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PAUL THOMAS ANDERSON: UN JOVEN CAMINO HACIA LA MAESTRÍA.

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Por Amilcar Nochetti. Miembro de la Asociación de Críticos de Cine de Uruguay (filial Fipresci)

El 26 de junio cumplió 50 años de edad Paul Thomas Anderson, cineasta que desde muy joven reveló una maestría inusual para los actuales parámetros estadounidenses. Es, además, un autor riguroso: apenas ocho films en 24 años dan la pauta del inflexible nivel que siempre lo ha caracterizado.

Anderson nació en 1970 en un lugar privilegiado para todo cineasta, el Valle de San Fernando, en el área suburbana de Los Ángeles, lugar muy cercano a Hollywood pero que no es Hollywood, lo que le permitió un buen conocimiento del terreno laboral y humano, y a la vez la suficiente distancia como para mirar las cosas con perspectiva más crítica. Debutó con el corto amateur The Dirk Diggler Story (1988), falso documental sobre una ex estrella de cine porno. Después de asistir al curso de cine de la Universidad de Nueva York, un segundo corto realizado en condiciones profesionales (Cigarettes & Coffee, 1993) llamó la atención sobre Anderson, que a partir de ese momento pasaría a desempeñarse como asistente de producción, y luego como director, de numerosos comerciales y videos musicales. Anderson nunca abandonó del todo ese tipo de tareas, como lo demuestran sus 30 videos (entre 1997 y 2020) para estrellas de la música como Michael Penn, Fiona Apple, Aimée Mann, Jon Brion, Joanna Newsom y las bandas Radiohead y Haim. Al respecto, cabe recordar que para Thom Yorke, compositor y vocalista de Radiohead, Anderson rodó en 2019 un notable corto titulado Anima.

DEBUT. Anderson debutó en el largometraje con Sydney, juego y prostitución (1996) también conocida por su nombre original, Hard Eight. Todo comienza con un plano-secuencia, siguiendo los pasos de un hombre mayor que se acerca a otro más joven, que está apoyado en una puerta, cabizbajo, sentado en el suelo. Mediante un escueto diálogo la conexión entre los dos protagonistas ya está establecida, y aunque no sabemos por qué, intuimos que uno ayudará al otro, que estamos frente a un salvador y un perdedor. En la siguiente escena conocemos algo más de los dos: John (John C. Reilly) es el que lo ha perdido todo jugando a blackjack; Sydney (Philip Baker Hall) es el que se ofrece a ayudarle a ganar dinero en Las Vegas. A partir de entonces asistiremos a la evolución de dos vidas que, viniendo de caminos muy diferentes, se han juntado para no separarse. Primera proeza del debutante Anderson: que en menos de diez minutos empaticemos con los dos personajes caminando junto a ellos, y veamos en forma muy subjetiva cómo se conocen, para luego alejar la cámara y hacernos tomar distancia, como si quisiera protegernos de lo que pueda llegar a pasarles.

Lo más interesante de Sydney, juego y prostitución es que marcó el inicio de una carrera brillante. Ya se introducen aquí algunas de las mayores preocupaciones de Anderson. La primera es la importancia de la familia, de estar unidos, a través de la relación padre-hijo representada por el lazo afectivo que une a Sydney y John. La segunda preocupación, relacionada con la anterior, es la enfermedad como elemento desestabilizador en esa familia. En este caso lo vemos claramente en John: la muerte de su madre hace que él se vea en la obligación de encontrar dinero para pagar su funeral. Esta situación le pone entre la espada y la pared, y, aunque su sentimiento natural será el de hundirse en su propia desesperación, la vida le regalará la llegada de ese “ángel” que es Sydney. La muerte de su padre, que conoceremos luego, nos hará entender también ese sentimiento de desamparo, esa forma de comportarse que se traduce en aferrarse a la figura de Sydney. Tanto, que hasta se vestirá como él y beberá lo que él bebe. La tercera preocupación de Anderson es señalar que el destino existe, y marca nuestras vidas. En un momento del film alguien dice “las cosas suceden; nosotros sólo tenemos que luchar con ellas”, y dado que estamos frente a un debut podríamos pensar que se trata simplemente de un recurso del guion. Sin embargo, a medida que fueron llegando sus siguientes películas supimos que Anderson cree fervientemente que nada es casual en la vida, y lo relaciona (como aquí) con que será mejor redimirse de los pecados, si es que la gente quiere que su suerte -o su mala suerte- cambie radicalmente. En el caso de este debut, Sydney quiere hacerlo para deshacerse de su pasado, y John para demostrarse a sí mismo que no es un cero a la izquierda.

Anderson se reveló en Sydney, juego y prostitución como alguien que domina los silencios y las largas tomas para hacer crecer, dentro nuestro, sentimientos encontrados; alguien que sabe mantener el ritmo narrativo y es capaz de profundizar como pocos en los personajes y sus interrelaciones. Sólo un descuento hay que hacerle al film: que no desarrolla como es debido los personajes de Clementine (Gwyneth Paltrow) y Jimmy (Samuel L. Jackson), de quien no sabemos hasta el final cuál es su cometido en esta historia. Anderson juega con lo que se dice y se ve, y con lo que no se nos revela, para que cada uno reflexione sobre lo que más le llega de su película. El resultado no es redondo, por supuesto, pero es un buen debut que descubría las inquietudes, técnicas y desarrollo del que muy pronto sería un memorable director.

PORNO. Juegos de placer (1997) es una película inquietante, perturbadora y con muchas historias, tantas como personajes hay en ella. La trama principal muestra la carrera hacia el éxito de Eddie Adams (Mark Whalberg), que pasa por una serie de hitos que marcan su personalidad, haciéndolo conocer la frustración, la fama, la decadencia, el envilecimiento y la redención. Esas diferentes estaciones permitirán a Eddie conocer la embriaguez del éxito, que le brinda en bandeja Jack Horner (Burt Reynolds), un director de cine porno. En un alarde de virtuosismo, Anderson plantea la situación desde el notable plano-secuencia inicial, que comienza en la marquesina de un cine (donde se lee el título de la película) y nos introduce de lleno en el ruidoso mundo del espectáculo. Esa cámara que fluye armoniosamente entre diversos personajes, anotando pequeños detalles, espiando conductas, captando conversaciones, y que concluye su avance en el rostro del sorprendido Eddie Adams, asume el silencioso y sutil papel del destino, que va al encuentro ineludible de su presa. De esa forma, a los cinco minutos de película, se nos revela lo que será el doble motor de la historia: la oportunidad tocó las puertas de Eddie, y Jack encontró al protagonista para las películas que quiere realizar.

Este impresionante comienzo demuestra la habilidad de Anderson para estructurar una narración ardua y compleja, aunque totalmente controlada. De lavaplatos de restorán a estrella del cine porno es la trayectoria a seguir por Eddie, pero ese cambio de vida no es gratuito. Dos elementos actúan como resortes fundamentales de una toma de decisión que cambiará totalmente su mediocre existencia. Por un lado, un hogar que no lo siente suyo, con una madre dominante y neurótica, y un padre abúlico e inútil; por otro, el descomunal tamaño de su órgano viril, motivo de orgullo y medio para ganar más plata. Con esas armas Eddie logrará triunfar, pero la suya no es la habitual victoria sana y con moraleja, sino que llega por una vía subterránea, la del mundo de la pornografía, con droga, sexo y violencia, en medio de fiestas salidas de cauce como forma de evasión de una realidad ingrata (la derrota en Vietnam, el caso Watergate), a la cual el americano medio quería eludir como fuera. Esa evasión, además, está simbolizada en el cambio de nombre que propone el protagonista, que ya no será Eddie Adams sino Dirk Diggler.

A partir de ese momento Anderson seguirá de cerca al personaje en su itinerario vital, anotando con sutileza los cambios producidos en él y en su entorno. A los ambientes luminosos, aireados y llenos de gente le suceden atmósferas opresivas, nocturnas y muy vacías; a las relaciones francas, abiertas y divertidas del inicio se oponen los encuentros turbios, tensos y violentos del final. Los planos largos, los travellings hacia adelante o los movimientos circulares de la cámara, mientras tanto, descubren a los protagonistas en el frenesí de las fiestas y bailes, subrayan el aislamiento de Eddie /Dirk y anuncian la seriedad de ciertas anécdotas que terminan rozando el delito. Para entonces han llegado los años 80, y el pacifismo de Carter ha dado paso al autoritarismo de Reagan. Son años en los que el vídeo desplazó al cine, pretendiendo reemplazar la pantalla grande por la mediocre experiencia casera. Es decir: no son tiempos para soñar. La calle se tornó más violenta, Eddie tomó una decisión errónea y se queda sin su familia adoptiva. Expulsado de los estudios de grabación, golpeado hasta la impiedad y huyendo como un estafador de cuarta, Eddie toca fondo. Sin embargo, una vuelta de tuerca nos mostrará a un nuevo Dirk Diggler, preparándose para salir a escena y subrayando con ironía la posibilidad de una segunda oportunidad: en el universo de Anderson la redención siempre es posible.

Pero Juegos de placer no sería tan memorable si no fuera por los demás personajes que pueblan su historia, empezando por Jack Horner, que a pesar del porno duro que realiza, es un director de cine honesto, amable, que sabe lo que quiere y que, dentro del género en que se mueve, intenta osadamente realizar cine de calidad. Es un tipo comprensivo, que lidera a un grupo de personajes instalados en su residencia, una suerte de familia muy especial, en la que todo está permitido y donde la lealtad es la garantía para sobrevivir. Esos personajes tienen sus historias, y Anderson también da cuenta de ellas. Comenzando por Amber Waves (Julianne Moore), que tiene dentro de esta familia el rol maternal. Sirve de guía en el debut del nervioso y esperanzado Eddie, lo cual inicia una relación afectiva que sustituye el cariño hacia el hijo alejado por una ley que encuentra incompatible su forma de vida con las buenas costumbres. Pero Eddie, Jack y Amber son sólo la punta del iceberg de un mundo poblado por personas cuya falta de amor es evidente: la patinadora (Heather Graham) le pide a Amber que sea su madre, Scotty (Philip Seymour Hoffman) vive permanentemente enamorado de Eddie sin esperanza alguna de retribución, el viejo coronel (Robert Ridgely), estando en prisión, desea escuchar de Jack la palabra amistad, y el mismo Jack es un tipo solitario que necesita la compañía permanente de todo ese gentío del que se vale para hacer cine.

Anderson estudió un mundo estigmatizado con la inequívoca clasificación X, que relega a sus personajes a la categoría de seres anormales, enfermos y corruptos, pero está lejos de posar una mirada escandalosa o apresurar juicios sobre ese universo. Aquí todo está enfocado con naturalidad, sin miradas complacientes: la cámara incisiva, nerviosa, con largos movimientos y evoluciones circulares, registra comportamientos con una mirada que oscila entre la impertinencia y la ironía. Aparte de los ya mencionados hay otros dos personajes de fuerte peso en el film: el tímido Buck (Don Cheadle), frustrado una y otra vez en sus intentos de establecer un negocio propio, hasta que al final lo consigue mediante un golpe de suerte violentísimo, digno de Tarantino; y Little Bill (William H. Macy), eficiente en su oficio y fiel a Jack, aunque nunca sonríe debido a que vive soportando estoicamente las infidelidades de su esposa, hasta que esa situación culmina en un inesperado baño de sangre. Éxito y violencia, diversión y tragedia, apariencia y realidad, caras de una misma moneda en las que Anderson no carga las tintas, e intenta comprender a los personajes y el momento histórico en que viven. El resultado fue un film mayor, que daría paso a una obra maestra.

RANAS. No se puede salir indemne luego de ver Magnolia (1999), ese personalísimo homenaje al Robert Altman de Nashville y Ciudad de ángeles, con sus tres horas de duración y su docena de protagonistas, cuyas historias se encuentran intrínsecamente ligadas por los azares y las coincidencias. Magnolia es el Everest y también la fosa de las islas Marianas. Los calificativos que se me ocurren son: enorme, expansiva, épica, profunda, sorprendente. Desde el inicio nos asombra: diez minutos en los que Anderson ensaya una suerte de docu-ficción acerca de la misteriosa naturaleza del azar, para luego sumergirnos en un día tormentoso -en muchos sentidos- en la vida de un grupo de seres perdidos de Los Ángeles. El eje central del film son dos veteranos que lidian contra un cáncer terminal, contra sus secretos, sus culpas, sus arrepentimientos. Aunque a lo largo del film nunca se cruzan, ambos tienen que ver con un exitoso programa televisivo de preguntas y respuestas de niños y adultos. Earl Partridge (Jason Robards) es el postrado y moribundo productor, y Jimmy Gator (Philip Baker Hall) el conductor que acaba de recibir la confirmación de su enfermedad. Ambos viven apartados de sus hijos, que por ello han transitado senderos de perdición: Claudia Gator (Melora Walters), debatiéndose entre la cocaína y la promiscuidad sexual, y Frank T. J. Mackey (Tom Cruise), exitoso gurú del sexo que, mediante su programa “Seduce y destruye”, propugna lemas de enorme rencor, como “respeta la pija y doma la concha”.

No son los únicos agonistas que se debaten en la intemperie de los sentimientos en Magnolia. Junto a ellos están Linda Partridge (Julianne Moore), la mujer de Earl, que descubre su verdadero amor por el marido después de haberse casado sólo por dinero y luego de innumerables infidelidades; Phil Parma (Philip Seymour Hoffman), el sensible enfermero de Earl, que quizás encarne la mirada compasiva de los propios espectadores; Jim Curring (John C. Reilly), el afable policía de sentimientos cristianos, en permanente búsqueda de amor y auto respeto; Donnie Smith (William H. Macy), antiguo niño-estrella del programa de Gator, tan exitoso en su pasado como fracasado actualmente; y Stanley Spector (Jeremy Blackman), el nuevo astro del programa, que debe lidiar con un padre desaprensivo y tiránico (Michael Bowen), mientras intenta batir el legendario record de Smith. El anecdotario y el elenco son enormes y totalmente funcionales, e incluso personajes con participación pequeña brillan junto a los principales: el enojado jefe de Smith (Alfred Molina), la preocupada esposa de Gator, madre de Claudia (Melinda Dillon), la periodista negra que acorrala a Frank en una dura entrevista (April Grace), el latino que picanea a sus rivales infantiles en el programa de TV (Luis Guzmán), el abogado que debe hacer frente a una terrible crisis nerviosa de Linda (Michael Murphy), y el veterano homosexual Thurston Howell (Henry Gibson), cliente del bar donde acude Smith a ahogar sus penas, y cuyas afectaciones siempre dan en el blanco.

Al igual que en Juegos de placer, en Magnolia Anderson revela enorme destreza para manejar ese gran número de personajes sin perder de vista a nadie, al mismo tiempo que hace avanzar su múltiple historia sin desfallecimientos. Extraños entre sí, esos seres colisionan gracias al destino, y sin excepciones terminan enfrentados a sus demonios interiores, porque “puede que hayamos acabado con el pasado, pero el pasado no ha acabado con nosotros”, como dice el narrador. La fauna de Magnolia es profusa y variopinta, y de ella sólo tres personajes son positivos de inicio a fin: el enfermero Phil, el policía Jim y el niño Stanley, aunque ni siquiera ellos se salvan de estar en contacto con el desastre que los rodea. El enfermero se deberá enfrentar al moribundo, su mujer y un hijo rencoroso; el policía entabla una relación afectiva con la drogadicta; y el niño sufre día a día la dictadura paterna. Sin embargo, Magnolia no es un film pesimista, porque se lo mire por donde sea, en él la bondad se encuentra esperando a la vuelta de la esquina. Eso está ejemplificado en el niño negro que baila y canta frente al policía Jim. Ese personaje, como bien dijo un joven colega, tiene claras características angélicas: es él quien recoge el revólver perdido de Jim, el cual le será devuelto mucho después cayendo literalmente del cielo; y es quien llama a la ambulancia que terminará salvando del suicidio a Linda. También es cierto que los protagonistas deben luchar con denuedo para acceder a esos ramalazos de bondad. Al respecto, es Smith -en un momento en que se siente totalmente perdido- quien lo ejemplifica con otra de las memorables frases del libreto: “Tengo muchísimo amor para dar, el problema es que no sé dónde ponerlo”.

Magnolia es una obra torrencial, nada fácil de ver a lo largo de sus 188 minutos, pero si el espectador se engancha la atracción es inevitable. Debe aplaudirse el riesgo asumido por Anderson, que ofrece un producto totalmente diferente al que habitualmente brinda Hollywood, una obra que no da al espectador todo mascado, sino que de manera permanente lo obliga a replantearse un sinnúmero de situaciones, mientras accede a la maestría con secuencias sorprendentes como la de la famosa lluvia de ranas, episodio que en la Biblia es una plaga, y aquí oficia sorpresivamente como operativo de limpieza y regeneración, como una ventana que une a seres diversamente desamparados y patéticos, perdidos en una historia de aristas múltiples donde el destino nos ayuda si nosotros también hacemos algo por mejorar. Magnolia es un film sobre la redención, sobre pedir perdón a tiempo, sobre las angustias causadas por pasados dolorosos, sobre cómo afrontar situaciones límite, sobre la soledad de las grandes urbes. Anderson ubica a sus personajes en el borde de la desesperación, en el instante previo a la explosión, y lo hace con maestría indudable gracias a la movilidad continua de la cámara y al (una vez más) frecuente uso del plano-secuencia.

Pero no todo es dirección, libreto y montaje en esta película. También hay un elenco memorable, que lidia con escenas largas, tensas, dolorosas y arriesgadas: dos instancias de desequilibrio de Julianne Moore, una en la farmacia y otra frente a su abogado; el permanente nerviosismo de Melora Walters y el plano final de su rostro, que en dos minutos pasa de la angustia más absoluta a la paz de una sonrisa quizá definitiva; dos instancias de zozobra de William H. Macy, una en el bar y otra junto al policía; la larga confesión de Jason Robards mientras agoniza, que propicia diez minutos de malestar profundo; o el enfrentamiento de Tom Cruise con sus miedos y odios más viscerales al visitar a su padre. En medio del vértigo y la vorágine de esas vidas jaqueadas, Magnolia nos lleva por un sendero para luego dar vuelta y meternos por otro, nos retuerce el alma, se nos aferra al corazón y no nos suelta, nos deja sin aliento, sin respiración, y agita las amodorradas aguas de Hollywood para no dejar indiferente a nadie. Magnolia es mucho más que la película donde llueven ranas (como en su momento se la intentó publicitar) aunque, como decía hace medio siglo un joven Bob Dylan, “para que todo cambie, una fuerte lluvia tiene que caer”.

DESCONCIERTO. A partir de Juegos de placer y Magnolia Anderson fue creando un halo de misterio respecto a sí mismo y sus obras, porque su mérito se equiparó al de los cocineros que experimentan con ingredientes que parecen incompatibles pero que, debido a su pericia, acaban dando un resultado estupendo y sorprendente en la mesa. Su capacidad de atrevimiento no se diluyó tras la lluvia de ranas que servía de inesperado cierre para Magnolia, sino que se proyectó a Embriagado de amor (2002), un film que algunos consideran menor en la trayectoria del director, aunque nadie podrá negarle su espíritu original y transgresor. Anderson optó aquí por alejarse del planteo coral y se centró en un personaje, el neurótico Barry Egan (Adam Sandler), que vive centrado en su trabajo, en conseguir cupones canjeables por millas para volar, y en intentar controlar sus accesos de rabia cuando la situación le supera. Eso es algo que le sucede a menudo, hasta que conoce a Lena (Emily Watson), compañera de trabajo de una de sus siete hermanas, más centrada y dispuesta a darle una oportunidad después de la primera cita.

La primera pirueta de Anderson vino no sólo al escoger a sus actores protagónicos, sino al hecho de visitar un género inesperado en él: la comedia romántica. Aunque aquí la historia de amor es cualquier cosa menos sencilla, no solo por la diferencia entre los dos caracteres, sino porque Barry se verá envuelto en una trama de chantaje por parte del dueño de una empresa de teléfono erótico (Philip Seymour Hoffman). Eso hace que sea el personaje masculino quien lleva el peso de la trama, reto del que Sandler sale con solvencia transmitiendo al espectador una vulnerabilidad que lo hace empatizar con sus desajustes emocionales y afectivos. Desde el inicio el director deja claro que Barry es un inadaptado, un ser apartado del funcionamiento habitual de la sociedad. Lo hace situando su figura en uno de los márgenes del plano, esquinado, aislado, desubicándolo, para presentarlo después con planos que revelan su postura ante la vida, ya que se lo ve en muchas ocasiones de espalda, o en grandes panorámicas que dejan constancia de su soledad. El director contagia al film del carácter neurótico del protagonista, para que vivamos en carne propia lo que piensa y siente Barry, y lo logra con un inteligente uso de la banda sonora. Durante la primera parte escuchamos de manera incesante el continuo martilleo de varios instrumentos de percusión, reflejo de lo que sucede en la cabeza de Barry, hasta que esa sensación de extrañeza desaparece de manera paulatina al entrar en escena Lena. Allí la música se suaviza y todo parece normalizarse a medida que empiezan a conocerse, revelando la notable capacidad sanadora del amor.

La principal dificultad para entrar en esta propuesta es la rareza de una historia que desconcierta en más de un sentido. ¿Es una comedia? No del todo, pese a algún gag que puede despertar la carcajada. ¿Es un drama? Tampoco, aunque hay situaciones que podrían llevarla hacia ese género. Por otro lado, respecto a su vertiente romántica, es complicado entender qué lleva a ambos personajes a apostarlo todo en el amor, después de un par de encuentros. Lo cierto es que no resulta fácil empatizar con la propuesta de Embriagado de amor, que también puede verse como una fábula amable, porque hasta los malos acaban siendo inofensivos. Son numerosas las escenas con luz saturada, que contagia de irrealidad lo que sucede. En definitiva: todo parece un cuento como los que nos contaban de chicos antes de ir a dormir. La cuestión es si queremos viajar hacia ese extraño, inesperado y desconcertante universo.

EVANGELIZADOR. Anderson recuperó su espectacularidad en Petróleo sangriento (2007), drama sobre la consagración de Estados Unidos como potencia mundial, debido a la calidad de vida de una sociedad que encontró bajo sus desiertos y rocas el valioso oro negro, lo cual conduce la narración desde fines del siglo 19 hasta 1927, justo antes del crack del 29. Ese detalle no debería pasarse por alto, porque lo que quiere enfocar el film es el punto máximo de la prosperidad de Plainview (un memorable Daniel Day Lewis), el anti heroico protagonista, y de la sociedad en general. Como dijo alguien: “Si se quiere mostrar el ascenso de un hombre, ¿qué mejor idea que empezar mostrando al hombre en el fondo de un pozo?” Armado de herramientas de trabajo, y en condiciones desastrosas, Plainview es un minero, hasta que su vida da un giro cuando en otro pozo encuentra petróleo. Dotado de la doble habilidad que le confiere saber cavar y a la vez liderar, se vuelve un evangelizador que cruza los estados para ofrecer sus servicios de extracción. De la nada, Plainview se convierte en un poderoso magnate, un estratega que abarca todo lo que puede, un ambicioso de orígenes humildes, diluidos en el pasado de una nación que dejó atrás al siglo 19. Plainview representa las sombras, la oscuridad del poder económico. Su avaricia no tiene límites, no quiere que nadie tenga éxito, y es capaz de los más terribles pecados para ganar. Paradójicamente, el pecado más grande que comete es el de bautizarse, o sea, ir contra su más profunda convicción, su notoria falta de fe. Plainview atenta contra la luz. Es ahí donde aparece su rival, su contracara, Eli Sunday (Paul Dano), hombre igualmente ambicioso, aunque de espiritualidad, un ser que crea un movimiento religioso, reúne muchos adeptos y representa la luz. Armado de su rostro ingenuo, Eli levanta un frente de batalla entre la luz y la oscuridad, entre la espiritualidad y el materialismo.

Petróleo sangriento está montada en función de ese choque de potencias. La relación del hombre del petróleo y el joven muchacho que le vende una tierra rica a cambio de poder instalar su comunidad religiosa es lo que sostiene los 158 minutos de película, y da sentido a todos los giros argumentales, incluido el majestuoso y controvertido final. Si bien el anecdotario puntual de la película no tiene demasiados puntos de contacto con la novela del comunista Upton Sinclair, el sentido último de lo que expone el cineasta es fiel al pensamiento del texto previo. Ambos, Sinclair y Anderson, son conscientes que los problemas del mundo de la economía no se resuelven por fuera. Parece necesario atravesar los límites morales y combatir la fatalidad con un individualismo sólido, algo que la Biblia rechaza de lleno, pero que muchos seres humanos hoy encuentran efectivo, aunque desalentador. Porque, ¿cómo combatir la crisis, sino con terreno ganado? Eso da al hombre ambicioso una ventaja: lo hace malvado, pero lo convierte en sobreviviente. También hace más bueno al hombre de espíritu, pero lo convierte en cadáver. La lógica es la del enfrentamiento de dos modos de vida, dos ideologías, dos perspectivas totalmente opuestas, envueltas en una guerra que permite revisar la idea de luz y oscuridad, porque ¿en verdad Eli, hombre de espíritu noble, representa la luminosidad? ¿O el suyo es un tipo diferente, pero igualmente dañino, de ambición desmedida?

Anderson creó en Petróleo sangriento un estudio magnífico de la sociedad durante el primer tercio del siglo 20, cuyo alcance va mucho más allá de lo estético. El ritmo de la narración y los personajes son de por sí interesantes, pero por encima de eso Anderson habla del poder sin hacer referencias políticas, habla de la guerra sin construir discursos, habla de la vida de hombres ordinarios en situaciones extraordinarias, de seres forzados a repensar su existencia y doblegarse ante las vicisitudes del destino, de gente que vive cambiando totalmente el rumbo y sólo es ayudada por la intuición. Bien pensado, el film parecería ser un presagio del mundo actual, una suma de individualidades perdidas en un universo en crisis, con gente que habla sola y que nada sabe de la solidaridad.

PHOENIX. Después llegaron dos propuestas polémicas, protagonizadas por Joaquín Phoenix. La primera se llamó The Master (2012), film excéntrico en más de un sentido. Primero, por la decisión de rodar en 70mm, aunque la película nada tenga que ver con los relatos épicos relacionados a esa tecnología, ya que estamos en gran medida ante un drama de interiores. Un segundo motivo de polémicas lo dio el hecho que The Master no podía estar más cerca de ser una biografía de L. Ron Hubbard, controvertido creador de la Cienciología, filosofía religiosa con dosis de autoayuda, que tantos adeptos ganó en California. A cambio de lo que pudo ser un biopic al uso, Anderson propone un particular retrato generacional concentrado en dos personajes antitéticos. Por un lado, está Freddie Quell (Joaquin Phoenix) que pasa los últimos días de la Segunda Guerra Mundial esperando su regreso a casa. Mediante un par de escenas puntuales bastante reveladoras (tiene sexo virtual con una mujer de arena, agarra a golpes a un hombre en un centro comercial) queda claro que su psiquis está bastante mal. Pero se topa con el Dr. Lancaster Dodd (Philip Seymour Hoffman), líder de La Causa, un movimiento que entrecruza la psicoterapia, la fe religiosa y el ansia de superación personal. El encuentro guiará el resto del film, pero antes quedará claro que el inestable Quell, obsesionado con el sexo, el alcohol y la violencia, necesita a su mentor, el aparentemente autosuficiente Dodd, tanto como éste lo necesita a él. Porque el ser primitivo y bestial que es Quell está bastante más cerca de Dodd de lo que la apariencia parecería indicar. La suya es una simbiosis que amenaza con desestabilizar el orden de la familia de seguidores del carismático caudillo religioso. Entre ambos hombres se ubica la esposa de Dodd (Amy Adams), personaje imprescindible, una mente rectora y racional, y la única persona del film que parece ser dueña de algo parecido al autocontrol.

