, por muy oscura o peligrosa que sea. Ed Harris es el Hombre de Negro, un siniestro personaje que lleva visitando el parque desde hace décadas, hasta que se descubre que es el accionista mayoritario de la empresa, por lo tanto, el dueño del lugar. Físicamente Harris se inspiró en el cowboy-robot que compuso Yul Brynner en la versión para cine de los años 70.

 

Como puede verse, una carrera variada y talentosa. Harris ha tenido cuatro nominaciones al Oscar (Apolo 13, The Truman Show, Pollock, Las horas), y por lo menos en las dos últimas fue despojado en forma ignominiosa de la estatuilla. Pero es un hombre ajeno al glamour, cultivador de un perfil bajo, y eso “no vende” en el circo hollywoodense. En cambio, logró un premio en Toronto por Pollock y dos Globos de Oro, uno por The Truman Show y otro por la película para TV Game Change (Jay Roach, 2012), donde dio vida al senador y candidato a la presidencia, el republicano John McCain. Ed Harris tiene actualmente dos films en posproducción, fechados para 2021: Top Gun: Maverick de Joseph Kosinski y La hija perdida, debut en la dirección de Maggie Gyllenhaal. En ambos títulos participará en roles secundarios. Es lo de menos, porque a veces le basta una escena para robarse la película. Ojalá que haya Ed Harris para rato.

 

Búsqueda eterna: My last year as a loser (o Mi último año como perdedora)

0

Por Stefania Aluffi

El largometraje de la directora y guionista eslovena Urša Menart es una de las trece películas que ofrece de forma gratuita la XVII edición del Encuentro de Cine Europeo, cuyos contenidos de este año están atravesados por una mirada con perspectiva de género. 

Podes acceder al sitio web del Encuentro hasta el 30 de noviembre, a través del siguiente enlace: https://www.cineueargentina.com/

 

Muchxs podemos sentirnos identificadxs con la ópera prima de Urša Menart. Esta es una de esas películas que muestran lo difícil que es insertarse en el mercado laboral y alcanzar la completa independencia, aun con un título universitario. Más cuando ese título no le es cien por ciento funcional al mercado y al sistema.

Spela (Eva Jesenovec) tiene casi treinta años y espera conseguir un puesto acorde con su profesión en la galería de arte en la que trabaja como recepcionista, pero por errores tontos acaba perdiendo esa posibilidad y solo le queda su trabajo como guardavidas en una piscina. 

Su vida transcurre con cierta monotonía. Sus amigas han emigrado desde hace tiempo, y no pierden oportunidad para incentivarla a que lo haga ella también, pero Spela se opone y cree fervientemente en que puede quedarse en Eslovenia para sentirse realizada; que su ciudad y su país la necesitan y tienen el potencial para ser tan prometedores como cualquier otro lugar del mundo.

Su novio, un experto en informática, ya no comparte esta idea y acepta un interesante trabajo en San Francisco, Estados Unidos, donde finalmente se instala. La ruptura de esa relación se suma a la trágica situación económica-profesional de esta Licenciada en Historia del Arte, que termina volviendo a vivir con sus padres y su abuela, y pasa su cumpleaños número treinta un tanto sola y bastante frustrada. 

Su vida mejora un poco cuando consigue un empleo como mesera en un bar y se hace amiga de Suzi, que le da lugar para vivir y la acerca un poco a su vida, rebelde y despreocupada. A Suzi ser una “simple” mesera no le pesa ni avergüenza. A Spela sí.

El largometraje recorre algunos otros intentos sin suerte de la protagonista por encontrar el trabajo que tanto ansía, algunas veces echados a perder por su honestidad -que deja ver su desesperada realidad- o simplemente por conseguir trabajos que no son trabajos, sino voluntariados. Todo esto se corona con el robo de su vieja bicicleta mientras brinda un taller de Historia del Arte en un asilo de ancianxs.

Así transcurre casi la totalidad de My last year as a loser, que nunca nos muestra algún guiño que nos haga creer que realmente ese será el ultimo año “como perdedora” de la protagonista. Nunca vemos a Spela evolucionar en alguna dirección y nos quedamos con la sensación de que su vida seguirá siendo una constante búsqueda sin éxito.

Hacia el final la vemos dejar a un lado sus convicciones -o al menos eso parece- y apostar por ir algunos días a Berlín, para probar suerte y hacer valer sus estudios. Pero sorpresivamente – o no tanto-, a minutos de embarcarse termina optando por no subirse al autobús y recuperar su bicicleta robada, estacionada frente a sus narices. Pedaleando sonriente en la noche de Liubliana vemos a Spela en la última escena de este largo.

 

Ficha técnica: Ne bom več luzerka (Eslovenia, 2018. 88’)

Título internacional: My last year as a loser (Mi último año como perdedora)

Guión y dirección: Urša Menart

Producción: Danijel Hočevar – Vertigo, 100, Nuframe, RTV Slovenija

Jefe de producción: Matija Kozamernik

Fotografía: Darko Heric

Música: Simon Pensek

Montaje: Jurij Moskon   

Morir como un hombre y charla sobre Lady Time.

0

El Encuentro de Cine Europeo nos invita a vivir Europa con películas seleccionadas especialmente. Lxs invitamos a nueva edición del Encuentro de Cine Europeo en Argentina.

Este año, acompañando los desafíos actuales, la programación está enfocada desde una mirada con perspectiva de género. 

La Edición XVII será completamente virtual y se desarrollará en dos etapas, la primera durante todo el mes de noviembre 2020, y la  segunda en mayo 2021, mes en el que se celebra el Día de Europa

​Países participantes: Alemania, Austria, Chipre, Croacia, Dinamarca, Eslovenia, España, Francia, Italia, Países Bajos, Polonia, Portugal, Rumania, Suecia

 

Morir como un hombre de João Pedro Rodrigues / Portugal, Francia / 134 min / Drama, Música / 2009 / +16

La noche de Lisboa como homenaje y réquiem, a través de la historia de Tonia, un transexual cuya juventud ha quedado atrás y desea operarse para cambiar de sexo. El amor le da sentido a su vida, pero también sufrimiento; y es entre esa pasión por vivir la vida intensamente y ese padecer de la soledad -que siempre amenaza- donde se instala esta poderosa tercera película de João Pedro Rodrigues. Fuente: Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente.

Acceder a la película https://www.festivalscope.com/film/morir-como-un-hombre/

 

Lady Time. Transformar lo cotidiano, hacerlo cine y quizás poesía. Diálogo con Roger Koza y Agustina Comedi

Miércoles 25/11 – 19.30 a 21 hs

Roger Koza (crítico de cine, programador y director artístico) analizará la película Lady Time dirigida por Elina Talvensaari (Finlandia) en diálogo con Agustina Comedi (33 años, Argentina), directora del documental El silencio es un cuerpo que cae. Transformar lo cotidiano, hacerlo cine, quizás poesía, algo que tienen en común ambas directoras, una en Finlandia, otra en Córdoba, Argentina.

Charla abierta, sin inscripción previa.

Link de acceso aquí

Zoom ID: 879 8129 3771

NADAR de Luzie Loose en el Encuentro de Cine Europeo

0

El Encuentro de Cine Europeo nos invita a vivir Europa con películas seleccionadas especialmente.

Lxs invitamos a nueva edición del Encuentro de Cine Europeo en Argentina.

Este año, acompañando los desafíos actuales, la programación está enfocada desde una mirada con perspectiva de género. 

La Edición XVII será completamente virtual y se desarrollará en dos etapas, la primera durante todo el mes de noviembre 2020, y la  segunda en mayo 2021, mes en el que se celebra el Día de Europa

​Países participantes: Alemania, Austria, Chipre, Croacia, Dinamarca, Eslovenia, España, Francia, Italia, Países Bajos, Polonia, Portugal, Rumania, Suecia

 

NADAR de Luzie Loose | Alemania | 2018 | 1h 48m

 

A la edad de 15 años, las crisis familiares y los daños ocasionados por jóvenes de la misma edad pueden causar mucho dolor y convertirse en abismos. Elisa, una chica muy tímida, es acosada e intimidada por sus compañeros. La única que parece poder ayudarle es Anthea, una joven muy segura de sí misma. Las amigas comienzan a filmar con sus celulares todo lo que hacen, pero lo que al comienzo es un simple juego, termina siendo una inquietante realidad. Elisa y Anthea comienzan a filmar a escondidas a todos los compañeros que agreden a Elisa para así, dar vuelta a la situación. La víctima se convierte en agresora, y se genera una dinámica destructiva que amenaza a todo aquel que se le pone en el camino.

Acceder a la película https://www.festivalscope.com/film/nadar/

CASSANDRO, EL EXÓTICO. Proyección y Charla.

0

El Encuentro de Cine Europeo nos invita a vivir Europa con películas seleccionadas especialmente.

Lxs invitamos a nueva edición del Encuentro de Cine Europeo en Argentina.

Este año, acompañando los desafíos actuales, la programación está enfocada desde una mirada con perspectiva de género. 

La Edición XVII será completamente virtual y se desarrollará en dos etapas, la primera durante todo el mes de noviembre 2020, y la  segunda en mayo 2021, mes en el que se celebra el Día de Europa

​Países participantes: Alemania, Austria, Chipre, Croacia, Dinamarca, Eslovenia, España, Francia, Italia, Países Bajos, Polonia, Portugal, Rumania, Suecia

 

CASSANDRO, EL EXÓTICO de Marie Losier |  Francia | 2018 | 1h 13m

Tras 26 años en los cuadriláteros, Cassandro, la rompedora estrella transformista de la lucha libre mexicana, no se plantea retirarse. Miembro de los Exóticos, con una docena de huesos rotos y clavos por todo su cuerpo, ahora tiene que reinventarse.

Acceso a la película https://www.festivalscope.com/film/cassandro-el-exotico/

Charlas abiertas 

Rompiendo estereotipos. Conversación entre Esther Díaz y Cassandro, protagonista de la película Cassandro, el exótico.  Jueves 12/11 – 19 a 20.30 hs

Cecilia Barrionuevo (Directora Artística del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata) recibirá a la filósofa punk, Esther Díaz junto a Cassandro, la estrella queer de la lucha libre mexicana, protagonista del documental “Cassandro, el exótico”, dirigido por Marie Losier. De placeres obscenos, prejuicios y confesiones.

​​Charla abierta, sin inscripción previa.   Link de acceso aquí    Zoom ID: 860 2052 7500

​Seguíla también por el canal de Youtube https://www.youtube.com/channel/UC43eRLvlha3dYD7kTdqSLUA

 

 

FERNANDO SOLANAS (1936-2020), PERSONALIDAD CONTROVERTIDA.

0

El 2020 y su coronavirus no perdonan. El 6 de noviembre murió en París el controvertido cineasta y político Fernando Solanas, un discutidor talentoso ganador en Cannes por Sur. Solanas fallece en el ejercicio de sus funciones como embajador de Argentina ante Unesco. El director había comunicado el 16 de octubre desde su cuenta de Twitter que él y su esposa Ángela Correa habían dado positivo al covid-19, y que habían sido hospitalizados. El 21 de ese mismo mes reveló que se hallaba en terapia intensiva, y que le habían comunicado que su estado era delicado.    

 Por Amilcar Nochetti. Miembro de la Asociación de Críticos de Cine de Uruguay (filial Fipresci)

INICIOS. Solanas nació el 16 de febrero de 1936 en Olivos. Estudió derecho, música y teatro. Su debut como cineasta fue en 1962, con los cortos Seguir andando y Reflexión ciudadana. Durante el régimen militar de Juan Carlos Onganía rodó de forma clandestina junto a Octavio Getino el documental La hora de los hornos (1968), mientras fundaban el grupo Cine Liberación, desde la militancia de la izquierda peronista. El grupo lo formaban un conjunto de cineastas militantes que se plantearon dos objetivos: establecer un circuito paralelo de exhibición a través de las organizaciones sindicales, barriales y juveniles del peronismo, y utilizar el cine como un arma informativa y ampliamente denunciatoria. La hora de los hornos es una ambiciosa y hoy mítica trilogía de 264 minutos de duración (“Neocolonialismo y violencia”, “Acto para la liberación” y “Violencia y liberación”) que utilizó todas las técnicas del cine publicitario: reportajes, testimonios, montaje explosivo, carteles intercalados, fragmentos de películas ajenas e irónicos comentarios en off. Con ese bagaje, Solanas y Getino terminaron redondeando una propuesta política que tenía también su sesgo poético pero que, por encima de cualquier otra cosa, era una denuncia que buscaba y halló el lenguaje más adecuado a su tema. En lo personal discrepo ampliamente con el film, que con entusiasmo abogaba por la lucha armada y que, como siempre sucede con los vecinos argentinos, no distinguía populismo e izquierda, confundiendo los postulados de Perón con los del Che Guevara. Pero aún así es imposible desconocer el poderío expresivo de un film que, de manera contundente y polémica, invita todavía a una profunda reflexión retrospectiva.

En 1975 Solanas realizó su primer largometraje de ficción, Los hijos de Fierro, que bebía en José Hernández e intentaba trazar una parábola sobre Argentina en los años 60-70. El resultado fue irregular, con ramalazos de talento en medio de mucha grandilocuencia, proveniente de la retórica voz en off de Aldo Barbero, y una deslucida mezcla de estilos. Pero a esas alturas Solanas fue amenazado por el grupo ultraderechista Triple A, e iniciada la dictadura en 1976, luego que un comando militar intentara secuestrarlo, se exilió en España y luego en Francia. Allí filmó en 1980 un documental muy elogiado sobre los minusválidos, La mirada de los otros. Con el retorno de la democracia Solanas rodó su indiscutible obra maestra, El exilio de Gardel (1985), en coproducción con Francia, una película de la que más adelante hablaremos con mayor detenimiento. Con una estética similar, en 1988 filmó Sur, su última ficción valiosa, ya que El viaje (1992) y La nube (1998) dieron vergüenza ajena, como lo atestigua una curiosa anécdota sucedida en un festival de Cinemateca. Se proyectaba La nube, anunciada con 116 minutos de duración. Al final advertimos que había durado 102 minutos, y descubrimos que sin querer el proyeccionista había salteado un rollo, sin que nadie en la sala (ni el público ni los críticos) hubiera advertido que faltaba un fragmento: tal era el penoso nivel artístico de ese film. El propio Solanas me confesó en Piriápolis en 2016 que en ese momento advirtió que su talento ya no funcionaba en ficción, y por eso pasó a dedicarse de lleno al campo documental, siempre desde una óptica política.

Pero antes de proseguir en ese terreno conviene que nos detengamos un poco en Sur, donde el amor y la muerte son los contenidos principales, en un vaivén que resume la dura experiencia de la dictadura y los motores más positivos de la experiencia resistente y la esperanza. Muchos elementos de Sur, desde los desbordes de la represión militar hasta las instancias más eróticas, resaltan aquel contraste, que se concentra en la segunda mitad, cuando el protagonista Miguel Ángel Solá debe resolver definitivamente entre el odio o la comprensión, y que aflora imprevistamente -con toques de insólito humor- en la “Milonga del tartamudo” de Alfredo Zitarrosa, o cuando dos ancianos (Ulises Dumont, Niní Gambier) interrumpen su inútil batalla contra las fuerzas represivas para acceder a un último gesto de amor. La propia idea del muerto que resucita (Lito Cruz) para contar la historia de Solá, y que de hecho lo acompaña como guía reflexivo durante parte de la travesía nocturna (como Virgilio a Dante en La Divina Comedia), condensa las actitudes sobre las que Solanas basó su film: salir de la cárcel, es decir, salir de la muerte y valorar los gestos de resistencia como apoyos para el difícil porvenir.