Un sector de público rechazó The Master, y eso quizá se deba a que Anderson se niega a ofrecer en su película algo parecido a la empatía con sus protagonistas, al tiempo que evita una construcción narrativa con arco dramático. The Master no es un título descriptivo ni plantea una moraleja, sino que estudia una complejísima amalgama de emociones impulsivas y violentas, desplegadas por acumulación, y no por el tradicional procedimiento cronológico. Hay algo pesadillesco e inquietante en este film, siendo lo más visible el bizarro grupo familiar que puebla la anécdota. Sin embargo, eso no es nuevo en la obra de Anderson, y se puede sumar con facilidad a la troupe porno de Juegos de placer, las dos docenas de personajes de Magnolia y la particular relación Plainview-Eli, que era el centro de Petróleo sangriento. En definitiva, The Master es una imagen en negativo del sueño americano, con su utópico e indefinido futuro de progreso, donde la realización personal parecería estar a la vuelta de la esquina, aunque en realidad nunca termina llegando a buen puerto.

La segunda propuesta del tándem Anderson-Phoenix fue una frustración mayúscula. Se sabe que cuando los grandes cineastas meten la pata, lo hacen hasta el fondo: Bergman en La flauta mágica, Scorsese en New York, New York, Allen en A Roma con amor, Kubrick en El resplandor, Visconti en El extranjero. Lo mismo le sucedió a Anderson en Vicio propio (2014), basada en una novela de Thomas Pynchon. La historia gira alrededor de Larry Sportello (Phoenix), un investigador privado bastante fumado, que a inicios de los años 70 recibe la visita de una ex novia (Katherine Waterston) que le pide ayuda para evitar que encierren en un manicomio a su actual pareja (Eric Roberts), un magnate inmobiliario víctima de un complot pergeñado por su esposa y un amante de turno. Como casi siempre sucede en este tipo de historias, aquí también las apariencias engañan, y lo que comienza como una mezcla simpática de Barrio Chino y El gran Lebowski, pronto se convierte en un soporífero delirio de 148 minutos en el que sólo sobrevive el gesto de Anderson de querer provocar al espectador a pura revulsión, pero sin una propuesta a la altura de sus pretensiones. Es paradójico que un film ambientado en plena época de sexo y droga libres opte por tanta tibieza de procedimientos, en lugar de volcarse de lleno hacia el surrealismo. Mientras tanto, Anderson pierde el tiempo en ser absolutamente fiel al material original, sin entender que el cine tiene otro lenguaje.

Por eso Vicio propio pierde efectividad al presentar a todos los personajes de la novela, sin percatarse que el humor aquí es demasiado ingenuo, dependiendo de las reacciones y ocurrencias del protagonista, un payaso que termina convertido en una caricatura del toxicómano. De hecho, en el film todo está tan mal expuesto que al final el personaje no sólo es incapaz de obrar por sí mismo, sino que tampoco revela una personalidad realmente definida, que despierte una mínima empatía al espectador. Vicio propio parece no tener un tema para contar, pero además revela una pérdida de destreza formal del director, que mediante una pose caprichosa e intelectualoide oculta una preocupante falta de ideas. Un elenco poblado por muchas caras conocidas hace lo que puede para atenuar tanto desencanto y dispersión, pero termina perdiendo la partida.

MORBO. Por suerte, la recuperación de Anderson fue total en El hilo fantasma (2017) que es su último film a la fecha. Son los años 50 en un elegante barrio residencial del centro de Londres, y desde el inicio Anderson nos da a conocer a uno de los personajes más extraños e insólitos que nos ha mostrado el cine contemporáneo, el diseñador de modas Reynolds Woodcock (Daniel Day Lewis). En la primera escena ese puntilloso sujeto se asea, se viste y desayuna con el esmero que, luego veremos, lo caracteriza en su diario vivir. El rito es llevado a cabo con extrema naturalidad, como si fuera parte indisoluble de su ser. Ese hombre vive con su hermana (Lesley Manville), una mujer de porte férreo y gélido, con quien Woodcock ha construido una firma familiar de alta costura, convertida en estandarte ideológico de todo lo que ansiaba la Inglaterra de la primera mitad del siglo pasado: lograr una belleza atemporal, teniendo a la tradición como base y a la vanguardia como meta futura. Pero en medio de su rutina Reynolds conocerá a Alma (Vicky Krieps) mientras desayuna en un hotel, y su vida cambiará.

En su primer encuentro, delicado y enigmático, vibra una sensualidad tan circunspecta que tomará el resto del film entender en forma cabal la ambivalente relación amorosa que surgirá entre el protagonista y su musa. Y eso no es un error de Anderson, sino una de sus máximas virtudes, porque del sutilísimo misterio planteado desde el inicio surge una mezcla de tirantez estética, éxtasis mutuo y supremacía patriarcal, que propiciará una relación embrujadora, en la que los roles cambian constantemente. De manera premeditada, el libreto no ayuda a entender a los personajes, sino que propicia en ellos cambios que desafían la curiosidad y los prejuicios del espectador, comenzando por el propio Woodcock, hombre de apariencia diáfana, pero de psicología bastante turbia, cuya elegancia deja entrever la posibilidad de un peligro mortal, generado quizás por un dolor reprimido durante un tiempo demasiado largo.

Por el lado de Woodcock surge un segundo valor del film: el personaje parece estar construido desde la nada por Day Lewis, quien tiene en El hilo fantasma una hoja en blanco para sacarse de la galera una criatura a la medida exacta de su enorme talento. Más allá de su portentosa labor y su impresionante presencia (igual que la que ofrecen sus estupendas compañeras de reparto), parece imposible resumir la trama de El hilo fantasma sin caer en inoportunas revelaciones, ya que es un film poblado por elipsis, silencios y miradas, donde lo fundamental es todo lo que no se dice ni se ve, y también el pasado del protagonista, que vuelve en medio de evocaciones fantasmales intuidas a medida que avanza la trama. Sólo conviene decir que el film arranca pareciendo una historia de amor y termina buceando en pasiones morbosas al mejor estilo Polanski, que hubieran sido del gusto de Buñuel y Hitchcock si aún vivieran. En el medio, en un plano más hondo, la película detalla el proceso creativo de un artista que parece dividido entre su inspiración más genuina y los prosaicos embates de la moda, que parecen atosigarlo.

Si el personaje de Day Lewis resulta oscuro y elusivo, todo es más claro y sencillo en lo que tiene que ver con esa joven que aparece por accidente en su vida, y que pasa a vivir en una casona vigilada por una inquietante mujer, mientras es acechada por recuerdos pesadillescos. En toda esa zona del tema hay ecos de Rebeca, una mujer inolvidable de Hitchcock. Mientras tanto, merece una mención especial su nueva colaboración con el músico de Radiohead Jonny Greenwood que, como antes en Petróleo sangriento y The Master, entiende el enlace que debe existir entre música, sonido y silencio, propiciando de esa forma la creación de atmósferas discretas (estilo Erroll Garner) y enrarecidas, en clara sintonía con los complejos seres que pueblan esta notable película, la cual merece una segunda visión para poder exprimirle así sus secretos más inquietantes.

Anderson fue comparado con Jean Renoir y Max Ophüls por su obsesivo manejo de la cámara, con François Truffaut y Martin Scorsese por su cultura cinéfila, y con Tim Burton por la confección de personajes bizarros. A mi entender, en su obra se detectan episodios de narración clásica dignos de John Ford, un uso conceptual del paisaje que viene de George Stevens, y un férreo manejo de vastos elencos, deudor de William Wyler. También hay retratos de ambición desmedida heredados de Avaricia de Erich von Stroheim, El ciudadano de Orson Welles y El tesoro de la Sierra Madre de John Huston. El gusto por las historias corales vincularía a Anderson con el mejor Robert Altman, y su suntuoso manejo de las cámaras con Stanley Kubrick. Más allá de esos nombres eminentes, Anderson ya no es un joven talento de temprana madurez, sino un artista mayor cuya dimensión verdadera se aprecia cada vez que estrena una nueva película. Por eso los amantes del buen cine siempre solemos esperarlas ansiosos.

https://www.youtube.com/watch?v=-Ra1tZBLu1Q%20

Milagrosos sucesos de una noche de Navidad.

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Ficción/ 2010
Guión y Dirección: Jorge Muchut

Sinopsis. En víspera de Navidad tres delincuentes escapan con un motín de una fábrica de pirotecnia ubicada en un pueblito en medio del campo. Mientras escucha la noticia en la radio, un camionero se detiene en la ruta al ver a una joven haciendo dedo. Al mismo
tiempo, en una casilla rodante instalada en pleno campo, un niño y su padre se preparan para la cena de Nochebuena. Una serie de hechos fortuitos harán que todos estos personajes compartan la Navidad más mágica de sus vidas.
Producción General: Victoria Ruíz / Ximena Valdivia Salas
Dirección de Fotografía: Mauricio Mendelson
Dirección de Arte: Noelia González
Dirección de Actores: Noelia González
Dirección de sonido: Raúl Mastronardi
Música: Emiliano Racino / Santiago Aguirre / Germán Blanc
Edición o Montaje: Iván Muñoz
Elenco: Gustavo Almada / Maximiliano Gallo / Juan
Dellaferrera / Daniel Valenzuela / Toto López / Lucila Fernández Alle / José Altamirano
Acceso a la película:

Milagrosos sucesos de una noche de navidad. from Oh my doc! Jorge Muchut on Vimeo.

Ciclo de Producciones Audiovisuales de Río Cuarto.

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Octava entrega del Ciclo de Producciones Audiovisuales de Río Cuarto

Alfonsina

Producido de manera independiente por Niño Raro Audiovisuales, 2017
Guión y Dirección: Sofía Magrini
Elenco | María Félix, Agustina Buenader y Jorge González

Sinopsis. Alfonsina, una chica de 20 años, vive con su padre Celestino, en el medio de un campo donde él es encargado. Alfonsina tiene una rutina muy fija, y cualquier cambio la desequilibra. Celestino es un hombre de campo, de pocas palabras y la relación con su hija no es afectuosa.
A sus monótonas vidas llega un nuevo personaje. María, la cual hará poner en tensión la rutina de estos dos personajes.
A raíz de varios acontecimientos, con ejes que bordean la situación socio-económica de los productores agropecuarios, se desarrollará el origen de la ruptura del vínculo entre los protagonistas. Ante estas situaciones dramáticas, los personajes restablecen su relación. Se reconocen, el uno al otro.

Chuva é cantoria na aldeia dos mortos en el Encuentro de Cine Europeo.

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El Encuentro de Cine Europeo nos invita a vivir Europa desde la mirada de directores jóvenes europeos, eje conductor elegido para la edición número 16. A través de historias llenas de esperanza y juventud, el público de todo el país podrá descubrir los retos de la Europa actual en temas tan diversos como el medio ambiente, las relaciones de pareja, el narcotráfico o la migración, entre otros.  El Encuentro de Cine Europeo es coordinado por la Delegación de la Unión Europea en Argentina y cuenta con el apoyo de las diferentes embajadas e institutos culturales de los Estados Miembro de la UE acreditados en Argentina.

​Países participantes: Alemania, Austria, Chipre, Croacia, Dinamarca, Eslovenia, España, Francia, Italia, Países Bajos, Polonia, Portugal, Rumania, Suecia

Martes 23/6. Chuva é cantoria na aldeia dos mortos de João Salaviza y Renée Nader Messora / Brasil, Portugal / 2018

​Entradas limitadas  en https://www.cineueargentina.com/peliculasonline 

 

Jueves 25/6, a las 19hs, Charla sobre la película Chuva é Cantoria na Aldeia dos Mortos (Portugal)

Participarán: les directores de la película Chuva é Cantoria na Aldeia dos Mortos: João Salaviza y Renée Nader Messora y Cecilia Barrionuevo (Directora Artística del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata)

Enlace de ingreso a la charla e info: https://www.cineueargentina.com/charlasvirtuales

Sinopsis; Es de noche y reina la calma en el bosque que rodea el pueblo. Cuando los vivos duermen, el bosque se despierta. Ihjãc, un joven indígena Krahô que vive en el norte de Brasil, tiene pesadillas desde que perdió a su padre. Camina en la oscuridad, su cuerpo sudoroso se mueve con cautela. Cuando se escucha una canción distante a través de las palmeras, es la voz de su padre desaparecido que llama a su hijo desde la cascada, pues ha llegado el momento de organizar la ceremonia fúnebre que concluye el duelo y permite que su espíritu llegue al pueblo de los muertos.

Líbano

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Líbano

Río Cuarto, 2007

Guión y Dirección: Claudio Asaad

Sinopsis. Tres amigas han compartido más de 25 años de amistad. Una de ellas decide emigrar al Líbano. La película narra los tres últimos días de la partida de Ana Lía al país de sus ancestros, ante el asombro y el desconcierto de sus amigas, su hijo y Marcela, pareja de Sebastián e hija de Adriana; amiga con quien la une un fuerte sentimiento de hermandad. Los secretos familiares y un pasado sobre el que apenas se regresa, son algunas de las cuestiones que alimentan la tensión y la búsqueda de respuestas acerca de esta decisión tan elegida como inesperada del personaje encarnado por Ana Lía Vincenti.


NÚCLEO, PRODUCCIONES AUDIOVISUALES PRESENTA:
ADRIANA RIZZO, ANA LIA VINCENTI y SUSANA ABELLA
Con MARCELA LUKASIEWICZ, SEBASTIÁN SUÑÉ y BRUNO BORGHI, ANA SOLIANI.
Invitada: DAILA PRADO.
Producción: PATRICIA CEPPA y SILVIA LABORDE
Música Original: JIMENA FERNÁNDEZ y BRUNO PONSO
Títulos: CARLOS PASCUAL
Cámara: CLAUDIO ASAAD, JIMENA KUNZ y MARTÍN TARTARA
Iluminación y sonido directo: JIMENA KUNZ y EMILIANO PÉREZ
Vestuario: SILVIA LABORDE y PATRICIA CEPPA
Maquillaje: ÁNGELES MORCHIO y TOMÁS MISSAKIAN
Sonido en estudio: BRUNO PONSO
Edición: CEPPA, LABORDE y ASAAD para
NÚCLEO PRODUCCIONES AUDIOVISUALES
Asistente de Producción: EMILIANO PÉREZ
Dirección de Actores: ANA LÍA VINCENTI
Asistente de Dirección: JIMENA KUNZ
Guión y Dirección: CLAUDIO ASAAD

 

«Escribí el guión de Líbano en el verano del año 2006. La historia estaba creada para que actuaran Ana Lía Vincenti, Adriana Rizzo y Susú Abella. Las invite a que se sumarán al proyecto. No dudaron en decir que sí. Éramos un grupo reunido por la voluntad que impulsa el cariño, el querer compartir un trabajo colectivo. No teníamos un solo peso. Sebastián Suñé viajó para grabar. Nos habíamos conocido un verano antes en Córdoba. Olvidé algunos detalles. Pero no la intensidad de la experiencia. Parte de esa intensidad fue tenerla a Susú con nosotros. Se sentía insegura ante la presencia de la cámara, pero después descubrió que podía eludirla y que estaba protegida. Eramos su público, atentos a su risa, a su voz grave y pausada, a sus ocurrencias que nos regresaban a la risa y la tranquilidad.
Hubiese querido que participara de otras escenas, pero no quiso.
Estuvo atenta a todo lo que necesitábamos, convenció a su sobrina para que nos prestara la casa, porque nos faltaba una locación. En la película es la casa de Susú. En la escena de la cena, en ese lugar, Susú desplegó todo ese carisma que solo ella podía ofrecer y entregar como un abrazo. Del otro lado de la cámara nos impregnó la emoción y la gratitud. Susú está presente en muchos lugares y también en Líbano, para siempre». Claudio Asaad
 

Una Historia en Bis

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Comedia dramática, 2000
Dirección: Luis Bona

Sinopsis.
Se trata de la segunda realización de ficción de Luis Bona. La historia está inspirada en un cuento de Mario Benedetti “El Presupuesto”. Todo comienza cuando un guionista de cine se reúne con su productor para comentarle sobre los avances en su guión. En ese momento hay un salto al pasado donde la historia se centra en un grupo de oficinistas dentro de una repartición pública quienes viven esperando un aumento que nunca llega. Mario, el personaje principal, se ve apesadumbrado con la situación de rutina y siente que debe pegar un giro a su vida. Sin embrago su mejor compañero y amigo no lo entiende. La rutina seguirá hasta el momento en que aparece un viejo amor, Claudia.
La historia parece repetirse cuando el relato vuelve al presente.
Guion: Luis Bona, Silvia Bona, Juan Carlos Krivanosoff
Música: Eugenio Steiner
Fotografía: Luis Bona/ Iluminación: Walter Dellitalo
Producción: Liliana Sánchez
Dirección actoral: Miguel Romano
Reparto. Marcelo Rotger – Liliana Amezola –Luis Beltramino y elenco.
Historia: Luis Bona

https://youtu.be/CZxEisQxGDY%20 

EL REGRESO DE SAMUEL MAOZ, DE LÍBANO A FOXTROT.

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ICULT SAMUEL MAOZ FOTO GETTY

Por Amilcar Nochetti. Miembro de la Asociación de Críticos de Cine de Uruguay (filial Fipresci)

Seguramente decir Samuel Maoz signifique poco o nada para gran parte de los cinéfilos. Sin embargo, quizá los espectadores recuerden el escándalo que en 2009 causó Líbano, debut en la ficción de este cineasta israelí, rodado enteramente dentro de un tanque de guerra. Después de ocho años sin hacer cine, trabajando como director artístico en TV, en 2017 Maoz volvió al ruedo y causó una nueva, enconada discusión con las autoridades israelíes, a raíz de su película Foxtrot, que desde hace unos días puede verse en diversas plataformas digitales. Vale la pena sumergirse en la personalidad de este cineasta y en su brevísima pero notable filmografía.

 

SAMUEL MAOZ. Detallar la biografía de este cineasta sería cometer diversos spoilers con sus dos films, por eso este apartado será breve, apenas informativo, para decir que Samuel Maoz nació el 23 de mayo de 1962 en Herzliya, una ciudad en la costa central mediterránea en la parte norte del distrito de Tel Aviv. A los 20 años, mientras cumplía con el requisito del servicio militar obligatorio, estalló la guerra del Líbano y el joven Samuel debió participar en ella en la unidad de acorazados del ejército israelí. Para ubicar al lector sería bueno recordar que el conflicto duró tres años (8 de junio de 1982 a 22 de junio de 1985) y se inició cuando las Fuerzas de Defensa de Israel invadieron el sur de Líbano con el objetivo de expulsar a la O.L.P. del país. La invasión era la respuesta del gobierno israelí, presidido por Yitzjak Navón y asistido por su primer ministro Menahem Beguin, al intento de asesinato de Shlomo Argov, embajador de Israel en el Reino Unido, por parte del grupo de Abu Nidal, uno de los más despiadados guerrilleros palestinos, que en 1974 se había separado de la línea de Yasser Arafat. Los desatinos de ese guerrillero palestino tuvieron de todas formas su contracara, porque durante la ocupación de Beirut las fuerzas israelíes permitieron la entrada de milicias cristiano-falangistas libanesas a la zona oeste de la capital, donde se encontraban dos campos de refugiados. Esas milicias de inmediato entraron en los campos y masacraron a 3.500 refugiados palestinos de la ciudad, en lo que la Historia conoce como la Matanza de Sabra y Chatila, una verdadera mancha para el Estado de Israel. Esa experiencia dramática sería factor fundamental para la realización del primer film de ficción de Maoz, Líbano, pero también tendría una incidencia lateral, aunque muy significativa en un episodio de Foxtrot.

 

Hay que decir, de todas formas, que el joven llevaba el cine en la sangre: ya a los 12 años de edad había rodado en forma casera un corto inspirado en un duelo visto en uno de los tantos westerns de Hollywood. Esa experiencia le dejó un resultado amargo, ya que lo único que logró fue romper su querida y valiosa cámara de 8 mm, pero su espíritu no se quebró y a lo largo de su adolescencia se las ingenió para rodar una docena de cortos caseros con un nuevo proyector. Por eso, al acabar la guerra en 1985, y después de pasar un tiempo de inercia total para superar los trágicos acontecimientos que había padecido durante la contienda bélica, Maoz comenzó estudios en el área de cine, primero como cámara y luego como director artístico. Ambos cursos los llevó a cabo en la Escuela de Teatro y Cine Beit Zivi. Una vez recibido, adoptó como verdadera profesión la labor de dirección de arte, en la cual se desempeñó durante una década, hasta que en 2000 pasó a la realización con un aclamado documental para TV de 56 minutos, financiado por el grupo ARTE, y titulado Eclipse total. Pese a las alabanzas recibidas por ese trabajo, a Maoz le costó mucho tiempo conseguir financiación para el proyecto que tenía en mente. Recién en 2007 pudo lograr una pequeña subvención del Estado de Israel y un fuerte apoyo económico de Francia, Reino Unido y Alemania, con lo cual se lanzó de lleno al rodaje de un film brillante y multipremiado, pero que le ocasionaría varios problemas.

 

 

LÍBANO. Captar la atención del público durante 93 minutos con un relato que transcurre en un espacio reducido y único era todo un desafío. Maoz asumió el riesgo y por su proeza recibió un merecido León de Oro en Venecia, además de otros 16 premios nacionales e internacionales. Basándose en una experiencia personal, Maoz contó la historia de cuatro soldados encargados de manejar un tanque en el primer día de la guerra del Líbano, en 1982. Pero al director no le importó tanto el costado bélico del asunto, sino preguntarse (y preguntarle al espectador) qué clase de experiencia es la guerra. A lo largo de la historia del cine diversos realizadores abordaron ese incómodo asunto. John Ford, por ejemplo, halló amargura en Fuimos los sacrificados (1945), mientras Dalton Trumbo y Francis Ford Coppola llevaron a la pantalla el horror más visceral en Johnny cogió su fusil y Apocalypse Now respectivamente. El acerado Mike Nichols se apoyó en la risa para congelarnos el rictus en la resbalosa sátira Trampa 22, mientras Joseph Losey hacía hincapié en la irracionalidad del alto mando en la memorable y olvidada Por la patria. Hasta un personaje tan contumaz como Clint Eastwood, después de muchas detestables exaltaciones patrioteras, pareció llegar a la comprensión del enemigo en la estupenda Cartas desde Iwo Jima. La inutilidad del heroísmo idealista ante el pragmatismo político fue puesta en primer plano por Andrzej Wajda en Generación, La patrulla de la muerte y Cenizas y diamantes, y las terribles consecuencias del belicismo frente al futuro de la juventud era el tema de la feroz y poética Vuelan las grullas de Mikhail Kalatozov. Sin olvidar que, para reflexionar sobre el pacifismo como remedio al infierno atómico, nadie como los japoneses, ya sea Kon Ichikawa en la austera El arpa birmana o en la terrible Fuego en la llanura, Masaki Kobayashi en su saga de La condición humana, o Shohei Imamura en la dolorosa Lluvia negra. Sin duda alguna, Maoz vi todo ese enorme pedazo de cine, pero en Líbano pareció acercarse al Stanley Kubrick de Patrulla infernal y Nacido para matar, porque en su film bucea fundamentalmente en el aspecto sensorial de la contienda bélica, con sus ramalazos de suciedad, pánico, tormento y muerte.

 

Porque narrar toda la película desde el interior de un tanque era producto de una idea de fondo: no un alarde de pedantería estética, sino el deseo de transmitir al público la clara sensación que un soldado está despojado de una perspectiva de conjunto, porque carece del plan general de la batalla. El luchador sólo ve hasta donde llega su vista y sólo sabe lo que el alto mando quiere que sepa. Por eso los cuatro protagonistas de Líbano saben de la guerra lo que sólo deja ver la mirilla del cañón y algunas instrucciones que comunica un oficial superior. Había además otra idea inteligente en la película: el exterior ingresaba al tanque (y por ende al público) de manera desproporcionadamente cercana, amplificada por la lente del cañón, pero sin sonido. Esa paradoja acentuaba la enorme pesadilla que se mostraba: una familia secuestrada por milicianos, civiles masacrados, una mujer en llamas, un burro con una pata reventada, una casa al desnudo debido al boquete ocasionado por un obús, todo enmudecido por el perpetuo encierro de los soldados, en medio de suciedad, aceite que chorrea y tufo de orines acumulados. Y, de golpe, surgían los sonidos del silencio, que llegaban desde la lente: los tiros rebotando contra las chapas, las voces que se escuchan en la radio del tanque, el ruido del vehículo al moverse, el clac de cada enfoque de la mirilla y el plop del cañón cuando se destapa para disparar.

 

En esa extrema sensorialidad con la que se comunicaba sin palabras el horror del encierro radicó la gran carta de triunfo del film. Por esa vía Líbano sigue pareciendo una versión terrestre de El barco de Wolfgang Petersen, con mirilla en lugar de periscopio, e idénticos seres humanos envueltos en una situación límite, sin aparente escapatoria. Líbano lanzó su diatriba antibélica por medio de imágenes y sensaciones, como debe hacerlo el cine. Es que tenemos tan anestesiado el cerebro que hay mensajes que sólo pueden despertarnos mediante inyecciones de extrema incomodidad.

MAOZ Y LÍBANO. El fastidio y la molestia enorme que esa película causó al gobierno israelí del por entonces flamante primer ministro Benjamín Netanyahu fue en aumento al advertir el éxito internacional de Líbano y los galardones recibidos. Maoz fue acusado de apolítico (¿y desde cuándo serlo es un pecado?), mientras su película era calificada de “artera afrenta al honor del Estado”. En su momento Maoz no respondió en forma excesiva, pero con el correr de los años ha hecho muchas reflexiones sobre su película, como reflejo de las experiencias que vivió en la guerra de 1982: “Yo tenía apenas 20 años y era el tirador dentro de un tanque. En su momento no lo evalué, pero hoy me doy cuenta que era el último eslabón en la cadena de la muerte.  Al igual que se ve en mi película, íbamos por una carretera libanesa, y una camioneta se acercó directamente al tanque en dirección contraria. A través de la mirilla telescópica del cañón puedo ver a un hombre adulto, árabe, conduciendo y gesticulando. Yo no sabía si era el enemigo o no, pero las órdenes eran claras: primero dispara a los lados, y si no se detiene, dispara a matar. Cuando me repitieron la orden, lo hice, y al reabrir los ojos, advertí cuán poco quedaba del vehículo que parecía correr endemoniado hacia nosotros. Recuerdo medio cuerpo, sus gritos, y un montón de pollos que corrían alrededor. Al principio rechacé la idea que yo había provocado aquello, pero una voz en mi cabeza me decía que en ese momento acababa de joderme la vida para siempre. ¿Quién era el hombre al volante? ¿Un enemigo? Quizás. ¿Un granjero? Más probable. En la guerra el instinto puede atacar antes que el cerebro piense, y es un hecho que, a las 24 horas en el frente, la lucha por la supervivencia se ha apoderado de uno. Es que la guerra deja heridas incurables, y no tiene sentido negarlo. Hacer Líbano me ayudó a procesar la sensación que haber quitado vidas me provoca, y a sobrellevar esa carga insoportable con la que estoy obligado a vivir. Tras su estreno, muchos israelíes que sufrían trastorno de estrés postraumático me contaron sus historias, y entonces comprendí que no estaba solo, que mi dolor y mi sentimiento de culpa son un mal colectivo”.

 

Está claro entonces que Líbano es una película en primera persona, y que para Maoz esa guerra fue el Vietnam israelí, “porque en la guerra de Yom Kippur, en 1973, había dos bandos claramente identificables y un territorio en medio que conquistar, mientras que en el Líbano todo era un caos. El enemigo vestía pantalones vaqueros, no podías saber quién era militar y quién era civil. Todo lo que recuerdo de Beirut es pura locura, muchas veces simplemente nos disparábamos a nosotros mismos”. Una pregunta resulta entonces insoslayable: más allá de coyunturas, algunas dolorosas como el estrés posbélico, y otras circunstanciales como la falta de financiación, ¿por qué tardar 25 años en realizar la película? Eso es retrasar un cuarto de siglo una factible catarsis. Maoz siempre ha sido claro al respecto: “Principalmente por dos motivos. Primero por el contexto generacional y luego por razones más personales. En Israel somos la “generación del Líbano”. Nuestros padres y profesores vivieron la infernal experiencia de los campos de exterminio nazi. En cierta medida nos sometieron a un lavado de cerebro, pero no podíamos quejarnos, y los soldados que volvían mutilados de la guerra debían callar. Nos decían que teníamos que ser hombres, porque lo nuestro no era comparable con lo de ellos, y ese tipo de cosas. Así que, durante muchos años, hacer esta película significaba ser un traidor. En cuanto a los motivos personales, traté de escribir el guion varias veces. La primera en 1988, justo cuando terminé mis estudios de cine. La memoria era muy vívida, sobre todo el olor de carne quemada. Era una experiencia muy física, tenía miedo que el síndrome post-traumático sólo se agudizara, así que decidí no escribir nada de aquello hasta que dejara de sentir ese olor. Era terrible. Quería tener una visión más fría y calculada, y sobre todo encontrar una solución cinemática. El estallido de la Segunda Guerra del Líbano, en 2006, proporcionó la catarsis. Una noche, viendo las noticias, me di cuenta que ya no solo se trataba de mí y de mis dolorosos recuerdos, ahora eran nuestros hijos los que estaban muriendo en el caos que nosotros habíamos creado. La Primera Guerra del Líbano me dejó adormecido, pero la Segunda me despertó, e increíblemente una noche dejé de sentir el olor a carne quemada. Me sentí liberado y escribí el guion como en un trance. Existe un elemento terapéutico en el proceso. Yo tenía una necesidad de perdonarme, y aunque no hice esta película para superar mis traumas, al final me ayudó a hacerlo. Me sucedió algo casi místico al respecto. Yo regresé de la guerra con piezas de metralla en mi pie. He vivido con ellas en mi cuerpo todos estos años. Pero en la quinta semana de rodaje, mi pie se hinchó y me recetaron unos antibióticos. Cuando desperté al día siguiente encontré en la cama las siete piezas de metralla: mi cuerpo las había expulsado después de un cuarto de siglo”.

 

De todas formas, no todo parecía haber sido exorcizado como esa metralla, si se presta atención a otra declaración posterior del realizador: “Líbano es una versión light del verdadero infierno que viví. En la sala de montaje se quedaron fuera secuencias mucho más crueles, que traspasan la sensibilidad del espectador normal. Y aun así han acusado a la película –y a mí- de apolíticos… Es que es un tema escurridizo. Mi película no es política en el sentido superficial, no es un film de buenos y malos, su base es puramente humanista. Trata de describir el comportamiento del ser humano en un contexto de guerra. Yo creo que puedes hacer una película humanista y ser al mismo tiempo político. En ningún momento me planteé hacer una declaración política con Líbano, pero sí hice todo lo posible porque la película fuera eficaz, impactante, que aspirara a cambiar la idea de algunas personas sobre lo que significa ir a la guerra. Y eso no lo puedes conseguir simplemente mostrando que unos son muy buenos y otros son muy malos, porque solo conseguirás radicalizar las ideas de la gente. Con todos mis respetos, yo prefiero cambiar la opinión de una madre que colmar las expectativas de cientos de periodistas o un puñado de políticos poderosos”.

https://www.youtube.com/watch?v=wrBEDEmUceM%20

 

FOXTROT. Semanas atrás leía un artículo en el que se afirmaba que si hay una nueva guerra mundial se librará por vía informática en lugar de militar, “teniendo en cuenta que los ejércitos han quedado desfasados como primer instrumento de poder y defensa de un país”. Ahora bien, esto no es así para todas las naciones, porque algunas aún adaptan sus avances políticos o técnicos a una concepción literal de las fuerzas armadas. Ese sería el caso de Israel, algo natural por la perpetua amenaza que siente en sus fronteras con países enemistados, y por su propio origen como nación, basado en el exilio. Si mal no recuerdo de mi época estudiantil, la teoría clásica señala que los elementos constitutivos de todo Estado son: 1) el poder; 2) el pueblo; y 3) el territorio. En el caso israelí, la precariedad del tercer elemento le ha llevado a realzar los dos primeros. Es decir: se ha identificado al pueblo en base a aspectos sociológicos (religión y etnia), y en caso que alguno de ellos falle siempre estará a la mano el otro factor de unidad, el del poder, otorgado por el Estado al ejército. Surge entonces una paradoja: en un Estado que se desvive por mantener una unidad férrea ante “el enemigo”, sea éste cual sea, se termina dando la dualidad de una organización material con reglas, jerarquías, armas, equipos y soldados, que visiblemente parece funcionar, pero dependiente de una estructura que subdivide el poder en dos, “lo político” y “lo militar”, y eso no siempre coincide. Esto permite entender la dualidad que plantea Foxtrot, expresada desde el inicio mismo: los protagonistas forman parte de una familia atea, que se mantienen alejados de las reglas ortodoxas de su sociedad. Pero por lo que se ve y se dice al pasar, tienen una muy buena posición económica y un estatus profesional envidiable, y de esa manera se han integrado a las altas esferas gracias a una fachada que oculta esa secreta rebeldía. Al fin y al cabo, como en algún momento se verá, el servicio militar que en su momento ha cumplido el padre y hoy lleva a cabo el hijo no impide que ambos se sientan más unidos por la contemplación de una Playboy hebrea que por la Biblia, comportamiento pecaminoso que anticipará un error más grave, por el que ambos quizás puedan ser castigados.

 

Foxtrot comienza con unos jóvenes militares que llaman a la puerta y comunican a los padres el fallecimiento del hijo en acto de servicio. El ejército judío tiene un protocolo perfectamente estudiado para comunicar estas noticias, reproducido en toda su brutalidad en la película, incluida la inyección de tranquilizantes a la madre, que parecen tener preparada ya desde antes de golpear a la puerta de ese hogar. El problema es que, más allá de protocolos bien estudiados y pronunciados, los mensajeros que visitan esa casa no saben explicar los motivos del deceso, y ni siquiera le aseguran al padre que podrá ver el cuerpo de su hijo. Mientras tanto la madre, desmayada al ver llegar a los mensajeros y aún dormida por la medicación suministrada, es como si no existiera. La hermana del joven fallecido no contesta el celular, la abuela no entiende lo sucedido a causa de su demencia senil y sólo el tío del chico muerto puede dar apoyo práctico en todo este asunto. Es por lo tanto el padre el que debe afrontar la situación, aunque al principio muestra pasividad y sumisión, productos del estado de shock, que en forma notable Maoz revela en dos escenas muy significativas. Una está construida en base al primer plano del sujeto, mientras los demás hablan fuera de campo o a lo sumo pasan delante de la cámara (su mirada), mientras él no sabe salir de su estupor y asombro. La segunda escena es un gran plano cenital suyo, cuando está solo al cambiar de habitación: la cámara lo sigue desde lo alto, como reforzando la idea de una sumisión a algo más elevado. Este ángulo se repetirá varias veces a lo largo del film, con similares intenciones, como advirtiendo al espectador de manera elíptica que estos personajes son meros títeres guiados por una mano invisible pero muy poderosa: ¿el Estado? ¿Dios? De nuevo una dualidad, aunque sin duda ambos como manifestación del Poder. Lo cierto es que, una vez terminado el film, si meditamos en lo que vimos advertiremos que esta es gente sin verdadera libertad de movimientos, y por ello regresarán al punto de partida. Que es, ni más ni menos, lo que sucede con la propia película y también con el significado de su título.

 

Porque, como en determinado momento explica un personaje, el foxtrot es un baile que se realiza con pasos de ida y vuelta formando un cuadrado en el cual inevitablemente se vuelve al punto de partida, para de allí proseguir en forma continua hasta que la canción termine. La estructura del film es igual: brevísimo prólogo en una ruta recta, primer acto en el hogar de la familia, segundo acto en un puesto fronterizo, tercer acto de vuelta al hogar (aunque seis meses más tarde), y un breve epílogo en la recta ruta inicial, que “cierra la canción”, es decir la historia. Esa simetría narrativa será luego metafórica, y exigirá a Maoz reducir la narración a su esencia: premisa básica, desarrollo escaso en evolución dramática y localizaciones, y enorme riqueza de simbolismos e interpretaciones. A eso ayuda un equilibrado trabajo de cámara: los dos ejemplos dados en el párrafo anterior ya lo prueban, pero no son los únicos a lo largo del film, porque al menos en los dos tercios iniciales cada plano y cada corte están elegidos con enorme rigor y esteticismo. Del segundo acto, centrado con aire surrealista en los vaivenes de los viajeros que deben ser controlados por los jóvenes cabos ubicados en el puesto fronterizo, y los aburridos pasatiempos que esos chicos tienen para sobrevivir al tedio, hay que destacar el picado en detalle de sus siluetas reflejadas en el barro, y -una vez más- las tomas cenitales mientras están tumbados en sus camas. A nivel visual Samuel Maoz se revela maniáticamente perfeccionista: no en vano, la decoración del apartamento durante el primer acto luce una frialdad estética de raigambre claramente kubrickiana.

Pero en una película como Foxtrot no todo podía ser estético, porque hay en Maoz una intención clara: diversificarse hacia los sentimientos. Eso lo logra con plenitud gracias a un tercer acto que intenta dotar al conjunto de una catarsis espiritual, por lo que la cámara abandona el analítico y gélido soporte estático para rodar un par de momentos que pueden significar el derrumbamiento de la fachada de esa familia, sobre todo del padre. Allí Maoz contó con un poderoso aliado en la labor de Lior Ashkenazi, que compone un personaje que casi siempre comunica el sufrimiento por evocación, más que por reacción, aunque cuando se rinde a lo segundo puede resultar contundente. A lo largo de la trama, el actor comunica al público su situación emocional y física de inmejorable manera, enfrentando su expresión en primeros planos dolorosamente fotografiados, como si Maoz fuera un dilecto alumno del mejor y más feroz Ingmar Bergman. La labor de Ashkenazi es una de las mejores bazas de la película, y merecía ser destacada en primer lugar.

 

De todas maneras, Foxtrot no pone particular énfasis en el diálogo, y cuando los hay han sido casi siempre supeditados a la parte visual, que es la que comunica el impacto de las situaciones. Pero la clara intención pacifista o antimilitarista de Maoz necesitaba sin duda alguna de protagonistas con los que el espectador pueda identificarse independientemente de nacionalidades o condición social. Por eso, muy de a poco, como para que nos sintamos parte del caos familiar que vive esa gente, iremos sabiendo lo que ha ocurrido en ese remoto puesto de control fronterizo en el que sirve el hijo de los protagonistas. Lejos de cualquier triunfalismo, lo que allí puede verse es un destartalado y maloliente contenedor que parece hundirse de manera inexorable en el barro. Ese horrendo contenedor sirve como base para un pequeño grupo de soldados, perdidos en medio de ninguna parte, que tratan de controlar el tráfico por una frontera en donde pasa un dromedario y diversos ciudadanos circunstanciales. La duda inmediata que siente el espectador ante ese contexto es doble: 1) ¿vale la pena dilapidar las energías de la juventud de un país en un puesto geográfico de absoluta inutilidad?; y 2) aún si ese lugar fuera mínimamente útil en el plano estratégico, ¿valdría la pena perder la vida en la defensa de una posición así?

 

Foxtrot se estrenó en 2017 en el Festival Internacional de Cine de Venecia, ganando el Gran Premio del Jurado, el León de Plata. Posteriormente fue presentada en el Festival de Cine de Toronto y obtuvo 13 nominaciones de la Academia de Cine Israelí, ganando ocho de ellas, incluidas mejor película, director, actor y fotografía. Se trata de un título que ha generado polémicas en el Estado de Israel, pero los datos específicos de dicha discusión derivan del contenido de la propia película, y revelarlo aquí supondría quitar al espectador el placer (y el dolor) de descubrir el núcleo central de la historia. Vale la pena en cambio mencionar a la música, que en forma esporádica pero poderosa resulta muy efectiva para apoyar a las imágenes. Ha sido compuesta por Ophir Leiwovitch, uno de los músicos más apreciados de la actual industria del cine israelí, aunque la instancia más conmovedora esté comentada por el sufriente son de Spiegel im Spiegel de Arvo Pärt. También hay que decir que el libreto redondea su múltiple narrativa con un epílogo tan eficaz como contundente, y que otro pilar es, en el tercer acto, la labor de la sufrida Sarah Adler, de notable química con Ashkenazi en los estremecedores minutos finales.

 

Pero por encima de todo se luce Giora Bejach, director de fotografía (ya había cumplido el mismo rol en Líbano) y responsable de los encuadres y la utilización de ciertos recursos surrealistas. Porque más allá de posturas ideológicas o discusiones políticas, las imágenes y los símbolos son mucho más importantes que mil palabras en Foxtrot: 1) el dromedario no parece temer ni respetar fronteras, mientras que los incómodos viajeros humanos pueden llegar a pasarla muy mal en ese mismo lugar; 2) una misma bandada de aves es percibida por dos personajes en dos momentos diferentes, aunque unificados por hilos invisibles que luego revelarán todo su escondido potencial dramático; 3) el contenedor que se hunde de a poco en el barro quizá materialice el estado de ánimo de esa juventud, pero también una esclerosada y autoritaria manera de manejar la política bélica de un país que dice hacer todo en nombre de la juventud, aunque en realidad parece cuidar muy poco de ella; 4) Max, el perro fiel, es testigo del desastre que ocurre en su entorno y llega a padecerlo en carne propia, pero también resalta con su presencia la ausencia del dueño verdadero, el joven hijo de ese hogar; 5) la factible unión de una pareja despedazada por un drama enorme se adivina mediante el primer plano de una mano femenina que sangra y una mano masculina en llaga viva; 6) los antedichos planos cenitales, como si el Jehová del Antiguo Testamento mirara desde lo alto y se solazara administrando venganza contra sus presuntos hijos descarriados; y 7) el paradójico hecho que cuando el film ocurre en el encierro del apartamento todo luzca nervioso, incluso paroxístico, ante la gravedad de las noticias recibidas, mientras que en el segundo episodio, enmarcado en una vasta llanura inabarcable, parece no suceder nada y los personajes se ven aplastados por la inmensidad que los rodea. Todas son imágenes de enorme contundencia, en medio de una película que apela a la palabra sólo cuando es necesario: 1) contando una antigua historia familiar que parecería cerrar bien, aunque luego nuevas imágenes darán cuenta de un final muy diferente de ese relato; 2) revelando por medio de una confesión un sufrimiento oculto, y permitir de esa forma entender el dolor íntimo y antiguo del protagonista, en lo que puede llegar a tomarse como una vía de expiación y redención. Es tan fuerte el poder de las imágenes en Foxtrot que por medio de ella hasta se permite ironizar a la palabra, cuando utiliza en el acta de un funeral el término “caído” (en el sentido de cumplimiento del deber), y luego el espectador advertirá mediante la imagen la insólita literalidad de ese término. A la hora de elegir, Foxtrot siempre opta por la imagen y eso es correcto, porque al fin y al cabo el cine debería ser siempre así: imagen pura.

MAOZ Y FOXTROT. Esta película enfureció más que Líbano al actual gobierno israelí, y la Ministra de Cultura Miri Regev llegó a decir que “Maoz intenta destruir a Israel, y es el resultado de la autoflagelación y la colaboración con las posiciones anti-israelíes. Resulta escandaloso que los artistas de mi país contribuyan a incitar a las jóvenes generaciones contra el ejército más moral del mundo mediante la difusión de mentiras en forma de arte”. Lo insólito de todo este asunto es que la airada ministra, para justificar su diatriba, citó una secuencia que en realidad no existe en la película. De hecho, nadie sabe aún de dónde la sacó, y ella tampoco lo ha aclarado luego, lo que trae al recuerdo los airados anatemas escupidos por ciertos religiosos en 1989 contra La última tentación de Cristo de Scorsese, aunque aclaraban no haberla visto, Dios no lo permita…

 

Ironías aparte, la respuesta de Maoz a Regev no se hizo esperar: “En primer lugar la ministra revela poca cultura al utilizar como parte de un solo concepto los términos ‘ejército’ y ‘moral’, lo cual es un oxímoron. Pero además, todo es al revés de lo dicho por la ministra: mi película es el resultado de mi amor por Israel, y del absoluto hartazgo que siento ante la muerte inútil de jóvenes, siguiendo órdenes incomprensibles de gente mayor que nunca en su vida ha estado ni remotamente cerca de un campo de batalla, Pero el sólo hecho que la ministra reaccione en forma tan irracional prueba que mi película da en el clavo: Israel es como el foxtrot: vive volcado en una danza en círculo con el destino y nuestras heridas bien abiertas. En cambio yo creo que este destino no es inmodificable por divino, sino por la propia naturaleza del país. Nos siguen repitiendo que nuestra existencia está en peligro, pero ya no es así. Lo que sucede es que la obsesión colectiva se alimenta de muchas fuentes. ¿Qué se puede esperar cuando una maestra, en el primer día de clases, en lugar de poner su nombre en el pizarrón escribe ‘Es bueno morir por tu país’? A su vez, el primer ministro Netanyahu y los partidos de derecha aprovechan para su propio peculio electoral la cuestión de la seguridad nacional. Y para colmo, no podemos sacarnos de encima el fantasma del Holocausto. Todo en Israel está relacionado con él. Como era lógico, traumatizó a toda una generación, pero la cosa no paró y siguió traumatizando a todas las que vinieron luego. Yo, por ejemplo, o mis amigos, no podíamos quejarnos de nada, porque de inmediato nos decían: ‘Sean hombres, con lo que nosotros hemos sufrido…’. Recuerdo haber llegado a mi casa con una buena nota, un siete, y mi madre, que sólo pretendía un diez, me reprochaba: ‘¿Para esto he sobrevivido al Holocausto’?

 

Es verdad que, a 75 años del Holocausto, nada de lo padecido en ese verdadero horror ha cicatrizado en Israel, y eso para Maoz es trágico, porque “no se cerrará nunca. Se ha convertido en el ADN del país. La identidad de Israel se define por el Holocausto, y por el trauma derivado de él. Nunca sanará porque la élite política no quiere que lo haga. Porque el Holocausto les sirve para seguir presentando a los israelíes como víctimas, y ese victimismo seguirá enquistado en la sociedad durante muchas más generaciones. Yo, como ya dije, he pasado toda mi vida aplastado por él. El Holocausto es una verdadera losa en el alma de mi país”. Maoz en cambio quiere plantear otro tipo de debates: “Haría falta un líder como Isaac Rabin, que imponga un corte con el pasado. Si alguien pone en duda esa memoria, se le acusa de apoyar a los palestinos, pero no va de ellos sino de nosotros: lo gastamos todo en defensa y tenemos un millón de niños pasando hambre. ¿Por qué Netanyahu no utiliza parte del dinero para alimentarlos y educarlos? Porque eso no le da crédito electoral”. Su sinceridad en las declaraciones públicas no le está haciendo fácil las cosas en Israel: “Sigue siendo duro. Me han escrito mails en los que me decían que me estaban esperando fuera de mi casa, y que cuando salga me van a tirar ácido en la cara para que nunca más pueda filmar. También me han amenazado diciendo que mi hija es muy bella, pero en cualquier momento dejará de serlo. Sin embargo, el discurso oficial es que nosotros los israelíes somos las víctimas, los perseguidos por el terrorismo. ¿Y esto que cuento, qué es?”. 

 

Opiniones políticas a un lado, lo cierto es que de la misma manera que Líbano surgió del trauma personal del cineasta por haber tenido que matar gente teniendo apenas 20 años de edad, la génesis de Foxtrot también nace de un miedo íntimo: “Mi hija nunca se levantaba a tiempo para tomar el autobús hacia la escuela, así que siempre me pedía que llamara un taxi. Dado que la costumbre empezó a costarnos mucho dinero, y que además me parecía un signo de mala educación, una mañana me planté y le dije: ‘A partir de ahora tomarás el autobús; si llegas tarde, te aguantas’. Veinte minutos después que se fuera escuché en la radio que un terrorista se había inmolado en la línea 5, justo en la que ella debía viajar, y que docenas de personas habían muerto. La llamé, pero el servicio telefónico estaba colapsado. Nunca he experimentado un terror parecido al que sentí entonces. Una hora después, mi hija regresó a casa. Al parecer, fiel a su costumbre de no estar nunca en hora en ningún lado, había perdido ese autobús por unos segundos y había tenido que esperar el siguiente”. Entre amenazas reales y giros metafóricos del destino, la brevísima pero impresionante obra de Samuel Maoz no debería ignorarse.

ZHANG YIMOU Y EL CINE CHINO VIVIENDO A LOS BARQUINAZOS.

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Por Amilcar Nochetti. Miembro de la Asociación de Críticos de Cine de Uruguay (filial Fipresci)

Representante máximo de la Quinta Generación del cine chino, Zhang Yimou es uno de los nombres más conocidos a nivel internacional del cine de su país. Aunque no todo lo que hace llega a Uruguay, Yimou sigue filmando, continúa siendo un contestatario, y los barquinazos que debió afrontar a lo largo de su carrera son equivalentes a los del cine en China. Por eso para entenderlo (a él y a su obra) es bueno conocer lo sucedido en ese país con el séptimo arte durante el siglo 20.

 

CINE CHINO. Lo primero que hay que aclarar al lector es una cuestión de léxico. No es lo mismo cine chino que cine “en” chino. Aquí nos referiremos a China continental, donde se habla el mandarín como en Taiwán y Hong Kong, pero cuyas tradiciones -y las formas de volcarlas en pantalla- poco tienen que ver con esos reductos, que por razones históricas siempre han estado más influidos por Occidente: Taiwán de Hollywood y Hong Kong del Reino Unido. Por eso aquí no mencionaremos a colegas como Ang Lee o el malayo Tsai Ming-liang, que filman en Taiwán, o a Wong Karwai que, aunque nació en Shanghai, vivió desde los cinco años en Hong Kong, donde realizó toda su labor.

Hecha la salvedad, digamos que el cine llegó a China en 1896, y que la primera filmación se produjo como parte de un show de variedades. Diez años después Ren Jingfeng rodó la primera película china de la historia, La batalla de Dingjunshan, protagonizada por el elenco de la Ópera de Pekín. Pero esa empresa fue un riesgo aislado. Deberían pasar otros once años hasta que comenzó a florecer la Primera Generación del cine chino en Shanghai, la ciudad más floreciente y gigantesca del Lejano Oriente. Desde allí comenzó a promoverse un cine experimental, centrado en la captura de obras de la Ópera de Pekín. Eran los últimos años de la dinastía manchú, en un ambiente de crisis total que impedía el desarrollo de una política estatal, por lo que la producción hasta 1945 se concentró en manos de inversionistas de Shanghai. En los años 30, empero, aparecieron las primeras productoras, y con ellas un cine de mayor preparación. También surgen los primeros divos y divas de la pantalla, con un caso muy notorio en la trágica figura de Ruan Lingyu, que luego de protagonizar los dos mejores films del momento (La diosa y La nueva mujer china, ambas en internet) se suicidó en 1935, a los 24 años de edad. Cien mil personas siguieron el cortejo fúnebre por las calles de Shanghai, en lo que fue definido por el New York Times como “el funeral más espectacular del siglo”. Ese trágico glamour convivía con la influencia de las ideas comunistas, y la técnica desarrollada en la URSS inspiró el cine de esos años, en un país polarizado entre comunistas revolucionarios y nacionalistas burgueses, en un escenario donde los films hablaban de la realidad campesina, la lucha de clases y el imperialismo japonés. Precisamente, la terrible batalla de Shanghai (filmada en directo por Joris Ivens en la notable Los 400 millones) y la toma del poder de Japón terminarían con esas experiencias, imponiendo temas y técnicas exportadas desde Tokio.

 

La segunda fase fue muy breve, e inició como consecuencia de la derrota japonesa (1945). Los directores continuaron con la tradición del cine político y la crítica al régimen dictatorial del líder nacionalista Chiang Kaishek. Películas como El río de la primavera fluye hacia el este (1947) marcaron la pauta de los nuevos enfoques: crónica social y crítica política contada a través de los ojos de una familia común y corriente. No obstante, se introdujeron nuevos géneros como el melodrama, en el que los chinos fueron siempre expertos, a través de la Wenhua Company. La mejor película del género fue en un pueblo pequeño (1948).

 

Con la victoria de Mao Tsetung en 1949 se inició la Tercera Generación. En plena época de política de masas, se vio al cine como un medio de propaganda de gran poder. El control sobre el mensaje que entregaban las películas llevó al Partido a prohibir la difusión del cine de Hong Kong y Hollywood, para potenciar la industria nacional. Era importante para la revolución victoriosa consolidar el punto de vista proletario y crear la conciencia de clase necesaria para fortalecer los profundos cambios que se estaban viviendo a todo nivel. En ese marco surge el primer director chino de relieve, Tsai Tsutsen, autor de la mítica Las lágrimas del Yangtse, que mostró el sufrimiento del pueblo, las difíciles condiciones de vida en un país feudal y la necesidad de organizarse y luchar para cambiar las cosas. La mejora de la técnica fue notable, porque muchos directores fueron a Moscú para aprender, y de eso dan cuenta los números: se produjeron más de 600 películas desde 1949 a 1965. También se fundó la Academia de Cine de Pekín (1956), de donde surgieron las primeras películas animadas, que son chinas y no japonesas como muchos creen.

 

Entonces llegó la Revolución Cultural, y con ella la Cuarta Generación. Mao había escrito en 1942 que “toda revolución cultural es el reflejo ideológico de la revolución política y económica, y se encuentra al servicio de las mismas”. Ese principio se tomó al pie de la letra dos décadas después, fundando la teoría de “la revolución dentro de la revolución”, que provocó desmanes inadmisibles e interdicciones que hoy parecen una estupidez, pero que en su momento resultaron trágicas, como la de prohibir escuchar y bailar música occidental por el sólo hecho de serlo. A su vez, se formó la cohorte de los Guardias Rojos, jovencitos y jovencitas que no habían vivido la revolución original, pero que tomaron los uniformes de sus padres en una nueva vorágine. Los desmanes de los Guardias Rojos no dejaron indiferente a nadie, hasta que Mao debió detenerlos con el ejército. A la que no pudo o no supo contener fue a su cuarta esposa, Jiang Qing, que había aparecido como secundaria en tres films de los años 30. Cuando Jiang lideró la Revolución Cultural se dio el lujo de castigar a los miembros de la industria en venganza por no haberla convertido en diva. Responsable directa de 35.000 ejecuciones, es notoria su saña contra la veterana actriz Li Lili y su esposo el productor Luo Jingyu, denunciados y torturados por orden de Madame Mao debido a que Lili la había eclipsado en sus películas. Muerto Mao en 1976, y pasada la tormenta que derrocó a la sangrienta viuda, Lili fue liberada y vivió hasta los 90 años, aunque para su esposo ya era demasiado tarde: había sido asesinado en prisión.

 

La política de reforma y apertura llevada a cabo por Deng Xiaoping en 1978 abriría las puertas a una nueva concepción de la realidad y la cultura, y es allí que surgió la Quinta Generación, cuyo mayor representante es Zhang Yimou. Los nuevos cineastas enseguida mostraron deseos de expresarse libremente. Acababa de finalizar la Revolución Cultural y, aunque el cine seguía nacionalizado, la ortodoxia política y el control del Estado se habían relajado. Yimou fue el motor de la Quinta Generación, pero junto a él se ubicaron directores decisivos como Chen Kaige (Adiós, mi concubina) y Feng Xiaogang (Yo no soy Madame Bovary), autores de un cine variado en estilo y temas, desde la comedia negra y la sátira política a films históricos, sin olvidar una colosal producción de películas de artes marciales, destinadas al consumo interno.

ANTECEDENTES. Ya desde su mismo nacimiento Yimou mantuvo discrepancias con las autoridades. En efecto, en casi todos lados figura como que el director nació el 14 de noviembre de 1951, e incluso eso es lo que él afirma. Empero, una serie de documentos oficiales lo datan como registrado el 2 de abril de 1950, a lo que Yimou siempre respondió con una sonrisa y un silencio total. Fechas o coqueterías aparte, lo cierto es que su nacimiento coincide con la victoria de Mao y la huida de Chiang Kaishek a Formosa, actual Taiwán, con lo cual Zhang pudo haber sido dilecto hijo de la revolución. No lo fue, porque hay cosas que están fuera de duda. Una es que nació en Xi’an, capital de provincia al norte de China. La segunda es que su padre, un dermatólogo, había sido oficial del Ejército Revolucionario Nacional de Chiang Kaishek durante la guerra civil china, y que un tío y un hermano mayor emigraron a Taiwán después de la derrota de 1949. Un tercer dato es que la madre de Zhang era doctora, pero debido a su boda con un nacionalista fue vigilada durante años: Yimou supo de las dificultades de la vida desde la infancia.