DOCUMENTAL Y POLÍTICA. En el área política, a comienzos de los años 90 Solanas había sido una de las figuras más críticas contra el presidente Carlos Menem, y terminó denunciando haber sido víctima de un atentado con varios disparos de arma de fuego dirigidos a sus piernas, por parte de sectores ligados a la seguridad del Estado menemista. Su paso por la política le llevó a ser diputado y senador en varias oportunidades. En 2007 fue candidato a la Presidencia, quedando en quinto lugar. En 2019 obtuvo un escaño como diputado, al cual renunció cuando el presidente Alberto Fernández le ofreció el puesto de embajador argentino ante Unesco. Esa línea política se vio reflejada en las preferencias que su cine documental reveló en el siglo 21. En ese campo logró una serie de películas que pueden generar discusiones, pero que siempre resultan interesantes. Un breve repaso a ellas da cuenta de los intereses programáticos e ideológicos del director.

Memoria del saqueo (2004), a la que conviene citar con las propias palabras de Solanas: “A partir de la instauración de la dictadura militar, el pueblo argentino tuvo que afrontar una de las peores crisis económicas y sociales vividas en un periodo de paz por un país potencialmente próspero. La exorbitante deuda nacional, el inhumano ultra liberalismo, la desenfrenada corrupción política y financiera, y el expolio regular de los bienes públicos fueron las principales consecuencias. Y todo ello fue posible gracias al apoyo de las multinacionales occidentales y la complicidad de los organismos internacionales. La política de «tierra quemada», puesta en práctica por Menem, ha conducido al país a un abismo de hambre, miseria y enfermedad que casi equivale a un genocidio social”.

La dignidad de los nadies (2005) también fue claramente definida por el autor: “En Argentina, durante los años 90 se implantó la idea que no se podía cambiar la realidad, que había que resignarse a la única vía posible: el neoliberalismo. Mi documental recoge historias y testimonios conmovedores de la resistencia social de los argentinos frente al desempleo y el hambre derivados del modelo globalizador. Son relatos de solidaridad, pequeñas epopeyas contadas por sus protagonistas, héroes anónimos con propuestas colectivas que vencieron el desamparo y abrieron una puerta a la esperanza”.

Argentina latente (2007), ensayo sobre los grandes recursos con que cuenta Argentina para afrontar su reconstrucción. Testimonios de técnicos, trabajadores y científicos que reflexionan sobre lo que hubiera podido hacerse, y la terrible y dolorosa contradicción que supone que un país potencialmente rico y con un avanzado desarrollo científico, no haya podido evitar la miseria en la que vive parte de la población, ni la fuga de cerebros.

La próxima estación (2008), sobre el ferrocarril en Argentina. A comienzos de los años 90, las empresas del Estado se privatizaron con la promesa de modernizar sus servicios y brindar mejor atención: los trenes interurbanos fueron suprimidos; miles de pueblos quedaron aislados y un millón de habitantes emigró a las capitales. Según Solanas, “el maltrato al pasajero se hizo norma, los robos y accidentes se multiplicaron, y jamás se vivió en Argentina una crisis del transporte semejante”.  

Tierra sublevada 1: oro impuro (2009), sobre la depredación y el saqueo de los recursos minerales, y la resistencia popular contra la creciente contaminación. Incluía un recorrido por algunas de las explotaciones mineras a cielo abierto que las compañías explotadoras han instalado en el noroeste de Argentina.

Tierra sublevada 2: oro negro (2011), crónica de la resistencia contra la privatización del petróleo y sus trágicas consecuencias: el fracaso económico, social y humano derivado de la venta de las dos principales empresas argentinas (Y.P.F., Gas del Estado). Para Solanas, “fue ésta una de las mayores estafas de la historia de Argentina y estuvo ligada a la ilegítima deuda externa que dejó la dictadura militar. El proceso privatizador se agudizó con la prórroga de las concesiones de Menem autorizadas por el presidente Néstor Kirchner”.  

La guerra del fracking (2013) continuó con las preocupaciones del díptico anterior, a través de un viaje de Solanas al yacimiento Vaca Muerta en Neuquén, con el especialista Félix Herrero y la investigadora Maristella Svampa, con reveladores testimonios de los pobladores y técnicos sobre los efectos y resultados del nuevo proceso de explotación de petróleo y el gas no convencional.

El legado estratégico de Juan Perón (2016), homenaje al viejo ídolo mediante el cual Solanas recupera grabaciones inéditas, suma documentos históricos y conduce el hilo narrativo con un tono didáctico que revela su nostalgia por un proyecto de país que fracasó y su convicción de recordarlo como referencia para un presente que luce decadente.

Viaje a los pueblos fumigados (2018), donde se denuncia los estragos de la fumigación y la contaminación por agro tóxicos, ante la pasiva mirada de los organismos de control y los funcionarios de turno.

Los tres últimos títulos ya estaban revelando a un Solanas un tanto repetitivo, cuyo cine parecía ir desgastándose poco a poco, cuando vino a sorprenderlo la muerte, mientras de manera infatigable dejaba en posproducción un nuevo documental, Tres a la deriva.

EL EXILIO DE GARDEL. Esta película merece un amplio lugar aparte en la carrera de Solanas, por numerosas razones, algunas de ellas muy caras a los uruguayos. Por ejemplo, lo que tiene que ver con el sábado 5 de abril de 1986. Lugar: Montevideo. La ocasión: Quinto Festival Internacional de Cinemateca, el que a lo largo de la historia resultó ser el mejor. El evento había comenzado el 26 de marzo y finalizaba el 6 de abril, pero a medida que fueron pasando los días un creciente rumor invadió los pasillos de Cinemateca: se preparaba a los espectadores una sorpresa fuera de programa. Cuando el día antes del cierre el rumor se hizo realidad, las mil personas que agotamos las localidades de la sala Centrocine quedamos marcadas a fuego por una experiencia emotiva que permanecería indeleble en nuestra memoria. Para asistir al estreno por invitación de El exilio de Gardel comenzó a congregarse público desde las dos horas previas a la función. Minutos antes de habilitar sala, la fila que se había formado salía del cine, daba vuelta manzana y llegaba por el otro lado a la mismísima puerta de la sala. Una manzana entera de gente arracimada, para ver un film cuya exhibición había sido confirmada por Solanas apenas 48 horas antes. El director llegó junto a una de las intérpretes, la uruguaya Gabriela Toscano, y luego de una breve y emotiva presentación el film inició lo que a la postre terminaría siendo un clamoroso éxito de taquilla: 96.336 espectadores, el título más visto de ese año en Montevideo. He visto miles de películas a lo largo de mi vida, asistí a muchas funciones difíciles de olvidar y presencié largas ovaciones al finalizar ciertos films políticos (Z, Sacco y Vanzetti), pero con El exilio de Gardel fue diferente porque, como nunca hasta entonces, el público aplaudió en tres oportunidades durante la proyección, no después. Es que, independientemente de su indudable valor artístico, la gran victoria de la película y del propio Solanas fue haber sabido conjugar a la perfección materiales reñidos entre sí (música y política, sentimientos e intelecto, tango y juventud, Primer y Tercer Mundo), sacando de ellos un resultado coherente y de insoslayable vitalidad. Solanas escapó al híbrido que acechaba de raíz esta coproducción con Francia, y tuvo el talento suficiente para dignificar los cuantiosos riesgos que desde el libreto poseía el material, y que en manos de cualquier otro cineasta hubieran convertido la anécdota en un catálogo de clisés o una antología del disparate. Hay que tener mucho tacto y algo de sabiduría para mezclar, sin que la propuesta naufrague, a Gardel, Piazzolla, Discépolo, San Martín, la dictadura militar, el exilio, Pugliese, Pavlovsky y Georges Wilson, el mítico director francés del Théâtre National Populaire. Solanas lo logró plenamente.