 

Ese permanente nerviosismo se exacerbó en la peor etapa para todo ser humano, el pasaje de la adolescencia a la madurez, ya que coincidió con la Revolución Cultural. En esa época, en la que sus padres perdieron sus cargos científicos, Zhang dejó los estudios y se internó como trabajador agrícola durante tres años, para luego desempeñarse como obrero de una algodonera durante otros siete años en Xianyang. De todas formas, allí no perdió el tiempo, ya que en las horas libres tomó clases de pintura y fotografía amateur, y vendió su propia sangre para comprar su primera cámara. En 1978, caído el régimen maoísta y con un aparato estatal más blando ingresó a la Academia de Cine de Pekín y se especializó en fotografía. Pero para ello debió pasar alguna penuria adicional, debido a que con sus 27 o 28 años había superado la edad reglamentaria para la admisión. Además, no tenía los requisitos académicos necesarios, ya que había abandonado los estudios a los 14 años. Apeló personalmente al Ministerio de Cultura, presentando una cartera con sus trabajos fotográficos amateurs. Las autoridades cedieron y lo admitieron. Cuatro años después se graduó, junto a Chen Kaige y Tian Zhuangzhuang, hoy famosos cineastas en Oriente.

 

A Yimou le fue asignado un puesto como director de fotografía en los Estudios Guangxi, al sur de China, en el límite con Vietnam. Tenía la intención de trabajar como asistente de dirección, pero rápidamente advirtió que los cineastas escaseaban. Se lo comunicó a sus compañeros y juntos obtuvieron permiso para comenzar a realizar sus propios films. Eso posibilitó que Yimou debutara como director de fotografía en la epopeya Uno y ocho de Zhang Yungzhao (1983) y el drama Tierra amarilla de Chen Kaige (1984). Ambos títulos tuvieron éxito en el Festival de Cine de Hong Kong, e incluso el de Kaige está considerado como el film inaugural de la Quinta Generación. Después de ese espaldarazo Zhang volvió a su ciudad natal, donde le llegó una gran oportunidad: fue contratado como director de fotografía y protagonista del film El viejo pozo de Wu Tianming, sobre los esfuerzos de un trabajador por cavar un pozo en su aldea natal, carente de agua, mientras resuelve asuntos pendientes con una antigua novia. Yimou se consustanció mucho con el rol y acabó ganando el premio al mejor actor en el Festival de Cine de Tokio. Tenía 37 años. Había salido de la nada, pasó necesidades, se graduó siendo autodidacta, y ahora no sólo era un gran fotógrafo sino también un actor consagrado. El paso que le faltaba dar lo llevaba directo a ubicarse detrás de la cámara. Era el momento para hacerlo.

SIGLO 20 (1987-1995). Si la historia del cine chino se divide en seis generaciones, la obra de Zhang Yimou claramente puede definirse en cuatro períodos. Dada la vida que el hasta entonces fotógrafo y ocasional actor había tenido, lo más lógico era que al ubicarse tras la cámara eligiera revisar las etapas políticas y sociales de su país durante el siglo 20. En ese período de ocho años tienen cabida siete títulos protagonizados por Gong Li, y con ella llegó el primer escándalo público. Al igual que Zhang, esa joven de 21 años venía de una familia de profesionales (padre economista, madre maestra), había iniciado sus cursos de arte dramático y Yimou la descubrió, eligiéndola ipso facto para protagonizar su debut conjunto, él como cineasta y ella como actriz profesional. Súbita también surgió la pasión, que duró exactamente lo que el primer período creativo de Zhang. El problema es que, aunque el Estado ya no era tan férreo como durante el maoísmo, seguía vigilando a los habitantes, en especial si eran famosos. Y Zhang estaba casado desde hacía diez años, tenía una hija (hoy directora de cine) y ahora abandonaba su hogar de la noche a la mañana para irse a vivir con una chica 15 años menor, asunto muy mal visto en la sociedad china. Como se sabe, las prohibiciones o restricciones avivan el seso a los seres humanos. Si la relación de Zhang y Gong se desarrolló durante esos años con tanta creatividad y unión personal fue debido a que no se rindieron a las convenciones sociales, pese a las presiones que al principio padecieron. Fruto de esa relación fue un hijo, nacido dos años antes de su separación, tema del que no hablan, como orientales circunspectos que son.

 

Fue así que, en medio del escándalo personal, nació Sorgo rojo (1987), el film inaugural de Yimou, que con astucia muy asiática supo plegarse a los esquemas que el cine de esa época debía poseer para evadir la censura e intentar acallar el vendaval causado por su publicitado abandono del hogar. Por eso este debut es una epopeya más ortodoxa que el cine que vendría luego, con su exaltado reparto de bienes rurales, su patriótico perfil ante la invasión japonesa, y su evocación del heroísmo de los labriegos. De todas formas, logró engarzar allí los signos de un lenguaje poético que llegaría a desplegarse plenamente más tarde. Conquistó el Gran Premio del Festival de Berlín y la notoriedad internacional, carta de crédito indispensable para poder seguir rodando sin problemas. Aquí se cuenta la vida de una chica de pueblo vendida por sus padres y empujada a casarse con un bodeguero rico, y además leproso. El caso ejemplifica la suerte de las mujeres en un comienzo de siglo donde la venta de una hija (realizada a cambio de un asno) solía aliviar la penuria económica de su familia. El vínculo accidental con otro hombre, la historia de amor que deriva de ello, y la muerte violenta del marido rico determinarán un destino singular para la muchacha, convertida en dueña de la bodega de vino de sorgo, y luego en cabeza de una comunidad que sabrá hacer frente al invasor. Todo está narrado como una hilera de recuerdos del nieto de esa mujer: se abre con los preparativos de la boda y se cierra con la brutal llegada de los japoneses, en una escena donde el tormento físico y la muerte culminan la hilera de luchas que siembran el relato. En varios momentos se advierte la sensibilidad de Zhang, cuando describe los temores y violencia de la novia amenazada por agresividades múltiples desde su palanquín, camino de la boda; cuando compara el viento que bate un bosque de cañas con otras agitaciones de la conducta y el ánimo de sus personajes; o cuando se detiene en el silencio prolongado de un rostro para acompañar una desolación y una angustia que no se revelan exteriormente. Nacía un director valioso.

Pero como el escándalo personal aún persistía, la pareja no tuvo más remedio que morder el polvo y acceder a rodar en 1989 un film de cuarta, Dai Hao Mei Zhou Bao (algo así como Operación Puma), que el propio Yimou ha descrito como su peor película. Pero doblegarse al pedido de las autoridades fue inteligente, ya que eso -sumado al premio en Berlín- le permitió redondear su primera obra mayor, Ju-Dou, amor secreto (1990). En una aldea china en 1930 el rico tintorero compra una esposa joven para obtener un hijo. Como la descendencia tarda en llegar, el marido castigará brutalmente a la mujer hasta empujarla a los brazos de su sobrino, un huérfano que trabaja para él. Entonces a través del adulterio llegará un hijo: a partir del clandestinaje de esa relación amorosa y la dudosa paternidad del niño, irá degradándose el clima familiar hasta algunos extremos de rencor, separación y muerte. El hilo trágico corre por los hechos pesarosos que ocurren y por el curso imponderable de la desgracia que los preside, pero también por el acompasado ritmo, el silencioso presagio, la elíptica majestad con que avanza el trágico relato. Antigua y nueva es la simulación con que los sentimientos deben ocultarse ante una sociedad represora, la hipocresía con que esa sociedad tolera ciertas crueldades y castiga otras, la forma en que un hecho casual determina el declive a la calamidad familiar, la docilidad con que el hombre prefiere no precipitar un destino que de cualquier modo se desplomará sobre él. Toda esa entrelínea está tejida maravillosamente en esta historia que Yimou cuenta de modo despojado y sencillo, mientras que por fuera permite que el esplendor fotográfico cautive al público y lo prepare para cruzar el umbral terrible de la intimidad. Las hermosuras que arranca aquí al sol que se filtra por las telas tendidas desde el tejado de la casa, o a la penumbra de la máquina de la tintorería, son fundamentales para entender que lo visual es un camino expresivo casi autónomo: las primeras apariciones de la esposa están envueltas en un nimbo de luz cuando la ve el embelesado amante, y la caída de un tinte rojo a la pileta alude al impulso homicida que puede provocar la brutalidad del marido. Similar hilo poético recorre la banda sonora: los gritos lejanos de un cerdo que agoniza comentan los lamentos de la mujer golpeada, y la queja de un perro callejero acompaña la desventura del amante cuando abandona la casa, mientras el ruido de las poleas del taller se contrapone a la música, como si esos golpes marcaran el miedo de los personajes. Ese tejido metafórico impregna al film y se convierte en la medida reveladora de un lenguaje indirecto y finísimo, donde Yimou vuelca el valor del agua y el fuego, que dominan el relato como materia purificadora y como trampa mortífera. En un mundo de seres amenazados se establecen tensiones donde no sólo los hombres, sino también las cosas, asumen un papel engañoso, con impulsos redentores o fatales, según lo dictamine el azar. Nominada al Oscar, en titánico duelo perdió frente a la suiza Viaje a la esperanza.

Luego llegó una obra maestra, Esposas y concubinas (1991). Una joven con estudios universitarios es empujada por la penuria económica a convertirse en la cuarta concubina de un hombre rico, en la China de los años 30. Su llegada a la casa que ese amo y señor comparte con otras tres mujeres desencadenará una sorda lucha por el poder, que se expresa al inicio en detalles nimios, para extenderse luego a un complejo mecanismo de engaños, agresiones y humillación que desemboca en una tragedia. Las linternas rojas que se encienden en los pabellones de cada concubina según el capricho circunstancial del patrón, otorgan a la favorecida privilegios que pueden suprimirse sin previo aviso al día siguiente. Todo se desarrolla de acuerdo a un ritual minuciosamente elaborado, un ceremonial de costumbres y tradiciones que es en realidad una forma educada de extremo despotismo. La habitación cerrada, de la que es mejor no hablar, donde en el pasado otras mujeres han conocido un desenlace fatal, se yergue como silenciosa advertencia a quienes se atrevan a transgredir las normas. Mientras la historia se desenvuelve al compás de las estaciones (desde el iluminado verano inicial, pasando por las melancolías del otoño, hasta el invierno de la tragedia final) Yimou aplica al material un estilo riguroso y severo, con cámara casi inmóvil, encuadres simétricos y un sentido de la elipsis para informar sus culminaciones dramáticas mediante un grito en la banda sonora o la reacción aterrada de un testigo distante. El libreto tiende hábilmente sus hilos, introduce firme y pausadamente datos inquietantes, y se las arregla para acompañar a Gong Li en un par de revelaciones inesperadas que estaban contenidas sin embargo en el planteo inicial. El melodrama era un riesgo para un asunto que incluye dobleces, engaños, venganzas y muertes, pero la sobriedad de Yimou elude el riesgo: al film le alcanza el descubrimiento de las prohibidas linternas en el cuarto de una sirvienta para que el espectador calibre los alcances de su amargura y su postergación, y le basta un juego de miradas entre Gong Li y el hijo mayor del amo para sugerir un sentimiento que no se dice. Algún despistado pensó que esto era otro ejercicio de crítica social retrospectiva, caballito de batalla del cine socialista, donde el cuestionamiento de aspectos censurables del pasado se convertía en el elogio indirecto del presente. Craso error, porque el tema del film es el Poder con mayúsculas y las formas de obtenerlo, ejercerlo y conservarlo. Las variantes de seducción, engaño y violencia del amo y sus concubinas constituyen una serie de círculos concéntricos en torno a un tema central cuya expresión más sutil puede ser la negativa a mostrar en forma directa y cercana al amo, que aparece siempre fuera de cuadro o en planos lejanos, donde los detalles se pierden, o a través de tules y cortinados que desdibujan su figura. Porque el Poder tiene mil rostros y ninguno. Yimou perdió el Oscar de manera injusta frente a Mediterráneo.

Qiu Ju, mujer china (1992) se ubicó en la China actual, y encerró elementos de comedia costumbrista tras los cuales no resultaba difícil descubrir un nuevo cuestionamiento del ejercicio absoluto e impersonal del Poder, sólo que el mensaje era mucho más urgente y resultó molesto a las autoridades. La protagonista es una mujer de pueblo cuyo esposo es pateado en los testículos durante una discusión con un funcionario de jerarquía del lugar donde viven. El incidente es banal, y el médico del pueblo informa al agredido que su masculinidad no peligra, pero la mujer no se resigna. Quiere más que la multa a la que es condenado el culpable: quiere una disculpa oficial, que el hombre se niega a dar. Allí comienza su odisea a través de la burocracia china, recorrido que la lleva primero ante las autoridades del pueblito, luego a la capital provincial, más tarde a Pekín, y siempre recibe una sola respuesta: el organismo jerárquico inmediatamente anterior actuó de manera correcta, el caso quedó cerrado con la disposición del condenado a abonar la multa, “y al fin y al cabo el asunto no es para tanto”. Cuando al final el más alto tribunal del país emita una sentencia diferente, las circunstancias habrán variado tanto que la mujer no deseará que la sentencia se cumpla, pero la maquinaria burocrática ya sabemos que tiene vida propia. El asunto por un lado es una sabrosa ojeada a la cotidianeidad de China, país enorme, contradictorio, fascinante, donde coexisten retratos de Mao y Schwarzenegger. Pero es también otra muestra de la preocupación de Yimou por seres comunes atrapados en la telaraña de un poder que no comprenden ni manejan. En un país donde tres años antes había ocurrido la matanza de Tiananmen, hacerle decir a Gong Li que “ustedes” (la burocracia, el Poder, el Partido) “se protegen entre ustedes, al margen de la ley o el Derecho”, no sólo era un acto de arrojo sino de directa disidencia.

Esa osadía le costó al director un año de “licencia” obligatoria. Volvió con Vivir (1994), donde insistió en su tema predilecto, la soledad del ser humano en lucha contra un sistema de vida injusto. Narró la historia de un joven rico que dilapida la fortuna familiar por su afición al juego, y se ve obligado a ganarse la vida y mantener a los suyos como titiritero, en una China convulsionada por la revolución de Mao. Los avatares del protagonista, su esposa y sus dos hijos resultan duros y trágicos, pero el film navega durante largo rato en el terreno de la ironía, minimizando la tragedia y recurriendo al absurdo, como para que nos sintamos culpables por reírnos de situaciones terribles. Ese humor crítico no pasó desapercibido al gobierno, que montó en cólera al ver que el film había sido presentado en Cannes sin permiso, vendiéndose antes que pudieran meterle el tijeretazo censor. La película ganó el Gran Premio del Jurado, y en venganza Pekín impuso a Yimou una sanción de dos años sin dirigir. La película es un enorme fresco histórico donde Yimou expande el microcosmos de los personajes para hablar de temas universales como la adicción, la muerte, el nacimiento, la amistad o la guerra. El lenguaje sencillo y a la vez elegante maneja un increíble nivel de tono emocional, sin limitarse nunca a la denuncia lisa y llana. Yimou hace hincapié en la fortaleza y el buen humor de los chinos para soportar la adversidad. Más allá de regímenes políticos o coyunturas, la vida sigue, y si bien en esta ocasión la historia está repartida por partes iguales entre la pareja, Yimou vuelve a priorizar la figura de la mujer como heroína capaz de soportar la pérdida de todo (salud, posición social, incluso los hijos) sin perder la compostura. Hembras fuertes de corazón enorme, en una sociedad mayoritariamente masculina que las desprecia y aísla.

La interdicción de dos años impuesta por Pekín quedó cancelada porque Yimou aceptó un film de encargo, La reina de Shanghai (1995), que cierra el mejor período de su labor, en momentos en que su relación sentimental con Gong Li se hacía pedazos. Nada de eso se nota empero en este drama de época y delincuencia, que examina el universo colorido y pintoresco de la mafia de Shanghai en los años 30. El punto de vista es el de un niño que observa a distancia los conflictos de sus patrones, en el cabaret donde actúa Gong Li, que canta, baila y es también amante del dueño. Conspiraciones, amores, y las luces de la ciudad opuestas al tironeo de la nostalgia campesina, constituyen un abigarrado material novelesco que marcó un cambio de contenidos en Yimou, pero fue una prolongación fiel de sus constantes estéticas, porque aquí recuperó el refinamiento visual y la voluptuosidad de sus films más celebrados. Hay una estilización de la imagen y un abigarramiento del cuadro que hacen pensar que Yimou utilizó como modelo al Josef von Sternberg de La pecadora de Shanghai, con su imaginaria reconstrucción de Oriente y su estética casi onírica. Eso le permitió trabajar libremente, aunque su mayor problema seguía siendo que sus films eran muy superiores al nivel general del cine chino, lo cual le generaba aprecios y premios en festivales internacionales, exhibición mundial y el encono de las autoridades chinas que, viéndolo inconformista, lo catalogaron como sospechoso ante los censores.

 

MINIMALISMO (1997-2000). Por eso, entre el derrumbe de su relación sentimental y el intento de supervivencia como cineasta, accedió a un período minimalista de su carrera. Un quinquenio caracterizado por films realizados con escaso presupuesto, en su momento totalmente desconocidos en Uruguay (hoy pueden verse en internet), y que en perspectiva le significaron bajarse medianamente los pantalones. La etapa se abrió con Mantén la calma (1997), una comedia fracasada debido a la decisión arriesgada de hacer un film a partir de un argumento nulo: el seguimiento de un personaje retrasado, respuesta china a Forrest Gump, aunque luego no lo sea tanto y parezca movido por querer cortarle la mano a un hombre que le dio una paliza. Pero no hay nada más. Eso acaba volviéndose en contra del film ya que, pese a que Yimou consigue que nos impliquemos emocionalmente con su protagonista y su compañero de andanzas (un Quijote y un Sancho Panza chinos), el deambular de los personajes se convierte en un torrente de agotamiento y hastío. Nada salva la sensación general de desorden en torno a la imposibilidad de construir una película sin argumento, con lo cual no se desarrollan ni los personajes ni sus conflictos.

 

Las concesiones al gobierno siguieron en Ni uno menos (1998). No fueron muchas, pero sí groseras, y le bajan el promedio a lo que pudo ser una buena película. Porque muy lograda es la pintura de la escuelita rural con una sola aula, cuyo presupuesto alcanza apenas para una tiza diaria. Esa escuela es virtualmente fronteriza, porque parece erigida literalmente en medio de la nada, y en medio de privaciones que muestran la otra cara del “milagro chino”. En ese sentido hay un valor histórico-didáctico, pero Yimou no va más lejos, aunque el tema daba para mucho. Porque el maestro titular de la escuela se fue de viaje y una muchachita de 13 años viene a hacerse cargo de la clase. La formación de la pequeña es nula, y sus aptitudes académicas inexistentes. Lo suyo son las ganas, el empuje y una necesidad acuciante: le prometieron dinero si al volver el titular le devuelve el aula con la misma cantidad de alumnos que recibió (“ni uno menos”, como dice el título). La película se ve bastante bien, pero en los últimos minutos inventa uno de los finales felices más execrables que se recuerden, que lava la cara a una China descaradamente capitalista y a una institución siniestramente comprometida con ese estado de cosas: la TV oficial. Claro, de esa manera Yimou iba a poder seguir trabajando.

 

Cautamente, el director prosiguió con El regreso a casa (1999), donde a los 20 años de edad debutó en cine Zhang Ziyi. La historia arranca en el presente, cuando el hijo pródigo de una familia humilde regresa al pueblo natal a sepultar al padre. El finado fue maestro de escuela en el pueblo durante cuatro décadas y, como tal, un hombre querido y valorado por los lugareños. Su cadáver está en la morgue de la ciudad más próxima (que no está nada cercana) y la viuda se emperra en traerlo a casa según prescribe una antiquísima tradición: cargando el féretro a pie. El pasado ocupa un largo tramo central, y reconstruye la génesis y primeros años del romance entre el maestro y esa mujer que hoy no deja de llorarlo. Yimou eligió el blanco y negro en tono frío para el presente y el color para los días de 1958 en que se gestó el amor, único dato que escapa a las convenciones. Lo demás se deja ver por el buen oficio de Yimou, aunque todo está dirigido en piloto automático.

 

Este incómodo período minimalista cerró muy bien, gracias a que Yimou pudo tener más libertad debido a que Terrence Malick ofició de productor ejecutivo de Tiempos felices (2000). El protagonista es un jubilado algo miserable que, harto de buscar pareja entre jovencitas y ser rechazado de continuo, decide que la única forma de encontrar esposa es casarse con una gorda infame. Así dicho suena muy duro, pero es la realidad. La gorda le pide 50.000 yuanes para casarse, y como el hombre no tiene ni para fumar decide pedirle plata a un amigo, que en cambio le sugiere montar un hostal en una furgoneta abandonada. La gorda infame además le entregará a su hijastra ciega, a la que odia, con la excusa que la chica necesita trabajar, y la echa de su casa dejándola en manos del protagonista. A partir de aquí el hombre comenzará a crear una espiral de mentiras para que la cieguita no sufra. El dramatismo viene envuelto por un halo de comedia que mantiene una sonrisa en la boca del espectador durante parte de la película, pero la interrumpe casi siempre con motivo de la cruda realidad de la joven ciega, que anhela una operación que le devuelva la vista que un tumor cerebral le arrebató, antes que su padre la abandonara. Lo que aquí se cuenta es un melodrama, pero se sostiene sustentado en un buen guion y una cuidada puesta en escena, que saca máximo partido a escenarios vulgares, como ese viejo taller donde el protagonista inventa un salón de masajes. Además, hay una efectiva crítica a una sociedad dominada por el dinero, única preocupación de todos, que prácticamente aparece en cada frase, deja notar su sinsentido, pero yambién lo imposible que es vivir sin él.

ÉPICA Y POESÍA (2002-2006). Los nuevos contactos de Yimou con Occidente gracias a Malick, un cierto ablandamiento oficial en China y el éxito de El tigre y el dragón de Ang Lee devolvieron al cineasta a su mejor nivel, con lo que fue la saga épica salpicada de lirismo compuesta por Héroe (2002), La casa de las dagas voladoras (2004) y La maldición de la flor dorada (2006). Héroe transcurre cuando China estaba dividida en siete reinos enfrentados entre sí para conseguir la hegemonía, frente a la miseria y muerte que asolaban al país. Al rey, obsesionado con la idea de unificar China y convertirse en primer emperador, intentaron asesinarlo otros monarcas. Entre los asesinos contratados, los más temibles eran Espada Rota, Nieve y Luna. El rey promete poder, riquezas y una audiencia privada a quien consiga vencerlos, de modo que cuando el enigmático Sin Nombre llega al palacio con las legendarias armas de los asesinos, el monarca se muestra impaciente por oír su historia. La película está narrada al estilo Rashomon de Kurosawa, donde cada historia es contada de diversas maneras para ocultar una verdad reveladora. Pero más allá del anecdotario, lo mejor del film es su descomunal espectáculo visual, algo impresionantemente hermoso, donde la paleta se reduce a escasas policromías, intensas y delicadas, con las que se ofrecen secuencias de exquisita poesía visual. El combate entre Nieve y Luna tiene lugar en un paisaje lleno de hojas amarillas, que fluye en una delicada coreografía delante de la cámara, pero cuando una de ellas muere se tiñe enteramente de rojo. O el atentado de Espada Rota en el palacio del rey, vestido con impresionantes rasos verdes que ondulan sobre los personajes mientras luchan. La secuencia más espectacular de todas resulta sin embargo la del héroe con Espada Rota, luchando sobre las aguas del lago, un segmento exquisito. Cada fotograma es un placer visual sin desperdicio, y cada imagen es poesía pura y un deleite incomparable.

 

La casa de las dagas voladoras está ambientada durante la dinastía Tang, que entra en decadencia. El malestar se extiende por el país, y el corrupto gobierno debe enfrentarse a ejércitos rebeldes. El más poderoso es el que da título al film, cada día más fuerte gracias a un nuevo y misterioso líder. Dos capitanes reciben la orden de capturarlo, y para ello elaboran un minucioso plan. Uno finge ser un guerrero solitario llamado Viento y saca de prisión a una revolucionaria ciega, que lo llevará hasta el cuartel general de los rebeldes, pero durante el viaje las cosas se complican porque se enamoran. Aunque la estructura es aquí mucho más tradicional que en Héroe, las cosas funcionan muy bien durante largo rato, desde el ritmo narrativo in crescendo a medida que las aventuras son más peligrosas, hasta la magnífica fotografía inundada de color brillante, las fabulosas coreografías de luchas y los notables efectos especiales, siempre al servicio de la historia. El problema es el final, que posee revelaciones muy efectivas en una primera visión, pero que revisadas luego son un disparate. De todas formas, el memorable nivel visual salva ese traspié.   

 

La maldición de la flor dorada se ubicó en vísperas en que el palacio se engalana con flores para una festividad anual, donde quizás surja una posible revuelta, mientras las relaciones se mantienen tensas entre los miembros de la familia imperial. El trato es frío entre el emperador y la emperatriz que, tratada de una anemia, mantiene una relación con su hijastro, el príncipe heredero, quien está enamorado de la hija del médico imperial. Por su parte, un hijo menor se preocupa por la mala salud de su madre y su obsesión por los crisantemos dorados. Yimou narra con su exquisitez habitual para la composición del plano una tragedia con insidias palaciegas, secretos familiares, sofisticada acción de artes marciales y fragmentos fantásticos que unen a Shakespeare y Kurosawa. Equilibrado entre la acción y el drama, el film posee mucho estilo y color, y cautiva con su estética cuidada hasta el detalle íntimo, sus suspensiones emocionales, sus miradas expresivas y la conducción de personajes vestidos con ropas doradas por pasillos lujosos, en los que la cámara corretea con enorme sutileza. También se luce en los planos generales, enaltecidos por la agitación de las masas y el fragor de batallas que son una nueva maravilla sensorial. Ese empaque visual sublima las emociones de una historia de apuntes épicos, románticos y familiares, pero la destreza técnica y estética no es un mero chiche, sino que sumerge al espectador en un clima ominoso donde la mano del destino se ve venir inexorable, entre ademanes afectados y actitudes sentenciosas en torno a la lealtad, la venganza y el deber. Las actuaciones son sobresalientes, con una magnífica Gong Li, que vuelve once años más tarde tan bella como intensa, azorada ahora por las envenenadas circunstancias que rodean a su turbadora presencia imperial.

 

En medio de esa saga épica de poético alcance visual Zhang realizó un film emparentado con su primera etapa, casi desconocido en Uruguay, Un largo y doloroso camino (2005). En este caso Yimou alcanza una de las cotas más genuinamente emotivas de su carrera, apoyado en un guion estupendo y logrando un resultado profundamente cautivador en el plano visual. Cuenta con un conjunto de actores no profesionales magníficos, que transmiten una veracidad asombrosa, en particular un niño. Pero por encima de ellos, el mítico Ken Takakura, único actor profesional del film, entrega una actuación prodigiosa. El trabajo de fotografía vuelve a ser de una belleza sobrecogedora. Y por último la historia que cuenta, tan humana, necesaria y emotiva (la odisea geográfica de un hombre por mostrar a su hijo el amor que le tiene) termina convirtiéndose en universal. Sólo recuerdo otra película que me causó una impresión similar, Una historia sencilla de David Lynch. El cincuentón Zhang volvía a estar en la cima, y luego de una memorable representación de la ópera de Puccini Turandot en el patio central del Palacio Imperial de Pekín, le llegó un trabajo que le reafirmaría en su gloria, pero también causaría alguna polémica.