 

Lo magistral de El exilio de Gardel resulta fácil de explicar. El film cuenta la historia de un grupo de artistas exiliados en París, que intentan llevar a cabo un espectáculo musical (la “tanguedia”), para el cual no encuentran un adecuado final. Y es lógico que así sea, ya que sus vidas aún se hallan en suspenso, porque la dictadura argentina continúa y el exilio parece infinito. El film entero es una “tanguedia”, con su mezcla de comedia, tango y tragedia, aunque el esquema del asunto parezca ser el de mucho musical hollywoodense clásico: un elenco que prepara una representación, en medio del cotidiano trajín de sus integrantes. Sin embargo, lo que distingue aquel viejo cine de la propuesta de Solanas es que el cineasta elige un costado surrealista, con poderosos simbolismos que le permiten navegar con soltura de la comedia al drama. Eso le hace posible pasar con naturalidad del intimismo que posee gran parte del anecdotario a la expansión coreográfica que revelan los memorables fragmentos musicales. El conjunto es un prodigio de inventiva y, de esa mezcla de estilos, logra un efecto unitario y un envolvente sentido del espectáculo.

 

Pero además está la emoción catártica que Solanas logró trasmitir al público con El exilio de Gardel, un estado del espíritu que sólo puede entenderse si se recorre paso a paso la película. Así se advertirá la suprema inteligencia con que el cineasta manejó el montaje de su torrencial propuesta. Desde el arranque Solanas pulsa los decibeles adecuados: París es una ciudad que invita a la nostalgia y la melancolía, más aún si para abrir la historia se registra un neblinoso amanecer sobre el Sena, entre el Pont Neuf y el Pont des Arts, en pleno corazón de la Cité. Sones de Piazzolla se escuchan lentos mientras una pareja baila un tango en medio del puente, sobre el río, y terminan haciendo el amor en forma muy coreográfica entre las bienvenidas oscuridades del Quai des Orfevres. A partir de allí arranca la historia de los personajes, jóvenes y viejos exiliados, y de bienintencionados intelectuales europeos que los apoyan moral y económicamente. Con gran tino, entre preparativos musicales, episodios de comedia y algún súbito momento de reflexión, la historia navega durante 75 minutos con fluidez constante y sin sobresaltos. Hay episodios descacharrantes (todo lo referido a la visita de Ana María Picchio, la pérdida de los dólares que trae la madre de Miguel Ángel Solá), aunque de a ratos asoman instancias conmovedoras: la lectura de una carta a una joven desaparecida, hecha en público por la propia madre; la despedida de Solá a sus hijos en un andén ferroviario; la visita de Marie Laforet, Gabriela Toscano y Lautaro Murúa a la casa de San Martín en Boulogne-sur-Mer, que posibilita reflexiones sobre las ausencias y el dolor de las vidas que se marchitan. Sin embargo, esos fragmentos sensibles son apenas un esbozo de lo que llegará más tarde.

La intención de Solanas de pulsar con nobleza el pedal de la emoción comienza a manifestarse a los 80 minutos, cuando una escena inesperada provoca la primera sorpresa del espectador: la fantasmal aparición nocturna de Discépolo, que viene en ayuda de los protagonistas para brindarles el adecuado final de la “tanguedia”. Allí, el mismísimo Carlos Gardel entonará el muy adecuado “Anclado en París”, en medio de un decorado estilizado y onírico, en una plaza inmensa y desierta aureolada de neblinas azules. Esa escena es el punto neurálgico del film, porque en ella Solanas se jugó a cara o cruz: la línea divisoria entre genuina nostalgia y ridículo es tan tenue, tan indeleble en ese fragmento, que todo el edificio construido podía haberse desmantelado en ese momento de un solo plumazo. Felizmente el director halló la magia adecuada, adaptando al tema del dolor del exilio la letra de un tango que, a priori, nada tiene que ver con asuntos políticos. El resultado obtenido fue la total conexión con el espectador, y a partir de ahí Solanas se despachó con media hora final en la cual seis episodios, encadenados con total premeditación, otorgan verdadera grandeza a la propuesta y de paso nos estrujan el alma. Conviene repasarlos.

 

1) En medio de un paisaje a la vez hermoso y desolador, Solá recibe en una cabina de teléfono la noticia de la inesperada muerte de su madre en Buenos Aires. Cree verla entre la nieve, sale a buscarla desesperado, pero la figura de la señora se divisa cada vez más lejana, sorda al tardío lamento de ese hijo que no supo decirle a tiempo cuánto la quería.

 

2) De inmediato surge la inconfundible voz de Roberto Goyeneche cantando el tango “Solo”, en medio de una adecuada coreografía. Vale la pena prestar atención a la letra de esa canción, porque allí se da cuenta de la penosa situación psicológica de los exiliados: “Solo y al costado, como un cero solo, al que marginaron y resiste solo. Lejos y perdido, como un perro lejos, voy contra el olvido rastreando mis huesos. Solo y sin un mango como en un suicidio, sólo tengo un tango pa’contar mi exilio. Lejos de mi vida, sin tener un puerto, ando a la deriva y me dan por muerto. Solo y perseguido en mi Buenos Aires ando sin sentido como un tiro al aire. Lejos todo extraño, y me siento poco, y si no me engaño yo me vuelvo loco. Solo y escondido con toda la historia que nos han prohibido y está en mi memoria. Solo es el exilio, como un cero solo, tiempo de delirio que lo borra todo. Cuelgo el corazón en el ropero, mi pobre corazón lleno de agujeros. Lejos, como están los viejos, lejos de cualquier espejo. Solo como un cero solo, solo, resistiendo solo”.

 

3) Seguidamente tiene lugar una dramática discusión entre madre e hija (Marie Laforet, Gabriela Toscano) en torno a un baúl donde se hallan los recuerdos del pater familias, un abogado desaparecido en los primeros meses de la dictadura, al cual ambas recuerdan con similar dolor, pero diferente postura existencial: el choque generacional también dice presente en este retablo de exilios y desexilios.

 

4) El profesor Gerardo (Lautaro Murúa) recibe una anónima llamada telefónica, cargada de amenazas a su persona, y esa escena es seguida por un fragmento en que varias mujeres son perseguidas a lo largo de unos pasillos por siniestras figuras vestidas de negro. La percutante música de Piazzolla otorga al episodio la estructura de un ballet, mientras los vaivenes de la cámara y el acelerado ritmo del montaje son vías adecuadas para comunicar al público una sensación de angustia insoportable y desesperado acoso.

 

5) En respuesta al lamento del exilio que registra el tango “Solo”, una canción entonada por una mujer da cuenta de las penurias vividas por quienes se quedaron en la patria arrasada, eso que Solanas llama “insilio”. Su letra revela la problemática del personaje de Juan Uno, y también la situación que vive el francés Philippe Léotard, verdadero insilado cultural en pleno París: “Para vos que te quedaste, para Gaby, Tito y Diego, para vos que te exilaste en tu barrio o tu ropero. Para vos que te aguantaste discursear a los ladrillos, para vos que soportaste bandas, canas y rastrillos. Para vos que te llevaron por el pelo o por las dudas, para vos que te humillaron y te largaron desnuda. Para todos va mi canto, va buscando su raíz: somos hijos del exilio dentro y fuera del país”. Todos los jóvenes éramos, de una u otra forma, hijos del exilio en esos años.

 

6) El cierre del film es bellísimo, y tiene lugar en un amplio escenario donde el profesor Gerardo recibe la visita de San Martín y Gardel. Es una secuencia visionaria en la que Solanas expresa sus ilusiones, su esperanza y su ideal político: “Poder ver la patria que soñamos, grande, unida”, dice San Martín. Mientras tanto, más melancólico y amargo, Gardel trasluce cierto desánimo: “Yo ya no canto, general, estoy viejo”, aclara antes de poner en marcha el gramófono mediante el cual resucita su invicta voz entonando “Volver”. Tres exilios diferentes, en momentos diversos de la Historia argentina, se dan la mano en una secuencia altamente conmovedora, cuya composición subraya la íntima cohesión de los personajes, al incluirlos juntos tomando mate en un mismo plano. Al retroceder lentamente mediante un largo travelling la cámara aísla progresivamente al terceto, y pone de relieve una suerte de comunión de vivencias, sueños y sentimientos compartidos, que rebasa con amplitud el marco estrecho del problema rioplatense, para otorgar al alegato una dimensión universal.