INTERMEDIO PEQUINÉS (2008). El encargo del gobierno fue el de oficiar de director general de las ceremonias de apertura y clausura de las Olimpiadas de Pekín. Esos eventos pueden verse en YouTube. El primero dura cuatro horas y media, pero lo que importa destacar allí son los 75 minutos iniciales y los 10 finales. En los primeros hay momentos que hay ver para creer: 1) una danza contemporánea con 2008 percusionistas que realizan una representación sincronizada mediante un instrumento llamado “fou”, y provistos de un marco luminoso compuesto por “leds”, que rodean cada instrumento produciendo así un doble efecto, el musical y el de display, con lo cual se realizan caracteres y números luminosos en cuenta regresiva; 2) 29 fuegos artificiales encendiéndose cada segundo, uno tras otro, desde afuera del estadio, simbolizando las 29 anteriores Olimpiadas modernas; 3) una sensacional sección artística en la que se abre un pergamino gigante en medio de la cancha, con una hoja enorme que va siendo pintada por hombres que se deslizan con pintura en sus manos y pies; 4) una alegoría de la Ópera de Pekín con marionetas; 5) una mujer bailando sobre un mapa de la Ruta de la Seda, mientras varios bailarines portan imágenes de juncos; 6) una alegoría de la China Imperial, con bailarinas vestidas con trajes antiguos y columnas con dragones; 7) un ejército de hombres iluminados formando sobre la cancha la paloma de la paz; 8) un globo gigante con acróbatas a su alrededor, mientras la británica Sarah Brightman y el chino Liu Huan entonan una melodía; y 9) un grupo de maestros de Tai Chi haciendo una demostración de su arte. Por si esas maravillas no bastaran, el final de la inauguración mostró la llegada de la antorcha olímpica. Apenas recibe el fuego sagrado, el ex gimnasta chino Li Ning es llevado por el aire mediante dos hilos suspendidos que lo elevan hasta lo más alto del estadio, para luego empezar a correr, mientras un inmenso lienzo con apariencia de pergamino gigante comienza a desplegarse dejando ver imágenes de todos los que portaron la llama desde que inició su trayecto en Atenas. Al final del recorrido, Li Ning enciende la mecha que transporta el fuego hacia el Pebetero Olímpico, momento en el cual resulta difícil no sucumbir a la emoción.

 

Después de tanta perfección, cualquier cosa que pudiera verse en la clausura (más breve, 140 minutos) podía parecer poco. De todas formas, Yimou se las ingenió para sacar de la galera algunos instantes para el recuerdo, situados en la hora final: 1) una interpretación cultural británica, incluyendo el típico ómnibus londinense, bicicletas y conmutadores, más un tablero titulado “Esto es Londres”; 2) Leona Lewis y el legendario Jimmy Page interpretando “Whole Lotta Love”; 3) aparición sorpresiva del mítico David Beckham; 4) intérpretes en un pilar llamado Torre de la Memoria, agitando brazos y simbolizando la llama olímpica eternamente encendida, aunque a esas alturas ya había sido apagada; 5) un grupo de intérpretes formando crisantemos con corredores de obstáculos en lo más alto de esa torre, que después vuelven a escalarla, cubriéndola con grandes adornos rojos; y mientras unas rosas se forman con los atletas en la parte inferior, como si fueran pétalos, los adornos rojos empiezan a levitar y revelan a los acróbatas alineados en forma del logo de la Olimpiada; 6) el tenor Plácido Domingo y la cantante Song Zuying entonan la canción “La llama del amor”; y 7) canción final liderada por estrellas chinas (Jackie Chan, Wei Wei, Andy Lau) y representantes de las 56 etnias de la China moderna.

 

En mi opinión, la ceremonia de apertura es el mejor espectáculo colectivo que vi en mi vida. Pero hubo problemas. Las Olimpiadas del 2008 estuvieron teñidas por el apoyo de China al genocidio de Darfur en Sudán, y por las tensiones que Pekín mantenía respecto al Tibet y el Dalai Lama. Eso propició que un importante patrocinador, Steven Spielberg, se retirara antes de la inauguración de los Juegos, aunque no se llevó el aporte que ya le había dado a Yimou. Esa actitud humanista del director de Tiburón tuvo una respuesta similar de parte del autor de Héroe porque, en medio del conflicto, realizar una clausura donde Oriente y Occidente terminan mezclados siendo uno solo, es más que cumplir con el requisito de paz y unión mundial que promueve el Comité Olímpico: es un nuevo acto de arrojo y rebeldía ante el oficialismo por parte de un hombre que había pasado años difíciles, que ahora había reconquistado la gloria, pero mañana podía perderla otra vez. El espectador se maravilla ante la espectacularidad de la ceremonia, pero muchas veces lo que no se ve importa tanto o más que el oropel externo. También hay que decir que, en una nota sobre un cineasta, esta sección interesa sobremanera, porque trasciende más allá de la pantalla, mostrando a Yimou como un continuador de gente de aliento renacentista (Eisenstein, Welles, Kurosawa, Visconti, Kubrick), gente convencida que el cine es una consustanciación de todas las artes. Eso es lo que hoy puede verse por YouTube.

ECLÉCTICO E INTERNACIONAL (2009-2018). En los últimos diez años de labor para el cine de Zhang hay de todo. Seis películas encaradas de manera hábil y ecléctica, casi siempre con respaldo internacional, en las que deambuló entre la ocasional brillantez y el fracaso espectacular. El período comenzó a medias, porque Sangre, simplemente sangre (2009), remake del film inaugural de los hermanos Coen, es un capricho/homenaje de alguien que admira a los Coen, un divertimento distendido con mucha carga cómica, que tiene mucho de puro ejercicio estético y formal. Los colores vivos y centelleantes, el vestuario kitsch de los personajes, la fascinante presencia estética de las montañas de arena rojiza que rodean la posada, los movimientos acelerados de los cielos cargados de nubes, todo es una odisea formal que regala a los ojos. Y aunque respeta algunas líneas anecdóticas del original, Yimou se muestra irreverente y juguetón, y confesó haberse inspirado en una ópera china clásica, lo cual dice mucho por dónde va la cosa. Para ello carga al film de humor negro, casi surrealista, y dota a su composición dramática de la estructura del vodevil, con idas y venidas casi rocambolescas de sus locos personajes.

 

El cineasta recuperó su mejor forma con la magnífica historia adolescente Amor bajo el espino blanco (2010), donde quizás haya componentes autobiográficos de los que Yimou se negó a hablar. La película está ambientada durante la Revolución Cultural, en la que una joven es enviada a un remoto pueblo en la montaña para su reeducación, ya que su padre permanece encarcelado por derechista y su madre, enferma, trabaja muy duro para sacar adelante a los demás hijos. Las autoridades vigilarán a la chica examinando su conducta, que deberá ser impecable para conseguir limpiar el nombre de su familia. Un desliz o un error conllevaría la ruina de todos. Pero en su estancia en el pueblo se enamora del hijo de un militar comunista, y la diferencia de clases y las circunstancias que rodean el romance hacen que deban vivirlo en absoluto secreto. Con un minimalismo total el film encuentra su grandeza en la sencillez de su historia y el encanto de sus protagonistas. Un amor puro y limpio, representado en las múltiples atenciones del joven por mejorar la calidad de vida de su amada, sus cuidados (conmovedora la escena en que él, arrodillado, venda los pies de la joven, desgarrados por la labor, mientras las lágrimas bañan su rostro) y la delicadeza con que se muestran los inicios del noviazgo: poético el momento en que la ayuda a pasar un río, ofreciéndole una rama para no tocarla, aunque poco a poco sus manos van acortando distancias hasta acabar enlazadas. Aunque el fondo político-social de la historia permanece en segundo plano, está siempre latente, ya que supone el mayor escollo para llevar adelante su relación sin necesidad de ocultarse. Yimou demuestra gran inteligencia en no cargar las tintas y convertir su triste historia en una endecha, un breve trozo de vida que supone una de las historias de amor más emotivas de los últimos años.

 

Tentado por la coproducción occidental el director abandonó esa línea y se alió a Christian Bale para llevar a cabo Las flores de la guerra (2011). Ambientada en 1937 durante la guerra chino-japonesa, cuenta la historia de un maquillador de cadáveres que llega a una iglesia católica de Nankín para preparar al párroco antes del entierro. El terrible accionar del ejército japonés lo convierten a su pesar en protector de las alumnas de un convento y de las prostitutas de un burdel cercano. La historia real en que se inspira fue atroz y pudo haber servido para un estudio convincente del alcance de la solidaridad humana en medio del apocalipsis. Sin embargo, la película se empeña en mostrar el lado espectacular de la atrocidad, vaciándola de emoción y haciendo de Bale todo menos un pilar moral.

 

Y como los años y la vida pasan, pero los vicios de las autoridades no, en 2013 Yimou se vio envuelto en un nuevo enfrentamiento con el Estado. Associated Press informaba el 9 de mayo de 2013 que Zhang estaba siendo investigado por violar la política oficial de hijo único de China. Allí se informaba que, presuntamente, el cineasta tenía siete hijos con cuatro mujeres, y que por ello debería enfrentar grandes multas potenciales. Poderoso caballero es Don Dinero: no parece importar la superpoblación, sino recaudar. Según los principales medios de comunicación en China, Zhang se había casado con la bailarina Chen Ting en diciembre de 2011, con la que tuvo tres hijos. Sin embargo, cuando salieron las noticias, Zhang no dio una respuesta inmediata. El 29 de noviembre de 2013, bajo la presión del público y las críticas en internet, el cineasta emitió por medio de sus abogados una declaración, en la que reconocía a Chen Ting, sus tres hijos, y los dos tenidos antes con Hua Xie y Gong Li. El 9 de enero de 2014, la Oficina de Planificación Familiar del Distrito de los Lagos, de acuerdo con la política de un solo hijo de China, dijo que Zhang debía pagar una tarifa no planificada de nacimiento y mantenimiento social por un total de 1.200.000 dólares. El 7 de febrero de 2014 se informó que Zhang había pagado la tarifa y el Estado, lejos de intranquilizarse por la superpoblación, quedó muy satisfecho. Si Marx y Mao se levantaran les daría un infarto súbito, qué duda cabe.

 

Pasado el mal momento, Yimou recuperó su mejor nivel en Regreso a casa (2014), otra historia con elementos quizás autobiográficos. Película de espíritu clásico sobre la separación de un matrimonio en plena Revolución Cultural y su reencuentro cuando ésta ya ha terminado. El marido retorna tras años de arresto y se encuentra con que su mujer no le reconoce. A lo largo de toda la casa hay recordatorios de las acciones más básicas apuntadas en hojas de papel pegadas a la puerta o la lámpara. La reconquista del amor (o, mejor dicho, el cuidado suyo para con ella) será el consuelo que el marido encuentre, y nunca será suficiente. Se convierte en un amigo que la ayudará a sobrellevar el consuelo de su propia ausencia. Sí: de nuevo un melodrama, pero Zhang se maneja con envidiable soltura. Su labor de dirección es intachable y delicadísima. Bella visualmente, con una recreación de época impecable, el director sostiene a una magnética Gong Li, envejecida y aportando una interpretación conmovedora. Pese a que la historia tiene épica romántica con marcado carácter de fórmula, no pueden negarse sus virtudes narrativas y su buena composición de planos. Utilizando la excusa amnésica en un matrimonio maduro, Yimou lleva el discurso a su terreno: una visión con planos a contraluz y mucho piano de fondo donde el espectador entra en juego y conecta sin dificultad con esta mezcla de íntimo drama familiar y sagaz vistazo a un período histórico sumamente duro y controvertido.

 

Después Yimou cayó con la inoperante La gran muralla (2016). Mercenarios europeos en busca de pólvora se ven envueltos en la defensa de la Gran Muralla china, contra una horda de seres monstruosos. En lo previo podía esperarse lo mejor de Zhang dirigiendo un espectáculo histórico: lucimiento visual, espectacularidad, estilo y coreografía. Pero el resultado da lástima. Conviene olvidar desde ya la existencia de algo parecido a personajes, pero por mucha muralla, pólvora y generala (porque aquí los chinos no tienen general sino generala, invención del guion para cumplir con la lógica corrección de género), lo que importaba era la lucha contra los monstruos. Y acá viene lo peor, porque esas iguanas gigantes con muchos dientes no asustan a nadie, ya que se nota que son digitales, debido a un diseño que deja mucho que desear. Fallando ese punto neurálgico sólo restaba el costado aventurero, al que se prestaba el desierto alrededor de la muralla, pero allí tampoco funcionan del todo bien las cosas, aunque el fragmento con los globos de helio quizás sea lo mejorcito de esta aventura de clase Z con presupuesto, director y divos occidentales de clase A (Matt Damon y Willem Dafoe).

 

Por suerte para quienes lo admiramos, el director volvió a revelar su antiguo esplendor en Sombra (2018), su última película conocida, que puede verse en internet. El Romance de los Tres Reinos es la base de una historia con intrigas palaciegas, suplantaciones de identidad, ambiciones de poder, duelos de honor, amenazas y traiciones múltiples. El argumento es menos importante que la sucesión de peleas coreografiadas con precisión quirúrgica, la espectacularidad gimnástica y la originalidad armamentística: a partir de esta película, nunca veremos los paraguas como los mirábamos hasta hoy. Sólo que, en vez de exhibir la pirotecnia cromática de Héroe, La casa de las dagas voladoras o La maldición de la flor dorada, el mundo de este nuevo film proscribió el color. Atrapados en un enorme símbolo taoísta estos monarcas, guerreros y concubinas viven en un mundo lluvioso en escala de grises, donde la única variedad la aportan los rostros, la sangre y el fuego. No está mal que un cineasta que desde los lejanos tiempos de Sorgo rojo ha hecho del color su principal herramienta tome esta vía para purificarse, salir del infierno al que se había caído desde lo alto de la gran muralla, y vuelva a la batalla en su total plenitud. Ahora habrá que esperar que pase el coronavirus para acceder a su última película, cuyo título impronunciable en chino significa Duro como una roca, una historia que pondrá en contacto por primera vez a Yimou con el género policial: un nuevo desafío, todo un alarde, para un joven de 70 años (o 68 y medio) que parece no cansarse de experimentar.

 

El imperio de los colores.

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El imperio de los colores. Río Cuarto. 2010. 23 minutos. Documental. Realización: Marcos Altamirano y Hugo Curletto. Producción: Marcos Altamirano. Cámara: Hugo Curletto. Sonido: Gastón Molayoli. Edición y Postproducción: José Tabarelli. Música original: Kayab.

Sinopsis: “El imperio de los colores” recorre tres pequeñas historias de inmigrantes bolivianos en Río Cuarto, una ciudad intermedia del centro de la Argentina. El documental instala la idea de que toda migración arrastra  a la  construcción de  una nueva realidad y se detiene en Fidel Mamanillo Cruz, un pequeño de 13 años que con su bicicleta deambula  por la ciudad en busca de protección social.

“El imperio de los colores” resalta los aspectos positivos del fenómeno de la migración como una estrategia de vida, como un derecho esencial e inalienable que contribuye a la inclusión social y el respeto por la diversidad cultural.

Hasta Siempre Fidel Mamanillo Cruz (1997-2020) Ver muestra

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Premios y reconocimientos

Mejor documental  en Mirada en Cortos 4, Nogoyá, Entre Ríos

Mejor documental en Pizza, Birra y Cortos, Santa Fé

Mención especial por mejor fotografía en el Festival Internacional FENAVID 2011 – Bolivia

 

El regalo, de Guillermo Vogler

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El regalo, de Guillermo Vogler (primera película realizada en Río Cuarto, año 1963)

  

Sinopsis

Basada en el cuento homónimo de Juan Floriani, escritor riocuartense y antiguo miembro del Cine Club, la película narra el dilema de un joven de familia obrera quien no puede con su salario “miserable” costearse una “ropa decente” para salir a bailar con la muchachada y su noviecita. Este dilema, aparentemente banal e insignificante, es aprovechado para abordar diferentes emáticas sociales: las desigualdades económicas, la vida en las ciudades en proceso de modernización, la juventud y los cambios culturales que se desataron por aquellos años.

Dice Elpidio Blas, uno de los programadores del Cineclub de la Trapalanda:

“El Cineclub de la Trapalanda asumió públicamente el compromiso de concretar la recuperación y digitalización de EL REGALO, primer cortometraje filmado en nuestra ciudad. Fue un necesario y decisivo paso para la preservación  y difusión del patrimonio audiovisual, valor insustituible de la cultura, arte e historia de una comunidad.

El 10 de Noviembre de 2012, en el Teatrino de la Trapalanda y a sala llena, se  reestrenó como homenaje a su director, Guillermo Vogler. También, con la idea que se iniciara de este modo, su difusión por diferentes medios y espacios cinematográficos.”

Indeleble, la película.

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Indeleble es un documental que nos acerca a las experiencias y vivencias de una joven trabajadora social de la ciudad de Río Cuarto. Desde el relato en primera persona construimos su historia de vida, atravesada por el abuso sexual, las drogas y la prostitución. Recorremos las marcas que la violencia machista dejó sobre su cuerpo, sus relaciones, su forma de ver (y ser en) el mundo, marcas que no solo son suyas, sino que también están impresas sobre la vida de muchas otras.


INDELEBLE se inicia como un proyecto de extensión de la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional de Río Cuarto a partir de la necesidad de generar instancias de problematización conjunta entre docentes y estudiantes respecto del anclaje de los aprendizajes que se promueven en el aula desde un lugar que  permita fortalecer la vinculación necesaria con los problemas sociales.  Lo que en principio iba a ser una experiencia audiovisual entre docentes, estudiantes y  graduades  se fue complejizando hasta tomar dimensiones de un largometraje documental.

 

 

 

 

Quiénes somos?

Dirección, Guión y montaje: Claudio Rosa

Producción General y Guión: Marcos Altamirano

Guión y Asistencia de Producción: Stefanía Aluffi

Asistente de Producción y redes sociales: Agustina La Cava Aranguez

Asistente de Edición: Ariadna Rossi

Sonido: Luciana Ortiz /  Luis Bari

Asesoramiento teórico: Marina Tomasini

Asistencia: Camilo Rosa

Poemas y lecturas: Claudia Masin

Cámara: Claudio Rosa / Marcos Altamirano /  Camila Petenatti / Lucas Ortiz / Verónica Franco / Carla Gambluch  / Lucía Goicoechea / Mariela Mattana  /Santiago Moriconi 

Tratamiento de Color: Sebastián Ferrero 

Postproducción de Sonido: Estudios Multimedia / Marcos Carreño / Diego Giménez 

Música Original: Juan Pablo Fernández 

Asesoramiento Musical: Antonio Pita   

Diseño de Título: Sergio Villar  

Diseño Gráfico: Camila Petenatti

 

 

 Río Cuarto 2021

 

 

 

 

A 50 AÑOS DEL ARAMBURAZO #enCasa

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En mayo,   el Ciclo Cine por la Diversidad en Casa programará películas que indagan en esa compleja relación entre  política y revolución.

A cincuenta años del aramburazo, ese momento bisagra de la historia argentina contemporánea que va a terminar de clausurar el denominado post-peronismo con la irrupción de la organización armada Montoneros, queremos indagar sobre esa compleja relación entre cine, política y revolución, en clave de los movimientos armados de liberación nacional y social de los años setenta. Nos encontramos en un 29 mayo de 1970, cuando Montoneros, una novel e ignota organización armada que adhería al peronismo, ponía en marcha el Operativo Pindapoy secuestrando al ex presidente de facto y hombre fuerte de la Revolución Libertadora Gral. (RE) Pedro Eugenio Aramburu.

Aquel impactante suceso, a un año de las jornadas del Cordobazo, nos refiere a un contexto crucial de crisis orgánica del modelo de acumulación capitalista de la Argentina post peronista que refleja una profunda crisis «en las alturas». Así, en medio de las revueltas sociales colaterales al Cordobazo, la irrupción en escena de Montoneros junto a otras organizaciones armadas de filiación guevarista (fundamentalmente, el Ejército Revolucionario del Pueblo), llevó al desplazamiento de Onganía de la presidencia, desatando una crisis política que derivaría en la reapertura democrática, culminando con el retorno del peronismo al poder en 1973.

A partir de aquella coyuntura histórica que nos habla de revueltas, levantamientos sociales, revolución y lucha armada, queremos desde el plano cinematográfico poner en cuestión las distintas miradas y lecturas que tuvieron las organizaciones armadas de los ’70 y en particular Montoneros, donde la prensa y los medios de comunicación fueron un factor central en la configuración identitaria inicial de estas organizaciones, en tanto nuevos actores políticos «antisistema». Para llevar a cabo esta tarea, proponemos tres documentales que desarrollan relecturas del lugar, protagonismo y desenvolvimiento histórico de las organizaciones armadas argentinas de los setenta, con epicentro en Montoneros. En este marco, presentaremos Montoneros, una historia (Andrés Di Tella: director, Argentina, 1998), Trelew. La fuga que fue masacre (Mariana Arruti: directora, Argentina, 2004) y La construcción del enemigo (Gabriela Jaime: directora, Argentina, 2015). Para finalizar el ciclo, proponemos ampliar el espectro con un film de ficción como Machuca (Andrés Wood: director, Chile, 2004) que nos conduce al Chile de Salvador Allende en 1973; el año del trágico golpe de Estado -que acabará con la vida del propio Allende y con la de miles de chilenos- visto desde una óptica más bien intimista, pero sin abandonar las tensiones políticas que las perspectivas revolucionarias, aunque en este caso se trate de una vía pacífica al socialismo, generaron en el seno de las sociedades latinoamericanas.

Martes 05. 21 hs: SALA DOS. Cine por la Diversidad. MONTONEROS, UNA HISTORIA, de Andrés Di Tella (ARGENTINA/1994), 90 min.

En 1994 Andrés Di Tella estrena Montoneros, una historia, un documental centrado en los relatos de Ana, una ex militante de la organización peronista Montoneros. Allí se enamora de Juan, un militante peronista que será su pareja y el padre de su hija. Ana, una ex-mononera, evoca la experiencia de los años violentos de la Argentina en el movimiento montonero con los ojos del presente y con los interrogantes que aún no ha podido responderse. Historia personal y colectiva a la vez, evoca los días tumultuosos de su juventud, desde su ingreso en la Universidad hasta su encierro en la Escuela de Mecánica de la Armada, y desde su vinculación con Juan, combatiente convencido, hasta el nacimiento de la hija de ambos, va enhebrando los restantes testimonios y las imágenes tomadas de noticieros y videotapes que reproducen rostros y episodios clave de aquellos años: el ajusticiamiento de Aramburu, los copamientos y los choques armados, la masacre de Ezeiza, el regreso de Perón al gobierno, la vuelta de los Montoneros a la clandestinidad, el tiempo de Isabel y López Rega y la usurpación del poder por la Junta Militar, con su secuela de crímenes, secuestros y desapariciones.

 

Acceder a la película:

https://www.youtube.com/watch?v=AcMXuBvNeKQ&feature=youtu.be

 

 

Martes 12. 21 hs: SALA DOS. Cine por la Diversidad. TRELEW. LA FUGA QUE FUE MASACRE, de Mariana Arruti (ARGENTINA, 2004), 100 min.

El  22 de agosto de 1972 un grupo de 19 guerrilleros, presos en la Base Almirante Zar, de Trelew, fueron despertados a las 3.30 de la madrugada, sacados de sus celdas y ametrallados por  los marinos que los tenían en custodia. Dieciséis de ellos murieron y tres sobrevivieron con graves  heridas. En este documental dirigido por Mariana Arruti y estrenado comercialmente en el año 2004 ha sido considerada una de las mejores obras a propósito de la masacre.

 

Acceder a la película:

https://www.youtube.com/watch?v=YhT_6C2T-To&feature=youtu.be

 

Martes 19. 21 hs: SALA DOS. Cine por la Diversidad. LA CONSTRUCCIÓN DEL ENEMIGO, de Gabriela Jaime (Argentina, 2015), 76 min.

 

Documental dirigido por Gabriela Jaime que revela los vínculos entre medios de comunicación y dictadura a través de la historia de Alejandrina Barry y sus padres, asesinados en 1977 en el marco del Plan Cóndor. La película, además de demostrar el nexo poco explorado entre medios y dictadura, también es una reivindicación de la militancia de ayer y de hoy. La madre de Alejandrina, Susana Mata, era maestra y dirigente del sindicato docente de Almirante Brown, además de fundadora de la Ctera. Su padre, Juan Alejandro Barry, era estudiante de Derecho de la Universidad de Buenos Aires y dirigente montonero.

 

Acceder a la película:

 

Martes 26. 21 hs: SALA DOS. Cine por la Diversidad. MACHUCA de Andrés Wood  (Chile / 2004), 121 min.

Chile, 1973. Gonzalo Infante y Pedro Machuca son dos niños de once años que viven en Santiago. El primero en un barrio acomodado y el segundo en un humilde poblado ilegal recientemente instalado a pocas manzanas de distancia. Las vidas de ambos se cruzan cuando un colegio religioso pone en funcionamiento un programa de integración social. Dos mundos separados por una gran muralla invisible que algunos, en su afán por hacer realidad los sueños de una época llena de esperanzas revolucionarias, quieren derribar.

Acceder a la película:

Opción 1: https://ok.ru/video/1362634869295

Opción 2: https://vimeo.com/321497027

 

 

ALFRED HITCHCOCK, EL MALABARISTA DE LAS IMÁGENES.

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Por Amilcar Nochetti. Miembro de la Asociación de Críticos de Cine de Uruguay (filial Fipresci)

 

UN CAMINO. Hace 40 años moría Alfred Hitchcock. Mi acercamiento a su cine fue parte de un proceso gradual, hecho casi a la sordina. Desde que tengo memoria la obesa figura del mago del suspenso había tomado contacto con mi diario trajinar cinéfilo, empezando por la temprana visión de Rebeca, una mujer inolvidable (1940) y Para atrapar al ladrón (1955) en reposiciones en copia nueva en salas de estreno, hasta mi encuentro televisivo con La sospecha (1941), Pacto siniestro (1951) y la fracasada Agonía de amor (1947). Todo eso en mis años adolescentes, al igual que el ciclo Alfred Hitchcock presenta, también emitido por TV. Al asociarme a Cinemateca Uruguaya en 1977 vi cinco films británicos y uno estadounidense, que componen un ramillete difícil de marchitarse: El hombre que sabía demasiado (1934), 39 escalones (1935), Sabotaje y Agente secreto (1936), La dama desaparece (1938) e Intriga internacional (1959). Y aunque en ese precario listado pude detectar varias obras mayores, el conjunto era dispar y muy desordenado. No ponía en duda la mentada maestría del británico, pero el verdadero placer por la magia de su cine aún se me escapaba como el agua entre los dedos.

 

Para allanar mi camino a Hitchcock debieron suceder dos hechos cuyas fechas me son imprecisas. El primero, ocurrido entre 1988 y 1990, fue la reposición en una sala de estrenos de tres obras mayores del período estadounidense del director: La soga (1948), La ventana indiscreta (1954) y Vértigo (1958). El segundo fue en febrero de 1992, período en el cual a causa de un estúpido accidente en la playa sufrí un problema en la rótula que me obligó a guardar cama durante varias semanas. Allí tuvo lugar una triple casualidad: una amiga me regaló la extensa y magnífica biografía de Donald Spoto Alfred Hitchcock: la cara oculta del genio. Eso me hizo recordar que en los estantes de mi biblioteca dormía desde hacía varios años el libro El cine según Hitchcock, registro de las largas conversaciones del maestro con François Truffaut. A esas dos lecturas eminentes vino a ayudarme un colega que además era dueño de un importante video club, desde el cual me bombardeó con los films del maestro que aún no había tenido oportunidad de ver. De esa forma, trabajosa y fascinante, accedí al medio centenar de films dirigidos por el inglés, y fue ése el camino para admirar su cine, aún en sus fracasos, porque hay que decirlo cuanto antes: Hitchcock es desparejo. Pero confieso que, al igual que me sucede con Woody Allen, soy cómplice absoluto de su estilo y su obra global.

 

O sea que cuando se tiene un caluroso verano de convalecencia forzosa uno puede mirar por la ventana cómo viven los demás, o descubrir la maestría de Hitchcock con las mejores guías: un colega poniendo algunos films, Spoto profundizando en el marco vital del cineasta y Truffaut haciendo las preguntas pertinentes, esas que de a ratos ponen el dedo en la llaga, las cuales frecuentemente me obligaron a rebobinar ciertas secuencias que Hitchcock aconsejaba revisar. Esa mezcla de disfrute y aprendizaje fue una de las experiencias cinematográficas más queridas de las muchas que viví a lo largo de los años. Gracias a ella no tardé en descubrir los rasgos de estilo y las características más señeras del inolvidable autor de Psicosis (1960) y Los pájaros (1963)

 

RASGOS DE ESTILO. Lo primero que advertí (o que sentí) fue que Hitchcock era un malabarista de las imágenes, un verdadero encantador de serpientes que sabía contar historias descabelladas haciéndolas creíbles al público. Profundizando en sus films no pude pasar por alto el extremado dominio de la técnica cinematográfica de la que dio gala, quizá la clave para que sus demenciales argumentos sean racionalmente digeribles. Sólo así puede explicarse el efecto que logra en el espectador con escenas que a la postre resultan imborrables. Por sólo citar cuatro: 1) la insólita e inesperada emboscada a plena luz del día mediante la fumigación de una avioneta a Cary Grant en Intriga internacional; 2) el crimen cometido por Robert Walker en el parque de diversiones, enfocado desde el cristal de unos lentes tirados en el suelo, en Pacto siniestro; 3) la secuencia del vaso de leche que Cary Grant lleva a Joan Fontaine cerca del final de La sospecha, donde lo único que atrae la vista del espectador es dicho vaso, ya diremos luego por qué, y 4) la muerte de Martin Balsam en la mansión de Psicosis, bajando una escalera de espaldas hasta caer muerto en el rellano, cuando en realidad la toma fue filmada haciendo que el actor subiera la escalera, montando luego todo el fragmento al revés. Vale la pena ver esa secuencia.

 

En esos fragmentos (y en muchos otros) Hitchcock demostró prodigiosa imaginación para resolver las tareas más difíciles con poquísimo dinero y gran habilidad. Aún en sus operativos más riesgosos y elaborados (la escena de la ducha en Psicosis, el complicado rodaje de Los pájaros y La soga), el maestro siempre supeditó la técnica a la exigencia del guión y no al revés, como Hollywood estila usualmente. Él mismo lo ha dicho: “El film no es un escenario para una demostración de técnicas. Es un método para contar historias, en el que la técnica, la belleza, el virtuosismo de la cámara, todo debe ser sacrificado o arreglado cuando se interpone en el camino de la historia misma. El público nunca va a pensar ‘qué trabajo magnífico con la grúa’ o ‘ese travelling fue formidable’. Ellos están interesados en lo que hacen los personajes en la pantalla, y es trabajo del director mantenerlos interesados en ello. La técnica que atrae la atención sobre sí misma es una técnica pobre. La marca de una buena técnica es cuando ésta no se nota”. En eso radica la diferencia entre Hitchcock y cineastas como Spielberg: ambos juegan con los múltiples chiches del cine, pero mientras uno aplicaba una inteligente economía de recursos, el segundo desparrama dinero. Eso convierte a Hitchcock en un maestro del cine y a Spielberg en un eterno juguetón con indudable talento.

 

Otro rasgo visible en Hitchcock es su extrema minuciosidad, la planificación previa al rodaje de cada plano, mediante dibujos que realzaban con lujo de detalles el enfoque de una escena desde su mejor ángulo. De esa manera puede comprenderse su declarado romance con el guión técnico, equiparable a su desinterés por el rodaje en sí mismo y por la dirección de actores. Hay declaraciones del cineasta que caracterizan su obra y explican lo que para él significaba hacer cine: “Con la ayuda de mi mujer, que se ocupa de la continuidad técnica, preparo un guión muy cuidadoso, que sigo exactamente durante todo el trabajo desde el inicio de las tomas. En realidad este trabajo en el guión es para mí la verdadera realización del film. Cuando lo termino la película ya está lista en mi mente. Por lo común tampoco creo necesario hacer otra cosa que supervisar el montaje. Sé que a veces se dice que un director debería montar sus películas si desea cuidar su forma final, porque según esta teoría es en la sala de montaje donde nace el film. Pero si el guión lo prevé todo y se lo obedece fielmente durante la producción, el montaje se facilita. Todo lo que hay que hacer es cortar lo sobrante y cuidar que el film acabado sea una ajustada traducción del encuadre”.

 

CONTENIDOS. Sin embargo, sería un error ver a Hitchcock sólo como un técnico del espectáculo, ya que desde los inicios de su carrera (El vengador,1927; Chantaje, 1929; Asesinato, 1930) podemos advertir las sutiles variaciones a las que se ha dedicado sobre tópicos que sólo en apariencia son anecdóticos. Su famoso efecto de tensión, por ejemplo, pone en juego la angustia del espectador, pero también su inteligencia para advertir la sutil diferencia que existe entre el terror y el suspenso. Cuando en Psicosis Janet Leigh es sorprendida en la ducha resulta invadida por el terror; pero el espectador ya ha visto la sombra deslizándose dentro del baño, por lo tanto, lo que experimenta unos segundos antes que el cuchillo aparezca ante la cámara es suspenso, como podemos ver a continuación.

 

Otro rasgo de estilo, éste a nivel conceptual, es la identificación del público con algún personaje, generalmente el héroe, aunque casi siempre la ambigua personalidad del “malo” atrae mucho más nuestra atención que la del “bueno”. En sus películas hay una inteligente relevancia del silencio junto a momentos de humor corrosivo, continuas referencias a las doctrinas de Freud (con la mediática, aunque mediocre, Cuéntame tu vida -1945- como un catálogo de simplificaciones al respecto) y una acción vivaz y sorprendente, apoyada siempre en el contraste entre las luces y las sombras. Sin salir del plano conceptual, un tema recurrente es también el del falso culpable, el inocente a quien persiguen la policía y los criminales al mismo tiempo, y que vive escapando, muchas veces sin entender nada de lo que ocurre a su alrededor, como sucede con los protagonistas de 39 escalones, Saboteador (1942), Cuéntame tu vida, Para atrapar al ladrón (1955), El hombre equivocado (1956) o Intriga internacional. Para llevar adelante sus argumentos Hitchcock utilizó tres vías repetidas: 1) destacar al azar como algo omnipresente; 2) las secuencias en las alturas, con dos instancias cumbres en la Estatua de la Libertad para Saboteador, y Mount Rushmore en Intriga internacional; y 3) la constante utilización de ferrocarriles, muchas veces -como en el explícito plano final de Intriga internacional– con clarísimas connotaciones sexuales.

 

 

MORBO. Por ahí llegamos al costado más oscuro de un genio que supo anticiparse a Roman Polanski en lo que a morbo se refiere. Esa zona siniestra y/o perturbadora de Hitchcock aparece volcada en muchas de sus mejores obras: en El vengador al callado protagonista llegan a confundirlo con Jack el Destripador; la joven heroína de Chantaje mata en defensa propia a un hombre que pretende violarla, para caer en las garras de un testigo que pretende algo similar; en Rebeca, una mujer inolvidable Laurence Olivier no puede olvidar a su aborrecible esposa muerta y se casa con Joan Fontaine para conjurar de esa forma sus fantasmas interiores; en La sospecha la misma Joan Fontaine no puede dejar de amar a Cary Grant, aunque está convencida que éste pretende matarla (si eso no es masoquismo, ¿el masoquismo dónde está?); la relación existente entre el resbaloso Joseph Cotten y su sobrina Teresa Wright en La sombra de una duda (1943) por momentos linda con lo incestuoso; por el bien de la patria, en Tuyo es mi corazón (1946) Cary Grant, que ama a Ingrid Bergman, debe echarla en los brazos (y la cama) de Claude Rains; en La soga dos jóvenes asesinan a un tercero sólo por el placer de comprobar que son más inteligentes que quienes les rodean; en Pacto siniestro la visible ambigüedad sexual de Robert Walker se corresponde a la amoral propuesta a Farley Granger de cometer un doble asesinato intercambiado; en La ventana indiscreta James Stewart descubre un asesinato de pura casualidad, ya que en realidad lo que ha estado haciendo durante media película es observar a sus vecinos como buen voyeur que es; el mismo Stewart en Vértigo no ceja en sus empeños en resucitar a la muerta que ama para volver a hacerle el amor; en Psicosis ninguno de los personajes centrales está exento de su cuota de morbo y perversidad; en Marnie (1964) Tippi Hedren siente pánico por el color rojo y se ve imposibilitada de tener relaciones sexuales debido a un traumático episodio infantil; y el psicópata de Frenesí (1972) sólo experimenta goce sexual ahogando a la víctima de turno mediante una corbata. Incluso hilando un poco más fino, el hecho que la rebelión avícola de Los pájaros permanezca inexplicable es un verdadero alarde de morbo por elevación.

 

Ese profuso catálogo de rarezas y perversiones ha convertido a Hitchcock en una suerte de Dios profano, ubicado en un universo en el cual el verdadero Dios parece haber muerto. Quizás por ello haya tantas iglesias en sus películas, y seguramente sea por esa razón que en el interior de ellas siempre se vivan instancias siniestras. Quizás allí esté la explicación última de los notorios desajustes entre sus películas y los relatos que las originan. En líneas generales, la mayoría de sus grandes títulos (excepto el talentoso quinteto inglés que va desde El hombre que sabía demasiado a La dama desaparece) son posteriores a la Segunda Guerra Mundial, mientras que sus relatos originales anteceden a la terrible contienda bélica. El propio Hitchcock declaró en cierto momento: “El crimen antiguo derramaba sangre a simple vista, provocando terror religioso, y en consecuencia santificaba las vidas a las que ponía fin. En nuestro mundo actual, la maquinaria bélica asesina a los hombres negligentemente, negando con ello el valor intrínseco de la existencia. Los crímenes modernos no son pasionales, sino que son estratégicamente planeados, lo cual los hace humanamente imperdonables”. Quizás esa sea la razón por la que Hitchcock parezca menos interesado en las motivaciones para matar que en la racionalidad de sus criminales, hombres que encuentran en el asesinato y en una sexualidad torturada las únicas razones para existir. Con Hitchcock nacieron los primeros psycho-killers, abuelos de los que hoy nos muestra la crónica roja y la TV.

 

Al analizar la obra del cineasta esos datos parecen mucho más valiosos que otros que fueron parte de su realidad existencial, pero a los que considero llamativos aunque poco relevantes, como fueron su fetichista predilección por las rubias, un sadomasoquismo que lo hizo ser tildado de maligno por la mayoría de sus colaboradores, su pánico visceral ante la autoridad, en especial la policía (tema que provenía de un trauma de su infancia) o su presunta condición gay, sepultada bajo la respetabilidad del matrimonio con Alma Reville, en el cual el sexo pareció estar ausente después del nacimiento de su hija. Sin duda alguna todos esos detalles forman parte del chismorreo barato, pero son además componentes de una personalidad traumada, que marcaron una vida larga y dejaron honda huella en una obra singular y extremadamente talentosa.

 

15 IMPRESCINDIBLES. Entre su debut en 1925 (El jardín de la alegría) y su retiro en 1976 (Trama macabra) el maestro rodó 54 largos de ficción, además de 7 cortos y una exitosa serie de TV compuesta por 17 episodios entre 1955 y 1961. Limitándome a sus largos de ficción, he aquí un breve repaso a los 15 títulos que considero más representativos del maestro, aclarando que la oscarizada y muy famosa Rebeca, una mujer inolvidable no integra la lista debido a que me parece un drama gótico exitoso y sólido, aunque no memorable.

El vengador (1926): Tercer largo de Alfred y primer thriller de suspenso, inauguró el tema del falso culpable. Hay una talentosa creación de climas en una Londres neblinosa de fin de siglo, mientras ya queda explicitada su preferencia por las rubias, comienzan los alardes técnicos (en una escena, un personaje es seguido por la cámara desde abajo de un piso de vidrio), y ya se permite jugar con la ansiedad del público (el protagonista aparece después de una prolongada e inquietante escena donde la luz de gas se baja en el momento que asoma a la puerta). El final es Hitchcock puro, con una enardecida multitud que persigue al personaje para lincharlo. En medio de la turba aparece Alfred, inaugurando así la serie interminable de cameos que no abandonaría hasta el fin de su carrera. Se ha considerado a este film como el mejor del cine británico mudo.

 

El hombre que sabía demasiado (1934): Una pareja de turistas ingleses en Suiza con su hijita, un francés muere cerca de ellos, confiándoles un mensaje relativo al asesinato de un embajador de visita en Londres. Para asegurarse el silencio de la pareja, los espías raptan a la niña. Ya en Londres, la madre salva la vida del embajador al gritar en el momento en que el balazo iba a alcanzarle durante un concierto en el Albert Hall. Al final la policía asedia la guarida de los espías y salva a la niña. Hitchcock desarrolló su trama con un notable equilibrio anecdótico, un ritmo que aumenta de a poco su tensión, hasta desembocar en la escena del concierto, donde sólo los espectadores del film saben cuándo y cómo va a morir el diplomático. Era una evidente manipulación del público, y un alarde de técnica sonora en función del dramatismo de la acción.

39 escalones (1935): Un joven canadiense huye de Londres a Escocia para encontrar las huellas de los espías que apuñalaron a una mujer en su propia casa. Sospechoso de ese asesinato ante la policía, acosado por los espías, esposado a una mujer que no confía en su inocencia, atraviesa mil emboscadas, pero todo acaba bien. El brío técnico no cae nunca en la gratuidad, y la pintura de la realidad familiar se inscribió en las mejores tradiciones literarias inglesas. Hay además una mayor atención al detalle psicológico, enfocado desde la perspectiva del protagonista, con lo que la realidad se desdobla y pasa a ser su propia realidad. De esa forma, lo que la narración podía perder en verosimilitud lo ganaba en tensión nerviosa, administrada con extrema sabiduría. La película fue un éxito rotundo y puso a Hitchcock en un sitial de privilegio.

 

Sabotaje (1936): Anárquicos terroristas en el Londres victoriano: saboteador de aspecto bonachón, joven e inocente esposa, y cuñado débil mental, vigilados muy de cerca por un detective. El film es Hitchcock puro, y pueden señalarse por lo menos tres escenas de antología: 1) La notable exposición inicial, con el primer plano de un diccionario que define la palabra sabotaje, luego una bombilla eléctrica, una calle iluminada, la bombilla se apaga, oscuridad callejera, en la central eléctrica alguien dice “Sabotaje”, se oyen risas diabólicas y finalmente el futuro protagonista llega a su casa y se lava las manos; 2) El chico en el tranvía, transportando sin saber el mecanismo de relojería que contiene una bomba a punto de estallar; y 3) la cena final, cuando la protagonista decidió matar al marido, y sólo el público es partícipe -y cómplice- de un hecho justo, aunque ilegal.

 

La dama desaparece (1938): Espionaje dentro de un tren en marcha, con joven curiosa, músico galante, médico siniestro, viejita tierna y candorosa que oculta un secreto de estado, y un sinnúmero de espías camuflados de paisano. El verdadero protagonista es el tren, con su velocidad, sus recovecos, sus misterios y el paisaje lúgubre que recorre. Filmado con maquetas y transparencias, y los interiores en un vagón, lo cual permitió a Hitchcock hallazgos técnicos valiosos, como el empleo de una cámara continuamente móvil, o enfoques desde ángulos inesperados (una escena entera fue vista a través de los vasos ubicados en una mesa). El conjunto lucía un aire de irrealidad y fantasía acordes con la ingeniosa trama, que bien podía ser el delirio de una joven demente.

 

La sospecha (1941): Otro Hitchcock en estado puro. La encantadora Joan Fontaine descubre que su marido Cary Grant es un ser desenfadado, despilfarrador y mentiroso, y comienza a obsesionarse con la posibilidad que quiera asesinarla para heredar su fortuna. El final es uno de los más sutiles e inteligentes en la carrera del director: la sospecha ha quedado aclarada para Joan, pero no así para el público, que continúa sin conocer íntimamente al personaje masculino. En el film, además, tiene cabida uno de los mayores alardes de tecnología casera ideados por Hitchcock: la secuencia en que Cary sube una oscura escalinata portando un vaso de leche, cuya blancura ilumina su rostro enigmático. En realidad, el vaso estaba pintado de blanco y tenía una bombita encendida en su interior, para que el resto del decorado quedara sumido en la penumbra, como puede verse a continuación.

 

https://www.youtube.com/watch?v=j43DaFDhggM%20

La sombra de una duda (1943): Historia de un asesino de viudas millonarias (Joseph Cotten) y su sobrina (Teresa Wright), que lo adora, pero sospecha de sus actividades. Un hallazgo fue el uso macabro dado a la ligera música de vals de La viuda alegre, presente cada vez que una mujer cae en la mira del asesino. Otro punto a favor fue hacer del villano un ser encantador, un asesino idealista, que está convencido que matar viudas repelentes es una buena acción. Hitchcock juega con el viejo axioma de Oscar Wilde, “Matamos lo que amamos”: Cotten intenta matar a Wright y ésta termina provocando la muerte de él, aunque de forma involuntaria. Hay además otros detalles satíricos: cuando al comienzo el tren llega trayendo a Cotten, despide humo negro; cuando al final se va, la humareda es blanca. Otro detalle: el padre de Wright y un vecino se divierten solucionando enigmas policiales, sin enterarse jamás que conviven con un verdadero asesino. De esas pequeñas cosas están hechas las grandes películas.

 

Tuyo es mi corazón (1946): Trama de espionaje en Brasil protagonizada por el agente americano Cary Grant, la prostituta de lujo Ingrid Bergman y el acaudalado hombre de negocios Claude Rains, coordinador de una peligrosa célula nazi en Río. Historia romántica de carácter sexual, pese al aspecto de thriller, fue el film en que Hitchcock consiguió el máximo de efectos con el mínimo esfuerzo. Todo el suspenso se organiza alrededor de dos objetos: una llave y una falsa botella de vino, y ambos tenían peso específico en el anecdotario, que se valía de un par de temas tan viejos como el cine (dos hombres enamorados de una misma mujer, la elección entre amor y deber) para sacar de ellos una obra ejemplar, con la cual además se burló del Código Hays al exhibir un largo beso de un minuto de duración subdividiéndolo en seis “piquitos”, eludiendo así la censura imperante, que marcaba un máximo de diez segundos por beso.

 

La soga (1948): Filmada íntegramente en planos-secuencia de diez minutos cada uno. Era una historia teatral de tono detectivesco y macabro, con sólida labor de James Stewart, aunque aparece casi por la mitad de la película. Fue el primer film en colores del director y un notable ejemplo de cómo se debe manejar la cámara móvil en un rodaje de interiores. No hay mucho más que eso en la traslación de un caso real de crimen estudiantil, pero el nivel técnico es insoslayable.

Pacto siniestro (1951): Novela de Patricia Highsmith y libreto de Raymond Chandler, con el tema del intercambio de asesinatos para lograr el crimen perfecto. Hay aciertos memorables, desde la elección del inquietante Robert Walker para el rol del psicópata, a la utilización del escenario del parque de diversiones, donde sucedían dos secuencias inolvidables: el asesinato de la mujer del tenista, con una larga instancia preparatoria de diez minutos que desemboca en una muerte vista a través de unos lentes caídos en el suelo; y la lucha final en una calesita descontrolada, tour de force técnico del maestro. Hay otros detalles regocijantes, como el inicio enfocando sólo los pies de los actores, o la desesperación de Walker intentando recoger un encendedor caído en una alcantarilla. Otra maravilla es la manipulación del tiempo, que a veces pasa rápido (el partido de tenis), lento (la escena previa al asesinato del parque) o frenético (la secuencia de la calesita). La mayor virtud empero fue la de seguir la lógica del suspenso, mediante la cual no importa la realidad (¿por qué alguien no va y le cuenta todo a la policía?) y sí el resultado de la trama.

La ventana indiscreta (1954): El fotógrafo James Stewart, inmovilizado por una pierna quebrada, se distrae espiando a los vecinos por la ventana de su apartamento hasta que descubre un asesinato. La clave es el patio interior del edificio, al cual dan todas las ventanas, convertido por ello en un microcosmos neoyorkino en el que ninguna persona es una isla. El voyeurismo (viejo y querido tema del maestro) tiene aquí su máxima exposición, alimentado por una multiplicidad anecdótica que proviene de esos vecinos cómicos, eróticos, patéticos o siniestros. En el plano técnico el film sigue siendo un desafío: adopta el punto de vista del inválido y en base a ello desarrolla su suspenso, logrando que la inmovilidad del protagonista pretexte la movilidad de la película. Bien mirado, el final (con Stewart defendiéndose en la oscuridad, largando flashes cegadores al asesino y al espectador) es un homenaje y una lección de cine.

Vértigo (1958): Edifica su suspenso haciendo que el espectador sepa la verdad de lo que sucede mucho antes que su protagonista James Stewart, haciéndolo preguntarse cómo reaccionará éste al conocerla. Un detective retirado por padecer vértigo es elegido por el marido de una rica mujer como soporte para un crimen perfecto. Su cómplice y amante (Kim Novak) se hace pasar ante el detective como la esposa, simula impulsos suicidas, sube a un campanario, y como el detective no puede seguirla el amante lanza al vacío a su verdadera esposa. Meses después, enamorado de la que creía muerta, el detective reencuentra a la joven bajo su auténtica personalidad e intenta transformarla en la anterior. Necrófilo es el término adecuado para definir un film influido por un horror gótico y un violento surrealismo erótico, y convertido finalmente en un gélido viaje al infierno mental. Al fin y al cabo, Hitchcock redondeó una historia de amour fou con un nivel de brillantez al que casi nunca accedieron los propios franceses.

 

Intriga internacional (1959): La más memorable antología del director. En ella hay un falso culpable (Cary Grant) perseguido por policías y asesinos; hay honor más allá del amor, porque Eva Marie Saint ama a Grant pero vive con James Mason; hay trenes, y en su interior hay mucho erotismo; hay suspenso en las alturas de Mount Rushmore; hay un memorable uso del montaje, mediante el cual se logra un sensacional ritmo narrativo ya que con sus 136 minutos es el film más largo de Hitchcock, aunque nunca lo parezca. Y a esa altura de la eminente carrera del cineasta hubo algo nuevo: mientras de continuo el suspenso tiene lugar en espacios oscuros y cerrados, aquí se construyó una escena de emboscada memorable filmada al mediodía, en medio de un llano inabarcable herido apenas por una recta carretera. La idea que maneja el director es de una ambivalencia diabólica, porque si allí aparentemente no hay posibilidad de ser atacado, tampoco la hay de esconderse en caso de serlo, como queda demostrado viendo el fragmento.

 

Psicosis (1960): La ladrona Janet Leigh se detiene en un motel, es asesinada mientras se baña, el hijo de la dueña (Anthony Perkins) borra todas las huellas comprometedoras y luego debe soportar las visitas de un detective (Martin Balsam), y el novio (John Gavin) y la hermana (Vera Miles) de la muerta. En el film hay una apariencia de terror que Hitchcock normalmente no utilizaba, pero ese método sirvió al cineasta para jugar más que nunca con el espectador, que primero se identifica con Leigh, luego con Perkins y más tarde con nadie, sin que se sepa nunca a ciencia cierta los verdaderos motivos de tanto cambio psicológico. Las notables escenas de suspenso se dan la mano con alardes técnicos antológicos (la caída de Balsam por la escalera, la ducha), y el film logró lo que Hitchcock siempre consideró símbolo de perfección: obtener el mejor resultado con el mínimo esfuerzo. Costó U$S 800.000 y sus ganancias fueron multimillonarias.

 

Los pájaros (1963): La joven Tippi Hedren llega a un pueblito costero para flirtear con Rod Taylor, pero una inexplicable revolución de aves pone al pueblo en peligro y provoca un cúmulo de desastres. Hay una zona inicial premeditadamente banal y lenta (término que no me gusta pero que en este caso parece válido utilizar) para que la posterior explosión de furia animal resulte incontenible: el primer ataque a la casa, la huida de la escuela, el estallido de la gasolinera y la emboscada en el altillo son cuatro momentos magistrales. Otro punto a favor es la ausencia de banda sonora: todos los ruidos lo aportan los pájaros, sin que se escuche nunca una sola nota musical. Y en esta película registro la escena que mejor define la palabra suspenso en la historia del cine: la de la espera de Hedren, fumando en el patio de la escuela, donde se crea tensión a pura imagen, mostrando progresivamente, y casi como al pasar, la aparición de las aves, que finalmente se revela aterradora, como puede apreciarse a continuación.

https://www.youtube.com/watch?v=19r7ctge2lI%20

Con esta imagen debería terminar cualquier antología de Hitchcock, y con esa película debió finalizar su obra, que empero prosiguió en tres títulos menores (Marnie, Cortina rasgada -1966-, Trama macabra), uno horrible (Topaz, 1969) y otro sólo interesante (Frenesí). A esas alturas lo hecho con anterioridad por el maestro resultaba insuperable.

AL PACINO CUMPLE 80 INFATIGABLES AÑOS.

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Por Amilcar Nochetti. Miembro de la Asociación de Críticos de Cine de Uruguay (filial Fipresci)

Infatigable es una palabra demasiado larga para el título de una nota, pero es el calificativo que mejor define a Al Pacino, que el sábado 25 de abril cumple 80 años de edad. Las primeras críticas que el joven Al tuvo lo definían como un pichón de Dustin Hoffman, quizás porque era un hombre menudo y bajo de estatura. Pero las similitudes terminaban ahí, ya que Pacino poseía un rostro atractivo y un aire de persona reflexiva, características que nunca fueron precisamente las del feo y nervioso Dustin. Los errores de apreciación respecto a Pacino continúan hasta hoy, porque se lo sigue emparentando con sus colegas de generación Warren Beatty, Robert Redford, Jon Voight, Jack Nicholson y Robert De Niro. Quienes meten a Al en ese saco se equivocan, porque es bastante diferente a ellos, comenzando por Beatty y Redford, dos divos magnéticos en la pantalla, pero sin caudal dramático, mientras que Pacino es un gran actor. Voight, Nicholson y De Niro también son buenos cuando quieren, pero sólo en cine, mientras que Pacino es además un hombre de teatro. En ese aspecto Hoffman podría ser su rival más fuerte, pero Dustin se destacó siempre en obras del siglo 20. En cambio, Al Pacino es un actor de raigambre clásica, un profundo conocedor y un habitual frecuentador del teatro de Shakespeare.

DUROS INICIOS. Pacino tuvo todo muy complicado desde el nacimiento, aunque su destino de actor parecía signado de antemano, ya que sus abuelos eran oriundos de Corleone, villa siciliana cuyo nombre contribuiría a lanzarle al estrellato. Pero antes de la fama, Alfredo James Pacino había nacido en el East Harlem neoyorquino el 25 de abril de 1940 en una familia católica. Era hijo de un ex agente de seguros y un ama de casa que se divorciaron cuando sólo tenía dos años de edad. De esa manera quedó a cargo de sus abuelos maternos, que vivían en el Bronx, ya que su madre debía salir a trabajar para mantener al niño. Ese ambiente de pobreza y marginalidad lo llevó en la adolescencia a estudiar interpretación en academias estudiantiles de Nueva York, para poder evadirse de la depresión y de las penurias económicas que lo acosaban desde que tenía razón de ser.

 

Como siempre sucede en los trámites difíciles del pasaje de la adolescencia a la adultez, lo primero fue la huida, y Pacino no fue la excepción a la regla. Mucho antes de emprender su camino con calma y moderación, Al confió en que -quizá por sus antepasados italianos- Europa sería más accesible que la jungla de cemento ciudadana que tantas contrariedades le planteaba. Está claro que el error fue mayúsculo, y si algo se debe respetar en el actor es que nunca ocultó sus errores a nadie. Hay una contundente declaración suya respecto a ese equivocado paso europeo que dio en su juventud, que no tiene desperdicio: “Nunca podré olvidar mis primeros años, sufrí mucho, pasé hambre y había días en que ni podía dormir. Buscaba trabajo sin descanso e hice cosas que vistas ahora son difíciles de explicar. Una de ellas fue la temporada que pasé en Roma llamando a los Estudios Cinecittá, entrevistándome sin éxito con directores italianos, para acabar una vez más sin un dólar en el bolsillo y volviendo a ver el amanecer sin nada más. No me produce ningún remordimiento decir que al final, y a los pies de la Fontana de Trevi, me prostituí para poder comer. Nunca lo he ocultado, mis amigos y compañeros lo saben. Puede parecer increíble a los ojos de los demás que Al Pacino recurriera al oficio más antiguo del mundo. Pues sí, lo hice, y lo volvería a hacer, porque no hay nada más triste y doloroso que pasar hambre… eso es terrible”.