 

Sólo repasando en detalle esos episodios encadenados con gran habilidad hallaremos la verdadera causa que explica la insólita conexión que El exilio de Gardel tuvo con su público. La película llegaba al corazón de todos y cada uno, de los que se fueron y los que nos quedamos, de los mayores que nos explicaban como mejor sabían o podían lo que estaba sucediendo en la región, y de los jóvenes que sufrimos la mala educación impartida y el cercenamiento de nuestras libertades, precisamente en la edad en la cual lo que más necesitábamos era educación y libertad. O educación en libertad. Eso quizás no sepan apreciarlo en su justa medida los jóvenes de hoy: hace unos años vi este film con mi ahijada, veinteañera, y aunque salió fascinada con la propuesta cinematográfica de Solanas, no pudo captar el componente emotivo que el film tiene para la gente de mi generación. Pero en esa actitud juvenil no hay insensibilidad o desinformación: es sólo una cuestión de distancia respecto al hecho histórico. Ya lo decía Alan Alda en Crímenes y pecados de Woody Allen: “La comedia es tragedia más tiempo”. Pero El exilio de Gardel es un ejemplo de cine político que sortea el escollo del didactismo, y se constituye en un notable ejemplo de la preocupación de Solanas por los problemas estéticos que plantea la realización cinematográfica. Tras la voluntad de crear una forma propia, no tradicional, se dibuja también la figura del espectador ideal, que sabe resistir la anestesia de las imágenes estandarizadas y piensa por sí mismo, adquiriendo la madurez necesaria para aceptar como corresponde una obra ambiciosa y sin concesiones, un verdadero hito del cine latinoamericano.

 

 

 

 

 

Primer Coloquio de la Industria Audiovisual Argentina con foco en la “Economía del Conocimiento”  

0

 

  • La Economía del Conocimiento y la Multipolaridad serán los focos del encuentro 100% virtual que se realizará el 11 y 12 de noviembre
  • Cuenta con destacados expositores de la industria audiovisual argentina del sector público y privado
  • Busca abrir un espacio de reflexión para los temas centrales del presente y futuro de la industria

 

La Asociación de Productores Audiovisuales de Córdoba (APAC) organizará el 11 y 12 de noviembre en modalidad virtual el “Coloquio APAC de la Industria Audiovisual Argentina” con foco en la multipolaridad y la “Economía del Conocimiento”.

Se trata del primer encuentro de este tipo a nivel nacional que contará con el apoyo del Ministerio de Economía, Ministerio de Desarrollo Productivo y Ministerio de Cultura de la Nación, el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA), el Ministerio de Industria, Ministerio de Ciencia y la Agencia Córdoba Cultura del Gobierno de la Provincia de Córdoba, el Ministerio de Cultura del Gobierno de la Provincia de Misiones, y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID).

El sector privado también tendrá fuerte representación: además de APAC, están convocados a participar la Unión Industrial Argentina (UIA), la Unión Industrial de Córdoba (UIC), la Cámara Argentina de la Industria Audiovisual (CAIC), la Asociación de Desarrolladores de Videojuegos (ADVA), y productoras audiovisuales de Argentina e invitados internacionales.

El “Coloquio”, forma que los organizadores adoptaron con el objetivo de ampliar la convocatoria de distintos sectores productivos, analizará los desafíos que se abren en el contexto de pandemia y estarán en la nueva agenda de la industria audiovisual nacional.

Paola Suárez, presidenta de APAC, destacó: “Estos desafíos pueden abordarse a partir de la categoría de «territorio», y hacerlo en un doble sentido: el federalismo, no entendido como una invocación vacía, o sólo como reclamo de descentralización y recursos, sino como la oportunidad de construir un cine y audiovisual argentino más diverso y con mayores posibilidades de crecimiento sustentable”.

El encuentro invita a dialogar a los protagonistas del sector público, privado y académico con el objetivo de abrir el debate y sistematizar diagnósticos, análisis y propuestas para la construcción de un modelo «multipolar» y con equidad de género en la Argentina y Latinoamérica. La pregunta disparadora “¿Qué industria audiovisual queremos (re) construir?” promoverá un debate en relación al desarrollo económico del sector con equidad de género, la promoción regional, los aportes creativos que pueden hacerse desde las PyMEs y microPyMEs, el fortalecimiento de acuerdos para coproducciones y el impulso de la Economía del Conocimiento.

El evento contará con seis ponencias virtuales, abriendo el 11 de noviembre a las 10am con la mesa “La Industria Audiovisual en Números”, que presentará informes estadísticos y un estudio sistemático de la actividad en Argentina. Contará con Pablo Sívori, Subsecretario de Promoción del Comercio e Inversiones del Ministerio de Relaciones Internacionales, Comercio Exterior y Culto de la Nación, Marcelo Urribarren, presidente de la UIC, Vanessa Ragone, presidenta de CAIC, autoridades del INCAA; Paola Suárez, presidenta de APAC, Julio Bertolotti, coordinador del Observatorio Audiovisual de Argentina del INCAA, y Cristina Siragusa, Investigadora y directora del Observatorio Audiovisual Córdoba (OAC-APAC).

A las 4pm “Coproducción e internacionalización: leading cases de APAC” reunirá a cinco productoras de la Asociación, quienes contarán su experiencia de comercialización internacional, analizarando casos y estrategias con la moderación de Ethel Pis Diez, directora de la Maestría en Gestión de Contenidos de la Universidad Austral.

Completa el primer día a las 7pm “Equidad de género y diversidad”, panel que presentará el “Plan de Acción para Prevenir y Abordar las Violencias de Género en el Ámbito Laboral Audiovisual” propuesto por APAC. Participarán Mercedes D´Alessandro, directora de Economía y Género del Ministerio de Economía de la Nación, Marcela Pozzi, secretaria de bienestar de la Universidad Nacional de Villa María, Carmen Guarini por Acción Mujeres del Cine, Carolina Vergara, Comisión de género SICA APMA, el Frente Audiovisual Feminista y Federal (FAFF) y Ayelén Mufari, coordinadora Comisión de Género APAC.

“La industria audiovisual en la economía del conocimiento” es el primer panel del 12 de noviembre a las 10am y ahondará sobre La Ley de Economía del Conocimiento, recientemente sancionada que incorpora a la producción audiovisual en formato digital. Participarán Lucrecia Cardoso, Secretaria de Desarrollo Cultural del Ministerio de Cultura de la Nación, María Apolito, Subsecretaria de Economía del Conocimiento del Ministerio de Economía, Pablo De Chiara, Ministro de Ciencia y Tecnología de Córdoba, Fernando Sibilla, Secretario de Industria del Ministerio de Industria, Comercio y Minería de Córdoba, y Mauricio Navajas, presidente de ADVA.

A las 4pm es el turno de “Hacia un modelo multipolar en la industria”, que exhibirá experiencias de asociación estratégica y el desarrollo de fondos de fomento regionales para nuevas coproducciones nacionales e internacionales. Contará con Eduard Gil Baqer, Manager en Clúster Audiovisual de Catalunya, Jorge Álvarez, Director Polo Audiovisual Córdoba, Joselo Schuap, Ministro de Cultura de Misiones, Mario Giménez presidente del IAAVIM de Misiones y Mateo Grazzi, economista senior del BID.