 

El paso en falso no lo amilanó, porque como contrapartida Pacino siempre fue un ser perseverante y con mucha fe en sí mismo. Volvió a Nueva York y se matriculó en la High School for Performing Arts, mientras se ganaba la vida trabajando como acomodador en un cine. Poco después entró al Actor’s Studio, llegó a conocer y trabar mediana amistad con dos de sus ídolos mayores (Marlon Brando y Paul Newman) y llegó a convertirse en uno de los alumnos predilectos del fundador del instituto y creador del famoso Método, Lee Strasberg, con quien años más tarde compartiría cartel dos veces en la pantalla (en El Padrino 2 y Justicia para todos). A mediados de los años 60 comenzó a despuntar, ya no necesitaba recurrir a los penosos medios que había utilizado para subsistir, y lo ayudó su amistad con Shelley Winters, protectora de muchos jóvenes principiantes. Debido a esos contactos pudo comenzar a mostrar su novel talento actuando en Broadway, hasta que ganó un Obie por The Indian Wants the Bronx y un Tony por Does the Tiger Wear a Necktie. Ahí comenzó a sonar su nombre, y eso le benefició para entrar al cine en 1969, aunque lo hizo en una mediocre película que ya nadie recuerda: Yo, Natalie, de Fred Coe, una comedia dramática de clase B protagonizada por Patty Duke, James Farentino y Martin Balsam. Pero Pacino había llegado para quedarse.

SURGE UN NUEVO ESTILO. La primera consagración de Al Pacino llegó de la mano del director Jerry Schatzberg en 1971 en un estupendo y olvidado film que en su momento fue impactante por su franqueza a prueba de balas, llamado Pánico en el parque. En una época signada por la glorificación del paraíso psicodélico y la ideología hippie con sus excesos de droga, alcohol y sexo libres, Pacino interpretó de valiente manera a un joven heroinómano al borde de la autodestrucción. Ahí demostró que era mucho más que un actor al uso. Su rol fue un espejo donde pudo reflejar sus posibilidades, su forma reflexiva de actuar y vivir hacia dentro personajes difíciles. En esos momentos Al tenía 30 años cumplidos, aunque parecía más joven, pero viendo ese film en la actualidad ya se percibe en él todo el arsenal que lo convertiría más tarde en el gigante que hoy es.

 

Personalmente me produce enorme impacto ver a Pacino en pantalla, no sólo en Pánico en el parque, sino en el resto de sus labores, aún en las más fracasadas, que tiene unas cuantas. Lo veo y me permite respirar un aroma que se nutre de una especie de mezcla del Marlon Brando sobrio y el Montgomery Clift afiebrado, con ráfagas violentas que sin duda son personales, y que inspirarían más tarde a su alumno Kevin Spacey. Cuando se habla de actores camaleónicos no se menciona casi nunca a Pacino. Se recuerda a Klaus María Brandauer, Vittorio Gassman, Daniel Day Lewis, Peter O’Toole, todos europeos, y no se tiene en cuenta la enorme capacidad de transformaciones a las que ha accedido Pacino, desde la impávida frialdad de Michael Corleone en El Padrino al clasicismo dramático con que encarnó a Jimmy Hoffa en El irlandés, pasando por la desorbitada sobreactuación como el gangster Tony Montana de Caracortada. Para bien o para mal, interpretaciones como esas sólo se dan una vez en la vida, y desde ese punto de vista creo que Al Pacino es un actor-puente entre los grandes nombres del cine de antaño y los que vendrán en el futuro siglo 21. A eso hay que sumar su fama de ser muy disciplinado, un actor que prepara obsesivamente sus personajes torturados, complejos, a veces excesivos.

 

En todos sus roles Pacino se mueve ante la pantalla con una fuerza interior y ademanes totalmente humanos, verosímiles. Pacino sabe cómo calentar los motores de nuestra mente, elevando mínimamente los productos más malos de los que ha intervenido. ¿Por qué? Porque hay momentos que no parece un actor, sino el vecino de al lado. Al Pacino tropieza con las puertas, fija la mirada en sus oponentes como desnudándoles, camina con los brazos colgando, expresa firmeza o duda de manera visceral, como puede hacerlo cualquiera ante una situación límite. Pacino es un actor que traspasa la pantalla y obliga a que escudriñemos hasta su último gesto. Al día de hoy ha realizado 57 labores para las pantallas, y muchas de ellas marcadas por registros tan disímiles que estarían batiendo un record. Por un lado, a veces se muestra como un digno sucesor de Laurence Olivier en la manera de entrar, ocupar la escena y salir de ella, con cada movimiento milimétricamente ensayado en lo previo. Y en otras oportunidades la juega de Marlon Brando, provocando a la cámara con un sinfín de movimientos e improvisaciones. Es decir, Pacino supo unir dos estilos que lucen irreconciliables: el clasicismo británico y la improvisación del Método. En eso es único. Como veremos, tiene labores notables, otras aceptables y algunas mediocres, y muchas veces debió intervenir en películas malas sólo para recaudar dinero con el cual hacer lo que más le gusta: teatro. Pero aún esos fracasos son visibles sin demasiada molestia por su sola presencia.

LA GLORIA QUE DA EL HAMPA. Claro está que en las épocas de Pánico en el parque este cronista tenía apenas 12 años de edad, y además no poseía la bola mágica. Todas estas reflexiones están hechas, como vulgarmente se dice, con el diario del lunes en la mano. Pero en aquel momento un joven cineasta de 32 años de edad captó el enorme potencial de ese joven casi desconocido. Ese hombre se llamaba Francis Ford Coppola, y en 1972 le brindó a Pacino el inolvidable personaje de Michael Corleone. A partir de ese momento, la vida del actor cambió para siempre, aunque tampoco le fue fácil apoderarse del rol. En aquella época nadie quería que trabajase en El Padrino, excepto tres personas: el productor Albert Ruddy, su amigo Marlon Brando y obviamente Coppola. Los peces gordos de Paramount en cambio querían a Warren Beatty o Jack Nicholson, pero después de muchas entrevistas dieron su aprobación y consintieron en que fuera Al Pacino, pero insistían constantemente que no les gustaba cómo interpretaba el papel. Esta reacción de los productores es explicable, porque al fin y al cabo la experiencia de Pacino en cine se limitaba a dos películas, una muy mala en la que desempeñó un papel de pocos minutos, y otra muy buena como protagonista, pero de carácter totalmente independiente. Se han tejido innumerables leyendas alrededor de la preproducción de El Padrino, pero lo que se sabe es que para su personaje el actor hizo dos pruebas, y ambas disgustaron a los ejecutivos, aunque nunca nadie en el cine sabe con certeza qué es lo que va a funcionar en la taquilla. Todo parecía haber desembocado en un callejón sin salida.

 

Fue en ese momento que Coppola demostró su innata habilidad para los negocios. Sin aviso previo, proyectó a los gerentes de Paramount lo que él consideraba un tour de force de cinco minutos de Pacino en Pánico en el parque, y súbitamente los dueños del dinero quedaron complacidos, cambiando de actitud. Coppola y Ruddy se sintieron tranquilos y pensaron que habían ganado, pero se volvieron a equivocar. Las dificultades continuaron cuando el rodaje comenzó y en las primeras escenas proyectadas en privado los dirigentes de los estudios comenzaron a vociferar que Pacino era demasiado tranquilo, apacible y frío, dándole -según ellos- un equivocado tono tímido a un personaje que representaría a un mafioso duro. Para colmo, el actor no se callaba y defendía la técnica que utilizaba: insistía en que su personaje sería más verosímil si al principio aparecía como un tímido universitario para, poco a poco, ir evolucionando hasta convertirse en el hombre implacable que es al final de la historia y continuaría siendo en las dos secuelas que más tarde llegarían. Lo cierto es que todos los intérpretes (excepto Brando) y gran parte de los técnicos se preguntaban si Pacino sabía realmente en qué se estaba metiendo y qué era lo que se proponía. La impresión que flotaba en el ambiente era que si la película llegaba a tener éxito no sería por él, pero el tiempo le daría la razón y su interpretación de Michael Corleone gustaría finalmente a todo el mundo. La crítica se deshizo en elogios. El público lo aceptó de la noche a la mañana y logró una candidatura al Oscar como actor de reparto, incorrecta ya que él es el protagonista de la historia. Como muestra del enorme nivel de expresividad del joven actor, veamos un fragmento de El Padrino 2 en el cual Diane Keaton le comunica que el aborto que padeció no fue espontáneo, sino premeditado. La implosión que registra su rostro resulta mucho más temible que la explosión de ira final.

LABORES RECORDABLES. La saga El Padrino (1972, 1974, 1990) es un imborrable mojón en la carrera de Pacino, pero no es lo único importante. Hay que adelantar al lector que los años 70 fueron la mejor época de su labor para el cine, cuando encarnó con su habitual profundidad psicológica un puñado de personajes inolvidables. Luego, al igual que sucedió con sus compañeros de generación, Pacino comenzó a caer en manierismos, y su carrera se desdibujó en paralelo con la forma en que sus gabardinas y sobretodos comenzaron a llevarlo a él, en lugar de ser al revés, como corresponde. Su exagerado aire cansino ha sido el equivalente de las levantadas de cejas de Jack Nicholson o la irritante sonrisa de Robert De Niro, por sólo poner dos ejemplos visibles. Son marcas de fábrica que revelan al actor trabajando en piloto automático. Aún con ese descuento cada vez que Pacino se tomó en serio sus roles logró destaques importantes. La propuesta es repasar sus tareas más recordables (para bien o para mal), aparte de las citadas de Pánico en el parque y la saga de los Corleone.

 

Espantapájaros (Jerry Schatzberg, 1973): Al es Lionel, vagabundo sin destino, ingenuo, cándido, quizás débil mental, que encuentra en la ruta a un presidiario recién salido de la cárcel (Gene Hackman). A partir de ese momento ambos inician un particular periplo donde surgen dolorosos secretos del pasado. Una road movie emotiva y profundamente honesta, en la que los dos actores se sacaban chispas y eran un lujo extra.

 

Serpico (Sidney Lumet, 1973): Relato biográfico sobre Frank Serpico, un policía íntegro e incorruptible que, a diferencia de sus colegas, nunca se dejó sobornar, lo cual le causó innumerables problemas en su profesión, además de dos fracasos de pareja y un largo exilio europeo, del cual recién saldría a la luz en 2015. Es que se la tenían jurada…

 

Tarde de perros (Sidney Lumet, 1975): Aquí el actor fue Sonny, un delincuente de poca monta que junto a su amigo Sal (John Cazale) intentan robar la sucursal de un banco en Brooklyn. Son dos inexpertos, y de esa forma un robo planeado para ser llevado a cabo en diez minutos termina siendo una trampa mortal para ambos personajes, y un mediático show televisivo en directo. Para la polémica: a mi entender es la mejor labor de Pacino en cine, y debió ganar el Oscar en lugar de Jack Nicholson, que por supuesto también estaba muy bien en Atrapado sin salida. Veámoslo en acción.

https://www.youtube.com/watch?v=lB6Gk5EtunIp://

Justicia para todos (Norman Jewison, 1979): Pacino como abogado exasperado porque debe defender a un juez corrupto acusado de violación. Además, debe luchar contra un karma personal, ya que en el pasado -debido a pequeños formalismos legales- debió dejar de lado pruebas irrefutables que demostraban la inocencia de uno de sus clientes. El film era honesto pero menor, aunque el actor rendía muy bien en su torturado personaje.

 

Cruising (William Friedkin, 1980): Una labor olvidada para un film que en su momento fue muy polémico. Pacino es un policía que se ve obligado a infiltrarse en los ambientes gays más sórdidos de Nueva York para atrapar a un asesino de homosexuales. Film previo al sida, mostró con increíble dureza para los parámetros de Hollywood un mundo tan aberrante que podía convertir a un hombre honesto en un potencial criminal.

 

Caracortada (Brian De Palma, 1983): Y otra opinión para una nueva polémica. A mi entender, este tipo de labor desorbitada como el gangster Tony Montana se cuenta entre lo peor que puede y debe ofrecer un intérprete de los quilates de Pacino. Sé que entre sus fans y los cinéfilos jóvenes la película y el personaje son “de culto”, aunque la primera me resulte tediosamente larga y la labor del actor me dé vergüenza ajena.

 

Prohibida obsesión (Harold Becker, 1989): Una serie de asesinatos de hombres desnudos atados en la cama llevan al policía Pacino a creer que el culpable pueda ser una mujer. A su vez, se apasiona de la máxima sospechosa (Ellen Barkin, infartante por entonces). Un buen policial con un Pacino bastante contenido y con mucha química erótica con su partenaire. Paul Verhoeven seguramente vio esta película, porque en Bajos instintos sacó varias cosas de ella.

Dick Tracy (Warren Beatty, 1990): Pacino sobreactuando nuevamente, pero como esta vez todo lo que se ve pertenece a un comic particularmente deformado, su labor es un goce. Big Boy Caprice con su doble joroba y sus arrebatos de furor opaca no sólo al resto del reparto sino incluso al propio protagonista Warren Beatty, aunque con Madonna le es más difícil salir triunfante.

 

Frankie y Johnny (Garry Marshall, 1991): El cocinero Johnny sale de la cárcel y es contratado en una cafetería, en la cual trabaja una camarera tan bella como amargada (Michelle Pfeiffer). Una comedia romántica que se deja ver con cierto cariño, en donde lo que más se luce es la fantástica química interpretativa entre una pareja bastante inusual.

 

El precio de la ambición (James Foley, 1992): Una verdadera lección de teatro filmado, basado en obra de David Mamet, con uno de los elencos más sólidos que este cronista recuerde. Pacino está muy bien, pero el resto no le va en zaga: Jack Lemmon, Ed Harris, Alan Arkin, Jonathan Pryce, Alec Baldwin y Kevin Spacey. ¿Hace falta pedir más?

 

Perfume de mujer (Martin Brest, 1992): No es una de sus actuaciones descollantes, pero sirvió a Pacino para llevarse a su casa un Oscar injusto por las tantas veces que lo habían ignorado, también injustamente. Para el peor recuerdo queda la campaña de bajo nivel que el propio actor llevó a cabo durante meses antes de la ceremonia. Sé que comparar es odioso, pero ¿alguien puede creerle a este ciego si antes vio a Vittorio Gassman?

 

Atrapado por su pasado (Brian De Palma, 1993): Carlito Brigante, ex traficante de heroína puertorriqueño, sale de prisión dispuesto a llevar una vida honesta, pero su propio abogado (un irreconocible Sean Penn) termina forzándolo al delito. Un Pacino expresivo y de a ratos frenético en un film ídem, en el cual actuaba dos minutos junto a Jorge Porcel.

Fuego contra fuego (Michael Mann, 1995): El duelo más largamente esperado del cine de Hollywood: Pacino es el policía dando caza al experto ladrón Robert De Niro. Ambos inusualmente contenidos, compartiendo a lo largo del extenso film una sola escena y luego los cinco minutos finales. Un policial de primera línea y dos labores para el mejor de los recuerdos.

 

Brasco (Mike Newell, 1997): Aquí Pacino es un pistolero en decadencia que nunca consiguió acceder a las altas esferas del poder gangsteril porque en el fondo es un buen tipo. Un joven del FBI que debe infiltrarse en la organización (Johnny Depp) se gana su confianza, aunque el veterano mafioso llegue a creerlo un amigo. Una película diferente dentro del género, con rasgos de humanidad que Pacino comunica con sobriedad y estilo.

 

El informante (Michael Mann, 1999): El caso real de un productor de TV (Pacino) que arriesga su carrera al invitar a su programa a un científico de la famosa tabacalera Brown & Williamson (Russell Crowe), que tiene varias denuncias para hacer. Thriller realizado en despachos, con una historia de destrucciones personales sin violencia física, pero con un crescendo de suspenso imparable. Los dos actores se mueven en formidable nivel.

 

Ángeles en América (Mike Nichols, 2003): Miniserie de seis horas de duración en la cual Pacino es la antigua mano derecha del infame senador McCarthy, Roy Cohn, quien ahora se está muriendo de sida acosado por los fantasmas de su pasado, encarnados por Meryl Streep y Emma Thompson, entre otros. La propuesta fue muy exitosa, pero luce extravagante y de a ratos roza el delirio, al igual que Pacino, que luce casi catatónico.

El mercader de Venecia (Michael Radford, 2004): Adaptación de la comedia dramática de Shakespeare, con Pacino como el judío usurero Shylock enfrentado al mercader Jeremy Irons. Dos estilos de actuación contrapuestos, en el que Pacino sale ganando frente al eminente inglés debido a que supo recordar la lección impartida por Michael Corleone: la amenaza que tiene más impacto y poder es aquella que apenas se susurra.

 

No conoces a Jack (Barry Levinson, 2010): Telefilm sobre el doctor Jack Kevorkian, el Doctor Muerte, la figura más representativa en el debate mundial sobre la eutanasia, y a quien Pacino se negó a conocer hasta el día del estreno para poder construir su personaje sin ninguna influencia externa del médico. Pacino logra un equilibrio ideal: se muestra controlado, pero no domesticado, y luce absorbente y sólido como una roca.

Phil Spector (David Mamet, 2013): Nuevo biopic televisivo, ahora sobre el productor discográfico de Los Beatles, que acabó en prisión luego de asesinar en su casa a una joven actriz, aunque el film se centra en el juicio y la relación de Spector con su abogada (Helen Mirren). Ver a Pacino luciendo las extravagantes pelucas de Spector es un placer aparte.

 

Paterno (Barry Levinson, 2018): Tercer telefilm biográfico de Pacino, ahora en la piel de Joe Paterno que, tras convertirse en el entrenador con más títulos en la historia del fútbol americano universitario, se vio envuelto en un caso de acoso de ribete homosexual. El film es menor, pero Pacino se revela como un maestro del engaño, consiguiendo al mismo tiempo demonizar y humanizar al personaje retratado.

El irlandés (Martin Scorsese, 2019): El del título es Robert De Niro, pero aquí las palmas se las llevan Joe Pesci como el capo mafia Russell Bufalino, y sobre todo Pacino como el controvertido, asesinado y desaparecido líder sindicalista Jimmy Hoffa. Un recorrido por los turbios mecanismos internos de la mafia y sus conexiones con la política. Y Pacino en su salsa: señorial, jubiloso, y de a ratos incluso de porte imperial.

 

TEATRO. Y además de todo eso siempre estuvo y estará el teatro en la vida profesional de Al Pacino, por eso lo califico como infatigable. Por sobre todas las cosas este señor es un apasionado animal de teatro, en su doble faceta de director y actor, como lo demuestran dos puestas en escena documentadas para el cine, que deberían exhibirse en secundaria y que no conviene olvidar a la hora de unir esas áreas que muchas veces no suelen convivir bien. Me refiero a la imagen (del cine) y la palabra (del teatro). Pacino dirigió en 1996 En busca de Ricardo III y en 2013 Salomé, dos documentales sobre sus adaptaciones de Shakespeare y Oscar Wilde respectivamente. Obras que filma no por el simple deseo de dirigir, sino por la idea de experimentar sobre los textos, en especial la primera, sobre Shakespeare, indagando acerca del punto de vista de los actores norteamericanos. Un film que, una vez terminado, le lleva a decir que ahora sentía más respeto por los directores, aunque reconocía que se veía mejor como actor. La película fue todo un experimento, un proyecto que tenía en la cabeza sobre cómo podía hacer para comunicar a la gente la obra Ricardo III, además de bucear en el problema que tienen los actores norteamericanos que, hagan lo que hagan con Shakespeare, inevitablemente se sienten en desventaja si se les compara con los actores británicos y rusos.

 

La seriedad con la que Pacino encara cada ocasión que tiene de pisar las tablas la ofrece una declaración realizada hace unos años sobre su labor en la citada El mercader de Venecia. No hay desperdicio en sus palabras: “Me alegra no haber encarnado nunca a Shylock en un escenario antes de haber participado en ese film, porque eso me ayudó a no adquirir determinados hábitos a los que el teatro te conduce indefectiblemente. En escena, uno ha de proyectar; se trata de un estilo totalmente distinto, ya que no hay primeros planos. Aunque me gustaría estar en una situación en la que hubiera hecho mucho más Shakespeare del que hago, porque es bueno sentirlo en carne propia una o dos veces. En una pieza teatral, aun si te toca encarnar a un lancero, estás implicado, comprometido, aprendes sobre la marcha y de un modo que no sería posible simplemente con una lectura de la misma; por lo que la experiencia de estar en ella, de experimentar, es lo más cerca de conocer perfectamente la obra. El Shylock que yo encarné es fruto de una interpretación cinematográfica, no es el conocido por los espectadores de teatro, ya que el resultado es diferente al representado en escena. Con Shakespeare hay ocasiones en que te da muchísimo porque escribió para el teatro. Estoy totalmente convencido que si viviera en nuestros días sería libretista de cine, y por eso sus diálogos serían distintos, sufrirían reducciones, cambios de rumbo, se convertirían en algo opuesto. Es la enorme diferencia de llevar a la pantalla una obra teatral, opciones que caminan por senderos de otro color. Cuando Radford me mostró el guion e iba desplegando los preámbulos de cada escena, los momentos visuales que acompañan las escenas verbales, y luego las partes visuales dentro de las escenas verbales, pensé que existía la posibilidad que Shylock fuera entendido de un modo que en teatro es imposible de conseguir”. Hay que decir como complemento que, por razones de política correcta ajenas al arte y que tienen que ver con el Holocausto, El mercader de Venecia es la obra de Shakespeare menos representada a nivel mundial en los últimos 70 años.  

 

Y al infatigable actor que está cumpliendo 80 años, al que acaba de ser abandonado por su última pareja debido a que “está demasiado viejo”, al que nunca se casó pero enamoró para siempre a Diane Keaton, al que compartió fragmentos de su vida con mujeres de la talla de Penelope Ann Miller, Debra Winger, Kim Basinger, Elle Macpherson, Kirstie Alley, Ellen Barkin y Madonna, al que nunca se casó porque “el matrimonio corta las alas de libertad que posee el ser humano” pero tiene tres hijas con Jan Tarrant y Beverly D’Angelo, al que se dio el lujo de rechazar papeles importantes en La guerra de las galaxias, Apocalypse Now y Mujer bonita, a ese ser infatigable el coronavirus lo acaba de detener, justo cuando tenía todo preparado para el que sería su papel shakespeariano definitivo, el del Rey Lear, donde iba a encarnar al anciano monarca, rodeado de Naomi Watts, Gwyneth Paltrow y Keira Knightley como sus hijas, más el venerable Anthony Hopkins en un rol breve pero fundamental. Habrá que esperar la superación de la plaga que nos azota, para quizás poder paladear lo que sin duda será un manjar de los dioses.

 

 

 

Abril en Cine por la Diversidad #enCasa 

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El Ciclo de Cine por la Diversidad en Casa busca que el aislamiento social no signifique abandonar los debates que se generan a la salida de una sala de cine. El desafío está en que el encierro no aliente aún más el consumo individual de películas y en tratar de mantener una actividad cinéfila compartida entre los espectadores. Con propuestas que inviten a compartir con otros la experiencia de ver cine, a socializar los contenidos que consumimos, a vincularnos a través de una película, podría disminuirse el impacto del distanciamiento social. Es pertinente hablar del aislamiento, sus causas, consecuencias y sentires, abordar desde el cine las temáticas que nos acerquen a las múltiples realidades de la pandemia.

Por Verónica Franco –Estudiante de la Carrera de Comunicación Social e Integrante del Ciclo de Cine por la Diversidad.

 

Martes 21.  Cine por la Diversidad. LOS CUERPOS DÓCILES de Diego Gachassin y Matías Scarvasi (Argentina / 2015), 74 min (AM 13)

Los cuerpos dóciles muestra la vida del abogado penalista Alfredo García Kalb. Junto a él atravesaremos el proceso que lleva a dos jóvenes marginales a enfrentarse al aparato judicial argentino; como éste opera en la aplicación de la pena y las consecuencias que tendrá sobre ellos y su entorno familiar. Veremos cómo nuestro protagonista ejerce la profesión de un modo tal en el que se tornan difusos los límites entre lo prohibido, lo permitido, lo personal y lo profesional. Cuestionando el sentido del derecho penal en la actualidad, y observando la tensión que existe entre el encierro y la libertad.

Ver película https://vimeo.com/326448156
PRIMER PREMIO EN COMPETENCIA NACIONAL DE LARGOS EN LA 4TA EDICIÓN DEL FESTIVAL AUDIOVISUAL DE BARILOCHE  #FAB2016 *

 

Martes 28.  Cine por la Diversidad. LA VENDEDORA DE FÓSFOROS de Alejo Moguillansky (Argentina / 2017), 69 min (AM 13)

La vendedora de fósforos de Andersen que muere de frío en la noche de año Nuevo. El burro de Al azar Baltazar de Bresson. El desamor y la reconciliación imposible entre un guerrillero alemán y una pianista argentina. Helmut Lachenmann, tratando de montar una ópera demencial con la orquesta en huelga del Teatro Colón. En el medio de eso, Marie y Walter tratando de subsistir junto a su pequeña hija, completan el friso de figuras marginales a quienes está dedicada esta oda a la resistencia.

Ver película  https://www.youtube.com/watch?v=qP3T1jmnkYs
PRIMER PREMIO EN COMPETENCIA NACIONAL DE LARGOS EN LA 5TA EDICIÓN DEL FESTIVAL AUDIOVISUAL DE BARILOCHE  #FAB2017 *

 

El Ciclo de Cine por la Diversidad es un proyecto de la Secretaría de Vinculación Social e Institucional de la Facultad de Ciencias Humanas que lleva nueve años programando una multiplicidad de propuestas cinematográficas alternativas que promueven el acceso  a las diversidades. El espacio de exhibición habitual es el Centro Cultural Leonardo Favio, todos los martes del año, a las 21 hs, con entrada libre y gratuita. En este contexto de aislamiento, te invitamos a disfrutar de nuestras propuestas en casa  #CineEnCasa

*Las películas programadas  forman parte de una selección realizada por el Festival Audiovisual Bariloche (FAB)  www.festivalfab.com.ar

Zafá, Huguito, zafá

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Zafá, Huguito, zafá

Video Ficción, Drama Infantil, 1989
Dirección: Alberto Perona

Sinopsis. Basado en un cuento de Miguel Ángel Solivellas, «El Regalo», la historia comienza con el regalo a Huguito de una tía lejana, esto desata la incordia con sus amigos y su madre que no lo deja sacarlo de la casa. Huguito desobecerá a su madre y tratará de sacar el regalo, ella, lo descubre. Tiene que elegir entre el regalo y la amistad de sus amigos, tomará una decisión drástica para recuperar a sus amigos.

Mención Especial – Vídeo U – Matic. “Primer Festival de Cine y Vídeo Latinoamericano”, organizado por la Secretaría de Cultura, Gobernación de Santa Fe. Santa Fe, 27 de Octubre de 1990.

Segunda Mención – Vídeo U – Matic. “Primer Certamen de Televisión y Vídeo de la Provincias Argentina”, «Imágenes de Fin de un Milenio», Categoría Ficción, organizado por el Centro de Integración, Comunicación, Cultura y Sociedad (CICCUS), Centro Cultural La Recoleta, Buenos Aires, 17 de Julio de 1993.

Primer Premio – Vídeo U-Matic TV. “93´ Concurso Nacional de Vídeo Universitario”, Rubro Docentes – Educación No Formal, San Juan, 20 de Noviembre de 1993.

Equipo Técnico: 

Reparto: Roberto Destribats, Diego Destribats, Marcelo Allende, Graciela Gomez, Mario Patrone, Lucas Mendoza, Eduardo Bianconi, Rodolfo Gomez, Hernan Bevilagua, Jorge Varela

Dirección: Alberto Perona

Adaptación y Guión: Fernando Cots y Alberto Perona

Producción Ejecutiva: Secretaría Académica y Secretaría de Extensión de la Facultad de Humanas – UNRC

Producción: Norma Cuesta

Asistente de dirección: Claudia Ducatenzeiler

Dirección de actores: Mario Barrionuevo

Cámara, Iluminación y Edición  Víctor Díaz.

Sonido: Mario Gomez

Asistente de Sonido: Amelia Alfonso

Música: Flavio Govednik

Asistentes de producción:  Raquel Boito y Viviana Pomiglio

Ayudantes de producción: Jorge Colazo, Roberto Magrini y Delia Ponce

Asistentes de cámara: Carlos Pascual, Mario Massachessi

Electricistas; Aldo Dutto, Daniel Bessone, Orlando Zanoito

Títulos: Jose Pisano y Javier Hospital

FAB #QuedateEnCasa

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El Festival Audiovisual Bariloche (FAB) se suma a la #CuarentenaFAB y ofrece una selección de películas premiadas para disfrutar en casa.

El Colectivo de Cineastas de Córdoba pone a disposición películas para ver en casa.

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El Colectivo de Cineastas de Córdoba hace un significativo aporte para atravesar la cuarentena. #YoMeQuedoEnCasa

El Colectivo de Cineastas de Córdoba es un grupo de realizadorxs que busca debatir y pensar modos posibles de hacer cine. El CCC pone a disposición más de 50 películas para ver y compartir sin restricciones: películas recientes, precedentes e incluso algunos estrenos, como reflejo de la diversidad formal, temática y realizativa del cine hecho en Córdoba. Una muestra que puede pensarse también como un retrato posible del presente cinematográfico de nuestra ciudad.

CINE Y AUDIOVISUAL DE LAS PROVINCIAS PARA VER EN CASA

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A fin de acompañar las medidas de aislamiento social por causa del COVID19 desde la FAVA compartimos una lista de obras audiovisuales disponibles online de realizadores de más de 20 provincias argentinas para que te quedes en casa.

ENTRÁ AL LINK Y MIRÁ TODO EL AUDIOVISUAL FEDERAL:

https://docs.google.com/spreadsheets/d/11uztXCmNR5pfJ0WoX4jAETeWGwMl5CrT820lHNuPu-k/edit#gid=1712989103

¡Gracias a todxs lxs productorxs y realizadorxs que aportaron sus obras! La salida es colectiva ¡INDUSTRIA + AUDIOVISUAL UNIDES!

#FAVA #FederaciónAudiovisualArgentina #AudiovisualFederal #SeamosSolidaries #QuedateEnCasa

EL AÑO QUE VIVIMOS EN PELIGRO: PANDEMIAS Y EPIDEMIAS.

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Por Amilcar Nochetti. Miembro de la Asociación de Críticos de Cine de Uruguay (filial Fipresci)

La frase del título remite a una recordada película del australiano Peter Weir (1982), protagonizada por Mel Gibson y Sigourney Weaver, y ambientada en Indonesia en el año de la caída del régimen de Sukarno. Sin embargo, también podría aplicarse al actual estado de situación mundial respecto al coronavirus, entendiendo la palabra “peligro” en su acepción de “contexto en el que existe la posibilidad, amenaza u ocasión que ocurra una desgracia o contratiempo”. Uruguay no sólo recibió al coronavirus días atrás, sino que ya generó casos autóctonos. La cultura, el espectáculo, el deporte y la vida diaria se han visto drásticamente alterados por las necesarias medidas de defensa implementadas desde el Gobierno, y el cine sufrirá -como todo el mundo- un duro golpe económico, excepto Netflix y el resto del streaming, claro, que parecen ser los únicos que podrían beneficiarse con esta situación. A lo largo de su historia el cine detalló los efectos de todo tipo de epidemias. Repasemos algunas porque, como se sabe, la vida copia a la ficción.

LA PESTE. Siempre ha sido el paradigma de las epidemias. A lo largo de la historia su sombra se extendió, apoyada en trágicos episodios como la plaga de Justiniano (540-590), la peste negra (1346-1353) o la peste de Londres (1665). Aunque en 1894 se descubrió el microorganismo que la producía, dos films de Friedrich Wilhelm Murnau mostraron que la peste podía ser causada por los embajadores del Mal. En Nosferatu (1922), adaptación de la novela Drácula de Bram Stoker, surgían brotes de peste en cada lugar donde el vampiro (Max Schreck) posaba su planta. La misma situación se repitió, aunque de manera más gráfica, en la pesimista versión de Nosferatu que en 1979 rodó Werner Herzog, sólo que allí la relación entre el vampiro y la plaga se enfatizaba más a nivel simbólico. La película de Herzog contrastaba la manera en que los personajes veían la enfermedad: por ejemplo, Van Helsing, un médico y, como tal, un hombre ilustrado en ciencia (Walter Ladengast), no aceptaba la existencia del vampiro, y mucho menos su relación con la peste, mientras que Lucy (Isabelle Adjani), esposa del protagonista (Bruno Ganz) y a quien el vampiro (Klaus Kinski) quería poseer, encontraba la explicación de la plaga en un libro de ocultismo y elaboraba una estrategia para vencer al monstruo.

 

Por otro lado, y volviendo a Murnau, en Fausto (1926), notable adaptación del clásico de Goethe, el cineasta escenificó una desoladora epidemia ocasionada por Mefistófeles en persona (Emil Jannings). Allí el protagonista (Gösta Ekman) hacía un pacto diabólico para acabar con la plaga y salvar a su enamorada (Camilla Horn) y a la humanidad. Tanto Nosferatu como Fausto son ejemplos mayores del expresionismo, y revelaron que la ciencia y el pensamiento racional parecían impotentes para enfrentar en forma certera a un enigmático y malvado poder destructor. No es casual que esas películas surgieran en Alemania en los años 20, porque esa nación aún estaba pagando las consecuencias sociales, políticas y económicas de su derrota en la Primera Guerra Mundial.

La peste también sirvió como metáfora de males mucho más recientes. En El séptimo sello (Ingmar Bergman, 1956), el caballero (Max von Sydow) regresaba a su pueblo natal después de haber peleado en las Cruzadas, pero en el camino se encontraba con la Muerte (Bengt Ekerot), a quien retaba a una partida de ajedrez para poder prolongar de esa manera sus días de vida. Debido a ello será testigo del azote de la peste en su país, con lo cual la película sumó a su contexto más visible (la búsqueda de Dios) una alegoría sobre los efectos catastróficos que podrían sobrevenir a la humanidad si la guerra nuclear, más caliente que nunca en aquel contexto de Guerra Fría, se terminaba convirtiendo en una nueva y mucho más eficaz peste destructiva.

 

Por su parte, el mexicano Felipe Cazals en El año de la peste (1979) especuló sobre lo que podría ocurrir en ese momento en su país en caso de surgir un brote de peste. Esa crítica social además advertía que, en caso de catástrofe, la ciudadanía quedaría en manos de políticos negligentes e inmorales, más dañinos que la propia plaga. La película fue un fracaso de taquilla, y lo mismo sucedió con La peste (Luis Puenzo, 1993), coproducción de Francia, Gran Bretaña y Argentina basada en memorable novela de Albert Camus, poblada por un elenco internacional: William Hurt, Sandrine Bonnaire, Jean-Marc Barr, Robert Duvall, Raúl Juliá, China Zorrilla, Jorge Luz, Victoria Tennant y Verónica Llinás. Esos talentosos empero no pudieron salvar un film fracasado desde su gestación, aunque el tema que abordaba era muy interesante: cómo se veía afectada la vida en una ciudad sudamericana tras ser declarada una epidemia de peste. Para el joven médico protagonista marcharse de la ciudad sería el equivalente a una deserción, por eso decidía quedarse a combatir el mal, mientras el pánico inundaba las calles. Al final, en una clara propuesta de amargo existencialismo, la plaga era vencida, pero quedaba planteada la duda sobre si no sería posible que la amenaza siguiera vigente y algún día pudiese regresar.

 

LOS VIRUS. En los últimos 30 años del siglo pasado el cine sobre epidemias se dedicó a exponer que las mayores catástrofes sanitarias casi siempre terminan siendo provocadas por un virus. El origen de ese brusco viraje temático respecto al cine de los años anteriores es muy probable que se deba a la aparición del sida, flagelo que fue revelado al mundo en esa misma época, precisamente. La ciencia ficción sacó notable partido de este asunto. En este género los agentes de infección provienen siempre de lugares ajenos a la gente infectada: el espacio exterior, una potencia extranjera, o un laboratorio secreto dirigido por científicos dementes o militares belicistas. En cierta manera, las historias que cuentan esos films reviven el viejo mito de Frankenstein, ya que los microorganismos surgidos en los laboratorios pueden tornarse monstruos que amenazan la vida humana.

Un precursor en la materia fue David Cronenberg en Rabia (1977), película seminal en la que habría que detenerse un poco. En ella una bella joven era víctima de un experimento que la convertía en una suerte de vampira que seducía hombres, los penetraba con un aguijón y se alimentaba de su sangre. El aguijón salía de un pequeño pene, que a su vez nacía de una especie de vagina, con lo que al vincular la plaga con el sexo el osado director canadiense, sin imaginarlo siquiera, estaba presagiando el sida. Y también la clonación, porque lo que Cronenberg expuso aquí era la idea de unas células neutras que podrían reproducirse y servir para regenerar partes dañadas del cuerpo humano, varios años antes que esto se empezara a desarrollar realmente. De esa forma este cineasta, fascinado con el cuerpo humano, las enfermedades y las deformidades, utilizaba un nuevo experimento para acabar provocando un caos en Montreal. La idea era trasladar el terror a los lugares comunes, al entorno del ciudadano, que el espectador pensara que podía estar caminando por la calle o viajando en subte y ser atacado de pronto por alguien infectado. Por falta de presupuesto, Cronenberg encerraba a sus personajes en espacios y encuadres limitados, donde apenas hay sitio para una o dos personas, decisión inteligente que le permitía crear una atmósfera opresiva, con la que mantuvo al público en tensión, esperando y anticipando el próximo movimiento. También recurría a la radio y la TV para contar lo que pasaba en otros lugares o a gran escala sin que tuviéramos que verlo, en una forma económica y eficaz. Un plus fue el retrato psicológico de la protagonista, estupendamente interpretada por la actriz porno Marilyn Chambers. Rabia cosechó críticas durísimas, un gran éxito de público y el reconocimiento en el Festival de Sitges, mientras Cronenberg empezó a ser calificado como “rey del terror gore” y “rey de la enfermedad venérea”, entre otras cosas. Apelativos aparte, lo más valioso fue que a partir de esta película siguió haciendo siempre cine a su manera.

SIDA. Con este virus ya descubierto surgieron un sinnúmero de melodramas para cine y TV que explotarían las vertientes más lacrimógenas y sensibleras del asunto, pero entre ellos hubo tres películas que vale la pena recordar. La primera es la minuciosa y muy bien documentada Y la banda siguió tocando (Roger Spottiswoode, 1993), relato realizado para cable (y luego exhibido en cines) sobre las reacciones sociales, políticas y médicas ante el descubrimiento del sida, y el tenso trabajo de los profesionales y médicos que lo investigaban. Cuando este film comenzó a rodarse ya se contaban en USA más de 315.000 casos declarados de sida, de los cuales 192.000 habían resultado mortales. Lo que hizo el film es enhebrar los trabajos del equipo de investigadores californianos que aprendieron el estudio del síndrome cuando sólo había escasas pistas sobre su naturaleza y se carecía de pruebas científicas para establecer una profilaxis o una terapia. El relato consistía en el largo detalle de los pasos que esa gente fue dando contra las apreturas presupuestales y las resistencias sociales, hasta confirmar sus hipótesis y establecer mecanismos de prevención. El interés del film entonces era de índole documental y su divulgación resultó imprescindible en un mundo donde mucha gente (incluso promiscua) se creía a salvo de todo tipo de peligro en la materia. La película contenía saludables informaciones y advertencias para cualquier espectador descuidado de los años 90, alcance didáctico que no convenía desestimar. A lo largo del relato se ilustraban casos reales de condición muy dispar, pero se anotó asimismo el entretelón de negocios y vanidades, intereses políticos y manipulaciones de prensa, que entorpecieron el impostergable conocimiento que la población debía tener sobre los riesgos de la peste. Entre esos pormenores figuraba la resistencia de los bancos de sangre a controlar sus reservas, posiblemente infectadas, en nombre del altísimo costo que tendría ese control. La película se rodó con la colaboración desinteresada de mucha gente famosa, parte de la cual asumía papeles de cinco minutos (Anjelica Huston, Steve Martin, Phil Collins), mientras resultaban estimables los aportes de Matthew Modine como protagónico médico, Lily Tomlin como luchadora social, Ian McKellen como dirigente del movimiento homosexual, Alan Alda como discutible celebridad médica, y Richard Gere como coreógrafo famoso y ya enfermo. La producción se tomó el trabajo de rodar parte del asunto en el propio Instituto Pasteur de París, y así el elenco se amplió con notabilidades francesas como Patrick Bauchau, Nathalie Baye y Tcheky Karyo. Lo más conmovedor era sin embargo el epílogo al compás de una vibrante canción de Elton John, donde desfilaban imágenes de celebridades por entonces enfermas (Derek Jarman, Magic Johnson) o ya muertas de sida (Rock Hudson, Liberace, Freddie Mercury, Denholm Elliott, Tony Richardson, Michel Foucault, Rudolf Nureyev). Lo importante fue que el film se atrevió a hablar (desde un lugar tan conservador como Hollywood) de las dificultades que debieron vencerse para convencer al prójimo de la gravedad del virus más peligroso e infamante del siglo 20.

Tan mediática como honesta resultó Filadelfia (Jonathan Demme, 1993), cuyo eje era un abogado joven (Tom Hanks) cuyo talento le valía la incorporación al estudio jurídico más lustroso de la ciudad, donde obtenía elogios y promociones de parte de sus veteranos colegas. Sin embargo, esa promisoria carrera se veía interrumpida por el despido, que los directivos del estudio explicaban por un descenso en el rendimiento del protagonista, pero que éste interpretaba como un gesto discriminatorio cuando se sabía que padecía sida. Entonces resolvía entablar una demanda apelando a la jurisprudencia que ampara a los minusválidos privados de su empleo a causa de sus desventajas. No le resultaba fácil encontrar un abogado defensor, por el miedo que provocaba el sida y el desprestigio social que lo acompañaba, pero también por su homosexualidad en medio de una sociedad que la cuestionaba severamente. Cuando por fin el defensor aparecía (Denzel Washington), el enfermo veía deteriorarse su salud y el juicio empezaba. El film trató con particular delicadeza un tema erizado de dificultades, esquivando las trampas emotivas que se abrían a cada paso de su historia. Durante la primera parte lo lograba manteniéndose fuera de ese conflicto personal, prefiriendo la información al drama, y aún en situaciones más sensibles mantenía el control. La parte final imponía más vehemencias, porque en el tribunal se enfrentaban posiciones aguerridas y se ventilaban cosas temibles, pero aún allí Demme mantenía su habilidad para matizar personajes sombríos que podían excederse de villanía y suavizaba la alevosía que supone litigar contra una víctima cuyo debilitamiento es veloz, y cuyo aspecto en las sesiones finales es desolador. Cuando se acercaba la agonía y el film no tenía más remedio que blandir la emoción lo hacía frontalmente, con tal desempeño del elenco que lograba sacudir a la platea. El resultado era también arriesgado y valiente para los parámetros de Hollywood.

El tercer ejemplo es el más cercano, se llamó El club de los desahuciados (Jean-Marc Vallée, 2013) y tiene sus valores, aunque se ubica un escalón debajo de sus predecesores. Está basado en la vida de Ron Woodroof, electricista texano enfermo de sida que en los años 80 armó un gran aparato de distribución de medicina alternativa e ilegal para el tratamiento de la enfermedad. Lo interesante en este film está en ver que el crecimiento económico y ético del personaje se da a partir de saberse poseedor de una enfermedad mortal, causante de vergüenza y desprecio. Un punto a destacar es la labor de Matthew McConaughey, pero también importa la visualización directa del problema, porque la película no teme ser cruda con un tema que aúna nociones tan incómodas como son la enfermedad, la adicción, la discriminación, el dinero y la muerte. El film tiene dos problemas, de todas formas: el armado y el guion. El armado porque peca en la utilización de la cámara en mano, que no es garantía para dar más realismo a la imagen; en fundidos a negro; en notas agudas de la música cada vez que se acerca una crisis del protagonista; y en cierto vaivén entre el esteticismo de algunas escenas contra el naturalismo crudo o melodramático de otras. Y el problema de guion es que se vuelve interesante cuando comienza el negocio de Rob y su lucha contra el gobierno, pero al faltarle peripecias reales se ve obligado a abrir múltiples sub tramas, que debilitan el relato principal y lleva a un final ferozmente anti climático. La repercusión de la película se encuentra menos en el tema del sida que en su denuncia de la medicina como negocio al amparo de los gobiernos. Ante esa situación son los pobres y marginados quienes deben tomar al toro por las astas, y es esa sinceridad de enfoque lo mejor de esta película.

PANDEMIAS. Además del sida otras enfermedades como el ébola o la influenza han generado también bastante cine. Epidemia (Wolfgang Petersen, 1995) narró una intriga militar relacionada con el diseño de armas bacteriológicas y la preservación secreta de un virus altamente mortal, parecido al ébola, que por falla humana quedaba libre y hacía estragos en la población. La película contó con un lustroso reparto (Dustin Hoffman, Morgan Freeman, Donald Sutherland, Kevin Spacey, René Russo, Cuba Gooding Jr.) y para redondear el paralelismo entre el ébola real y el ficticio (que en el film se llamó motaba), en las imágenes de laboratorio se mostraba al primer virus como si fuera el segundo. Es posible que la psicosis que se generó cuando la opinión pública descubrió este letal agente ayudara a llevar a los espectadores al cine a ver la película, que en la taquilla funcionó bastante bien, cuadruplicando la inversión. Epidemia parece en algún momento un drama médico o un thriller, pero en el fondo es cine catástrofe, con su parte aventurera en la recta final, y su población en riesgo de muerte a la que hay que salvar. La obra destaca por su corrección formal, pero también por ser muy previsible en la última media hora.

 

Entre las películas sobre epidemia de influenza la más famosa fue una coproducción entre Japón y USA titulada en Montevideo El final ya está aquí (Kinji Fukasaku, 1980), que reunía a un valioso elenco de Hollywood (Glenn Ford, Olivia Hussey, George Kennedy, Chuck Connors, Robert Vaughn, Edward James Olmos, Henry Silva) con un nuevo astro del cine nipón, Ken Ogata. En la película el mundo sufría un auténtico apocalipsis a causa de la liberación accidental de unos virus que habían sido desarrollados para la guerra bacteriológica. De resultas de ello en la Antártida, donde el intenso frío evita que los virus se multipliquen, se afincaban algunas personas para intentar sobrevivir y repoblar el planeta. El resultado era una mezcla de melodrama lacrimógeno, denuncia social y cine catástrofe, una colcha de retazos en medio de una película costosa que se vio afectada por el típico problema que aqueja a estas coproducciones internacionales: la versión japonesa duraba 156 minutos, mientras que en Occidente se exhibió un montaje estadounidense que oscilaba entre los 100 y los 110 minutos. Ante tantos desbarajustes, ninguna película puede salir indemne.

Otras veces las epidemias se desatan y los virus que las causan permanecen en el misterio. Es el caso de Ceguera (Fernando Meirelles, 2008), basada en una memorable novela del portugués José Saramago, con rodaje parcial en la Ciudad Vieja de Montevideo. Una misteriosa epidemia de ceguera súbita se abatía sobre el planeta y provocaba el colapso total de la sociedad, en lo que era (en la novela y en la película) una metáfora sobre la dependencia a las estructuras sociales y las dificultades para implementar nuevos mecanismos de supervivencia. Lo inexplicable era que un personaje femenino (Julianne Moore) nunca perdía la visión y era la encargada de liderar a los ciegos, entre los cuales estaban Mark Ruffalo, Danny Glover, Alice Braga y Gael García Bernal. Siempre digo que no es imprescindible ser fiel a un original literario para llevar una película a buen puerto, pero el gravísimo error de Meirelles a la hora de adaptar el hito de Saramago fue haber respetado a rajatabla la estructura y el anecdotario de la novela, tomando al pie de la letra la estética y sus aspectos superficiales, e ignorando flagrantemente la intensidad dramática y el espíritu de la propuesta. El resultado es pretencioso, con recursos visuales notables en sí mismos (la espléndida fotografía quemada del uruguayo César Charlone, por ejemplo) pero que se revelan gratuitos y contradictorios respecto a la historia, ya que ni siquiera pueden ser tomados como el punto de vista de los ciegos, porque estos ni siquiera podían ver destellos de luz en la oscuridad. De esa manera la película luce vacía de contenido, y sólo podrá gustar a quienes no hayan leído el intenso libro de Saramago.

Tampoco Terry Gilliam dio explicaciones acerca del origen de su epidemia en 12 monos (1995), ciencia ficción con Bruce Willis, Madeleine Stowe, Brad Pitt y Christopher Plummer situada en el futuro (2035), donde los sobrevivientes de una misteriosa plaga que ha matado a millones de personas viven a duras penas en comunidades subterráneas. Para intentar solucionar las cosas, el protagonista se ofrece a viajar al pasado para conseguir una muestra del virus y tratar de elaborar un antídoto. Parte del éxito de 12 monos radicó en un guion bien elaborado, cuyo desarrollo argumental estaba basado en una inquietud inherente al ser humano actual (el miedo al apocalipsis) pero condimentado por un trueque inteligente, ya que aquí no se intenta evitar la catástrofe, sino conseguir la redención de los supervivientes. Es de destacar, además, la evolución paulatina a la que nos fuerza el film en tanto espectadores. En una primera visión nos sentimos identificados con el protagonista y sus indagaciones, obteniendo las mismas respuestas y realizándonos las mismas preguntas, hasta llegar a la vuelta de tuerca final. En posteriores revisiones, en cambio, la reflexión de los saltos en el tiempo y la ordenación mental de detalles individuales es lo que más puede atraernos. Es una de esas obras que hay que ver muchas veces para disfrutar cada día más.

 

En una liga muy diferente juega una película muy exitosa actualmente, aunque cuando se estrenó no llegó a Occidente. Virus (Kim Sung-su, 2013) es un film surcoreano que ahora está en boca de todos por dos razones casuales: el éxito mundial de la película Parásitos y la actual epidemia de coronavirus. Esta es una clásica historia de cine catástrofe, con un virus que llega a China y se propaga rápidamente, sin que se sepa cómo contener la pandemia. En medio del caos el protagonista, todo un idealista, se toma su tiempo para galantear a una doctora bastante antipática y encariñarse con la hija de esa mujer. El resultado es muy menor, y hubiera pasado a la historia sin dejar rastro si no fuera por las coyunturas citadas (Parásitos y el coronavirus). Es cierto que hay un par de secuencias visualmente impactantes, pero sin salirse nunca de lo previsible, con lo cual todo es ágil y entretenido, pero sin muchas pretensiones.

Mucho más inquietante -por lo real- resulta Contagio (Steven Soderbergh, 2011), donde un virus mortal surgido en China en pocas horas se propaga por el mundo y diezma la población. Los protagonistas son un matrimonio (Matt Damon, Gwyneth Paltrow), un científico (Laurence Fishburne), un blogger (Jude Law) y dos epidemiólogas (Kate Winslet, Marion Cotillard). Los personajes y las sub tramas se interconectan, en un esquema similar al de Traffic, también de Soderbergh, quien jamás recae en el efectismo de la espectacularidad o el despliegue banal de efectos especiales. Si no fuera por los conocidos rostros del elenco, todo se parecería a un documental acerca de la extinción del hombre, haciendo hincapié en las numerosas fases de deducción científica y los gajes políticos y burocráticos que parecen impedir la salvación de la humanidad. Mientras tanto, la paranoia colectiva revela cuán poco civilizada es nuestra arquitectura social y cultural, dato que tiene que ver con nuestra íntima realidad actual, tras los disparates que vemos (la gente arrasando con todo en los supermercados) o escuchamos a diario respecto a qué se debe hacer y qué no con el maldito coronavirus. Como cine Contagio tiene dos falencias: una, que ciertas líneas narrativas no encajan en el orden mayor del film, por no ser demasiado interesantes o ser poco relevantes a la trama principal; y la otra, porque Soderbergh clausura el asunto con un final “a los ponchazos”, que contrasta con el tono manejado hasta entonces. Pero a la altura de este complicado 2020 parece claro que Contagio es un thriller efectivo que captura la atención debido a sus características premonitorias: estados de cuarentena, imágenes de ciudades vacías, aeropuertos cerrados, personal sanitario enfundado en vestimentas especiales, población con mascarillas, todo hace que las coincidencias con el actual coronavirus sean asombrosas y perturbadoras.

EPÍLOGO. Un adelantado en combinar realidad y ficción fue Richard Matheson (1926-2013), escritor y libretista estadounidense que en 1954 publicó la novela Soy leyenda, donde el mundo era devastado por una pandemia originada por una mutación del virus del sarampión, que intentando curar el cáncer convertía a los infectados en vampiros. La novela tuvo tres versiones en cine. La más humilde (y muy efectiva desde su clase B) fue Seres de las sombras (Sidney Salkow y Ubaldo Ragona, 1966). La más publicitada, y también la peor de todas, resultó La última esperanza (Boris Sagal, 1971). La mejor por lejos fue Soy leyenda (Francis Lawrence, 2007). En todas, el protagonista Robert Neville (Vincent Price, Charlton Heston, Will Smith) intenta sobrevivir mientras lucha contra los nocturnos depredadores ciudadanos e intenta encontrar una cura para el virus.

 

Y, por supuesto, hay todo un subgénero de terror y ciencia ficción en el cual las epidemias virales transforman a la población en zombie, desde el clásico La noche de los muertos vivientes (George A Romero, 1968) y su posterior revisión El amanecer de los muertos (George A. Romero, 1978), donde no se daban explicaciones sobre el virus que había convertido al 90% de la humanidad en zombie, hasta las más actuales Exterminio (Danny Boyle, 2002), Guerra Mundial Z (Marc Foster, 2013), o la saga de Resident Evil (2002-2016). Reflexión extra merece Invasión zombie, también conocida como Tren a Busan (Yeon Sang-ho, 2016). En primer lugar, porque el cine surcoreano se ha convertido desde inicios del actual siglo en uno de los más prolíficos, talentosos e imaginativos del mundo. Pero lo que específicamente tiene que ver con este film es su inteligente relectura de un subgénero siempre considerado “berreta”. Si algo caracteriza a Invasión zombie es que la acción transcurre casi completamente sobre un tren de alta velocidad que viaja desde Seúl a Busan, detalle importante desde lo narrativo y sobre todo desde lo técnico, terreno en el que el film se luce por la enorme destreza del cineasta para resolver las dificultades de desplazar su cámara dentro de los reducidos espacios de un vagón de tren, y al mismo tiempo coreografiar complejas escenas de acción. A eso hay que sumar una mirada muy humana proyectada hacia el perfil de sus personajes y cómo van evolucionando desde el inicio al fin del relato. Gracias a ellos, Sang-ho esboza una crítica sobre el individualismo capitalista de la sociedad coreana, construida a imagen y semejanza de USA. El resultado es una película con personajes atractivos, escenas intensas resueltas con notable pericia y un final oscurísimo, desolador, pero también emotivo. En Invasión zombie y en el resto de estas películas el zombie es una entidad monstruosa, devoradora y expansiva, y deja en evidencia que su lucha contra la humanidad simboliza la belicosa relación que existe entre nuestra especie y los virus, bichitos que van a seguir dando mucho que hablar.