El cierre del encuentro es a las 7pm con “El modelo multipolar a nivel local y nacional” que promoverá el desarrollo de la actividad audiovisual descentralizada y cooperativa. Diferentes experiencias y estrategias de trabajo serán expuestas por responsables de las sedes de APAC en Río Cuarto, San Francisco, Villa María y Córdoba; con la participación especial de Marisa Hassan, Presidenta de FAVA – Federación Audiovisual Argentina-, y Belén Goy, Responsable de Industrias Culturales de la Federación de Comercio de Córdoba (FEDECOM).

EL EVENTO SERÁ TRANSMITIDO POR EL CANAL DE YOUTUBE DE APAC Y LAS INSCRIPCIONES SE REALIZAN EN EL SITIO WEB DEL COLOQUIO: coloquio.asociacionapac.org  

 

CONTACTO PRENSA

PAOLA SUÁREZ: +54 9 3517 54-3894

MARIANO GARCÍA: +54 9 3515 48-9536

 

 Sobre APAC

APAC es la Asociación de Productores Audiovisuales de la Provincia de Córdoba-Argentina, que convoca a productores para el fomento del cine y la actividad audiovisual en la provincia. La asociación impulsa acciones a través de una organización colectiva y descentralizada a nivel federal, con agrupaciones de asociados en distintos departamentos provinciales desde las sedes de Córdoba ciudad (Depto. Capital), Villa María (Depto. San Martín), San Francisco (Depto. San Justo) y Río Cuarto (depto Rio IV). Su misión se basa en la propuesta de políticas públicas que fomenten el cine y el audiovisual como expresión artística, educativa e identitaria, abordando además su dimensión industrial y económica, (como la Ley Audiovisual de Córdoba) capaz de generar oportunidades de empleo para todos los que deseen desarrollarse profesionalmente en la actividad.

 

Miradas con perspectiva de género en Encuentro de Cine Europeo.

0

Del 30 de octubre a 30 de noviembre. Gratis. 13 películas > 12 países

El Encuentro de Cine Europeo nos invita a vivir Europa con películas seleccionadas especialmente.

Lxs invitamos a nueva edición del Encuentro de Cine Europeo en Argentina.

Este año, acompañando los desafíos actuales, la programación está enfocada desde una mirada con perspectiva de género. 

La Edición XVII será completamente virtual y se desarrollará en dos etapas, la primera durante todo el mes de noviembre 2020, y la  segunda en mayo 2021, mes en el que se celebra el Día de Europa

​Países participantes: Alemania, Austria, Chipre, Croacia, Dinamarca, Eslovenia, España, Francia, Italia, Países Bajos, Polonia, Portugal, Rumania, Suecia

Acceder a la programación en línea  https://www.cineueargentina.com/  

 

 

La laguna y Suculentas  en Cine por la Diversidad.

0

El Ciclo Cine por la Diversidad programará películas en línea del Colectivo de Cineastas de Córdoba.  Un grupo de cineastas que representan un amplio arco del cine que se realiza en Córdoba. Es un colectivo heterogéneo que hace, debate y piensa el cine desde una concepción amplia que incluye diversos modos de hacer y difundir el trabajo realizado en nuestra provincia.

El Colectivo de Cineastas de Córdoba es un espacio de participación basado en debates y acciones para defender todos los modos posibles de hacer cine, no necesariamente limitados por las estructuras industriales. Promueven el fortalecimiento de las herramientas para la producción, difusión y exhibición del cine como un bien cultural accesible a todos/as

https://www.colectivodecineastascordoba.com/

 

Martes 3.  Cine por la Diversidad. SUCULENTAS  de Lucas Rosa (Córdoba/Argentina / 2016), 15 min (AM 13)

Él deambula por las calles con un bidón. Ella lo hace con un plumero muy largo. Seres solitarios que se conocen por azar.

Enlace a la película  https://www.colectivodecineastascordoba.com/suculentas

 

Martes 3.  Cine por la Diversidad. LA LAGUNA de Luciano Juncos, Gastón Bottaro (Córdoba/Argentina / 2013), 63 min (AM 13)

Mario viaja a las sierras en busca de una laguna de la cual se cree renueva el espíritu de quien la encuentre. Para llegar, debe viajar junto a un lugareño que lo guiará por el camino. El viaje, más allá del destino, significa para Mario un redescubrirse.

 

Enlace a la película   https://www.colectivodecineastascordoba.com/lalaguna

MY NAME IS CONNERY… SEAN CONNERY (1930-2020)

0

Murió Sean Connery. Se fue quien en mi opinión fue el mejor James Bond, y con él un pedazo enorme de mi infancia y pre-adolescencia. Claro que Connery no sólo fue 007, y él mismo se empecinó en hacérselo saber al mundo entero. Un Oscar, tres Globos de Oro, dos BAFTA y un David de Donatello atestiguan su evolución como actor.

Por Amilcar Nochetti. Miembro de la Asociación de Críticos de Cine de Uruguay (filial Fipresci)

INICIOS. Connery nació en Edimburgo, Escocia, el 25 de agosto de 1930, en un hogar humilde. Su padre era un católico irlandés emigrado, conductor de camiones; su madre, en cambio, trabajaba como doméstica, y era protestante. La primera labor de Connery fue como repartidor de leche. Posteriormente se alistó en la Marina Real, pero debió ser dado de baja debido a una úlcera duodenal hereditaria. Para salir del paso y ganarse la vida sin delinquir hizo de todo un poco: camionero, socorrista de piscinas, peón de granja, pulidor de ataúdes y finalmente, tras la sugerencia de un amigo, modelo. Es que, entre labor y labor, había empezado en 1948 a dedicarse al culturismo, llegando en 1953 a lograr el tercer puesto en la categoría de hombres altos (medía 1.89) del concurso de Mr. Universo.

Pero a esa altura hacía ya dos años que, para redondear un salario mejor, Connery ayudaba entre bastidores en el King’s Theatre. En 1954 inició su carrera como actor de cine en un corto titulado Simon, donde hizo de policía. Durante los siguientes tres años se volcó a la TV, medio que por entonces parecía más apto para despuntar una carrera. Al volver a la pantalla grande como gangster tartamudo en Regreso imposible (No Road Back, Montgomery Tully, 1957) se abrió para Connery una difícil etapa de cinco años en la que no podría despegarse de roles secundarios en films olvidables: Tiempo para morir (Time Lock, Gerald Thomas, 1957); Barreras de terror (Action of the Tiger, Terence Young, 1957) con Van Heflin y Martine Carol; Desafío al miedo (Hell Drivers, Cy Endfield, 1957) con Stanley Baker, Patrick McGoohan y un joven David McCallum, al que aún le faltaban unos años para ser Ilya Kuryakin; Víctima de sus deseos (Another Time, Another Place, Lewis Allen, 1958) con Lana Turner y Barry Sullivan, donde obtuvo un inesperado segundo rol masculino; Darby O’Gill and the Little People (Robert Stevenson, 1959), film de Walt Disney queen forma insólita nunca llegó a estrenarse en Uruguay; La gran aventura de Tarzán (Tarzan Greatest Adventure, John Guillermin, 1959), con Gordon Scott, donde a Connery le tocó ser el villano; y Los implacables (The Frightened City, John Lemont, 1961), una aventura que pasó sin pena ni gloria.

Lo cierto es que Sean Connery no podía despegar en cine. Por entonces no era un buen actor, sino sólo una presencia física imponente, aunque no exenta de un porte caballeresco que lo hacía muy atractivo a las mujeres. ¿Quién podía imaginar en aquel momento que cuarenta años después el actor seguiría siendo votado por el sector femenino de la platea como el hombre más sexy del mundo? En esa temprana época ya ocultaba con un peluquín el inicio de lo que luego sería una incipiente calvicie, pero eso era lo de menos para el escocés. Confió de nuevo en la TV, y allí tuvo más suerte: protagonizó Macbeth y fue el conde Vronsky en Anna Karenina, ambas en 1961, lo cual le sirvió para aparecer muy brevemente en medio de casi un centenar de estrellas en la superproducción de Darryl F. Zanuck El día más largo del siglo (The Longest Day, Ken Annakin-Andrew Marton-Bernhard Wicki, 1962). Fue en ese preciso momento que se topó con James Bond, y su vida cambió.

JAMES BOND. Como se sabe, una vieja obsesión del productor Albert Broccoli era llevar a la pantalla grande las novelas de Ian Fleming, pero debido a serias desavenencias creativas se había peleado con su socio Irving Allen, quedándose solo y sin demasiado dinero como para enfrentar ese tipo de producción. Para colmo, se enteró que los derechos cinematográficos de James Bond estaban en poder de otro productor, Harry Saltzman, cuya opción se encontraba por vencer y tampoco disponía de dinero suficiente para poder materializar ningún film. Por eso cuando Broccoli golpeó a las puertas de su empresa y le propuso asociarse, Saltzman no tardó en decir que sí. Lo primero que hicieron ambos fue acercarse a Arthur Krom, presidente de United Artists, a quien convencieron -nadie sabe cómo- que lo de James Bond podía ser todo un filón. El magnate les dio un millón de dólares, y ese dato basta para desechar definitivamente todas las leyendas en torno a un supuesto casting para 007 de estrellas como David Niven, Cary Grant o James Mason: las arcas de Saltzman y Broccoli no podían cubrir las exigencias salariales de esas luminarias. En cambio, es correcto que los económicos Roger Moore, Richard Johnson y Patrick McGoohan compitieron por el rol de 007: eran jóvenes y provenían de la TV y el teatro. O sea: eran buenos, bonitos y baratos. Finalmente, y por consejo de la esposa de Broccoli, fue Sean Connery quien se quedó con el trabajo. Cuenta la leyenda que el actor se presentó a la entrevista con los productores haciendo gala de una rudeza tan fuera de lugar que lindó con la grosería, y que justamente fue eso lo que terminó cautivando a sus empleadores. Si la anécdota no es cierta, merecería serlo.

Connery realizó seis films oficiales de Bond en diez años: El satánico Dr. No (Dr. No, Terence Young, 1962), De Rusia con amor (From Russia with Love, Terence Young, 1963), 007 contra Goldfinger (Goldfinger, Guy Hamilton, 1964), Operación Trueno (Thunderball, Terence Young, 1965), Sólo se vive dos veces (You Only Live Twice, Lewis Gilbert, 1967) y Los diamantes son eternos (Diamonds Are Forever, Guy Hamilton, 1971). Al lote habría que sumar un séptimo film-Bond extraoficial, Nunca digas nunca jamás (Never Say Never Again, Irvin Kershner, 1983), una suerte de venganza personal del actor, quien doce años antes se había peleado de manera irreconciliable con Broccoli.  A mi entender, Sean Connery fue a través de esos títulos el mejor 007 de la saga, quizás porque se encargó de dar forma y características definitivas al personaje: frío, inteligente, eficaz, audaz, observador, implacable, elegante y extremado depredador con las mujeres. Quiero decir: los demás 007 (el efímero George Lazenby, el payasesco Roger Moore, el sombrío Timothy Dalton, el caballeresco Pierce Brosnan y el brutal Daniel Craig) se han visto en la obligación de esforzarse -con más o menos suerte- a revivir un personaje pre existente, agregando cosas de su cosecha y quitando otras del original. Ese quinteto de actores reinterpretó a James Bond, mientras que Sean Connery lo creó de la nada.

ESCAPANDO A 007. Durante las dos décadas que van de la oficial El satánico Dr. No a la bastarda Nunca digas nunca jamás (remake de Operación Trueno muy superior a la original), Sean Connery no se quedó quieto: quería desprenderse de 007, estaba cansado de que lo parasen en la calle para preguntarle si era James Bond, en lugar de llamarlo por su nombre real. Con visible esfuerzo, ese enojo lo fue convirtiendo poco a poco en un buen actor. Primero intervino en La mujer de paja (Woman of Straw, Basil Dearden, 1964), donde desea la herencia de su anciano y despótico tío (Ralph Richardson), y de paso intenta poseer a la enfermera (Gina Lollobrigida). Luego se puso a las órdenes de Alfred Hitchcock en Marnie (ídem, 1964), donde encarnó a un millonario que se siente atraído por su desquiciada secretaria (Tippi Hedren) y no tiene mejor cosa que hacer que casarse con ella para de esa forma intentar curarla de sus traumas. El film no es importante en la carrera del viejo maestro del suspenso, pero para Connery era fundamental trabajar por entonces para alguien como Hitchcock.

De todas formas, lo más importante que en conjunto realizó Connery en esas décadas fueron sus cinco colaboraciones con el realizador Sidney Lumet. La primera de ellas fue una obra mayor del director, La colina de la deshonra (The Hill, 1965), un durísimo alegato antimilitarista. Luego vino la eficaz El gran golpe (The Anderson Tapes, 1971), donde Connery planificaba un robo perfecto… aunque ya se sabe que la perfección nada tiene que ver con el género humano. Después llegó Hasta los dioses se equivocan (The Offence, 1973), como sargento de policía que, alterado psicológicamente por los atroces hechos que ha visto a lo largo de su carrera, interroga tan brutalmente al supuesto violador de una muchacha que termina causándole la muerte, siendo sometido luego a un proceso en el que intenta justificar su conducta. Injustamente olvidada, esta fue una de las mayores labores de Connery en toda su carrera, aunque la película sea un tanto desigual. Su cuarta labor para Lumet fue Crimen en el Expreso de Oriente (Murder on the Orient Express, 1974), donde compartió cartel con quince primeras luminarias. Por último, llegaría la olvidable Negocios de familia (Family Business, 1989), en la que el actor logró robarle el film a quien en los papeles era el supuesto protagonista, Dustin Hoffman.

En esa etapa intentado escapar de 007 hubo otros escalones, como su inclusión en un raro western junto a Brigitte Bardot, Shalako (ídem, Edward Dmytryk, 1968), o el rebelde minero de Odio en las entrañas (The Molly Maguires, Martin Ritt, 1969), su episódica aparición como el explorador polar Roald Amundsen en la fracasada La tienda roja (Krasnaya Palatka, Mikhail Kalatozov, 1969), el salvaje asesino de la utopía futurista Zardoz (ídem, John Boorman, 1974) y, sobre todo, su rol coprotagónico junto a Michael Caine en la notable aventura El hombre que sería rey (The Man Who Would Be King, John Huston, 1975), traslación del famosísimo cuento de Rudyard Kipling “El rey de Kafiristán”. A esas alturas Connery estaba en el pináculo de su carrera, y quedaba claro que era más que 007. Para confirmárselo al mundo (y quizás a sí mismo) siguió trabajando a destajo: fue el árabe revolucionario que raptaba a Candice Bergen en El viento y el león (The Wind and the Lion, John Milius, 1975), un viejo Robin Hood en la desencantada versión del mito que ofreció Robin y Marian (Robin and Marian, Richard Lester, 1976), e integró el enorme elenco de Un puente demasiado lejos (A Bridge Too Far, Richard Attenborough 1977), junto a Dirk Bogarde, Michael Caine, Gene Hackman, Anthony Hopkins, Laurence Olivier, Robert Redford, Maximilian Schell y Liv Ullmann, entre otros. Incluso se animó con una feroz sátira política que merece más respeto crítico del que tiene: El hombre del lente mortal (Wrong is Right, Richard Brooks, 1982).

PERÍODO TARDÍO. Fue por entonces cuando Connery coqueteó con Bond por última vez, para mojarle la oreja al productor Broccoli, pero también para tratar de reverdecer una carrera que de la noche a la mañana pareció languidecer. El actor continuaría una labor ininterrumpida durante otras dos décadas, en las que hizo películas de todo tipo y calidad. Del desparejo lote pueden rescatarse algunas cosas que aún importan, a saber:

– un episodio de Los aventureros del tiempo (Time Bandits, Terry Gilliam, 1981), donde encarnó al rey Agamenón;

– Highlander, el último inmortal (Highlander, Russell Mulcahy, 1986);

– la adaptación del best seller de Umberto Eco El nombre de la rosa (The Name of the Rose, Jean-Jacques Annaud, 1986), donde fue el monje William de Baskerville, suerte de Sherlock Holmes medieval en medio de misteriosos asesinatos en una abadía;

– Los intocables (The Untouchables, Brian De Palma, 1987), donde dio vida al policía Malone, que se unía a Elliott Ness (Kevin Costner) y sus ayudantes (Andy García, Charles Martin Smith) para combatir al todopoderoso Al Capone (Robert De Niro), rol por el cual obtuvo un merecido Oscar;

– una divertida intervención como padre de Harrison Ford en Indiana Jones y la última Cruzada (Indiana Jones and the Last Crusade, Steven Spielberg, 1989);

– el capitán del submarino nuclear ruso en La caza al Octubre Rojo (The Hunt for Red October, John McTiernan, 1990);

– el pacífico y cínico editor inglés envuelto en una intriga de espionaje en La Casa Rusia (The Russia House, Fred Schepisi, 1990), adaptación de una novela de John Le Carré, donde actuó con Michelle Pfeiffer, Klaus María Brandauer, James Fox y Roy Scheider;

. su vuelta al cine de acción en La Roca (The Rock, Michael Bay, 1996), donde compuso a un alter ego de 007 ya envejecido, junto a Nicolas Cage y el siempre intenso Ed Harris;

– y el drama semi-independiente Corazones apasionados (Playing by Heart, Willard Carroll, 1998), historia coral donde encabezó un reparto en el que también figuraban Gillian Anderson, Ellen Burstyn, Angelina Jolie, Nastassja Kinski, Dennis Quaid, Gena Rowlands y Madaleine Stowe, entre otros.

 

Pero a esas alturas el actor tomó algunas malas decisiones, y logró varios fracasos al hilo. Uno de ellos aún pudo disimularse mediante un contenido que tenía cierta seriedad: me refiero a Descubriendo a Forrester (Findig Forrester, Gus Van Sant, 2000). Nada podía salvar, empero, a un verdadero engendro como La emboscada (Entrapment, Jon Amiel, 1999), donde su borrascosa relación con Catherine Zeta-Jones llegó a percibirse incluso en la premiere del film en Los Ángeles, donde el actor sin disimulo alguno intentó enredar a la diva en su propio vestido. Las cámaras de TV del mundo entero captaron el infeliz episodio: Connery se hizo el desentendido, Catherine no pudo ocultar un gesto airado, y los espectadores supieron que lo que desde hacía décadas se rumoreaba del actor (sus desplantes, su mal carácter, cierta dosis de soberbia) era verdad. La prensa, por supuesto, lo sabía desde mucho tiempo atrás, porque Connery no era nada simpático ni accesible a la hora de las entrevistas. De todas formas, lo peor vino después, cuando lo que pudo haber sido la saga de La liga extraordinaria (The League of Extraordinary Gentlemen, Stephen Norrington, 2003) quedó en nada, ante el épico fracaso que obtuvo el film inicial. De inmediato Connery anunció su retiro, y cumplió con su palabra, si se exceptúa su participación dando voz al personaje titular de Sir Billi (ídem, Sascha Hartmann, 2012), un horrendo film de animación que sería mejor olvidar.

Se ha especulado mucho por las razones del alejamiento de Connery de las pantallas. Se dijo de todo, muchas veces con bastante irresponsabilidad. Por ejemplo: los fabricantes de noticias mataron a Connery varias veces antes de tiempo. Una fue en 1995, cuando se aplicó un tratamiento con radiación para quitar unos nódulos en las cuerdas vocales. En el año de su retiro se operó de cataratas, y el 12 de marzo de 2006 “murió” de nuevo cuando le fue extirpado un tumor benigno de riñón. En 2008 lo dieron por muerto por tercera vez, cuando en realidad sólo se había astillado un hueso del hombro jugando al golf. Un año después confesó que le habían diagnosticado una dolencia cardíaca, y a lo largo de la década pasada se volvió a insistir mucho en sus enfermedades. En 2013, debido a cierta declaración de su amigo Michael Caine acerca que Connery tenía mala memoria, la prensa rápidamente publicó que el actor padecía Alzheimer. Furioso, Caine lo negó rotundamente, acusando a la prensa de haber tergiversado ex profeso sus palabras. El hecho real es que el actor falleció a los 90 años el sábado 31 de octubre de 2020, en las Bahamas, y lo hizo en forma apacible, mientras dormía. Según declaró su hijo Jason, había estado enfermo durante las últimas semanas. Murió el aguerrido rey de Kafiristán, pero quedará para siempre la leyenda de 007 y su invencible licencia para matar.

 

Otras madres: La oscuridad

0

Este cortometraje dirigido por Belén Blanco recorre un momento de la vida de Lore, una madre que no logra conectar con su pequeño hijo, una hija que extraña a su madre y cuida de su padre. La insatisfacción de la protagonista aflora entre silencios, que al mismo tiempo dejan la puerta abierta a algunas preguntas. Disponible en Cine.ar play.

Por Stefanía Aluffi

 

En La Oscuridad la cámara sigue a Lore de forma constante, a través de encuadres poco convencionales, que a veces hacen difícil ver su rostro. Cuando logramos observarlo, su cara y sus gestos nos develan una mujer joven insatisfecha, tal vez un poco triste.

En media hora de relato acompañamos a Lore en su visita a la casa de su padre, ubicada en el medio de un campo pequeño con poca vida. Es la hija que llega a hacerse cargo del hombre viudo, de una casa humilde venida abajo, del campo, los animales y el tambo, de los recuerdos y las cosas de una madre muerta hace más de un año. Pero también es la madre que en cierto sentido escapa de su pequeño hijo, a quien solo nombra como “el nene”, y la ex que todavía busca a quien no la ama, al padre ausente de su hijo.

En el final y con gran esfuerzo, al menos por un lapso breve, Lore logra reducir la distancia con su hijo y abrazarlo; él acepta sus besos, la acepta a ella; ambos aceptan la necesidad de cariño que los invade.

Este cortometraje dirigido por Belén Blanco y protagonizado por Lorena Nieves está repleto de silencios en los que aflora la insatisfacción, la inconformidad de su protagonista, su dificultad para vincularse con su hijo y el firme enojo de él, el dolor de verse sola en la tarea de sostener una familia. El cansancio y el dolor de atender y tratar de cuidar de un padre viejo, la búsqueda en sueños de una madre difunta cuya ausencia hace todo más difícil, y que suaviza en sueños la vida de Lore, logrando por única vez sacarle una sonrisa. Sueños que terminan como todos los otros: en la vuelta a la realidad que agobia y no mejora.

La ausencia de palabras y de las alegrías típicas que estamos acostumbradxs a ver cuando una familia joven aparece en pantalla, disuelven aquella ilusión de maternidad luminosa, de amor familiar inquebrantable y de satisfacción plena. Esconde preguntas acerca de la maternidad, de la paternidad, de la familia, el amor y la soledad. La Oscuridad más que verdades o respuestas cuestiona y pregunta, incomodando, y dejando muchos espacios abiertos.

 

Ficha técnica: La oscuridad (Argentina, 2018. 30’)

Dirección: Belén Blanco

Guion: Belén Blanco, Laura Litvinoff

Asistente de dirección: J. Luis Lemos

Música: Pablo Cecere

Sonido: Damián Montes

Montaje: Marcos Pastor; Belén Blanco

Productorxs: Gastón Blanco; Belén Blanco

Productora ejecutiva: Belén Blanco

Colorista: Ada Frontini

Casa productora: Mecenazgo

Protagonistas: Lorena Nieves; Hermes Blanco; Marisol Sanchez; Tomás Zarantonello

Â